El Gran Conflicto – Día 016

 No satisfechos los tres papas con arrojarse recíprocamente violentos anatemas, decidieron recurrir a las armas temporales. Cada uno se propuso hacer acopio de armamentos y reclutar soldados. Por supuesto, necesitaban dinero, y para proporcionárselo, todos los dones, oficios y beneficios de la iglesia fueron puestos en venta (véase el Apéndice). Asimismo los sacerdotes, imitando a sus superiores, apelaron a la simonía y a la guerra para humillar a sus rivales y para aumentar su poderío. Con una intrepidez que iba cada día en aumento, protestó Hus enérgicamente contra las abominaciones que se toleraban en nombre de la religión, y el pueblo acusó abiertamente a los jefes papales de ser causantes de las miserias que oprimían a la cristiandad.

La ciudad de Praga se vio nuevamente amenazada por un conflicto sangriento. Como en los tiempos antiguos, el siervo de Dios fue acusado de ser el “perturbador de Israel”. 1 Reyes 18:17 (VM). La ciudad fue puesta por segunda vez en entredicho, y Hus se retiró a su pueblo natal. Terminó el testimonio que había dado él tan fielmente en su querida capilla de Belén, y ahora iba a hablar al mundo cristiano desde un escenario más extenso antes de rendir su vida como último homenaje a la verdad.

Con el propósito de contener los males que asolaban a Europa, fue convocado un concilio general que debía celebrarse en Constanza. Esta cita fue preparada, a solicitud del emperador Segismundo, por Juan XXIII, uno de los tres papas rivales. El deseo de reunir un concilio distaba mucho de ser del agrado del papa Juan, cuyo carácter y política poco se prestaban a una investigación aun cuando esta fuera hecha por prelados de tan escasa moralidad como lo eran los eclesiásticos de aquellos tiempos. Pero no pudo, sin embargo, oponerse a la voluntad de Segismundo (véase el Apéndice).

Los fines principales que debía procurar el concilio eran poner fin al cisma de la iglesia y arrancar de raíz la herejía. En consecuencia los dos antipapas fueron citados a comparecer ante la asamblea, y con ellos Juan Hus, el principal propagador de las nuevas ideas. Los dos primeros, considerando que había peligro en presentarse, no lo hicieron, sino que mandaron sus delegados. El papa Juan, aun cuando era quien ostensiblemente había convocado el concilio, acudió con mucho recelo, sospechando la intención secreta del emperador de destituirle, y temiendo ser llamado a cuentas por los vicios con que había desprestigiado la tiara y por los crímenes de que se había valido para apoderarse de ella. Sin embargo, hizo su entrada en la ciudad de Constanza con gran pompa, acompañado de los eclesiásticos de más alta categoría y de un séquito de cortesanos. El clero y los dignatarios de la ciudad, con un gentío inmenso, salieron a recibirle. Venía debajo de un dosel dorado sostenido por cuatro de los principales magistrados. La hostia iba delante de él, y las ricas vestiduras de los cardenales daban un aspecto imponente a la procesión.

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Entre tanto, otro viajero se acercaba a Constanza. Hus se daba cuenta del riesgo que corría. Se había despedido de sus amigos como si ya no pensara volverlos a ver, y había emprendido el viaje presintiendo que remataría en la hoguera. A pesar de haber obtenido un salvoconducto del rey de Bohemia, y otro que, estando ya en camino, recibió del emperador Segismundo, arregló bien todos sus asuntos en previsión de su muerte probable.

