Al fin de los mil años, Cristo regresa otra vez a la tierra. Le acompaña la hueste de los redimidos, y le sigue una comitiva de ángeles. Al descender en majestad aterradora, manda a los muertos impíos que resuciten para recibir su condenación. Se levanta su gran ejército, innumerable como la arena del mar. ¡Qué contraste entre ellos y los que resucitaron en la primera resurrección! Los justos estaban revestidos de juventud y belleza inmortales. Los impíos llevan las huellas de la enfermedad y de la muerte.
Todas las miradas de esa inmensa multitud se vuelven para contemplar la gloria del Hijo de Dios. A una voz las huestes de los impíos exclaman: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!” No es el amor a Jesús lo que les inspira esta exclamación, sino que el poder de la verdad arranca esas palabras de sus labios. Los impíos salen de sus tumbas tales como a ellas bajaron, con la misma enemistad hacia Cristo y el mismo espíritu de rebelión. No disponen de un nuevo tiempo de gracia para remediar los defectos de su vida pasada, pues de nada les serviría. Toda una vida de pecado no ablandó sus corazones. De serles concedido un segundo tiempo de gracia, lo emplearían como el primero, eludiendo las exigencias de Dios e incitándose a la rebelión contra él.
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Cristo baja sobre el Monte de los Olivos, de donde ascendió después de su resurrección, y donde los ángeles repitieron la promesa de su regreso. El profeta dice: “Vendrá Jehová mi Dios, y con él todos los santos”. “En aquel día se afirmarán sus pies sobre el Monte de los Olivos, que está en frente de Jerusalén, al oriente. El Monte de los Olivos, se partirá por la mitad […] formando un valle muy grande”. “Y Jehová será rey sobre toda la tierra. En aquel día Jehová será único, y único será su nombre”. Zacarías 14:5, 4, 9 (RV95). La nueva Jerusalén, descendiendo del cielo en su deslumbrante esplendor, se asienta en el lugar purificado y preparado para recibirla, y Cristo, su pueblo y los ángeles, entran en la santa ciudad.
Entonces Satanás se prepara para la última tremenda lucha por la supremacía. Mientras estaba despojado de su poder e imposibilitado para hacer su obra de engaño, el príncipe del mal se sentía abatido y desgraciado; pero cuando resucitan los impíos y ve las grandes multitudes que tiene al lado suyo, sus esperanzas reviven y resuelve no rendirse en el gran conflicto. Alistará bajo su bandera a todos los ejércitos de los perdidos y por medio de ellos tratará de ejecutar sus planes. Los impíos son sus cautivos. Al rechazar a Cristo aceptaron la autoridad del jefe de los rebeldes. Están listos para aceptar sus sugestiones y ejecutar sus órdenes. No obstante, fiel a su antigua astucia, no se da por Satanás. Pretende ser el príncipe que tiene derecho a la posesión de la tierra y cuya herencia le ha sido arrebatada injustamente. Se presenta ante sus súbditos engañados como redentor, asegurándoles que su poder los ha sacado de sus tumbas y que está a punto de librarlos de la más cruel tiranía. Habiendo desaparecido Cristo, Satanás obra milagros para sostener sus pretensiones. Fortalece a los débiles y a todos les infunde su propio espíritu y energía. Propone dirigirlos contra el real de los santos y tomar posesión de la ciudad de Dios. En un arrebato belicoso señala los innumerables millones que han sido resucitados de entre los muertos, y declara que como jefe de ellos es muy capaz de destruir la ciudad y recuperar su trono y su reino.
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Entre aquella inmensa muchedumbre se cuentan numerosos representantes de la raza longeva que existía antes del diluvio; hombres de estatura elevada y de capacidad intelectual gigantesca, que habiendo cedido al dominio de los ángeles caídos, consagraron toda su habilidad y todos sus conocimientos a la exaltación de sí mismos; hombres cuyas obras artísticas maravillosas hicieron que el mundo idolatrase su genio, pero cuya crueldad y malos ardides mancillaron la tierra y borraron la imagen de Dios, de suerte que el Creador los hubo de raer de la superficie de la tierra. Allí hay reyes y generales que conquistaron naciones, hombres valientes que nunca perdieron una batalla, guerreros soberbios y ambiciosos cuya venida hacía temblar reinos. La muerte no los cambió. Al salir de la tumba, reasumen el curso de sus pensamientos en el punto mismo en que lo dejaran. Se levantan animados por el mismo deseo de conquista que los dominaba cuando cayeron.
