El Gran Conflicto – Día 038

“En Sevilla y Valladolid los protestantes llegaron a contar con el mayor número de adeptos”. Pero como “los que adoptaron la interpretación reformada del evangelio, se contentaron por regla general con su promulgación, sin atacar abiertamente la teología o la Iglesia Católica” (Fisher, La Historia de la Redención, 361), solo a duras penas podían los creyentes reconocerse unos a otros, pues temían revelar sus verdaderos sentimientos a los que no les parecían dignos de confianza. En la providencia de Dios, fue un golpe dado por la misma Inquisición el que rompió en Valladolid aquella valla de retraimiento, y el que les hizo posible a los creyentes reconocerse y hablar unos con otros.

Francisco San Román, natural de Burgos, e hijo del alcalde mayor de Bribiesca, en el curso de sus viajes comerciales tuvo oportunidad de visitar a Bremen, donde oyó predicar las doctrinas evangélicas. De regreso a Amberes fue encarcelado durante ocho meses, pasados los cuales se le permitió proseguir su viaje a España, donde se creía que guardaría silencio. Pero, cual aconteciera con los apóstoles de antaño, no pudo “dejar de hablar las cosas que había visto y oído” debido a lo cual no tardó en ser “entregado a la Inquisición en Valladolid”.

“Corto fue su proceso […]. Confesó abiertamente su fe en las principales doctrinas de la Reforma, es a saber que nadie se salva por sus propias obras, méritos o fuerzas, sino únicamente debido a la gracia de Dios, mediante el sacrificio de un solo Medianero”. Ni con súplicas ni con torturas pudo inducírsele a que se retractara; se le sentenció, pues, a la hoguera, y sufrió el martirio en un notable auto de fe, en 1544.

Hacía cerca de un cuarto de siglo que la doctrina reformada había llegado por primera vez a Valladolid, empero durante dicho período “sus discípulos se habían contentado con guardarla en sus corazones o hablar de ella con la mayor cautela a sus amigos de confianza. El estudio y la meditación, avivados por el martirio de San Román, pusieron fin a tal retraimiento. Expresiones de simpatía por su suerte, o de admiración por sus opiniones, dieron lugar a conversaciones, en cuyo curso los que favorecían la nueva fe, como se la llamaba, pudieron fácilmente reconocerse unos a otros. El celo y la magnanimidad de que dio prueba el mártir al arrostrar el odio general y al sufrir tan horrible muerte por causa de la verdad, provocó la emulación hasta de los más tímidos de aquellos; de suerte que, pocos años después de aquel auto, se organizaron formando una iglesia que se reunía con regularidad, en privado, para la instrucción y el culto religioso” (M’Crie, cap. 4).

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Esta iglesia, cuyo desarrollo fue fomentado por los esfuerzos de la Inquisición, tuvo por primer pastor a Domingo de Rojas. “Su padre fue Don Juan, primer marqués de Poza; su madre fue hija del conde de Salinas, y descendía de la familia del marqués de la Mota […]. Además de los libros de los reformadores alemanes, con los que estaba familiarizado, propagó ciertos escritos suyos, y particularmente un tratado con el título de Explicación de los artículos de fe, que contenía una corta exposición y defensa de las nuevas opiniones”. “Rechazaba como contraria a las Escrituras la doctrina del purgatorio, la misa y otros artículos de la fe establecida”. “Merced a sus exhortaciones llenas de celo, muchos fueron inducidos a unirse a la iglesia reformada de Valladolid, entre los que se contaban varios miembros de la familia del mismo Rojas, como también de la del marqués de Alcañices y de otras familias nobles de Castilla” (ibíd., cap. 6). Después de algunos años de servicio en la buena causa, Rojas sufrió el martirio de la hoguera. Camino del sitio del suplicio, pasó frente al palco real, y preguntó al rey: “¿Cómo podéis, señor, presenciar así los tormentos de vuestros inocentes súbditos? Salvadnos de muerte tan cruel”. “No—replicó Felipe—, yo mismo llevaría la leña para quemar a mi propio hijo si fuese un miserable como tú” (ibíd., cap. 7).

El Dr. Don Agustín Cazalla, compañero y sucesor de Rojas, “era hijo de Pedro Cazalla, oficial mayor del tesoro real” y se le consideraba como “a uno de los principales oradores sagrados de España”. En 1545 fue nombrado capellán del emperador “a quien acompañó el año siguiente a Alemania”, y ante quien predicó ocasionalmente años después, cuando Carlos Quinto se hubo retirado al convento de Yuste. De 1555 a 1559 tuvo Cazalla oportunidad para pasar larga temporada en Valladolid, de donde era natural su madre, en cuya casa solía reunirse secretamente para el culto de la iglesia protestante. “No pudo resistir a las repetidas súplicas con que se le instó para que se hiciera cargo de los intereses espirituales de esta; la cual, favorecida con el talento y la nombradía del nuevo pastor, creció rápidamente en número y respetabilidad” (ibíd., cap. 6).