En una carta dirigida a sus amigos de Praga, les decía: “Hermanos míos […] me voy llevando un salvoconducto del rey para hacer frente a mis numerosos y mortales enemigos […]. Me encomiendo de todo corazón al Dios todopoderoso, mi Salvador; confío en que él escuchará vuestras ardientes súplicas; que pondrá su prudencia y su sabiduría en mi boca para que yo pueda resistir a los adversarios, y que me asistirá el Espíritu Santo para confirmarme en la verdad, a fin de que pueda arrostrar con valor las tentaciones, la cárcel y si fuese necesario, una muerte cruel. Jesucristo sufrió por sus muy amados, y, por tanto, ¿habremos de extrañar que nos haya dejado su ejemplo a fin de que suframos con paciencia todas las cosas para nuestra propia salvación? Él es Dios y nosotros somos sus criaturas; él es el Señor y nosotros sus siervos; él es el Dueño del mundo y nosotros somos viles mortales, ¡y sin embargo sufrió! ¿Por qué, entonces, no habríamos de padecer nosotros también, y más cuando sabemos que la tribulación purifica? Por lo tanto, amados míos, si mi muerte ha de contribuir a su gloria, rogad que ella venga pronto y que él me dé fuerzas para soportar con serenidad todas las calamidades que me esperan. Empero, si es mejor que yo regrese para vivir otra vez entre vosotros, pidamos a Dios que yo vuelva sin mancha, es decir, que no suprima un tilde de la verdad del evangelio, para poder dejar a mis hermanos un buen ejemplo que imitar. Es muy probable que nunca más volváis a ver mi cara en Praga; pero si fuese la voluntad del Dios todopoderoso traerme de nuevo a vosotros, avanzaremos con un corazón más firme en el conocimiento y en el amor de su ley”. Bonnechose 2:162, 163.

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En otra carta que escribió a un sacerdote que se había convertido al evangelio, Hus habló con profunda humildad de sus propios errores, acusándose “de haber sido afecto a llevar hermosos trajes y de haber perdido mucho tiempo en cosas frívolas”. Añadía después estas conmovedoras amonestaciones: “Que tu espíritu se preocupe de la gloria de Dios y de la salvación de las almas y no de las comodidades y bienes temporales. Cuida de no adornar tu casa más que tu alma; y sobre todo cuida del edificio espiritual. Sé humilde y piadoso con los pobres; no gastes tu hacienda en banquetes; si no te perfeccionas y no te abstienes de superfluidades temo que seas severamente castigado, como yo lo soy […]. Conoces mi doctrina porque de ella te he instruido desde que eras niño; es inútil, pues, que te escriba más. Pero te ruego encarecidamente, por la misericordia de nuestro Señor, que no me imites en ninguna de las vanidades en que me has visto caer”. En la cubierta de la carta, añadió: “Te ruego mucho, amigo mío, que no rompas este sello sino cuando tengas la seguridad de que yo haya muerto”. Ibíd., 163, 164.

En el curso de su viaje vio Hus por todas partes señales de la propagación de sus doctrinas y de la buena acogida de que gozaba su causa. Las gentes se agolpaban para ir a su encuentro, y en algunos pueblos le acompañaban los magistrados por las calles.

Al llegar a Constanza, Hus fue dejado en completa libertad. Además del salvoconducto del emperador, se le dio una garantía personal que le aseguraba la protección del papa. Pero esas solemnes y repetidas promesas de seguridad fueron violadas, y pronto el reformador fue arrestado por orden del pontífice y de los cardenales, y encerrado en un inmundo calabozo. Más tarde fue transferido a un castillo feudal, al otro lado del Rin, donde se le tuvo preso. Pero el papa sacó poco provecho de su perfidia, pues fue luego encerrado en la misma cárcel. Ibíd., 269. Se le probó ante el concilio que, además de homicidios, simonía y adulterio, era culpable de los delitos más viles, “pecados que no se pueden mencionar”. Así declaró el mismo concilio y finalmente se le despojó de la tiara y se le arrojó en un calabozo. Los antipapas fueron destituidos también y un nuevo pontífice fue elegido.

