El Conflicto de los Siglos: Capítulo 12 – La reforma en Francia

Alta protesta de espira y a la confesión de Augsburgo, que marcaron el triunfo de la Reforma en Alemania, siguieron años de conflicto y oscuridad. El protestantismo, debilitado por las divisiones sembradas entre los que lo sostenían, y atacado por enemigos poderosos, parecía destinado a ser totalmente destruido. Millares sellaron su testimonio con su sangre. Estalló la guerra civil; la causa protestante fue traicionada por uno de sus principales adherentes; los más nobles de los príncipes reformados cayeron en manos del emperador y fueron llevados cautivos de pueblo en pueblo. Pero en el momento de su aparente triunfo, el monarca fue castigado por la derrota. Vio que la presa se le escapaba de las manos y al fin tuvo que conceder tolerancia a las doctrinas cuyo aniquilamiento constituyera el gran anhelo de su vida. Había comprometido su reino, sus tesoros, y hasta su misma vida, en la persecución de la herejía, y ahora veía sus tropas diezmadas, agotados sus tesoros, sus muchos reinos amenazados por las revueltas, y entre tanto seguía cundiendo por todas partes la fe que en vano se había esforzado en suprimir. Carlos V estaba combatiendo contra un poder omnipotente. Dios había dicho: “Haya luz”, pero el emperador había procurado impedir que se desvaneciesen las tinieblas. Sus propósitos fallaron, y, en prematura vejez, sintiéndose agotado por tan larga lucha, abdicó el trono, y se encerró en un claustro.

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En Suiza, lo mismo que en Alemania, vinieron días tenebrosos para la Reforma. Mientras que muchos cantones aceptaban la fe reformada, otros se aferraban ciega y obstinadamente al credo de Roma. Las persecuciones dirigidas contra los que aceptaban la verdad provocaron finalmente una guerra civil. Zuinglio y muchos de los que se habían unido con él en la Reforma sucumbieron en el sangriento campo de Cappel. Ecolampadio, abrumado por estos terribles desastres, murió poco después. Roma parecía triunfar y recuperar en muchos lugares lo que había perdido. Pero Aquel cuyos consejos son desde el siglo y hasta el siglo, no había abandonado la causa de su pueblo. Su mano le iba a dar libertad. Había levantado en otros países obreros que impulsasen la Reforma.

En Francia, mucho antes que el nombre de Lutero fuese conocido como el de un reformador, había empezado a amanecer. Uno de los primeros en recibir la luz fue el anciano Lefevre, hombre de extensos conocimientos, catedrático de la universidad de París, y sincero y fiel partidario del papa. En las investigaciones que hizo en la literatura antigua se despertó su atención por la Biblia e introdujo el estudio de ella entre sus estudiantes.

Lefevre era entusiasta adorador de los santos y se había consagrado a preparar una historia de estos y de los mártires como la dan las leyendas de la iglesia. Era esta una obra magna, que requería mucho trabajo; pero ya estaba muy adelantado en ella cuando decidió estudiar la Biblia con el propósito de obtener de ella datos para su libro. En el sagrado libro halló santos, es verdad, pero no como los que figuran en el calendario romano. Un raudal de luz divina penetró en su mente. Perplejo y disgustado abandonó el trabajo que se había impuesto, y se consagró a la Palabra de Dios. Pronto comenzó a enseñar las preciosas verdades que encontraba en ella.

En 1512, antes que Lutero y Zuinglio empezaran la obra de la Reforma, escribía Lefevre: “Dios es el que da, por la fe, la justicia, que por gracia nos justifica para la vida eterna” (Wylie, lib. 13, cap. 1). Refiriéndose a los misterios de la redención, exclamaba: “¡Oh grandeza indecible de este cambio: el Inocente es condenado, y el culpable queda libre; el que bendice carga con la maldición, y la maldición se vuelve bendición; la Vida muere, y los muertos viven; la Gloria es envuelta en tinieblas, y el que no conocía más que confusión de rostro, es revestido de gloria!” (D’Aubigné, lib. 12, cap. 2).

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Y al declarar que la gloria de la salvación pertenece solo a Dios, declaraba también que al hombre le incumbe el deber de obedecer.

Decía: “Si eres miembro de la iglesia de Cristo, eres miembro de su cuerpo, y en tal virtud, estás lleno de la naturaleza divina […]. ¡Oh! si los hombres pudiesen penetrar en este conocimiento y darse cuenta de este privilegio, ¡cuán pura, casta y santa no sería su vida y cuán despreciable no les parecería toda la gloria de este mundo en comparación con la que está dentro de ellos y que el ojo carnal no puede ver!” (ibíd.).

Hubo algunos, entre los discípulos de Lefevre, que escuchaban con ansia sus palabras, y que mucho después que fuese acallada la voz del maestro, iban a seguir predicando la verdad. Uno de ellos fue Guillermo Farel. Era hijo de padres piadosos y se le había enseñado a aceptar con fe implícita las enseñanzas de la iglesia. Hubiera podido decir como Pablo: “Conforme a la más rigurosa secta de nuestra religión he vivido fariseo”. Hechos 26:5. Como devoto romanista se desvelaba por concluir con todos los que se atrevían a oponerse a la iglesia. “Rechinaba los dientes—decía él más tarde—como un lobo furioso, cuando oía que alguno hablaba contra el papa” (Wylie, lib. 13, cap. 2). Había sido incansable en la adoración de los santos, en compañía de Lefevre, haciendo juntos el jubileo circular de las iglesias de París, adorando en sus altares y adornando con ofrendas los santos relicarios. Pero estas observancias no podían infundir paz a su alma. Todos los actos de penitencia que practicaba no podían borrar la profunda convicción de pecado que pesaba sobre él. Oyó como una voz del cielo las palabras del reformador: “La salvación es por gracia”. “El Inocente es condenado, y el culpable queda libre”. “Es únicamente la cruz de Cristo la que abre las puertas del cielo, y la que cierra las del infierno” (ibíd.).

Farel aceptó gozoso la verdad. Por medio de una conversión parecida a la de Pablo, salió de la esclavitud de la tradición y llegó a la libertad de los hijos de Dios. “En vez del sanguinario corazón de lobo hambriento”, tuvo, al convertirse, dice él, “la mansedumbre de un humilde e inofensivo cordero, libre ya el corazón de toda influencia papista, y entregado a Jesucristo” (D’Aubigné, lib. 12, cap. 3).

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Entretanto que Lefevre continuaba esparciendo entre los estudiantes la luz divina, Farel, tan celoso en la causa de Cristo como lo había sido en la del papa, se dispuso a predicar la verdad en público. Un dignatario de la iglesia, el obispo de Meaux, no tardó en unirse con ellos. Otros maestros que descollaban por su capacidad y talento, se adhirieron a su propagación del evangelio, y este ganó adherentes entre todas las clases sociales, desde los humildes hogares de los artesanos y campesinos hasta el mismo palacio del rey. La hermana de Francisco I, que era entonces el monarca reinante, abrazó la fe reformada. El mismo rey y la reina madre parecieron por algún tiempo considerarla con simpatía, y los reformadores miraban con esperanza hacia lo porvenir y veían ya a Francia ganada para el evangelio.

