El Gran Conflicto – Día 023

En el camino notaron que siniestros presentimientos embargaban los corazones de cuantos hallaban al paso. En algunos puntos no les mostraron atención alguna. En uno de ellos donde pernoctaron, un sacerdote amigo manifestó sus temores al reformador, enseñándole el retrato de un reformador italiano que había padecido el martirio. A la mañana siguiente se supo que los escritos de Lutero habían sido condenados en Worms. Los pregoneros del emperador publicaban su decreto y obligaban al pueblo a que entregase a los magistrados las obras del reformador. El heraldo, temiendo por la seguridad de Lutero en la dieta y creyendo que ya empezaba a cejar en su propósito de acudir a la dieta, le preguntó si estaba aún resuelto a seguir adelante. Lutero contestó: “¡Aunque se me ha puesto entredicho en todas las ciudades, continuaré!” (ibíd).

En Erfurt, Lutero fue recibido con honra. Rodeado por multitudes que le admiraban, cruzó aquellas mismas calles que antes recorriera tan a menudo con su bolsa de limosnero. Visitó la celda de su convento y meditó en las luchas mediante las cuales la luz que ahora inundaba Alemania había penetrado en su alma. Deseaban oírle predicar. Esto le era prohibido, pero el heraldo dio su consentimiento y el mismo que había sido fraile sirviente del convento ocupó ahora el púlpito.

Habló a la vasta concurrencia de las palabras de Cristo: “La paz sea con vosotros”. “Los filósofos—dijo—doctores y escritores han intentado demostrar cómo puede el hombre alcanzar la vida eterna, y no lo han conseguido. Yo os lo explicaré ahora […]. Dios resucitó a un Hombre, a Jesucristo nuestro Señor, por quien anonada la muerte, destruye el pecado y cierra las puertas del infierno. He aquí la obra de salvación […]. ¡Jesucristo venció! ¡he aquí la grata nueva! y somos salvos por su obra, y no por las nuestras […]. Nuestro Señor Jesucristo dice: ‘¡La paz sea con vosotros! mirad mis manos’; es decir: Mira, ¡oh hombre! yo soy, yo solo soy quien he borrado tus pecados y te he rescatado. ¡Por esto tienes ahora la paz! dice el Señor”.

Y siguió explicando cómo la verdadera fe se manifiesta en una vida santa: “Puesto que Dios nos ha salvado, obremos de un modo digno de su aprobación. ¿Eres rico? Sirvan tus bienes a los pobres. ¿Eres pobre? Tu labor sirva a los ricos. Si tu trabajo no es útil más que para ti mismo, el servicio que pretendes hacer a Dios no es más que mentira” (ibíd.).

El pueblo escuchaba embelesado. El pan de vida fue repartido a aquellas almas hambrientas. Cristo fue ensalzado ante ellas por encima de papas, legados, emperadores y reyes. No dijo Lutero una palabra tocante a su peligrosa situación. No quería hacerse objeto de los pensamientos y de las simpatías. En la contemplación de Cristo se perdía de vista a sí mismo. Se ocultaba detrás del Hombre del Calvario y solo procuraba presentar a Jesús como Redentor de los pecadores.

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El reformador prosiguió su viaje siendo agasajado en todas partes y considerado con grande interés. Las gentes salían presurosas a su encuentro, y algunos amigos le ponían en guardia contra el propósito hostil que respecto de él acariciaban los romanistas. “Os echarán en una hoguera—le decían—, y os reducirán a cenizas como lo hicieron con Juan Hus”. Él contestaba: “Aun cuando encendiesen un fuego que se extendiera desde Worms hasta Wittenberg, y se elevara hasta el cielo, lo atravesaría en nombre del Señor; compareceré ante ellos, entraré en la boca de ese Behemoth, romperé sus dientes, y confesaré a nuestro Señor Jesucristo” (ibíd.).