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Aunque el mismo papa se había hecho culpable de crímenes mayores que aquellos de que Hus había acusado a los sacerdotes, y por los cuales exigía que se hiciese una reforma, con todo, el mismo concilio que degradara al pontífice, procedió a concluir con el reformador. El encarcelamiento de Hus despertó grande indignación en Bohemia. Algunos nobles poderosos se dirigieron al concilio protestando contra tamaño ultraje. El emperador, que de mala gana había consentido en que se violase su salvoconducto, se opuso a que se procediera contra él. Pero los enemigos del reformador eran malévolos y resueltos. Apelaron a las preocupaciones del emperador, a sus temores y a su celo por la iglesia. Le presentaron argumentos muy poderosos para convencerle de que “no había que guardar la palabra empeñada con herejes, ni con personas sospechosas de herejía, aun cuando estuvieran provistas de salvoconductos del emperador y de reyes” (Jacques Lenfant, Histoire du Concile de Constance, Amsterdam, 1727 tomo I, p. 493). De ese modo se salieron con la suya.

Debilitado por la enfermedad y por el encierro, pues el aire húmedo y sucio del calabozo le ocasionó una fiebre que estuvo a punto de llevarle al sepulcro, Hus fue al fin llevado ante el concilio. Cargado de cadenas se presentó ante el emperador que empeñara su honor y buena fe en protegerle. Durante todo el largo proceso sostuvo Hus la verdad con firmeza, y en presencia de los dignatarios de la iglesia y del estado allí reunidos elevó una enérgica y solemne protesta contra la corrupción del clero. Cuando se le exigió que escogiese entre retractarse o sufrir la muerte, eligió la suerte de los mártires.

El Señor le sostuvo con su gracia. Durante las semanas de padecimientos que sufrió antes de su muerte, la paz del cielo inundó su alma. “Escribo esta carta—decía a un amigo—en la cárcel, y con la mano encadenada, esperando que se cumpla mañana mi sentencia de muerte […]. En el día aquel en que por la gracia del Señor nos encontremos otra vez gozando de la paz deliciosa de ultratumba, sabrás cuán misericordioso ha sido Dios conmigo y de qué modo tan admirable me ha sostenido en medio de mis pruebas y tentaciones”. Bonnechose 3:74.

En la oscuridad de su calabozo previó el triunfo de la fe verdadera. Volviendo en sueños a su capilla de Praga donde había predicado el evangelio, vio al papa y a sus obispos borrando los cuadros de Cristo que él había pintado en sus paredes. “Este sueño le aflige; pero el día siguiente ve muchos pintores ocupados en restablecer las imágenes en mayor número y colores más brillantes. Concluido este trabajo, los pintores, rodeados de un gentío inmenso, exclaman: ‘¡Que vengan ahora papas y obispos! ya no las borrarán jamás’”. Al referir el reformador su sueño añadió: “Tengo por cierto, que la imagen de Cristo no será borrada jamás. Ellos han querido destruirla; pero será nuevamente pintada en los corazones, por unos predicadores que valdrán más que yo” (D’Aubigné, lib. 1, cap. 7).

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Por última vez fue llevado Hus ante el concilio. Era esta una asamblea numerosa y deslumbradora: el emperador, los príncipes del imperio, delegados reales, cardenales, obispos y sacerdotes, y una inmensa multitud de personas que habían acudido a presenciar los acontecimientos del día. De todas partes de la cristiandad se habían reunido los testigos de este gran sacrificio, el primero en la larga lucha entablada para asegurar la libertad de conciencia.

Instado Hus para que manifestara su decisión final, declaró que se negaba a abjurar, y fijando su penetrante mirada en el monarca que tan vergonzosamente violara la palabra empeñada, dijo: “Resolví, de mi propia y espontánea libertad, comparecer ante este concilio, bajo la fe y la protección pública del emperador aquí presente”. Bonnechose 3:94. El bochorno se le subió a la cara al monarca Segismundo al fijarse en él las miradas de todos los circunstantes.