Pero sus esperanzas no iban a realizarse. Pruebas y persecuciones aguardaban a los discípulos de Cristo, si bien la misericordia divina se las ocultaba, pues hubo un período de paz muy oportuno para permitirles acopiar fuerzas para hacer frente a las tempestades, y la Reforma se extendió con rapidez. El obispo de Meaux trabajó con empeño en su propia diócesis para instruir tanto a los sacerdotes como al pueblo. Los curas inmorales e ignorantes fueron removidos de sus puestos, y en cuanto fue posible, se los reemplazó por hombres instruidos y piadosos. El obispo se afanaba porque su pueblo tuviera libre acceso a la Palabra de Dios y esto pronto se verificó. Lefevre se encargó de traducir el Nuevo Testamento y al mismo tiempo que la Biblia alemana de Lutero salía de la imprenta en Wittenberg, el Nuevo Testamento francés se publicaba en Meaux. El obispo no omitió esfuerzo ni gasto alguno para hacerlo circular entre sus feligreses, y muy pronto el pueblo de Meaux se vio en posesión de las Santas Escrituras.

Así como los viajeros que son atormentados por la sed se regocijan al llegar a un manantial de agua pura, así recibieron estas almas el mensaje del cielo. Los trabajadores del campo y los artesanos en el taller, amenizaban sus trabajos de cada día hablando de las preciosas verdades de la Biblia. De noche, en lugar de reunirse en los despachos de vinos, se congregaban unos en casas de otros para leer la Palabra de Dios y unir sus oraciones y alabanzas. Pronto se notó un cambio muy notable en todas estas comunidades. Aunque formadas de gente de la clase humilde, dedicada al rudo trabajo y carente de instrucción, se veía en ella el poder de la Reforma, y en la vida de todos se notaba el efecto de la gracia divina que dignifica y eleva. Mansos, amantes y fieles, resultaban ser como un testimonio vivo de lo que el evangelio puede efectuar en aquellos que lo reciben con sinceridad de corazón.

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La luz derramada en Meaux iba a extenderse más lejos. Cada día aumentaba el número de los convertidos. El rey contuvo por algún tiempo la ira del clero, porque despreciaba el estrecho fanatismo de los frailes; pero al fin, los jefes papales lograron prevalecer. Se levantó la hoguera. Al obispo de Meaux le obligaron a elegir entre ella y la retractación, y optó por el camino más fácil; pero a pesar de su caída, el rebaño de este débil pastor se mantuvo firme. Muchos dieron testimonio de la verdad entre las llamas. Con su valor y fidelidad en la hoguera, estos humildes cristianos hablaron a millares de personas que en días de paz no hubieran oído jamás el testimonio de ellos.

No eran solamente los pobres y los humildes, los que en medio del padecimiento y del escarnio se atrevían a ser testigos del Señor. En las casas señoriles, en el castillo, en el palacio, había almas regias para quienes la verdad valía más que los tesoros, las categorías sociales y aun que la misma vida. La armadura real encerraba un espíritu más noble y elevado que la mitra y las vestiduras episcopales. Luis de Berquin era de noble alcurnia. Cortés y bravo caballero, dedicado al estudio, de elegantes modales y de intachable moralidad, “era dice un escritor fiel partidario de las instituciones del papa y celoso oyente de misas y sermones, […] y coronaba todas estas virtudes aborreciendo de todo corazón el luteranismo”. Empero, como a otros muchos, la Providencia le condujo a la Biblia, y quedó maravillado de hallar en ella, “no las doctrinas de Roma, sino las doctrinas de Lutero” (Wylie, lib. 13, cap. 9). Desde entonces se entregó con entera devoción a la causa del evangelio.

“Siendo el más instruido entre todos los nobles de Francia”, su genio y elocuencia y su valor indómito y su celo heroico, tanto como su privanza en la corte—por ser favorito del rey—lo hicieron considerar por muchos como el que estaba destinado a ser el reformador de su país. Beza dijo: “Berquin hubiera sido un segundo Lutero, de haber hallado en Francisco I un segundo Elector”. Los papistas decían: “Es peor que Lutero” (ibíd.). Y efectivamente, era más temido que Lutero por los romanistas de Francia. Le echaron en la cárcel por hereje, pero el rey mandó soltarle. La lucha duró varios años. Francisco fluctuaba entre Roma y la Reforma, tolerando y restringiendo alternadamente el celo bravío de los frailes. Tres veces fue apresado Berquin por las autoridades papales, para ser librado otras tantas por el monarca, quien, admirando su genio y la nobleza de su carácter, se negó a sacrificarle a la malicia del clero.

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Berquin fue avisado repetidas veces del peligro que le amenazaba en Francia e instado para que siguiera el ejemplo de aquellos que habían hallado seguridad en un destierro voluntario. El tímido y contemporizador Erasmo, que con todo el esplendor de su erudición carecía sin embargo de la grandeza moral que mantiene la vida y el honor subordinados a la verdad, escribió a Berquin: “Solicita que te manden de embajador al extranjero; ve y viaja por Alemania. Ya sabes lo que es Beda: un monstruo de mil cabezas, que destila ponzoña por todas partes. Tus enemigos son legión. Aunque fuera tu causa mejor que la de Cristo, no te dejarán en paz hasta que hayan acabado miserablemente contigo. No te fíes mucho de la protección del rey. Y sobre todas las cosas, te encarezco que no me comprometas con la facultad de teología” (ibíd.).

Pero cuanto más cuerpo iban tomando los peligros, más se afirmaba el fervor de Berquin. Lejos de adoptar la política y el egoísmo que Erasmo le aconsejara, resolvió emplear medios más enérgicos y eficaces. No quería ya tan solo seguir siendo defensor de la verdad, sino que iba a intentar atacar el error. El cargo de herejía que los romanistas procuraban echarle encima, él iba a devolvérselo. Los más activos y acerbos de sus opositores eran los sabios doctores y frailes de la facultad de teología de la universidad de París, una de las más altas autoridades eclesiásticas de la capital y de la nación. De los escritos de estos doctores entresacó Berquin doce proposiciones, que declaró públicamente “contrarias a la Biblia, y por lo tanto heréticas”; y apeló al rey para que actuara de juez en la controversia.

El monarca, no descontento de poner frente a frente el poder y la inteligencia de campeones opuestos, y de tener la oportunidad de humillar la soberbia de los altivos frailes, ordenó a los romanistas que defendiesen su causa con la Biblia. Bien sabían estos que semejante arma de poco les serviría; la cárcel, el tormento y la hoguera eran las armas que mejor sabían manejar. Cambiadas estaban las suertes y ellos se veían a punto de caer en la sima a que habían querido echar a Berquin. Puestos así en aprieto no buscaban más que un modo de escapar.

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“Por aquel tiempo, una imagen de la virgen, que estaba colocada en la esquina de una calle, amaneció mutilada”. Esto produjo gran agitación en la ciudad. Multitud de gente acudió al lugar dando señales de duelo y de indignación. El mismo rey fue hondamente conmovido. Vieron en esto los monjes una coyuntura favorable para ellos, y se apresuraron en aprovecharla. “Estos son los frutos de las doctrinas de Berquin—exclamaban—. Todo va a ser echado por tierra, la religión, las leyes, el trono mismo, por esta conspiración luterana” (ibíd.).

