El Gran Conflicto – Día 104

Pronto aparece en el este una pequeña nube negra, de un tamaño como la mitad de la palma de la mano. Es la nube que envuelve al Salvador y que a la distancia parece rodeada de oscuridad. El pueblo de Dios sabe que es la señal del Hijo del hombre. En silencio solemne la contemplan mientras va acercándose a la tierra, volviéndose más luminosa y más gloriosa hasta convertirse en una gran nube blanca, cuya base es como fuego consumidor, y sobre ella el arco iris del pacto. Jesús marcha al frente como un gran conquistador. Ya no es “varón de dolores”, que haya de beber el amargo cáliz de la ignominia y de la maldición; victorioso en el cielo y en la tierra, viene a juzgar a vivos y muertos. “Fiel y veraz”, “en justicia juzga y hace guerra”. “Y los ejércitos que están en el cielo le seguían”. Apocalipsis 19:11, 14 (VM). Con cantos celestiales los santos ángeles, en inmensa e Innumerable muchedumbre, le acompañan en el descenso. El firmamento parece lleno de formas radiantes, “millones de millones, y millares de millares”. Ninguna pluma humana puede describir la escena, ni mente mortal alguna es capaz de concebir su esplendor. “Su gloria cubre los cielos, y la tierra se llena de su alabanza. También su resplandor es como el fuego”. Habacuc 3:3, 4 (VM). A medida que va acercándose la nube viviente, todos los ojos ven al Príncipe de la vida. Ninguna corona de espinas hiere ya sus sagradas sienes, ceñidas ahora por gloriosa diadema. Su rostro brilla más que la luz deslumbradora del sol de mediodía. “Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: Rey de reyes y Señor de señores”. Apocalipsis 19:16. 

Ante su presencia, “hanse tornado pálidos todos los rostros”; el terror de la desesperación eterna se apodera de los que han rechazado la misericordia de Dios. “Se deslíe el corazón, y se baten las rodillas, […] y palidece el rostro de todos”. Jeremías 30:6; Nahúm 2:10 (VM). Los justos gritan temblando: “¿Quién podrá estar firme?” Termina el canto de los ángeles, y sigue un momento de silencio aterrador. Entonces se oye la voz de Jesús, que dice: “¡Bástaos mi gracia!” Los rostros de los justos se iluminan y el corazón de todos se llena de gozo. Y los ángeles entonan una melodía más elevada, y vuelven a cantar al acercarse aún más a la tierra. 

-625- 

El Rey de reyes desciende en la nube, envuelto en llamas de fuego. El cielo se recoge como un libro que se enrolla, la tierra tiembla ante su presencia, y todo monte y toda isla se mueven de sus lugares. “Vendrá nuestro Dios, y no callará: fuego consumirá delante de él, y en derredor suyo habrá tempestad grande. Convocará a los cielos de arriba, y a la tierra, para juzgar a su pueblo”. Salmos 50:3, 4. 

Y los reyes de la tierra y los príncipes, y los ricos, y los capitanes, y los fuertes, y todo siervo y todo libre, se escondieron en las cuevas y entre las peñas de los montes; y decían a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros, y escondednos de la cara de aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero: porque el gran día de su ira es venido; ¿y quién podrá estar firme?” Apocalipsis 6:15-17. 

Cesaron las burlas. Callan los labios mentirosos. El choque de las armas y el tumulto de la batalla, “con revolcamiento de vestidura en sangre” (Isaías 9:5), han concluido. Solo se oyen ahora voces de oración, llanto y lamentación. De las bocas que se mofaban poco antes, estalla el grito: “El gran día de su ira es venido; ¿y quién podrá estar firme?” Los impíos piden ser sepultados bajo las rocas de las montañas, antes que ver la cara de Aquel a quien han despreciado y rechazado. 

Conocen esa voz que penetra hasta el oído de los muertos. ¡Cuántas veces sus tiernas y quejumbrosas modulaciones no los han llamado al arrepentimiento! ¡Cuántas veces no ha sido oída en las conmovedoras exhortaciones de un amigo, de un hermano, de un Redentor! Para los que rechazaron su gracia, ninguna otra podría estar tan llena de condenación ni tan cargada de acusaciones, como esta voz que tan a menudo exhortó con estas palabras: “Volveos, volveos de vuestros caminos malos, pues ¿por qué moriréis?” Ezequiel 33:11 (VM). ¡Oh, si solo fuera para ellos la voz de un extraño! Jesús dice: “Por cuanto llamé, y no quisisteis; extendí mi mano, y no hubo quien escuchase; antes desechasteis todo consejo mío, y mi reprensión no quisisteis”. Proverbios 1:24, 25. Esa voz despierta recuerdos que ellos quisieran borrar, de avisos despreciados, invitaciones rechazadas, privilegios desdeñados. 