Satanás consulta con sus ángeles, y luego con esos reyes, conquistadores y hombres poderosos. Consideran la fuerza y el número de los suyos, y declaran que el ejercito que está dentro de la ciudad es pequeño, comparado con el de ellos, y que se lo puede vencer. Preparan sus planes para apoderarse de las riquezas y gloria de la nueva Jerusalén. En el acto todos se disponen para la batalla. Hábiles artífices fabrican armas de guerra. Renombrados caudillos organizan en compañías y divisiones las muchedumbres de guerreros.
Al fin se da la orden de marcha, y las huestes innumerables se ponen en movimiento—un ejército cual no fue jamás reunido por conquistadores terrenales ni podría ser igualado por las fuerzas combinadas de todas las edades desde que empezaron las guerras en la tierra. Satanás, el más poderoso guerrero, marcha al frente, y sus ángeles unen sus fuerzas para esta batalla final. Hay reyes y guerreros en su comitiva, y las multitudes siguen en grandes compañías, cada cual bajo su correspondiente jefe. Con precisión militar las columnas cerradas avanzan sobre la superficie desgarrada y escabrosa de la tierra hacia la ciudad de Dios. Por orden de Jesús, se cierran las puertas de la nueva Jerusalén, y los ejércitos de Satanás circundan la ciudad y se preparan para el asalto.
Entonces Cristo reaparece a la vista de sus enemigos. Muy por encima de la ciudad, sobre un fundamento de oro bruñido, hay un trono alto y encumbrado. En el trono está sentado el Hijo de Dios, y en torno suyo están los súbditos de su reino. Ningún lenguaje, ninguna pluma pueden expresar ni describir el poder y la majestad de Cristo. La gloria del Padre Eterno envuelve a su Hijo. El esplendor de su presencia llena la ciudad de Dios, rebosando más allá de las puertas e inundando toda la tierra con su brillo.
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Inmediatos al trono se encuentran los que fueron alguna vez celosos en la causa de Satanás, pero que, cual tizones arrancados del fuego, siguieron luego a su Salvador con profunda e intensa devoción. Vienen después los que perfeccionaron su carácter cristiano en medio de la mentira y de la incredulidad, los que honraron la ley de Dios cuando el mundo cristiano la declaró abolida, y los millones de todas las edades que fueron martirizados por su fe. Y más allá está la “grande muchedumbre, que nadie podía contar, de entre todas las naciones, y las tribus, y los pueblos, y las lenguas […] de pie ante el trono y delante del Cordero, revestidos de ropas blancas, y teniendo palmas en sus manos”. Apocalipsis 7:9 (VM). Su lucha terminó; ganaron la victoria. Disputaron el premio de la carrera y lo alcanzaron. La palma que llevan en la mano es símbolo de su triunfo, la vestidura blanca, emblema de la justicia perfecta de Cristo que es ahora de ellos.
Los redimidos entonan un canto de alabanza que se extiende y repercute por las bóvedas del cielo: “¡Atribúyase la salvación a nuestro Dios, que está sentado sobre el trono, y al Cordero!” Vers. 10. Ángeles y serafines unen sus voces en adoración. Al ver los redimidos el poder y la malignidad de Satanás, han comprendido, como nunca antes, que ningún poder fuera del de Cristo habría podido hacerlos vencedores. Entre toda esa muchedumbre ni uno se atribuye a sí mismo la salvación, como si hubiese prevalecido con su propio poder y su bondad. Nada se dice de lo que han hecho o sufrido, sino que el tema de cada canto, la nota dominante de cada antífona es: “Salvación a nuestro Dios y al Cordero”.
En presencia de los habitantes de la tierra y del cielo reunidos, se efectúa la coronación final del Hijo de Dios. Y entonces, revestido de suprema majestad y poder, el Rey de reyes falla el juicio de aquellos que se rebelaron contra su gobierno, y ejecuta justicia contra los que transgredieron su ley y oprimieron a su pueblo. El profeta de Dios dice: “Vi un gran trono blanco, y al que estaba sentado sobre él, de cuya presencia huyó la tierra y el cielo; y no fue hallado lugar para ellos. Y ví a los muertos, pequeños y grandes, estar en pie delante del trono; y abriéronse los libros; abrióse también otro libro, que es el libro de la vida: y los muertos fueron juzgados de acuerdo con las cosas escritas en los libros, según sus obras”. Apocalipsis 20:11, 12 (VM).
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Apenas se abren los registros, y la mirada de Jesús se dirige hacia los impíos, estos se vuelven conscientes de todos los pecados que cometieron. Reconocen exactamente el lugar donde sus pies se apartaron del sendero de la pureza y de la santidad, y cuán lejos el orgullo y la rebelión los han llevado en el camino de la transgresión de la ley de Dios. Las tentaciones seductoras que ellos fomentaron cediendo al pecado, las bendiciones que pervirtieron, su desprecio de los mensajeros de Dios, los avisos rechazados, la oposición de corazones obstinados y sin arrepentimiento; todo eso sale a relucir como si estuviese escrito con letras de fuego.