Habiendo sido pronunciada la sentencia, se dio principio a la ceremonia de la degradación. Los obispos vistieron a su prisionero el hábito sacerdotal, y al recibir este la vestidura dijo: “A nuestro Señor Jesucristo se le vistió con una túnica blanca con el fin de insultarle, cuando Herodes le envió a Pilato”. Ibíd., 95, 96. Habiéndosele exhortado otra vez a que se retractara, replicó mirando al pueblo: “Y entonces, ¿con qué cara me presentaría en el cielo? ¿cómo miraría a las multitudes de hombres a quienes he predicado el evangelio puro? No; estimo su salvación más que este pobre cuerpo destinado ya a morir”. Las vestiduras le fueron quitadas una por una, pronunciando cada obispo una maldición cuando le tocaba tomar parte en la ceremonia. Por último, “colocaron sobre su cabeza una gorra o mitra de papel en forma de pirámide, en la que estaban pintadas horribles figuras de demonios, y en cuyo frente se destacaba esta inscripción: ‘El archihereje’. ‘Con gozo—dijo Hus—llevaré por ti esta corona de oprobio, oh Jesús, que llevaste por mí una de espinas”. Acto continuo, “los prelados dijeron: ‘Ahora dedicamos tu alma al diablo’. ‘Y yo—dijo Hus, levantando sus ojos al cielo—en tus manos encomiendo mi espíritu, oh Señor Jesús, porque tú me redimiste’” (Wylie, lib. 3, cap. 7).

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Fue luego entregado a las autoridades seculares y conducido al lugar de la ejecución. Iba seguido por inmensa procesión formada por centenares de hombres armados, sacerdotes y obispos que lucían sus ricas vestiduras, y por el pueblo de Constanza. Cuando lo sujetaron a la estaca y todo estuvo dispuesto para encender la hoguera, se instó una vez más al mártir a que se salvara retractándose de sus errores. “¿A cuáles errores—dijo Hus—debo renunciar? De ninguno me encuentro culpable. Tomo a Dios por testigo de que todo lo que he escrito y predicado ha sido con el fin de rescatar a las almas del pecado y de la perdición; y, por consiguiente, con el mayor gozo confirmaré con mi sangre aquella verdad que he anunciado por escrito y de viva voz” (ibíd.). Cuando las llamas comenzaron a arder en torno suyo, principió a cantar: “Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí”, y continuó hasta que su voz enmudeció para siempre.

Sus mismos enemigos se conmovieron frente a tan heroica conducta. Un celoso partidario del papa, al referir el martirio de Hus y de Jerónimo que murió poco después, dijo: “Ambos se portaron como valientes al aproximarse su última hora. Se prepararon para ir a la hoguera como se hubieran preparado para ir a una boda; no dejaron oír un grito de dolor. Cuando subieron las llamas, entonaron himnos y apenas podía la vehemencia del fuego acallar sus cantos” (ibíd.).

Cuando el cuerpo de Hus fue consumido por completo, recogieron sus cenizas, las mezclaron con la tierra donde yacían y las arrojaron al Rin, que las llevó hasta el océano. Sus perseguidores se figuraban en vano que habían arrancado de raíz las verdades que predicara. No soñaron que las cenizas que echaban al mar eran como semilla esparcida en todos los países del mundo, y que en tierras aún desconocidas darían mucho fruto en testimonio por la verdad. La voz que había hablado en la sala del concilio de Constanza había despertado ecos que resonarían al través de las edades futuras. Hus ya no existía, pero las verdades por las cuales había muerto no podían perecer. Su ejemplo de fe y perseverancia iba a animar a las muchedumbres a mantenerse firmes por la verdad frente al tormento y a la muerte. Su ejecución puso de manifiesto ante el mundo entero la pérfida crueldad de Roma. Los enemigos de la verdad, aunque sin saberlo, no hacían más que fomentar la causa que en vano procuraban aniquilar.

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Tatiana Patrasco