Allí están los que se mofaron de Cristo en su humillación. Con fuerza penetrante acuden a su mente las palabras del Varón de dolores, cuando, conjurado por el sumo sacerdote, declaró solemnemente: “Desde ahora habéis de ver al Hijo del hombre sentado a la diestra de la potencia de Dios, y que viene en las nubes del cielo”. Mateo 26:64. Ahora le ven en su gloria, y deben verlo aún sentado a la diestra del poder divino. 

-626- 

Los que pusieron en ridículo su aserto de ser el Hijo de Dios enmudecen ahora. Allí está el altivo Herodes que se burló de su título real y mandó a los soldados escarnecedores que le coronaran. Allí están los hombres mismos que con manos impías pusieron sobre su cuerpo el manto de grana, sobre sus sagradas sienes la corona de espinas y en su dócil mano un cetro burlesco, y se inclinaron ante él con burlas de blasfemia. Los hombres que golpearon y escupieron al Príncipe de la vida, tratan de evitar ahora su mirada penetrante y de huir de la gloria abrumadora de su presencia. Los que atravesaron con clavos sus manos y sus pies, los soldados que le abrieron el costado, consideran esas señales con terror y remordimiento. 

Los sacerdotes y los escribas recuerdan los acontecimientos del Calvario con claridad aterradora. Llenos de horror recuerdan cómo, moviendo sus cabezas con arrebato satánico, exclamaron: “A otros salvó, a sí mismo no puede salvar: si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él. Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere”. Mateo 27:42, 43. 

Recuerdan a lo vivo la parábola de los labradores que se negaron a entregar a su señor los frutos de la viña, que maltrataron a sus siervos y mataron a su hijo. También recuerdan la sentencia que ellos mismos pronunciaron: “A los malos destruirá miserablemente” el señor de la viña. Los sacerdotes y escribas ven en el pecado y en el castigo de aquellos malos labradores su propia conducta y su propia y merecida suerte. Y entonces se levanta un grito de agonía mortal. Más fuerte que los gritos de “¡Sea crucificado! ¡Sea crucificado!” que resonaron por las calles de Jerusalén, estalla el clamor terrible y desesperado: “¡Es el Hijo de Dios! ¡Es el verdadero Mesías!” Tratan de huir de la presencia del Rey de reyes. En vano tratan de esconderse en las hondas cuevas de la tierra desgarrada por la conmoción de los elementos. 

En la vida de todos los que rechazan la verdad, hay momentos en que la conciencia se despierta, en que la memoria evoca el recuerdo aterrador de una vida de hipocresía, y el alma se siente atormentada de vanos pesares. Mas ¿qué es eso comparado con el remordimiento que se experimentará aquel día “cuando viniere cual huracán vuestro espanto, y vuestra calamidad, como torbellino”? Proverbios 1:27 (VM). Los que habrían querido matar a Cristo y a su pueblo fiel son ahora testigos de la gloria que descansa sobre ellos. En medio de su terror oyen las voces de los santos que exclaman en unánime júbilo: “¡He aquí este es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos salvará!” Isaías 25:9. 

-627- 

Entre las oscilaciones de la tierra, las llamaradas de los relámpagos y el fragor de los truenos, el Hijo de Dios llama a la vida a los santos dormidos. Dirige una mirada a las tumbas de los justos, y levantando luego las manos al cielo, exclama: “¡Despertaos, despertaos, despertaos, los que dormís en el polvo, y levantaos!” Por toda la superficie de la tierra, los muertos oirán esa voz; y los que la oigan vivirán. Y toda la tierra repercutirá bajo las pisadas de la multitud extraordinaria de todas las naciones, tribus, lenguas y pueblos. De la prisión de la muerte sale revestida de gloria inmortal gritando: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿dónde, oh sepulcro, tu victoria?” 1 Corintios 15:55. Y los justos vivos unen sus voces a las de los santos resucitados en prolongada y alegre aclamación de victoria. 