Al tener noticias de que se aproximaba a Worms, el pueblo se conmovió. Sus amigos temblaron recelando por su seguridad; los enemigos temblaron porque desconfiaban del éxito de su causa. Se hicieron los últimos esfuerzos para disuadir a Lutero de entrar en la ciudad. Por instigación de los papistas se le instó a hospedarse en el castillo de un caballero amigo, en donde, se aseguraba, todas las dificultades podían arreglarse pacíficamente. Sus amigos se esforzaron por despertar temores en él describiéndole los peligros que le amenazaban. Todos sus esfuerzos fracasaron. Lutero sin inmutarse, dijo: “Aunque haya tantos diablos en Worms cuantas tejas hay en los techos, entraré allí” (ibíd.).

Cuando llegó a Worms una enorme muchedumbre se agolpó a las puertas de la ciudad para darle la bienvenida. No se había reunido un concurso tan grande para saludar la llegada del emperador mismo. La agitación era intensa, y de en medio del gentío se elevó una voz quejumbrosa que cantaba una endecha fúnebre, como tratando de avisar a Lutero de la suerte que le estaba reservada. “Dios será mi defensa”, dijo él al apearse de su carruaje.

Los papistas no creían que Lutero se atrevería a comparecer en Worms, y su llegada a la ciudad fue para ellos motivo de profunda consternación. El emperador citó inmediatamente a sus consejeros para acordar lo que debía hacerse. Uno de los obispos, fanático papista, dijo: “Mucho tiempo hace que nos hemos consultado sobre este asunto. Deshágase pronto de ese hombre vuestra majestad imperial. ¿No hizo quemar Segismundo a Juan Hus? Nadie está obligado a conceder ni a respetar un salvoconducto dado a un hereje”. “No—dijo el emperador—; lo que uno ha prometido es menester cumplirlo” (ibíd., cap. 8). Se convino entonces en que el reformador sería oído.

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Todos ansiaban ver a aquel hombre tan notable, y en inmenso número se agolparon junto a la casa en donde se hospedaba. Hacía poco que Lutero se había repuesto de la enfermedad que poco antes le aquejara; estaba debilitado por el viaje que había durado dos semanas enteras; debía prepararse para los animados acontecimientos del día siguiente y necesitaba quietud y reposo. Era tan grande la curiosidad que tenían todos por verlo, que no bien había descansado unas pocas horas cuando llegaron a la posada de Lutero condes, barones, caballeros, hidalgos, eclesiásticos y ciudadanos que ansiaban ser recibidos por él. Entre estos visitantes se contaban algunos de aquellos nobles que con tanta bizarría pidieran al emperador que emprendiera una reforma de los abusos de la iglesia, y que, decía Lutero, “habían sido libertados por mi evangelio”. Martyn, 393. Todos, amigos como enemigos, venían a ver al monje indómito, que los recibía con inalterable serenidad y a todos contestaba con saber y dignidad. Su porte era distinguido y resuelto. Su rostro delicado y pálido dejaba ver huellas de cansancio y enfermedad, a la vez que una mezcla de bondad y gozo. Sus palabras, impregnadas de solemnidad y profundo fervor, le daban un poder que sus mismos enemigos no podían resistir. Amigos y enemigos estaban maravillados. Algunos estaban convencidos de que le asistía una fuerza divina; otros decían de él lo que los fariseos decían de Cristo: “Demonio tiene”.

Al día siguiente de su llegada Lutero fue citado a comparecer ante la dieta. Se nombró a un dignatario imperial para que lo condujese a la sala de audiencias, a la que llegaron no sin dificultad. Todas las calles estaban obstruidas por el gentío que se agolpaba en todas partes, curioso de conocer al monje que se había atrevido a resistir la autoridad del papa.

En el momento en que entraba en la presencia de sus jueces, un viejo general, héroe de muchas batallas, le dijo en tono bondadoso: “¡Frailecito!, ¡frailecito! ¡Haces frente a una empresa tan ardua, que ni yo ni otros capitanes hemos visto jamás tal en nuestros más sangrientos combates! Pero si tu causa es justa, y si estás convencido de ello, ¡avanza en nombre de Dios, y nada temas! ¡Dios no te abandonará!” (D’Aubigné lib. 7, cap. 8).