Berquin fue aprehendido de nuevo. El rey salió de París y los frailes pudieron obrar a su gusto. Enjuiciaron al reformador y le condenaron a muerte, y para que Francisco no pudiese interponer su influencia para librarle, la sentencia se ejecutó el mismo día en que fue pronunciada. Al medio día fue conducido Berquin al lugar de suplicio. Un inmenso gentío se reunió para presenciar el auto, y muchos notaron con turbación y espanto que la víctima había sido escogida de entre las mejores y más valientes familias nobles de Francia. La estupefacción, la indignación, el escarnio y el odio, se pintaban en los semblantes de aquella inquieta muchedumbre; pero había un rostro sin sombra alguna, pues los pensamientos del mártir estaban muy lejos de la escena del tumulto, y lo único que percibía era la presencia de su Señor.

La miserable carreta en que lo llevaban, las miradas de enojo que le echaban sus perseguidores, la muerte espantosa que le esperaba, nada de esto le importaba; el que vive, si bien estuvo muerto, pero ahora vive para siempre y tiene las llaves de la muerte y del infierno, estaba a su lado. El semblante de Berquin estaba radiante de luz y paz del cielo. Vestía lujosa ropa, y llevaba “capa de terciopelo, justillo de raso y de damasco, calzas de oro” (D’Aubigné, Histoire de la Réformation au temps de Calvin, lib. 2, cap. 16). Iba a dar testimonio de su fe en presencia del Rey de reyes y ante todo el universo, y ninguna señal de duelo empañaba su alegría.

Mientras la procesión desfilaba despacio por las calles atestadas de gente, el pueblo notaba maravillado la paz inalterable y el gozo triunfante que se pintaban en el rostro y el continente del mártir. “Parece—decían—como si estuviera sentado en el templo meditando en cosas santas” (Wylie, lib. 13, cap. 9).

Ya atado a la estaca, quiso Berquin dirigir unas cuantas palabras al pueblo, pero los monjes, temiendo las consecuencias, empezaron a dar gritos y los soldados a entrechocar sus armas, y con esto ahogaron la voz del mártir. Así fue como en 1529, la autoridad eclesiástica y literaria más notable de la culta ciudad de París, “dio al populacho de 1793 el vil ejemplo de sofocar en el cadalso las sagradas palabras de los moribundos” (ibíd.).

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Berquin fue estrangulado y su cuerpo entregado a las llamas. La noticia de su muerte entristeció a los amigos de la Reforma en todas partes de Francia. Pero su ejemplo no quedó sin provecho. “También nosotros estamos listos—decían los testigos de la verdad—para recibir la muerte con gozo, poniendo nuestros ojos en la vida venidera” (D’Aubigné, ibíd.).

Durante la persecución en Meaux, se prohibió a los predicadores de la Reforma que siguieran en su obra de propaganda, por lo cual fueron a establecerse en otros campos de acción. Lefevre, al cabo de algún tiempo, se dirigió a Alemania, y Farel volvió a su pueblo natal, en el este de Francia para esparcir la luz en la tierra de su niñez. Ya se había sabido lo que estaba ocurriendo en Meaux, y por consiguiente la verdad, que él enseñaba sin temor, encontró adeptos. Muy pronto las autoridades le impusieron silencio y le echaron de la ciudad. Ya que no podía trabajar en público, se puso a recorrer los valles y los pueblos, enseñando en casas particulares y en apartados campos, hallando abrigo en los bosques y en las cuevas de las peñas de él conocidos desde que los frecuentara en los años de su infancia. Dios le preparaba para mayores pruebas. “Las penas, la persecución y todas las asechanzas del diablo, con las que se me amenaza, no han escaseado—decía él—, y hasta han sido mucho más severas de lo que yo con mis propias fuerzas hubiera podido sobrellevar; pero Dios es mi Padre; él me ha suministrado y seguirá suministrándome las fuerzas que necesite” (D’Aubigné, Histoire de la Réformation au seizième siècle, lib. 12, cap. 9).

Como en los tiempos apostólicos, la persecución había redundado en bien del adelanto del evangelio. Filipenses 1:12. Expulsados de París y Meaux, “los que fueron esparcidos, iban por todas partes anunciando la palabra”. Hechos 8:4. Y de esta manera la verdad se abrió paso en muchas de las remotas provincias de Francia.

Dios estaba preparando aun más obreros para extender su causa. En una de las escuelas de París hallábase un joven formal, de ánimo tranquilo, que daba muestras evidentes de poseer una mente poderosa y perspicaz, y que no era menos notable por la pureza de su vida que por su actividad intelectual y su devoción religiosa. Su talento y aplicación hicieron pronto de él un motivo de orgullo para el colegio, y se susurraba entre los estudiantes que Juan Calvino sería un día uno de los más capaces y más ilustres defensores de la iglesia. Pero un rayo de luz divina penetró aun dentro de los muros del escolasticismo y de la superstición que encerraban a Calvino. Estremecióse al oír las nuevas doctrinas, sin dudar nunca que los herejes merecieran el fuego al que eran entregados. Y no obstante, sin saber cómo, tuvo que habérselas con la herejía y se vio obligado a poner a prueba el poder de la teología romanista para rebatir la doctrina protestante.

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Hallábase en París un primo hermano de Calvino, que se había unido con los reformadores. Ambos parientes se reunían con frecuencia para discutir las cuestiones que perturbaban a la cristiandad. “No hay más que dos religiones en el mundo—decía Olivetán, el protestante—. Una, que los hombres han inventado, y según la cual se salva el ser humano por medio de ceremonias y buenas obras; la otra es la que está revelada en la Biblia y que enseña al hombre a no esperar su salvación sino de la gracia soberana de Dios”.

“No quiero tener nada que ver con ninguna de vuestras nuevas doctrinas—respondía Calvino—, ¿creéis que he vivido en el error todos los días de mi vida?” (Wylie, lib. 13, cap. 7).

Pero habíanse despertado en su mente pensamientos que ya no podía desterrar de ella. A solas en su aposento meditaba en las palabras de su primo. El sentimiento del pecado se había apoderado de su corazón; se veía sin intercesor en presencia de un Juez santo y justo. La mediación de los santos, las buenas obras, las ceremonias de la iglesia, todo ello le parecía ineficaz para expiar el pecado. Ya no veía ante sí mismo sino la lobreguez de una eterna desesperación. En vano se esforzaban los doctores de la iglesia por aliviarle de su pena. En vano recurría a la confesión y a la penitencia; estas cosas no pueden reconciliar al alma con Dios.

Aún estaba Calvino empeñado en tan infructuosas luchas cuando un día en que por casualidad pasaba por una plaza pública, presenció la muerte de un hereje en la hoguera. Se llenó de admiración al ver la expresión de paz que se pintaba en el rostro del mártir. En medio de las torturas de una muerte espantosa, y bajo la terrible condenación de la iglesia, daba el mártir pruebas de una fe y de un valor que el joven estudiante comparaba con dolor con su propia desesperación y con las tinieblas en que vivía a pesar de su estricta obediencia a los mandamientos de la iglesia. Sabía que los herejes fundaban su fe en la Biblia; por lo tanto se decidió a estudiarla para descubrir, si posible fuera, el secreto del gozo del mártir.

