El Gran Conflicto – Día 006

Pero no hay unión entre el Príncipe de luz y el príncipe de las tinieblas, ni puede haberla entre los adherentes del uno y los del otro. Cuando los cristianos consintieron en unirse con los paganos que solo se habían convertido a medias, entraron por una senda que les apartó más y más de la verdad. Satanás se alegró mucho de haber logrado engañar a tan crecido número de discípulos de Cristo; luego ejerció aun más su poder sobre ellos y los indujo a perseguir a los que permanecían fieles a Dios. Los que habían sido una vez defensores de la fe cristiana eran los que mejor sabían cómo combatirla, y estos cristianos apóstatas, junto con sus compañeros semipaganos, dirigieron sus ataques contra los puntos más esenciales de las doctrinas de Cristo.

Fue necesario sostener una lucha desesperada por parte de los que deseaban ser fieles y firmes, contra los engaños y las abominaciones que, envueltos en las vestiduras sacerdotales, se introducían en la iglesia. La Biblia no fue aceptada como regla de fe. A la doctrina de la libertad religiosa se la llamó herejía, y sus sostenedores fueron aborrecidos y proscritos.

Tras largo y tenaz conflicto, los pocos que permanecían fieles resolvieron romper toda unión con la iglesia apóstata si esta rehusaba aún desechar la falsedad y la idolatría. Y es que vieron que dicho rompimiento era de todo punto necesario si querían obedecer la Palabra de Dios. No se atrevían a tolerar errores fatales para sus propias almas y dar así un ejemplo que ponía en peligro la fe de sus hijos y la de los hijos de sus hijos. Para asegurar la paz y la unidad estaban dispuestos a cualquier concesión que no contrariase su fidelidad a Dios, pero les parecía que sacrificar un principio por amor a la paz era pagar un precio demasiado alto. Si no se podía asegurar la unidad sin comprometer la verdad y la justicia, más valía que siguiesen las diferencias y aun la guerra.

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Bueno sería para la iglesia y para el mundo que los principios que aquellas almas vigorosas sostuvieron revivieran hoy en los corazones de los profesos hijos de Dios. Nótase hoy una alarmante indiferencia respecto de las doctrinas que son como las columnas de la fe cristiana. Está ganando más y más terreno la opinión de que, al fin y al cabo, dichas doctrinas no son de vital importancia. Semejante degeneración del pensamiento fortalece las manos de los agentes de Satanás, de modo que las falsas teorías y los fatales engaños que en otros tiempos eran rebatidos por los fieles que exponían la vida para resistirlos, encuentran ahora aceptación por parte de miles y miles que declaran ser discípulos de Cristo.

No hay duda de que los cristianos primitivos fueron un pueblo peculiar. Su conducta intachable y su fe inquebrantable constituían un reproche continuo que turbaba la paz del pecador. Aunque pocos en número, escasos de bienes, sin posición ni títulos honoríficos, aterrorizaban a los obradores de maldad dondequiera que fueran conocidos su carácter y sus doctrinas. Por eso los odiaban los impíos, como Abel fue aborrecido por el impío Caín. Por el mismo motivo que tuvo Caín para matar a Abel, los que procuraban librarse de la influencia refrenadora del Espíritu Santo daban muerte a los hijos de Dios. Por ese mismo motivo los judíos habían rechazado y crucificado al Salvador, es a saber, porque la pureza y la santidad del carácter de este constituían una reprensión constante para su egoísmo y corrupción. Desde el tiempo de Cristo hasta hoy, sus verdaderos discípulos han despertado el odio y la oposición de los que siguen con deleite los senderos del mal.