Por encima del trono se destaca la cruz; y como en vista panorámica aparecen las escenas de la tentación, la caída de Adán y las fases sucesivas del gran plan de redención. El humilde nacimiento del Salvador; su juventud pasada en la sencillez y en la obediencia; su bautismo en el Jordán; el ayuno y la tentación en el desierto; su ministerio público, que reveló a los hombres las bendiciones más preciosas del cielo; los días repletos de obras de amor y misericordia, y las noches pasadas en oración y vigilia en la soledad de los montes; las conspiraciones de la envidia, del odio y de la malicia con que se recompensaron sus beneficios; la terrible y misteriosa agonía en Getsemaní, bajo el peso anonadador de los pecados de todo el mundo; la traición que le entregó en manos de la turba asesina; los terribles acontecimientos de esa noche de horror; el preso resignado y olvidado de sus discípulos más amados, arrastrado brutalmente por las calles de Jerusalén; el hijo de Dios presentado con visos de triunfo ante Anás, obligado a comparecer en el palacio del sumo sacerdote, en el pretorio de Pilato, ante el cobarde y cruel Herodes; ridiculizado, insultado, atormentado y condenado a muerte; todo eso está representado a lo vivo.
Luego, ante las multitudes agitadas, se reproducen las escenas finales: el paciente Varón de dolores pisando el sendero del Calvario; el Príncipe del cielo colgado de la cruz; los sacerdotes altaneros y el populacho escarnecedor ridiculizando la agonía de su muerte; la oscuridad sobrenatural; el temblor de la tierra, las rocas destrozadas y los sepulcros abiertos que señalaron el momento en que expiró el Redentor del mundo.
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La escena terrible se presenta con toda exactitud. Satanás, sus ángeles y sus súbditos no pueden apartar los ojos del cuadro que representa su propia obra. Cada actor recuerda el papel que desempeñó. Herodes, el que mató a los niños inocentes de Belén para hacer morir al Rey de Israel; la innoble Herodías, sobre cuya conciencia pesa la sangre de Juan el Bautista; el débil Pilato, esclavo de las circunstancias; los soldados escarnecedores; los sacerdotes y gobernantes, y la muchedumbre enloquecida que gritaba: “¡Recaiga su sangre sobre nosotros, y sobre nuestros hijos!”; todos contemplan la enormidad de su culpa. En vano procuran esconderse ante la divina majestad de su presencia que sobrepuja el resplandor del sol, mientras que los redimidos echan sus coronas a los pies del Salvador, exclamando: “¡Él murió por mí!”
Entre la multitud de los rescatados están los apóstoles de Cristo, el heroico Pablo, el ardiente Pedro, el amado y amoroso Juan y sus hermanos de corazón leal, y con ellos la inmensa hueste de los mártires; mientras que fuera de los muros, con todo lo que es vil y abominable, se encuentran aquellos que los persiguieron, encarcelaron y mataron. Allí está Nerón, monstruo de crueldad y de vicios, y puede ver la alegría y el triunfo de aquellos a quienes torturó, y cuya dolorosa angustia le proporcionara deleite satánico. Su madre está allí para ser testigo de los resultados de su propia obra; para ver cómo los malos rasgos de carácter transmitidos a su hijo y las pasiones fomentadas y desarrolladas por la influencia y el ejemplo de ella, produjeron crímenes que horrorizaron al mundo.
Allí hay sacerdotes y prelados papistas, que dijeron ser los embajadores de Cristo y que no obstante emplearon instrumentos de suplicio, calabozos y hogueras para dominar las conciencias de su pueblo. Allí están los orgullosos pontífices que se ensalzaron por encima de Dios y que pretendieron alterar la ley del Altísimo. Aquellos así llamados padres de la iglesia tienen que rendir a Dios una cuenta de la que bien quisieran librarse. Demasiado tarde ven que el Omnisciente es celoso de su ley y que no tendrá por inocente al culpable de violarla. Comprenden entonces que Cristo identifica sus intereses con los de su pueblo perseguido, y sienten la fuerza de sus propias palabras: “En cuanto lo hicisteis a uno de los más pequeños de estos mis hermanos, a mí lo hicisteis”. Mateo 25:40 (VM).
Todos los impíos del mundo están de pie ante el tribunal de Dios, acusados de alta traición contra el gobierno del cielo. No hay quien sostenga ni defienda la causa de ellos; no tienen disculpa; y se pronuncia contra ellos la sentencia de la muerte eterna.