En Valladolid “la doctrina reformada penetró hasta en los monasterios. Fue abrazada por gran número de las monjas de Sta. Clara, y de la orden cisterciense de San Belén, y contaba con personas convertidas entre la clase de mujeres devotas, llamadas beatas, que […] se dedicaban a obras de caridad”.

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“Las doctrinas protestantes se esparcieron por todas partes alrededor de Valladolid, habiendo convertidos en casi todas las ciudades y en muchos de los pueblos del antiguo reino de León. En la ciudad de Toro fueron aceptadas las nuevas doctrinas por […] Antonio Herrezuelo, abogado de gran talento, y por miembros de las familias de los marqueses de la Mota y de Alcañices. En la ciudad de Zamora, Don Cristóbal de Padilla era cabeza de los protestantes”. De estos los había también en Castilla la Vieja, en Logroño, en la raya de Navarra, en Toledo y en las provincias de Granada, Murcia, Valencia y Aragón. “Formaron agrupaciones en Zaragoza, Huesca, Barbastro y en otras muchas ciudades” (ibíd.).

Respecto al carácter y posición social de los que se unieron al movimiento reformador en España, se expresa así el historiador: “Tal vez no hubo nunca en país alguno tan gran proporción de personas ilustres, por su cuna o por su saber, entre los convertidos a una religión nueva y proscrita. Esta circunstancia ayuda a explicar el hecho singular de que un grupo de disidentes que no bajaría de dos mil personas, diseminadas en tan vasto país, y débilmente relacionadas unas con otras, hubiese logrado comunicar sus ideas y tener sus reuniones privadas durante cierto número de años, sin ser descubierto por un tribunal tan celoso como lo fue el de la Inquisición” (ibíd.).

Al paso que la Reforma se propagaba por todo el norte de España, con Valladolid por centro, una obra de igual importancia, centralizada en Sevilla, llevábase a cabo en el sur. Merced a una serie de circunstancias providenciales, Rodrigo de Valero, joven acaudalado, fue inducido a apartarse de los deleites y pasatiempos de los ricos ociosos y a hacerse heraldo del evangelio de Cristo. Consiguió un ejemplar de la Vulgata, y aprovechaba todas las oportunidades para aprender el latín, en que estaba escrita su Biblia. “A fuerza de estudiar día y noche”, pronto logró familiarizarse con las enseñanzas de las Sagradas Escrituras. El ideal sostenido por ellas era tan patente y diferente del clero, que Valero se sintió obligado a hacerle ver a este cuánto se habían apartado del cristianismo primitivo todas las clases sociales, tanto en cuanto a la fe como en cuanto a las costumbres; la corrupción de su propia orden, que había contribuido a inficionar toda la comunidad cristiana; y el sagrado deber que le incumbía a la orden de aplicar inmediato y radical remedio antes que el mal se volviera del todo incurable. Estas representaciones iban siempre acompañadas de una apelación a las Sagradas Escrituras como autoridad suprema en materia de religión, y de una exposición de las principales doctrinas que aquellas enseñan” (ibíd., cap. 4). “Y esto lo decía—escribe Cipriano de Valera—no por rincones, sino en medio de las plazas y calles, y en las gradas de Sevilla”. Cipriano de Valera, Dos tratados del papa, y de la misa, 242-246.

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El más distinguido entre los conversos de Rodrigo de Valero fue el Dr. Egidio (Juan Gil), canónigo mayor de la corte eclesiástica de Sevilla (De Castro, 109), quien, no obstante su extraordinario saber, no logró por muchos años alcanzar popularidad como predicador. Valero, reconociendo la causa del fracaso del Dr. Egidio, le aconsejó “estudiara día y noche los preceptos y doctrinas de la Biblia; y la frialdad impotente con que había solido predicar fue sustituida con poderosos llamamientos a la conciencia y tiernas pláticas dirigidas a los corazones de sus oyentes. Despertóse la atención de estos, que llegaron a la íntima convicción de la necesidad y ventaja de aquella salvación revelada por el evangelio; de este modo los oyentes fueron preparados para recibir las nuevas doctrinas de la verdad que les presentara el predicador, tales cuales a él mismo le eran reveladas, y con la precaución que parecía aconsejar y requerir tanto la debilidad del pueblo como la peligrosa situación del predicador”.

“De este modo y debido a un celo […] atemperado con prudencia, […] cúpole la honra no solo de ganar convertidos a Cristo, sino de educar mártires para la verdad. ‘Entre las demás dotes celestiales de aquel santo varón,’ decía uno de sus discípulos,* ‘era verdaderamente de admirar el que a todos aquellos cuya instrucción religiosa tomaba sobre sí, parecía que en su misma doctrina, les aplicaba al alma una tea de un fuego santo, inflamándolos con ella para todos los ejercicios piadosos, así internos como externos, y encendiéndolos particularmente para sufrir y aun amar la cruz que les amenazaba: en esto solo, en los iluminados con la luz divina, daba a conocer que le asistía Cristo en su ministerio, puesto que, en virtud de su Espíritu grababa en los corazones de los suyos las mismas palabras que el con su boca pronunciaba’” (M’Crie, cap. 4).