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Se abrieron por fin ante él las puertas del concilio. El emperador ocupaba el trono, rodeado de los más ilustres personajes del imperio. Ningún hombre compareció jamás ante una asamblea tan imponente como aquella ante la cual compareció Martín Lutero para dar cuenta de su fe. “Esta comparecencia era ya un manifiesto triunfo conseguido sobre el papismo. El papa había condenado a este hombre; y él se hallaba ante un tribunal que se colocaba así sobre el papa. El papa le había puesto en entredicho y expulsado de toda sociedad humana, y sin embargo se le había convocado con términos honrosos, e introducido ante la más augusta asamblea del universo. El papa le había impuesto silencio; él iba a hablar delante de miles de oyentes reunidos de los países más remotos de la cristiandad. Una revolución sin límites se había cumplido así por medio de Lutero. Roma bajaba ya de su trono, y era la palabra de un fraile la que la hacía descender” (ibíd.).

Al verse ante tan augusta asamblea, el reformador de humilde cuna pareció sentirse cohibido. Algunos de los príncipes, observando su emoción, se acercaron a él y uno de ellos le dijo al oído: “No temáis a aquellos que no pueden matar más que el cuerpo y que nada pueden contra el alma”. Otro añadió también: “Cuando os entregaren ante los reyes y los gobernadores, no penséis cómo o qué habéis de hablar; el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros”. Así fueron recordadas las palabras de Cristo por los grandes de la tierra para fortalecer al siervo fiel en la hora de la prueba.

Lutero fue conducido hasta un lugar situado frente al trono del emperador. Un profundo silencio reinó en la numerosa asamblea. En seguida un alto dignatario se puso en pie y señalando una colección de los escritos de Lutero, exigió que el reformador contestase dos preguntas: Si reconocía aquellas obras como suyas, y si estaba dispuesto a retractar el contenido de ellas. Habiendo sido leídos los títulos de los libros, Lutero dijo que sí los reconocía como suyos. “Tocante a la segunda pregunta—añadió—, atendido que concierne a la fe y a la salvación de las almas, en la que se halla interesada la Palabra de Dios, a saber el más grande y precioso tesoro que existe en los cielos y en la tierra, obraría yo imprudentemente si respondiera sin reflexión. Pudiera afirmar menos de lo que se me pide, o más de lo que exige la verdad, y hacerme así culpable contra esta palabra de Cristo: ‘Cualquiera que me negare delante de los hombres, le negaré yo también delante de mi Padre que está en los cielos’. Mateo 10:33. Por esta razón, suplico a su majestad imperial, con toda sumisión, se digne concederme tiempo, para que pueda yo responder sin manchar la Palabra de Dios” (ibíd.).

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Lutero obró discretamente al hacer esta súplica. Sus palabras convencieron a la asamblea de que él no hablaba movido por pasión ni arrebato. Esta reserva, esta calma tan sorprendente en semejante hombre, acreció su fuerza, y le preparó para contestar más tarde con una sabiduría, una firmeza y una dignidad que iban a frustrar las esperanzas de sus adversarios y confundir su malicia y su orgullo.

Al día siguiente debía comparecer de nuevo para dar su respuesta final. Por unos momentos, al verse frente a tantas fuerzas que hacían causa común contra la verdad, sintió desmayar su corazón. Flaqueaba su fe; sintióse presa del temor y horror. Los peligros se multiplicaban ante su vista y parecía que sus enemigos estaban cercanos al triunfo, y que las potestades de las tinieblas iban a prevalecer. Las nubes se amontonaban sobre su cabeza y le ocultaban la faz de Dios. Deseaba con ansia estar seguro de que el Señor de los ejércitos le ayudaría. Con el ánimo angustiado se postró en el suelo, y con gritos entrecortados que solo Dios podía comprender, exclamó:

“¡Dios todopoderoso! ¡Dios eterno! ¡cuán terrible es el mundo! ¡cómo abre la boca para tragarme! ¡y qué débil es la confianza que tengo en ti! […] Si debo confiar en lo que es poderoso según el mundo, ¡estoy perdido! ¡Está tomada la última resolución, y está pronunciada la sentencia! […] ¡Oh Dios mío! ¡Asísteme contra toda la sabiduría del mundo! Hazlo […] tú solo […] porque no es obra mía sino tuya. ¡Nada tengo que hacer aquí, nada tengo que combatir contra estos grandes del mundo! […] ¡Mas es tuya la causa, y ella es justa y eterna! ¡Oh Señor! ¡sé mi ayuda! ¡Dios fiel, Dios inmutable! ¡No confío en ningún hombre, pues sería en vano! por cuanto todo lo que procede del hombre fallece […]. Me elegiste para esta empresa […]. Permanece a mi lado en nombre de tu Hijo muy amado, Jesucristo, el cual es mi defensa, mi escudo y mi fortaleza” (ibíd.).