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En la Biblia encontró a Cristo. “¡Oh! Padre exclamó, su sacrificio ha calmado tu ira; su sangre ha lavado mis manchas; su cruz ha llevado mi maldición; su muerte ha hecho expiación por mí. Habíamos inventado muchas locuras inútiles, pero tú has puesto delante de mí tu Palabra como una antorcha y has conmovido mi corazón para que tenga por abominables todos los méritos que no sean los de Jesús” (Martyn, tomo 3, cap. 13).

Calvino había sido educado para el sacerdocio. No tenía más que doce años cuando fue nombrado capellán de una pequeña iglesia y el obispo le tonsuró la cabeza para cumplir con el canon eclesiástico. No fue consagrado ni desempeñó los deberes del sacerdocio, pero sí fue hecho miembro del clero, se le dio el título de su cargo y percibía la renta correspondiente.

Viendo entonces que ya no podría jamás llegar a ser sacerdote, se dedicó por un tiempo a la jurisprudencia, y por último abandonó este estudio para consagrarse al evangelio. Pero no podía resolverse a dedicarse a la enseñanza. Era tímido por naturaleza, le abrumaba el peso de la responsabilidad del cargo y deseaba seguir dedicándose aún al estudio. Las reiteradas súplicas de sus amigos lograron por fin convencerle. “Cuán maravilloso es—decía—que un hombre de tan bajo origen llegue a ser elevado hasta tan alta dignidad” (Wylie, lib. 13, cap. 9).

Calvino empezó su obra con ánimo tranquilo y sus palabras eran como el rocío que refresca la tierra. Se había alejado de París y ahora se encontraba en un pueblo de provincia bajo la protección de la princesa Margarita, la cual, amante como lo era del evangelio, extendía su protección a los que lo profesaban. Calvino era joven aún, de continente discreto y humilde. Comenzó su trabajo visitando a los lugareños en sus propias casas. Allí, rodeado de los miembros de la familia, leía la Biblia y exponía las verdades de la salvación. Los que oían el mensaje, llevaban las buenas nuevas a otros, y pronto el maestro fue más allá, a otros lugares, predicando en los pueblos y villorrios. Se le abrían las puertas de los castillos y de las chozas, y con su obra colocaba los cimientos de iglesias de donde iban a salir más tarde los valientes testigos de la verdad.

A los pocos meses estaba de vuelta en París. Reinaba gran agitación en el círculo de literatos y estudiantes. El estudio de los idiomas antiguos había sido causa de que muchos fijaran su atención en la Biblia, y no pocos, cuyos corazones no habían sido conmovidos por las verdades de aquella, las discutían con interés y aun se atrevían a desafiar a los campeones del romanismo. Calvino, si bien muy capaz para luchar en el campo de la controversia religiosa, tenía que desempeñar una misión más importante que la de aquellos bulliciosos estudiantes. Los ánimos se sentían confundidos, y había llegado el momento oportuno de enseñarles la verdad. Entretanto que en las aulas de la universidad repercutían las disputas de los teólogos, Calvino se abría paso de casa en casa, leyendo la Biblia al pueblo y hablándole de Cristo y de este crucificado.

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Por la providencia de Dios, París iba a recibir otra invitación para aceptar el evangelio. El llamamiento de Lefevre y Farel había sido rechazado, pero nuevamente el mensaje iba a ser oído en aquella gran capital por todas las clases de la sociedad. Llevado por consideraciones políticas, el rey no estaba enteramente al lado de Roma contra la Reforma. Margarita abrigaba aún la esperanza de que el protestantismo triunfaría en Francia. Resolvió que la fe reformada fuera predicada en París. Ordenó durante la ausencia del rey que un ministro protestante predicase en las iglesias de la ciudad. Pero habiéndose opuesto a esto los dignatarios papales, la princesa abrió entonces las puertas del palacio. Se dispuso uno de los salones para que sirviera de capilla y se dio aviso que cada día, a una hora señalada, se predicaría un sermón, al que podían acudir las personas de toda jerarquía y posición. Muchedumbres asistían a las predicaciones. No solo se llenaba la capilla sino que las antesalas y los corredores eran invadidos por el gentío. Millares se congregaban diariamente: nobles, magistrados, abogados, comerciantes y artesanos. El rey, en vez de prohibir estas reuniones, hizo que dos de las iglesias de París fuesen afectadas a este servicio. Antes de esto la ciudad no había sido nunca conmovida de modo semejante por la Palabra de Dios. El Espíritu de vida que descendía del cielo parecía soplar sobre el pueblo. La templanza, la pureza, el orden y el trabajo iban sustituyendo a la embriaguez, al libertinaje, a la contienda y a la pereza.

Pero el clero no descansaba. Como el rey se negase a hacer cesar las predicaciones, apeló entonces al populacho. No perdonó medio alguno para despertar los temores, los prejuicios y el fanatismo de las multitudes ignorantes y supersticiosas. Siguiendo ciegamente a sus falsos maestros, París, como en otro tiempo Jerusalén, no conoció el tiempo de su visitación ni las cosas que pertenecían a su paz. Durante dos años fue predicada la Palabra de Dios en la capital; pero si bien muchas personas aceptaban el evangelio, la mayoría del pueblo lo rechazaba. Francisco había dado pruebas de tolerancia por mera conveniencia personal, y los papistas lograron al fin recuperar su privanza. De nuevo fueron clausuradas las iglesias y se levantó la hoguera.

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Calvino permanecía aún en París, preparándose por medio del estudio, la oración y la meditación, para su trabajo futuro, y seguía derramando luz. Pero, al fin, se hizo sospechoso. Las autoridades acordaron entregarlo a las llamas. Creyéndose seguro en su retiro no pensaba en el peligro, cuando sus amigos llegaron apresurados a su estancia para darle aviso de que llegaban emisarios para aprehenderle. En aquel instante se oyó que llamaban con fuerza en el zaguán. No había pues ni un momento que perder. Algunos de sus amigos detuvieron a los emisarios en la puerta, mientras otros le ayudaban a descolgarse por una ventana, para huir luego precipitadamente hacia las afueras de la ciudad. Encontrando refugio en la choza de un labriego, amigo de la Reforma, se disfrazó con la ropa de él, y llevando al hombro un azadón, emprendió viaje. Caminando hacia el sur volvió a hallar refugio en los dominios de Margarita (Véase D’Aubigné, Histoire de la Réformation au temps de Calvin, lib. 2, cap. 30).