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Es entonces evidente para todos que el salario del pecado no es la noble independencia y la vida eterna, sino la esclavitud, la ruina y la muerte. Los impíos ven lo que perdieron con su vida de rebeldía. Despreciaron el maravilloso don de eterna gloria cuando les fue ofrecido; pero ¡cuán deseable no les parece ahora! “Todo eso—exclama el alma perdida—yo habría podido poseerlo; pero preferí rechazarlo. ¡Oh sorprendente infatuación! He cambiado la paz, la dicha y el honor por la miseria, la infamia y la desesperación. Todos ven que su exclusión del cielo es justa. Por sus vidas, declararon: “No queremos que este Jesús reine sobre nosotros”.
Como fuera de sí, los impíos han contemplado la coronación del Hijo de Dios. Ven en las manos de él las tablas de la ley divina, los estatutos que ellos despreciaron y transgredieron. Son testigos de la explosión de admiración, arrobamiento y adoración de los redimidos; y cuando las ondas de melodía inundan a las multitudes fuera de la ciudad, todos exclaman a una voz: “¡Grandes y maravillosas son tus obras, oh Señor Dios Todopoderoso; justos y verdaderos son tus caminos, oh Rey de los siglos!” Apocalipsis 15:3 (VM). Y cayendo prosternados, adoran al Príncipe de la vida.
Satanás parece paralizado al contemplar la gloria y majestad de Cristo. El que en otro tiempo fuera uno de los querubines cubridores recuerda de dónde cayó. Él, que fuera serafín resplandeciente, “hijo de la aurora”, ¡cuán cambiado se ve, y cuán degradado! Está excluido para siempre del consejo en que antes se le honraba. Ve ahora a otro que, junto al Padre, vela su gloria. Ha visto la corona colocada sobre la cabeza de Cristo por un ángel de elevada estatura y majestuoso continente, y sabe que la posición exaltada que ocupa este ángel habría podido ser la suya.
Recuerda la mansión de su inocencia y pureza, la paz y el contentamiento de que gozaba hasta que se entregó a murmurar contra Dios y a envidiar a Cristo. Sus acusaciones, su rebelión, sus engaños para captarse la simpatía y la ayuda de los ángeles, su porfía en no hacer esfuerzo alguno para reponerse cuando Dios le hubiera perdonado; todo eso se le presenta a lo vivo. Echa una mirada retrospectiva sobre la obra que realizó entre los hombres y sobre sus resultados: la enemistad del hombre para con sus semejantes, la terrible destrucción de vidas, el ascenso y la caída de los reinos, el derrocamiento de tronos, la larga serie de tumultos, conflictos y revoluciones. Recuerda los esfuerzos constantes que hizo para oponerse a la obra de Cristo y para hundir a los hombres en degradación siempre mayor. Ve que sus conspiraciones infernales no pudieron acabar con los que pusieron su confianza en Jesús. Al considerar Satanás su reino y los frutos de sus esfuerzos, solo ve fracaso y ruina. Ha inducido a las multitudes a creer que la ciudad de Dios sería fácil presa; pero ahora ve que eso es falso. Una y otra vez, en el curso de la gran controversia, ha sido derrotado y obligado a rendirse. De sobra conoce el poder y la majestad del Eterno.
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El propósito del gran rebelde consistió siempre en justificarse, y en hacer aparecer al gobierno de Dios como responsable de la rebelión. A ese fin dedicó todo el poder de su gigantesca inteligencia. Obró deliberada y sistemáticamente, y con éxito maravilloso, para inducir a inmensas multitudes a que aceptaran su versión del gran conflicto que ha estado desarrollándose por tanto tiempo. Durante miles de años este jefe de conspiraciones hizo pasar la mentira por verdad. Pero llegó el momento en que la rebelión debe ser sofocada finalmente y puestos en evidencia la historia y el carácter de Satanás. El archiengañador ha sido desenmascarado por completo en su último gran esfuerzo para destronar a Cristo, destruir a su pueblo y apoderarse de la ciudad de Dios. Los que se han unido a él, se dan cuenta del fracaso total de su causa. Los discípulos de Cristo y los ángeles leales contemplan en toda su extensión las maquinaciones de Satanás contra el gobierno de Dios. Ahora se vuelve objeto de execración universal.
Satanás ve que su rebelión voluntaria le incapacitó para el cielo. Ejercitó su poder guerreando contra Dios; la pureza, la paz y la armonía del cielo serían para él suprema tortura. Sus acusaciones contra la misericordia y justicia de Dios están ya acalladas. Los vituperios que procuró lanzar contra Jehová recaen enteramente sobre él. Y ahora Satanás se inclina y reconoce la justicia de su sentencia.