Todos salen de sus tumbas de igual estatura que cuando en ellas fueran depositados. Adán, que se encuentra entre la multitud resucitada, es de soberbia altura y formas majestuosas, de porte poco inferior al del Hijo de Dios. Presenta un contraste notable con los hombres de las generaciones posteriores; en este respecto se nota la gran degeneración de la raza humana. Pero todos se levantan con la lozanía y el vigor de eterna juventud. Al principio, el hombre fue creado a la semejanza de Dios, no solo en carácter, sino también en lo que se refiere a la forma y a la fisonomía. El pecado borró e hizo desaparecer casi por completo la imagen divina; pero Cristo vino a restaurar lo que se había malogrado. Él transformará nuestros cuerpos viles y los hará semejantes a la imagen de su cuerpo glorioso. La forma mortal y corruptible, desprovista de gracia, manchada en otro tiempo por el pecado, se vuelve perfecta, hermosa e inmortal. Todas las imperfecciones y deformidades quedan en la tumba. Reintegrados en su derecho al árbol de la vida, en el desde tanto tiempo perdido Edén, los redimidos crecerán hasta alcanzar la estatura perfecta de la raza humana en su gloria primitiva. Las últimas señales de la maldición del pecado serán quitadas, y los fieles discípulos de Cristo aparecerán en “la hermosura de Jehová nuestro Dios”, reflejando en espíritu, cuerpo y alma la imagen perfecta de su Señor. ¡Oh maravillosa redención, tan descrita y tan esperada, contemplada con anticipación febril, pero jamás enteramente comprendida! 

-628- 

Los justos vivos son mudados “en un momento, en un abrir de ojo”. A la voz de Dios fueron glorificados; ahora son hechos inmortales, y juntamente con los santos resucitados son arrebatados para recibir a Cristo su Señor en los aires. Los ángeles “juntarán sus escogidos de los cuatro vientos, de un cabo del cielo hasta el otro”. Santos ángeles llevan niñitos a los brazos de sus madres. Amigos, a quienes la muerte tenía separados desde largo tiempo, se reúnen para no separarse más, y con cantos de alegría suben juntos a la ciudad de Dios. 

En cada lado del carro nebuloso hay alas, y debajo de ellas, ruedas vivientes; y mientras el carro asciende las ruedas gritan: “¡Santo!” y las alas, al moverse, gritan: “¡Santo!” y el cortejo de los ángeles exclama: “¡Santo, santo, santo, es el Señor Dios, el Todopoderoso!” Y los redimidos exclaman: “¡Aleluya!” mientras el carro se adelanta hacia la nueva Jerusalén. 

Antes de entrar en la ciudad de Dios, el Salvador confiere a sus discípulos los emblemas de la victoria, y los cubre con las insignias de su dignidad real. Las huestes resplandecientes son dispuestas en forma de un cuadrado hueco en derredor de su Rey, cuya majestuosa estatura sobrepasa en mucho a la de los santos y de los ángeles, y cuyo rostro irradia amor benigno sobre ellos. De un cabo a otro de la innumerable hueste de los redimidos, toda mirada está fija en él, todo ojo contempla la gloria de Aquel cuyo aspecto fue desfigurado “más que el de cualquier hombre, y su forma más que la de los hijos de Adam”. 

Sobre la cabeza de los vencedores, Jesús coloca con su propia diestra la corona de gloria. Cada cual recibe una corona que lleva su propio “nombre nuevo” (Apocalipsis 2:17), y la inscripción: “Santidad a Jehová”. A todos se les pone en la mano la palma de la victoria y el arpa brillante. Luego que los ángeles que mandan dan la nota, todas las manos tocan con maestría las cuerdas de las arpas, produciendo dulce música en ricos y melodiosos acordes. Dicha indecible estremece todos los corazones, y cada voz se eleva en alabanzas de agradecimiento. “Al que nos amó, y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reyes y sacerdotes para Dios y su Padre; a él sea gloria e imperio para siempre jamás”. Apocalipsis 1:5, 6. 

Delante de la multitud de los redimidos se encuentra la ciudad santa. Jesús abre ampliamente las puertas de perla, y entran por ellas las naciones que guardaron la verdad. Allí contemplan el paraíso de Dios, el hogar de Adán en su inocencia. Luego se oye aquella voz, más armoniosa que cualquier música que haya acariciado jamás el oído de los hombres, y que dice: “Vuestro conflicto ha terminado”. “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo”. 

Posted in

Tatiana Patrasco