Allí permaneció varios meses, seguro bajo la protección de amigos poderosos, y ocupado como anteriormente en el estudio. Empero su corazón estaba empeñado en evangelizar a Francia y no podía permanecer mucho tiempo inactivo. Tan pronto como escampó la tempestad, buscó nuevo campo de trabajo en Poitiers, donde había una universidad y donde las nuevas ideas habían encontrado aceptación. Personas de todas las clases sociales oían con gusto el evangelio. No había predicación pública, pero en casa del magistrado principal, en su propio aposento, y a veces en un jardín público, explicaba Calvino las palabras de vida eterna a aquellos que deseaban oírlas. Después de algún tiempo, como creciese el número de oyentes, se pensó que sería más seguro reunirse en las afueras de la ciudad. Se escogió como lugar de culto una cueva que se encontraba en la falda de una profunda quebrada, en un sitio escondido por árboles y rocas sobresalientes. En pequeños grupos, y saliendo de la ciudad por diferentes partes, se congregaban allí. En ese retiro se leía y explicaba la Biblia. Allí celebraron por primera vez los protestantes de Francia la Cena del Señor. De esta pequeña iglesia fueron enviados a otros lugares varios fieles evangelistas.

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Calvino volvió a París. No podía abandonar la esperanza de que Francia como nación aceptase la Reforma. Pero halló cerradas casi todas las puertas. Predicar el evangelio era ir directamente a la hoguera, y resolvió finalmente partir para Alemania. Apenas había salido de Francia cuando estalló un movimiento contra los protestantes que de seguro le hubiera envuelto en la ruina general, si se hubiese quedado.

Los reformadores franceses, deseosos de ver a su país marchar de consuno con Suiza y Alemania, se propusieron asestar a las supersticiones de Roma un golpe audaz que hiciera levantarse a toda la nación. Con este fin en una misma noche y en toda Francia se fijaron carteles que atacaban la misa. En lugar de ayudar a la Reforma, este movimiento inspirado por el celo más que por el buen juicio reportó un fracaso no solo para sus propagadores, sino también para los amigos de la fe reformada por todo el país. Dio a los romanistas lo que tanto habían deseado: una coyuntura de la cual sacar partido para pedir que se concluyera por completo con los herejes a quienes tacharon de perturbadores peligrosos para la estabilidad del trono y la paz de la nación.

Una mano secreta, la de algún amigo indiscreto, o la de algún astuto enemigo, pues nunca quedó aclarado el asunto, fijó uno de los carteles en la puerta de la cámara particular del rey. El monarca se horrorizó. En ese papel se atacaban con acritud supersticiones que por siglos habían sido veneradas.

La ira del rey se encendió por el atrevimiento sin igual de los que introdujeron hasta su real presencia aquellos escritos tan claros y precisos. En su asombro quedó el rey por algún tiempo tembloroso y sin articular palabra alguna. Luego dio rienda suelta a su enojo con estas terribles palabras: “Préndase a todos los sospechosos de herejía luterana […]. Quiero exterminarlos a todos” (ibíd., lib. 4, cap. 10). La suerte estaba echada. El rey resolvió pasarse por completo al lado de Roma.

Se tomaron medidas para arrestar a todos los luteranos que se hallasen en París. Un pobre artesano, adherente a la fe reformada, que tenía por costumbre convocar a los creyentes para que se reuniesen en sus asambleas secretas, fue apresado e intimidándolo con la amenaza de llevarlo inmediatamente a la hoguera, se le ordenó que condujese a los emisarios papales a la casa de todo protestante que hubiera en la ciudad. Se estremeció de horror al oír la vil proposición que se le hacía; pero, al fin, vencido por el temor de las llamas, consintió en convertirse en traidor de sus hermanos. Precedido por la hostia, y rodeado de una compañía de sacerdotes, monaguillos, frailes y soldados, Morin, el policía secreto del rey, junto con el traidor, recorrían despacio y sigilosamente las calles de la ciudad. Era aquello una ostensible demostración en honor del “santo sacramento” en desagravio por el insulto que los protestantes lanzaran contra la misa. Aquel espectáculo, sin embargo, no servía más que para disfrazar los aviesos fines. Al pasar frente a la casa de un luterano, el traidor hacía una señal, pero no pronunciaba palabra alguna. La procesión se detenía, entraban en la casa, sacaban a la familia y la encadenaban, y la terrible compañía seguía adelante en busca de nuevas víctimas. “No perdonaron casa, grande ni chica, ni los departamentos de la universidad de París […]. Morin hizo temblar la ciudad […]. Era el reinado del terror” (ibíd.).

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Las víctimas sucumbían en medio de terribles tormentos, pues se había ordenado a los verdugos que las quemasen a fuego lento para que se prolongara su agonía. Pero morían como vencedores. No menguaba su fe, ni desmayaba su confianza. Los perseguidores, viendo que no podían conmover la firmeza de aquellos fieles, se sentían derrotados. “Se erigieron cadalsos en todos los barrios de la ciudad de París y se quemaban herejes todos los días con el fin de sembrar el terror entre los partidarios de las doctrinas heréticas, multiplicando las ejecuciones. Sin embargo, al fin la ventaja fue para el evangelio. Todo París pudo ver qué clase de hombres eran los que abrigaban en su corazón las nuevas enseñanzas. No hay mejor púlpito que la hoguera de los mártires. El gozo sereno que iluminaba los rostros de aquellos hombres cuando […] se les conducía al lugar de la ejecución, su heroísmo cuando eran envueltos por las llamas, su mansedumbre para perdonar las injurias, cambiaba no pocas veces, el enojo en lástima, el odio en amor, y hablaba con irresistible elocuencia en pro del evangelio” (Wylie, lib. 13, cap. 20).

Con el fin de atizar aun más la furia del pueblo, los sacerdotes hicieron circular las más terribles calumnias contra los protestantes. Los culpaban de querer asesinar a los católicos, derribar al gobierno y matar al rey. Ni sombra de evidencia podían presentar en apoyo de tales asertos. Sin embargo resultaron siniestras profecías que iban a tener su cumplimiento, pero en circunstancias diferentes y por muy diversas causas. Las crueldades que los católicos infligieron a los inocentes protestantes acumularon en su contra la debida retribución, y en siglos posteriores se verificó el juicio que habían predicho que sobrevendría sobre el rey, sobre los súbditos y sobre el gobierno; pero dicho juicio se debió a los incrédulos y a los mismos papistas. No fue por el establecimiento, sino por la supresión del protestantismo, por lo que tres siglos más tarde habían de venir sobre Francia tan espantosas calamidades.

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Todas las clases sociales se encontraban ahora presa de la sospecha, la desconfianza y el terror. En medio de la alarma general se notó cuán profundamente se habían arraigado las enseñanzas luteranas en las mentes de los hombres que más se distinguían por su brillante educación, su influencia y la superioridad de su carácter. Los puestos más honrosos y de más confianza quedaron de repente vacantes. Desaparecieron artesanos, impresores, literatos, catedráticos de las universidades, autores, y hasta cortesanos. A centenares salían huyendo de París, desterrándose voluntariamente de su propio país, dando así en muchos casos la primera indicación de que estaban en favor de la Reforma. Los papistas se admiraban al ver a tantos herejes de quienes no habían sospechado y que habían sido tolerados entre ellos. Su ira se descargó sobre la multitud de humildes víctimas que había a su alcance. Las cárceles quedaron atestadas y el aire parecía oscurecerse con el humo de tantas hogueras en que se hacía morir a los que profesaban el evangelio.