“¿Quién no te temerá, oh Señor, y glorificará tu nombre? porque tú solo eres santo: porque todas las naciones vendrán y adorarán delante de ti; porque tus actos de justicia han sido manifestados”. Vers. 4. Toda cuestión de verdad y error en la controversia que tanto ha durado, ha quedado aclarada. Los resultados de la rebelión y del apartamiento de los estatutos divinos han sido puestos a la vista de todos los seres inteligentes creados. El desarrollo del gobierno de Satanás en contraste con el de Dios, ha sido presentado a todo el universo. Satanás ha sido condenado por sus propias obras. La sabiduría de Dios, su justicia y su bondad quedan por completo reivindicadas. Queda también comprobado que todos sus actos en el gran conflicto fueron ejecutados de acuerdo con el bien eterno de su pueblo y el bien de todos los mundos que creó. “Todas tus obras alabarán, oh Jehová, y tus piadosos siervos te bendecirán”. Salmos 145:10 (VM). La historia del pecado atestiguará durante toda la eternidad que con la existencia de la ley de Dios se vincula la dicha de todos los seres creados por él. En vista de todos los hechos del gran conflicto, todo el universo, tanto los justos como los rebeldes, declaran al unísono: “¡Justos y verdaderos son tus caminos, oh Rey de los siglos!”
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El universo entero contempló el gran sacrificio hecho por el Padre y el Hijo en beneficio del hombre. Ha llegado la hora en que Cristo ocupa el puesto a que tiene derecho, y es exaltado sobre los principados y potestades, y sobre todo nombre que se nombra. A fin de alcanzar el gozo que le fuera propuesto—el de llevar muchos hijos a la gloria—sufrió la cruz y menospreció la vergüenza. Y por inconcebiblemente grandes que fuesen el dolor y el oprobio, mayores aún son la dicha y la gloria. Echa una mirada hacia los redimidos, transformados a su propia imagen, y cuyos corazones llevan el sello perfecto de lo divino y cuyas caras reflejan la semejanza de su Rey. Contempla en ellos el resultado de las angustias de su alma, y está satisfecho. Luego, con voz que llega hasta las multitudes reunidas de los justos y de los impíos, exclama: “¡Contemplad el rescate de mi sangre! Por estos sufrí, por estos morí, para que pudiesen permanecer en mi presencia a través de las edades eternas”. Y de entre los revestidos con túnicas blancas en torno del trono, asciende el canto de alabanza: “¡Digno es el Cordero que ha sido inmolado, de recibir el poder, y la riqueza, y la sabiduría, y la fortaleza, y la honra, y la gloria, y la bendición!” Apocalipsis 5:12 (VM).
A pesar de que Satanás se ha visto obligado a reconocer la justicia de Dios, y a inclinarse ante la supremacía de Cristo, su carácter sigue siendo el mismo. El espíritu de rebelión, cual poderoso torrente, vuelve a estallar. Lleno de frenesí, determina no cejar en el gran conflicto. Ha llegado la hora de intentar un último y desesperado esfuerzo contra el Rey del cielo. Se lanza en medio de sus súbditos, y trata de inspirarlos con su propio furor y de moverlos a dar inmediata batalla. Pero entre todos los innumerables millones a quienes indujo engañosamente a la rebelión, no hay ahora ninguno que reconozca su supremacía. Su poder ha concluido. Los impíos están llenos del mismo odio contra Dios que el que inspira a Satanás; pero ven que su caso es desesperado, que no pueden prevalecer contra Jehová. Se enardecen contra Satanás y contra los que fueron sus agentes para engañar, y con furia demoníaca se vuelven contra ellos.
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Dice el Señor: “Por cuanto has puesto tu corazón como corazón de Dios, por tanto, he aquí que voy a traer contra ti extraños, los terribles de las naciones; y ellos desenvainarán sus espadas contra tu hermosa sabiduría, y profanarán tu esplendor. Al hoyo te harán descender”. “Te destruyo, ¡oh querubín que cubres con tus alas! y te echo de en medio de las piedras de fuego […]. Te echo a tierra; te pongo delante de reyes, para que te miren […]. Te torno en ceniza sobre la tierra, ante los ojos de todos los que te ven […]. Serás ruinas, y no existirás más para siempre”. Ezequiel 28:6-8, 16-19 (VM).