¿Cómo pues, puede llamarse el evangelio un mensaje de paz? Cuando Isaías predijo el nacimiento del Mesías, le confirió el título de “Príncipe de Paz”. Cuando los ángeles anunciaron a los pastores que Cristo había nacido, cantaron sobre los valles de Belén: “Gloria en las alturas a Dios, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres”. Lucas 2:14. Hay contradicción aparente entre estas declaraciones proféticas y las palabras de Cristo: “No vine a traer paz, sino espada”. Mateo 10:34 (VM). Pero si se las entiende correctamente, se nota armonía perfecta entre ellas. El evangelio es un mensaje de paz. El cristianismo es un sistema que, de ser recibido y practicado, derramaría paz, armonía y dicha por toda la tierra. La religión de Cristo unirá en estrecha fraternidad a todos los que acepten sus enseñanzas. La misión de Jesús consistió en reconciliar a los hombres con Dios, y así a unos con otros; pero el mundo en su mayoría se halla bajo el dominio de Satanás, el enemigo más encarnizado de Cristo. El evangelio presenta a los hombres principios de vida que contrastan por completo con sus hábitos y deseos, y por esto se rebelan contra él. Aborrecen la pureza que pone de manifiesto y condena sus pecados, y persiguen y dan muerte a quienes los instan a reconocer sus sagrados y justos requerimientos. Por esto, es decir, por los odios y disensiones que despiertan las verdades que trae consigo, el evangelio se llama una espada.

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La providencia misteriosa que permite que los justos sufran persecución por parte de los malvados, ha sido causa de gran perplejidad para muchos que son débiles en la fe. Hasta los hay que se sienten tentados a abandonar su confianza en Dios porque él permite que los hombres más viles prosperen, mientras que los mejores y los más puros sean afligidos y atormentados por el cruel poderío de aquellos. ¿Cómo es posible, dicen ellos, que Uno que es todo justicia y misericordia y cuyo poder es infinito tolere tanta injusticia y opresión? Es una cuestión que no nos incumbe. Dios nos ha dado suficientes evidencias de su amor, y no debemos dudar de su bondad porque no entendamos los actos de su providencia. Previendo las dudas que asaltarían a sus discípulos en días de pruebas y oscuridad, el Salvador les dijo: “Acordaos de la palabra que yo os he dicho: No es el siervo mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros perseguirán”. Juan 15:20. Jesús sufrió por nosotros más de lo que cualquiera de sus discípulos pueda sufrir al ser víctima de la crueldad de los malvados. Los que son llamados a sufrir la tortura y el martirio, no hacen más que seguir las huellas del amado Hijo de Dios. “El Señor no tarda su promesa”. 2 Pedro 3:9. Él no se olvida de sus hijos ni los abandona, pero permite a los malvados que pongan de manifiesto su verdadero carácter para que ninguno de los que quieran hacer la voluntad de Dios sea engañado con respecto a ellos. Además, los rectos pasan por el horno de la aflicción para ser purificados y para que por su ejemplo otros queden convencidos de que la fe y la santidad son realidades, y finalmente para que su conducta intachable condene a los impíos y a los incrédulos.

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Dios permite que los malvados prosperen y manifiesten su enemistad contra él, para que cuando hayan llenado la medida de su iniquidad, todos puedan ver la justicia y la misericordia de Dios en la completa destrucción de aquellos. Pronto llega el día de la venganza del Señor, cuando todos los que hayan transgredido su ley y oprimido a su pueblo recibirán la justa recompensa de sus actos; cuando todo acto de crueldad o de injusticia contra los fieles de Dios será castigado como si hubiera sido hecho contra Cristo mismo.

Otro asunto hay de más importancia aún, que debería llamar la atención de las iglesias en el día de hoy. El apóstol Pablo declara que “todos los que quieren vivir píamente en Cristo Jesús, padecerán persecución”. 2 Timoteo 3:12. ¿Por qué, entonces, parece adormecida la persecución en nuestros días? El único motivo es que la iglesia se ha conformado a las reglas del mundo y por lo tanto no despierta oposición. La religión que se profesa hoy no tiene el carácter puro y santo que distinguiera a la fe cristiana en los días de Cristo y sus apóstoles. Si el cristianismo es aparentemente tan popular en el mundo, ello se debe tan solo al espíritu de transigencia con el pecado, a que las grandes verdades de la Palabra de Dios son miradas con indiferencia, y a la poca piedad vital que hay en la iglesia. Revivan la fe y el poder de la iglesia primitiva, y el espíritu de persecución revivirá también y el fuego de la persecución volverá a encenderse.

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Tatiana Patrasco