Francisco I se vanagloriaba de ser uno de los caudillos del gran movimiento que hizo revivir las letras a principios del siglo XVI. Tenía especial deleite en reunir en su corte a literatos de todos los países. A su empeño de saber, y al desprecio que le inspiraba la ignorancia y la superstición de los frailes se debía, siquiera en parte, el grado de tolerancia que había concedido a los reformadores. Pero, en su celo por aniquilar la herejía, este fomentador del saber expidió un edicto declarando abolida la imprenta en toda Francia. Francisco I ofrece uno de los muchos ejemplos conocidos de cómo la cultura intelectual no es una salvaguardia contra la persecución y la intolerancia religiosa.

Francia, por medio de una ceremonia pública y solemne, iba a comprometerse formalmente en la destrucción del protestantismo. Los sacerdotes exigían que el insulto lanzado al cielo en la condenación de la misa, fuese expiado con sangre, y que el rey, en nombre del pueblo, sancionara la espantosa tarea.

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Se señaló el 21 de enero de 1535 para efectuar la terrible ceremonia. Se atizaron el odio hipócrita y los temores supersticiosos de toda la nación. París estaba repleto de visitantes que habían acudido de los alrededores y que invadían sus calles.

Tenía que empezar el día con el desfile de una larga e imponente procesión. “Las casas por delante de las cuales debía pasar, estaban enlutadas, y se habían levantado altares, de trecho en trecho”. Frente a todas las puertas había una luz encendida en honor del “santo sacramento”. Desde el amanecer se formó la procesión en palacio. “Iban delante las cruces y los pendones de las parroquias, y después, seguían los particulares de dos en dos, y llevando teas encendidas”. A continuación seguían las cuatro órdenes de frailes, luciendo cada una sus vestiduras particulares. A estas seguía una gran colección de famosas reliquias. Iban tras ella, en sus carrozas, los altos dignatarios eclesiásticos, ostentando sus vestiduras moradas y de escarlata adornadas con pedrerías, formando todo aquello un conjunto espléndido y deslumbrador.

“La hostia era llevada por el obispo de París bajo vistoso dosel […] sostenido por cuatro príncipes de los de más alta jerarquía […]. Tras ellos iba el monarca […]. Francisco I iba en esa ocasión despojado de su corona y de su manto real”. Con “la cabeza descubierta y la vista hacia el suelo, llevando en su mano un cirio encendido”, el rey de Francia se presentó en público “como penitente” (ibíd., cap. 21). Se inclinaba ante cada altar, humillándose, no por los pecados que manchaban su alma, ni por la sangre inocente que habían derramado sus manos, sino por el pecado mortal de sus súbditos que se habían atrevido a condenar la misa. Cerraban la marcha la reina y los dignatarios del estado, que iban también de dos en dos llevando en sus manos antorchas encendidas.

Como parte del programa de aquel día, el monarca mismo dirigió un discurso a los dignatarios del reino en la vasta sala del palacio episcopal. Se presentó ante ellos con aspecto triste, y con conmovedora elocuencia, lamentó el “crimen, la blasfemia, y el día de luto y de desgracia” que habían sobrevenido a toda la nación. Instó a todos sus leales súbditos a que cooperasen en la extirpación de la herejía que amenazaba arruinar a Francia. “Tan cierto, señores, como que soy vuestro rey—declaró—, si yo supiese que uno de mis miembros estuviese contaminado por esta asquerosa podredumbre, os lo entregaría para que fuese cortado por vosotros […]. Y aun más, si viera a uno de mis hijos contaminado por ella, no lo toleraría, sino que lo entregaría yo mismo y lo sacrificaría a Dios”. Las lágrimas le ahogaron la voz y la asamblea entera lloró, exclamando unánimemente: “¡Viviremos y moriremos en la religión católica!” (D’Aubigné, Histoire de la Réformation au temps de Calvin, lib. 4, cap. 12).

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Terribles eran las tinieblas de la nación que había rechazado la luz de la verdad. “La gracia que trae salvación” se había manifestado; pero Francia, después de haber comprobado su poder y su santidad, después que millares de sus hijos hubieron sido alumbrados por su belleza, después que su radiante luz se hubo esparcido por ciudades y pueblos, se desvió y escogió las tinieblas en vez de la luz. Habían rehusado los franceses el don celestial cuando les fuera ofrecido. Habían llamado a lo malo bueno, y a lo bueno malo, hasta llegar a ser víctimas de su propio engaño. Y ahora, aunque creyeran de todo corazón que servían a Dios persiguiendo a su pueblo, su sinceridad no los dejaba sin culpa. Habían rechazado precisamente aquella luz que los hubiera salvado del engaño y librado sus almas del pecado de derramar sangre.

Se juró solemnemente en la gran catedral que se extirparía la herejía, y en aquel mismo lugar, tres siglos más tarde iba a ser entronizada la “diosa Razón” por un pueblo que se había olvidado del Dios viviente. Volvióse a formar la procesión y los representantes de Francia se marcharon dispuestos a dar principio a la obra que habían jurado llevar a cabo. “De trecho en trecho, a lo largo del camino, se habían preparado hogueras para quemar vivos a ciertos cristianos protestantes, y las cosas estaban arregladas de modo que cuando se encendieran aquellas al acercarse el rey, debía detenerse la procesión para presenciar la ejecución” (Wylie, lib. 13, cap. 21). Los detalles de los tormentos que sufrieron estos confesores de Cristo, no son para descritos; pero no hubo desfallecimiento en las víctimas. Al ser instado uno de esos hombres para que se retractase, dijo: “Yo solo creo en lo que los profetas y apóstoles predicaron en los tiempos antiguos, y en lo que la comunión de los santos ha creído. Mi fe confía de tal manera en Dios que puedo resistir a todos los poderes del infierno” (D’Aubigné, Histoire de la Réformation au temps de Calvin, lib. 4, cap. 12).

La procesión se detenía cada vez frente a los sitios de tormento. Al volver al lugar de donde había partido, el palacio real, se dispersó la muchedumbre y se retiraron el rey y los prelados, satisfechos de los autos de aquel día y congratulándose entre sí porque la obra así comenzada se proseguiría hasta lograrse la completa destrucción de la herejía.

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El evangelio de paz que Francia había rechazado iba a ser arrancado de raíz, lo que acarrearía terribles consecuencias. El 21 de enero de 1793, es decir, a los doscientos cincuenta y ocho años cabales, contados desde aquel día en que Francia entera se comprometiera a perseguir a los reformadores, otra procesión, organizada con un fin muy diferente, atravesaba las calles de París. “Nuevamente era el rey la figura principal; otra vez veíase el mismo tumulto y oíase la misma gritería; pedíanse de nuevo más víctimas; volviéronse a erigir negros cadalsos, y nuevamente las escenas del día se clausuraron con espantosas ejecuciones; Luis XVI fue arrastrado a la guillotina, forcejeando con sus carceleros y verdugos que lo sujetaron fuertemente en la temible máquina hasta que cayó sobre su cuello la cuchilla y separó de sus hombros la cabeza que rodó sobre los tablones del cadalso” (Wylie, lib. 13, cap. 21). Y no fue él la única víctima; allí cerca del mismo sitio perecieron decapitados por la guillotina dos mil ochocientos seres humanos, durante el sangriento reinado del terror.