Una sabia providencia permitió a Lutero apreciar debidamente el peligro que le amenazaba, para que no confiase en su propia fuerza y se arrojase al peligro con temeridad y presunción. Sin embargo no era el temor del dolor corporal, ni de las terribles torturas que le amenazaban, ni la misma muerte que parecía tan cercana, lo que le abrumaba y le llenaba de terror. Había llegado al momento crítico y no se sentía capaz de hacerle frente. Temía que por su debilidad la causa de la verdad se malograra. No suplicaba a Dios por su propia seguridad, sino por el triunfo del evangelio. La angustia que sintiera Israel en aquella lucha nocturna que sostuviera a orillas del arroyo solitario, era la que él sentía en su alma. Y lo mismo que Israel, Lutero prevaleció con Dios. En su desamparo su fe se cifró en Cristo el poderoso libertador. Sintióse fortalecido con la plena seguridad de que no comparecería solo ante el concilio. La paz volvió a su alma e inundóse de gozo su corazón al pensar que iba a ensalzar a Cristo ante los gobernantes de la nación.

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Con el ánimo puesto en Dios se preparó Lutero para la lucha que le aguardaba. Meditó un plan de defensa, examinó pasajes de sus propios escritos y sacó pruebas de las Santas Escrituras para sustentar sus proposiciones. Luego, colocando la mano izquierda sobre la Biblia que estaba abierta delante de él, alzó la diestra hacia el cielo y juró “permanecer fiel al evangelio, y confesar libremente su fe, aunque tuviese que sellar su confesión con su sangre” (ibíd.).

Cuando fue llevado nuevamente ante la dieta, no revelaba su semblante sombra alguna de temor ni de cortedad. Sereno y manso, a la vez que valiente y digno, presentóse como testigo de Dios entre los poderosos de la tierra. El canciller le exigió que dijese si se retractaba de sus doctrinas. Lutero respondió del modo más sumiso y humilde, sin violencia ni apasionamiento. Su porte era correcto y respetuoso si bien revelaba en sus modales una confianza y un gozo que llenaban de sorpresa a la asamblea.

“¡Serenísimo emperador! ¡Ilustres príncipes, benignísimos señores!—dijo Lutero—. Comparezco humildemente hoy ante vosotros, según la orden que se me comunicó ayer, suplicando por la misericordia de Dios, a vuestra majestad y a vuestras augustas altezas, se dignen escuchar bondadosamente la defensa de una causa acerca de la cual tengo la convicción que es justa y verdadera. Si falto por ignorancia a los usos y conveniencias de las cortes, perdonádmelo; pues no he sido educado en los palacios de los reyes, sino en la oscuridad del claustro” (ibíd.).

Entrando luego en el asunto pendiente, hizo constar que sus escritos no eran todos del mismo carácter. En algunos había tratado de la fe y de las buenas obras y aun sus enemigos los declaraban no solo inofensivos, sino hasta provechosos. Retractarse de ellos, dijo, sería condenar verdades que todo el mundo se gozaba en confesar. En otros escritos exponía los abusos y la corrupción del papado. Revocar lo que había dicho sobre el particular equivaldría a infundir nuevas fuerzas a la tiranía de Roma y a abrir a tan grandes impiedades una puerta aun más ancha. Finalmente había una tercera categoría de escritos en que atacaba a simples particulares que querían defender los males reinantes. En cuanto a esto confesó francamente que los había atacado con más acritud de lo debido. No se declaró inocente, pero tampoco podía retractar dichos libros, sin envalentonar a los enemigos de la verdad, dándoles ocasión para despedazar con mayor crueldad al pueblo de Dios.

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Tatiana Patrasco