“Porque toda batalla de quien pelea es con estruendo, y con revolcamiento de vestidura en sangre: mas esto será para quema, y pábulo de fuego”. “Porque Jehová está airado sobre todas las gentes, e irritado sobre todo el ejército de ellas; destruirálas y entregarálas al matadero”. “Sobre los malos lloverá lazos; fuego y azufre, con vientos de torbellinos, será la porción del cáliz de ellos”. Isaías 9:5; 34:2; Salmos 11:6. Dios hace descender fuego del cielo. La tierra está quebrantada. Salen a relucir las armas escondidas en sus profundidades. Llamas devoradoras se escapan por todas partes de grietas amenazantes. Hasta las rocas están ardiendo. Ha llegado el día que arderá como horno. Los elementos se disuelven con calor abrasador, la tierra también y las obras que hay en ella están abrasadas. Malaquías 4:2; 2 Pedro 3:10. La superficie de la tierra parece una masa fundida un inmenso lago de fuego hirviente. Es la hora del juicio y perdición de los hombres impíos, “es día de venganza de Jehová, año de retribuciones en el pleito de Sión”. Isaías 34:8.
Los impíos reciben su recompensa en la tierra. Proverbios 11:31. “Serán estopa; y aquel día que vendrá, los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos”. Malaquías 4:1. Algunos son destruidos como en un momento, mientras otros sufren muchos días. Todos son castigados “conforme a sus hechos”. Habiendo sido cargados sobre Satanás los pecados de los justos, tiene este que sufrir no solo por su propia rebelión, sino también por todos los pecados que hizo cometer al pueblo de Dios. Su castigo debe ser mucho mayor que el de aquellos a quienes engañó. Después de haber perecido todos los que cayeron por sus seducciones, el diablo tiene que seguir viviendo y sufriendo. En las llamas purificadoras, quedan por fin destruidos los impíos, raíz y rama: Satanás la raíz, sus secuaces las ramas. La penalidad completa de la ley ha sido aplicada; las exigencias de la justicia han sido satisfechas; y el cielo y la tierra al contemplarlo, proclaman la justicia de Jehová.
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La obra de destrucción de Satanás ha terminado para siempre. Durante seis mil años obró a su gusto, llenando la tierra de dolor y causando penas por todo el universo. Toda la creación gimió y sufrió en angustia. Ahora las criaturas de Dios han sido libradas para siempre de su presencia y de sus tentaciones. “¡Ya descansa y está en quietud toda la tierra; prorrumpen los hombres [justos] en cánticos!” Isaías 14:7 (VM). Y un grito de adoración y triunfo sube de entre todo el universo leal. Se oye “como si fuese el estruendo de una gran multitud, y como si fuese el estruendo de muchas aguas, y como si fuese el estruendo de poderosos truenos, que decían: ¡Aleluya; porque reina el Señor Dios, el Todopoderoso!” Apocalipsis 19:6 (VM).
Mientras la tierra estaba envuelta en el fuego de la destrucción, los justos vivían seguros en la ciudad santa. La segunda muerte no tiene poder sobre los que tuvieron parte en la primera resurrección. Mientras Dios es para los impíos un fuego devorador, es para su pueblo un sol y un escudo. Apocalipsis 20:6; Salmos 84:11.
“Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra han pasado”. Apocalipsis 21:1 (VM). El fuego que consume a los impíos purifica la tierra. Desaparece todo rastro de la maldición. Ningún infierno que arda eternamente recordará a los redimidos las terribles consecuencias del pecado.
Solo queda un recuerdo: nuestro Redentor llevará siempre las señales de su crucifixión. En su cabeza herida, en su costado, en sus manos y en sus pies se ven las únicas huellas de la obra cruel efectuada por el pecado. El profeta, al contemplar a Cristo en su gloria, dice: “Su resplandor es como el fuego, y salen de su mano rayos de luz; y allí mismo está el escondedero de su poder”. Habacuc 3:4 (VM). En sus manos, y su costado heridos, de donde manó la corriente purpurina que reconcilió al hombre con Dios, allí está la gloria del Salvador, “allí mismo está el escondedero de su poder”. “Poderoso para salvar” por el sacrificio de la redención, fue por consiguiente fuerte para ejecutar la justicia para con aquellos que despreciaron la misericordia de Dios. Y las marcas de su humillación son su mayor honor; a través de las edades eternas, las llagas del Calvario proclamarán su alabanza y declararán su poder. “¡Oh, torre del rebaño, colina de la hija de Sión, a ti te llegará; sí, a ti vendrá el dominio anterior!” Miqueas 4:8 (VM). Llegó el momento por el cual suspiraron los santos desde que la espada de fuego expulsó a la primera pareja del paraíso, el tiempo de “la redención de la posesión adquirida”. Efesios 1:14. La tierra dada al principio al hombre para que fuera su reino, entregada alevosamente por él a manos de Satanás, y conservada durante tanto tiempo por el poderoso enemigo, ha sido recuperada mediante el gran plan de la redención. Todo lo que se había perdido por el pecado, ha sido restaurado. “Así dice Jehová, […] el que formó la tierra y la hizo, el cual la estableció; no en vano la creó, sino que para ser habitada la formó”. Isaías 45:18 (VM). El propósito primitivo que tenía Dios al crear la tierra se cumple al convertirse esta en la morada eterna de los redimidos. “Los justos heredarán la tierra, y vivirán para siempre sobre ella”. Salmos 37:29.