La Reforma había presentado al mundo una Biblia abierta, había desatado los sellos de los preceptos de Dios, e invitado al pueblo a cumplir sus mandatos. El amor infinito había presentado a los hombres con toda claridad los principios y los estatutos del cielo. Dios había dicho: “Los guardaréis pues para cumplirlos; porque en esto consistirá vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a la vista de las naciones; las cuales oirán hablar de todos estos estatutos, y dirán: Ciertamente pueblo sabio y entendido es esta gran nación”. Deuteronomio 4:6 (VM). Francia misma, al rechazar el don celestial, sembró la semilla de la anarquía y de la ruina; y la acción consecutiva e inevitable de la causa y del efecto resultó en la Revolución y el reinado del terror.

Mucho antes de aquella persecución despertada por los carteles, el osado y ardiente Farel se había visto obligado a huir de la tierra de sus padres. Se refugió en Suiza, y mediante los esfuerzos con que secundó la obra de Zuinglio, ayudó a inclinar el platillo de la balanza en favor de la Reforma. Iba a pasar en Suiza sus últimos años, pero no obstante siguió ejerciendo poderosa influencia en la Reforma en Francia. Durante los primeros años de su destierro, dirigió sus esfuerzos especialmente a extender en su propio país el conocimiento del evangelio. Dedicó gran parte de su tiempo a predicar a sus paisanos cerca de la frontera, desde donde seguía la suerte del conflicto con infatigable constancia, y ayudaba con sus palabras de estímulo y sus consejos. Con el auxilio de otros desterrados, tradujo al francés los escritos del reformador alemán, y estos y la Biblia vertida a la misma lengua popular se imprimieron en grandes cantidades, que fueron vendidas en toda Francia por los colportores. Los tales conseguían estos libros a bajo precio y con el producto de la venta avanzaban más y más en el trabajo.

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Farel dio comienzo a sus trabajos en Suiza como humilde maestro de escuela. Se retiró a una parroquia apartada y se consagró a la enseñanza de los niños. Además de las clases usuales requeridas por el plan de estudios, introdujo con mucha prudencia las verdades de la Biblia, esperando alcanzar a los padres por medio de los niños. Algunos creyeron, pero los sacerdotes se apresuraron a detener la obra, y los supersticiosos campesinos fueron incitados a oponerse a ella. “Ese no puede ser el evangelio de Cristo—decían con insistencia los sacerdotes—, puesto que su predicación no trae paz sino guerra” (Wylie, lib. 14, cap. 3). Y a semejanza de los primeros discípulos, cuando se le perseguía en una ciudad se iba para otra. Andaba de aldea en aldea, y de pueblo en pueblo, a pie, sufriendo hambre, frío, fatigas, y exponiendo su vida en todas partes. Predicaba en las plazas, en las iglesias y a veces en los púlpitos de las catedrales. En ocasiones se reunía poca gente a oírle; en otras, interrumpían su predicación con burlas y gritería, y le echaban abajo del púlpito. Más de una vez cayó en manos de la canalla, que le dio de golpes hasta dejarlo medio muerto. Sin embargo seguía firme en su propósito. Aunque le rechazaban a menudo, volvía a la carga con incansable perseverancia y logró al fin que una tras otra, las ciudades que habían sido los baluartes del papismo abrieran sus puertas al evangelio. Fue aceptada la fe reformada en aquella pequeña parroquia donde había trabajado primero. Las ciudades de Morat y de Neuchatel renunciaron también a los ritos romanos y quitaron de sus templos las imágenes de idolatría.

Farel había deseado mucho plantar en Ginebra el estandarte protestante. Si esa ciudad podía ser ganada a la causa, se convertiría en centro de la Reforma para Francia, Suiza e Italia. Para conseguirlo prosiguió su obra hasta que los pueblos y las aldeas de alrededor quedaron conquistados por el evangelio. Luego entró en Ginebra con un solo compañero. Pero no le permitieron que predicara sino dos sermones. Habiéndose empeñado en vano los sacerdotes en conseguir de las autoridades civiles que le condenaran, lo citaron a un concejo eclesiástico y allí fueron ellos llevando armas bajo sus sotanas y resueltos a asesinarle. Fuera de la sala, una furiosa turba, con palos y espadas, se agolpó para estar segura de matarle en caso de que lograse escaparse del concejo. La presencia de los magistrados y de una fuerza armada le salvaron de la muerte. Al día siguiente, muy temprano, lo condujeron con su compañero a la ribera opuesta del lago y los dejaron fuera de peligro. Así terminó su primer esfuerzo para evangelizar a Ginebra.

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Para la siguiente tentativa el elegido fue un instrumento menos destacado: un joven de tan humilde apariencia que era tratado con frialdad hasta por los que profesaban ser amigos de la Reforma. ¿Qué podría hacer uno como él allí donde Farel había sido rechazado? ¿Cómo podría un hombre de tan poco valor y tan escasa experiencia, resistir la tempestad ante la cual había huido el más fuerte y el más bravo? “¡No por esfuerzo, ni con poder, sino por mi Espíritu! dice Jehová de los ejércitos”. “Ha escogido Dios las cosas insensatas del mundo, para confundir a los sabios”. “Porque lo insensato de Dios, es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres”. Zacarías 4:6; 1 Corintios 1:27, 25 (VM).

Fromento principió su obra como maestro de escuela. Las verdades que inculcaba a los niños en la escuela, ellos las repetían en sus hogares. No tardaron los padres en acudir a escuchar la explicación de la Biblia, hasta que la sala de la escuela se llenó de atentos oyentes. Se distribuyeron gratis folletos y Nuevos Testamentos que alcanzaron a muchos que no se atrevían a venir públicamente a oír las nuevas doctrinas. Después de algún tiempo también este sembrador tuvo que huir; pero las verdades que había propagado quedaron grabadas en la mente del pueblo. La Reforma se había establecido e iba a desarrollarse y fortalecerse. Volvieron los predicadores, y merced a sus trabajos, el culto protestante se arraigó finalmente en Ginebra.

La ciudad se había declarado ya partidaria de la Reforma cuando Calvino, después de varios trabajos y vicisitudes, penetró en ella. Volvía de su última visita a su tierra natal y dirigíase a Basilea, cuando hallando el camino invadido por las tropas de Carlos V, tuvo que hacer un rodeo y pasar por Ginebra.

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En esta visita reconoció Farel la mano de Dios. Aunque Ginebra había aceptado ya la fe reformada, quedaba aún una gran obra por hacer. Los hombres se convierten a Dios por individuos y no por comunidades; la obra de regeneración debe ser realizada en el corazón y en la conciencia por el poder del Espíritu Santo, y no por decretos de concilios. Si bien el pueblo ginebrino había desechado el yugo de Roma, no por eso estaba dispuesto a renunciar también a los vicios que florecieran en su seno bajo el dominio de aquella. Y no era obra de poca monta la de implantar entre aquel pueblo los principios puros del evangelio, y prepararlo para que ocupara dignamente el puesto a que la Providencia parecía llamarle.