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El temor de hacer aparecer la futura herencia de los santos demasiado material ha inducido a muchos a espiritualizar aquellas verdades que nos hacen considerar la tierra como nuestra morada. Cristo aseguró a sus discípulos que iba a preparar mansiones para ellos en la casa de su Padre. Los que aceptan las enseñanzas de la Palabra de Dios no ignorarán por completo lo que se refiere a la patria celestial. Y sin embargo son “cosas que ojo no vio, ni oído oyó, y que jamás entraron en pensamiento humano las cosas grandes que ha preparado Dios para los que le aman”. 1 Corintios 2:9 (VM). El lenguaje humano no alcanza a describir la recompensa de los justos. Solo la conocerán quienes la contemplen. Ninguna inteligencia limitada puede comprender la gloria del paraíso de Dios.
En la Biblia se llama a la herencia de los bienaventurados una patria. Hebreos 11:14-16. Allí conduce el divino Pastor a su rebaño a los manantiales de aguas vivas. El árbol de vida da su fruto cada mes, y las hojas del árbol son para el servicio de las naciones. Allí hay corrientes que manan eternamente, claras como el cristal, al lado de las cuales se mecen árboles que echan su sombra sobre los senderos preparados para los redimidos del Señor. Allí las vastas llanuras alternan con bellísimas colinas y las montañas de Dios elevan sus majestuosas cumbres. En aquellas pacíficas llanuras, al borde de aquellas corrientes vivas, es donde el pueblo de Dios que por tanto tiempo anduvo peregrino y errante, encontrará un hogar.
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“Mi pueblo habitará en mansión de paz, en moradas seguras, en descansaderos tranquilos”. “No se oirá más la violencia en tu tierra, la desolación ni la destrucción dentro de tus términos; sino que llamarás a tus muros Salvación, y a tus puertas Alabanza”. “Edificarán casas también, y habitarán en ellas; plantarán viñas, y comerán su fruto. No edificarán más para que otro habite, ni plantarán para que otro coma; […] mis escogidos agotarán el usufructo de la obra de sus manos”. Isaías 32:18; 60:18; 65:21, 22 (VM).
Allí “se alegrarán el desierto y el sequedal, y el yermo se regocijará y florecerá como la rosa”. “En vez del espino subirá el abeto, y en lugar de la zarza subirá el arrayán”. “Habitará el lobo con el cordero, y el leopardo sesteará junto con el cabrito; […] y un niñito los conducirá”. “No dañarán, ni destruirán en todo mi santo monte”, dice el Señor. Isaías 35:1; 55:13; 11:6, 9 (VM).
El dolor no puede existir en el ambiente del cielo. Allí no habrá más lágrimas, ni cortejos fúnebres, ni manifestaciones de duelo. “Y la muerte no será más; ni habrá más gemido ni clamor, ni dolor; porque las cosas de antes han pasado ya”. “No dirá más el habitante: Estoy enfermo; al pueblo que mora en ella le habrá sido perdonada su iniquidad”. Apocalipsis 21:4; Isaías 33:24 (VM).
Allí está la nueva Jerusalén, la metrópoli de la nueva tierra glorificada, “corona de hermosura en la mano de Jehová, y una diadema real en la mano de nuestro Dios”. “Su luz era semejante a una piedra preciosísima, como piedra de jaspe, transparente como el cristal”. “Las naciones andarán a la luz de ella; y los reyes de la tierra traen a ella su gloria”. El Señor dijo: “Yo me alegraré con Jerusalén, y me gozaré con mi pueblo”. “El tabernáculo de Dios está ahora con los hombres. Él morará con ellos, ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios”. Isaías 62:3; Apocalipsis 21:11, 24; Isaías 65:19 (RV95); Apocalipsis 21:3 (RV95).
En la ciudad de Dios “no habrá ya más noche”. Nadie necesitará ni deseará descanso. No habrá quien se canse haciendo la voluntad de Dios ni ofreciendo alabanzas a su nombre. Sentiremos siempre la frescura de la mañana, que nunca se agostará. “No necesitan luz de lámpara, ni luz del sol; porque el Señor Dios los alumbrará”. Apocalipsis 22:5 (VM). La luz del sol será sobrepujada por un brillo que sin deslumbrar la vista excederá sin medida la claridad de nuestro mediodía. La gloria de Dios y del Cordero inunda la ciudad santa con una luz que nunca se desvanece. Los redimidos andan en la luz gloriosa de un día eterno que no necesita sol.
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“No vi templo en ella; porque el Señor Dios Todopoderoso, y el Cordero son el templo de ella”. Apocalipsis 21:22 (VM). El pueblo de Dios tiene el privilegio de tener comunión directa con el Padre y el Hijo. “Ahora vemos oscuramente, como por medio de un espejo”. 1 Corintios 13:12 (VM). Vemos la imagen de Dios reflejada como en un espejo en las obras de la naturaleza y en su modo de obrar para con los hombres; pero entonces le veremos cara a cara sin velo que nos lo oculte. Estaremos en su presencia y contemplaremos la gloria de su rostro.
Allí los redimidos conocerán como son conocidos. Los sentimientos de amor y simpatía que el mismo Dios implantó en el alma, se desahogarán del modo más completo y más dulce. El trato puro con seres santos, la vida social y armoniosa con los ángeles bienaventurados y con los fieles de todas las edades que lavaron sus vestiduras y las emblanquecieron en la sangre del Cordero, los lazos sagrados que unen a “toda la familia en los cielos, y en la tierra” (Efesios 3:15, VM), todo eso constituye la dicha de los redimidos.
Allí intelectos inmortales contemplarán con eterno deleite las maravillas del poder creador, los misterios del amor redentor. Allí no habrá enemigo cruel y engañador para tentar a que se olvide a Dios. Toda facultad será desarrollada, toda capacidad aumentada. La adquisición de conocimientos no cansará la inteligencia ni agotará las energías. Las mayores empresas podrán llevarse a cabo, satisfacerse las aspiraciones más sublimes, realizarse las más encumbradas ambiciones; y sin embargo surgirán nuevas alturas que superar, nuevas maravillas que admirar, nuevas verdades que comprender, nuevos objetos que agucen las facultades del espíritu, del alma y del cuerpo.
Todos los tesoros del universo se ofrecerán al estudio de los redimidos de Dios. Libres de las cadenas de la mortalidad, se lanzan en incansable vuelo hacia los lejanos mundos; mundos a los cuales el espectáculo de las miserias humanas causaba estremecimientos de dolor, y que entonaban cantos de alegría al tener noticia de un alma redimida. Con indescriptible dicha los hijos de la tierra participan del gozo y de la sabiduría de los seres que no cayeron. Comparten los tesoros de conocimientos e inteligencia adquiridos durante siglos y siglos en la contemplación de las obras de Dios. Con visión clara consideran la magnificencia de la creación, soles y estrellas y sistemas planetarios que en el orden a ellos asignado circuyen el trono de la Divinidad. El nombre del Creador se encuentra escrito en todas las cosas, desde las más pequeñas hasta las más grandes, y en todas ellas se ostenta la riqueza de su poder.
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Y a medida que los años de la eternidad transcurran, traerán consigo revelaciones más ricas y aún más gloriosas respecto de Dios y de Cristo. Así como el conocimiento es progresivo, así también el amor, la reverencia y la dicha irán en aumento. Cuanto más sepan los hombres acerca de Dios, tanto más admirarán su carácter. A medida que Jesús les descubra la riqueza de la redención y los hechos asombrosos del gran conflicto con Satanás, los corazones de los redimidos se estremecerán con gratitud siempre más ferviente, y con arrebatadora alegría tocarán sus arpas de oro; y miríadas de miríadas y millares de millares de voces se unirán para engrosar el potente coro de alabanza.
“Y a toda cosa creada que está en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y sobre el mar, y a todas las cosas que hay en ellos, las oí decir: ¡Bendición, y honra y gloria y dominio al que está sentado sobre el trono, y al Cordero, por los siglos de los siglos!” Apocalipsis 5:13 (VM).
El gran conflicto ha terminado. Ya no hay más pecado ni pecadores. Todo el universo está purificado. La misma pulsación de armonía y de gozo late en toda la creación. De Aquel que todo lo creó manan vida, luz y contentamiento por toda la extensión del espacio infinito. Desde el átomo más imperceptible hasta el mundo más vasto, todas las cosas animadas e inanimadas, declaran en su belleza sin mácula y en júbilo perfecto, que Dios es amor.