Farel estaba seguro de haber hallado en Calvino a uno que podría unírsele en esta empresa. En el nombre de Dios rogó al joven evangelista que se quedase allí a trabajar. Calvino retrocedió alarmado. Era tímido y amigo de la paz, y quería evitar el trato con el espíritu atrevido, independiente y hasta violento de los ginebrinos. Por otra parte, su poca salud y su afición al estudio le inclinaban al retraimiento. Creyendo que con su pluma podría servir mejor a la causa de la Reforma, deseaba encontrar un sitio tranquilo donde dedicarse al estudio, y desde allí, por medio de la prensa, instruir y edificar a las iglesias. Pero la solemne amonestación de Farel le pareció un llamamiento del cielo, y no se atrevió a oponerse a él. Le pareció, según dijo, “como si la mano de Dios se hubiera extendido desde el cielo y le sujetase para detenerle precisamente en aquel lugar que con tanta impaciencia quería dejar” (D’Aubigné, Histoire de la Réformation au temps de Calvin, lib. 9, cap. 17).

La causa protestante se veía entonces rodeada de grandes peligros. Los anatemas del papa tronaban contra Ginebra, y poderosas naciones amenazaban destruirla. ¿Cómo iba tan pequeña ciudad a resistir a la poderosa jerarquía que tan a menudo había sometido a reyes y emperadores? ¿Cómo podría vencer los ejércitos de los grandes capitanes del siglo? En toda la cristiandad se veía amenazado el protestantismo por formidables enemigos. Pasados los primeros triunfos de la Reforma, Roma reunió nuevas fuerzas con la esperanza de acabar con ella. Entonces fue cuando nació la orden de los jesuitas, que iba a ser el más cruel, el menos escrupuloso y el más formidable de todos los campeones del papado. Libres de todo lazo terrenal y de todo interés humano, insensibles a la voz del afecto natural, sordos a los argumentos de la razón y a la voz de la conciencia, no reconocían los miembros más ley, ni más sujeción que las de su orden, y no tenían más preocupación que la de extender su poderío (véase el Apéndice). El evangelio de Cristo había capacitado a sus adherentes para arrostrar los peligros y soportar los padecimientos, sin desmayar por el frío, el hambre, el trabajo o la miseria, y para sostener con denuedo el estandarte de la verdad frente al potro, al calabozo y a la hoguera. Para combatir contra estas fuerzas, el jesuitismo inspiraba a sus adeptos un fanatismo tal, que los habilitaba para soportar peligros similares y oponer al poder de la verdad todas las armas del engaño. Para ellos ningún crimen era demasiado grande, ninguna mentira demasiado vil, ningún disfraz demasiado difícil de llevar. Ligados por votos de pobreza y de humildad perpetuas, estudiaban el arte de adueñarse de la riqueza y del poder para consagrarlos a la destrucción del protestantismo y al restablecimiento de la supremacía papal.

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Al darse a conocer como miembros de la orden, se presentaban con cierto aire de santidad, visitando las cárceles, atendiendo a los enfermos y a los pobres, haciendo profesión de haber renunciado al mundo, y llevando el sagrado nombre de Jesús, de Aquel que anduvo haciendo bienes. Pero bajo esta fingida mansedumbre, ocultaban a menudo propósitos criminales y mortíferos. Era un principio fundamental de la orden, que el fin justifica los medios. Según dicho principio, la mentira, el robo, el perjurio y el asesinato, no solo eran perdonables, sino dignos de ser recomendados, siempre que vieran los intereses de la iglesia. Con muy diversos disfraces se introducían los jesuitas en los puestos del estado, elevándose hasta la categoría de consejeros de los reyes, y dirigiendo la política de las naciones. Se hacían criados para convertirse en espías de sus señores. Establecían colegios para los hijos de príncipes y nobles, y escuelas para los del pueblo; y los hijos de padres protestantes eran inducidos a observar los ritos romanistas. Toda la pompa exterior desplegada en el culto de la iglesia de Roma se aplicaba a confundir la mente y ofuscar y embaucar la imaginación, para que los hijos traicionaran aquella libertad por la cual sus padres habían trabajado y derramado su sangre. Los jesuitas se esparcieron rápidamente por toda Europa y doquiera iban lograban reavivar el papismo.

Para otorgarles más poder, se expidió una bula que restablecía la Inquisición (véase el Apéndice). No obstante el odio general que inspiraba, aun en los países católicos, el terrible tribunal fue restablecido por los gobernantes obedientes al papa; y muchas atrocidades demasiado terribles para cometerse a la luz del día, volvieron a perpetrarse en los secretos y oscuros calabozos. En muchos países, miles y miles de representantes de la flor y nata de la nación, de los más puros y nobles, de los más inteligentes y cultos, de los pastores más piadosos y abnegados, de los ciudadanos más patriotas e industriosos, de los más brillantes literatos, de los artistas de más talento y de los artesanos más expertos, fueron asesinados o se vieron obligados a huir a otras tierras.

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Estos eran los medios de que se valía Roma para apagar la luz de la Reforma, para privar de la Biblia a los hombres, y restaurar la ignorancia y la superstición de la Edad Media. Empero, debido a la bendición de Dios y al esfuerzo de aquellos nobles hombres que él había suscitado para suceder a Lutero, el protestantismo no fue vencido. Esto no se debió al favor ni a las armas de los príncipes. Los países más pequeños, las naciones más humildes e insignificantes, fueron sus baluartes. La pequeña Ginebra, a la que rodeaban poderosos enemigos que tramaban su destrucción; Holanda en sus bancos de arena del Mar del Norte, que luchaba contra la tiranía de España, el más grande y el más opulento de los reinos de aquel tiempo; la glacial y estéril Suecia, esas fueron las que ganaron victorias para la Reforma.

Calvino trabajó en Ginebra cerca de treinta años; primero para establecer una iglesia que se adhiriese a la moralidad de la Biblia, y después para fomentar el movimiento de la Reforma por toda Europa. Su carrera como caudillo público no fue inmaculada, ni sus doctrinas estuvieron exentas de error. Pero así y todo fue el instrumento que sirvió para dar a conocer verdades especialmente importantes en su época, y para mantener los principios del protestantismo, defendiéndolos contra la ola creciente del papismo, así como para instituir en las iglesias reformadas la sencillez y la pureza de vida en lugar de la corrupción y el orgullo fomentados por las enseñanzas del romanismo.

De Ginebra salían publicaciones y maestros que esparcían las doctrinas reformadas. Y a ella acudían los perseguidos de todas partes, en busca de instrucción, de consejo y de aliento. La ciudad de Calvino se convirtió en refugio para los reformadores que en toda la Europa occidental eran objeto de persecución. Huyendo de las tremendas tempestades que siguieron desencadenándose por varios siglos, los fugitivos llegaban a las puertas de Ginebra. Desfallecientes de hambre, heridos, expulsados de sus hogares, separados de los suyos, eran recibidos con amor y se les cuidaba con ternura; y hallando allí un hogar, eran una bendición para aquella su ciudad adoptiva, por su talento, su sabiduría y su piedad. Muchos de los que se refugiaron allí regresaron a sus propias tierras para combatir la tiranía de Roma. Knox, el valiente reformador de Escocia, no pocos de los puritanos ingleses, los protestantes de Holanda y de España y los hugonotes de Francia, llevaron de Ginebra la antorcha de la verdad con que desvanecer las tinieblas en sus propios países.

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