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El Dr. Egidio contaba entre sus convertidos al Dr. Vargas como también al Dr. Constantino Ponce de la Fuente, hombre de talento poco común, que había predicado durante muchos años en la catedral de Sevilla, y a quien en 1539, con motivo de la muerte de la emperatriz, se había elegido para pronunciar la oración fúnebre. En 1548 el Dr. Constantino acompañó, por mandato real, al príncipe Felipe a los Países Bajos “para hacer ver a los flamencos que no le faltaban a España sabios y oradores corteses” (Geddes, Miscellaneous Tracts 1:556); y de regreso a Sevilla predicaba regularmente en la catedral cada dos domingos. “Cuando el tenía que predicar (y predicaba por lo común a las ocho) era tanta la concurrencia del pueblo, que a las cuatro, muchas veces aun a las tres de la madrugada, apenas se encontraba en el templo sitio cómodo para oírle”.*

Era, en verdad, una grandísima bendición para los creyentes protestantes de Sevilla, tener como guías espirituales a hombres como los Dres. Egidio y Vargas, y el elocuente Constantino que cooperó con tanto ánimo y de un modo incansable para el adelanto de la causa que tanto amaban. “Asiduamente ocupados en el desempeño de sus deberes profesionales durante el día, se reunían de noche con los amigos de la doctrina reformada, unas veces en una casa particular, otras veces en otra; el pequeño grupo de Sevilla creció insensiblemente, y llego a ser el tronco principal del que se tomaron ramas para plantarlas en la campiña vecina” (M’Crie, cap. 4).

Durante su ministerio, “Constantino, a la par que instruía al pueblo de Sevilla desde el púlpito, se ocupaba en propagar el conocimiento religioso por el país por medio de la prensa. El carácter de sus escritos nos muestra con plena claridad lo excelente de su corazón. Eran aquellos adecuados a las necesidades espirituales de sus paisanos, pero no calculados para lucir sus talentos, o para ganar fama entre los sabios. Fueron escritos en su idioma patrio, en estilo al alcance de las inteligencias menos desarrolladas. Las especulaciones abstractas y los adornos retóricos, en los que por naturaleza y educación podía sobresalir, sacrificólos sin vacilar, persiguiendo el único fin de que todos lo entendieran y resultara útil a todos” (ibíd., cap. 6). Es un hecho histórico singular y por demás significativo que cuando Carlos V, cansado de la lucha contra la propagación del protestantismo, lucha en que había pasado casi toda su vida, había abdicado el trono y se había retirado a un convento en busca de descanso, fue uno de los libros del Dr. Constantino, su Suma de doctrina cristiana, la que el rey escogió como una de las treinta obras favoritas que constituían aproximadamente toda su biblioteca. Véase Stirling, The Cloister Life of the Emperor Charles the Fifth, 266.

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Si se tienen en cuenta el carácter y la alta categoría de los caudillos del protestantismo en Sevilla, no resulta extraño que la luz del evangelio brillase allí con claridad bastante para iluminar no solo muchos hogares del bajo pueblo, sino también los palacios de príncipes, nobles y prelados. La luz brilló con tanta claridad que, como sucedió en Valladolid, penetró hasta en algunos de los monasterios, que a su vez se convirtieron centros de luz y bendición. “El capellán del monasterio dominicano de San Pablo propagaba con celo” las doctrinas reformadas. Se contaban discípulos en el convento de Santa Isabel y en otras instituciones religiosas de Sevilla y sus alrededores.

Empero fue en “el convento jeronimiano de San Isidoro del Campo, uno de los más célebres monasterios de España”, situado a unos dos kilómetros de Sevilla, donde la luz de la verdad divina brilló con más fulgor. Uno de los monjes, García de Arias, llamado vulgarmente Dr. Blanco, enseñaba precavidamente a sus hermanos “que el recitar en los coros de los conventos, de día y de noche, las sagradas preces, ya rezando ya cantando, no era rogar a Dios; que los ejercicios de la verdadera religión eran otros que los que pensaba el vulgo religioso; que debían leerse y meditarse con suma atención las Sagradas Escrituras, y que solo de ellas se podía sacar el verdadero conocimiento de Dios y de su voluntad”. R. Gonzalez de Montes, 258-272; 237-247. Esta enseñanza la puso hábilmente en realce otro monje, Casiodoro de Reina, “que se hizo célebre posteriormente traduciendo la Biblia en el idioma de su país”. La instrucción dada por tan notables personalidades preparó el camino para “el cambio radical” que, en 1557, fue introducido “en los asuntos internos de aquel monasterio”. “Habiendo recibido un buen surtido de ejemplares de las Escrituras y de libros protestantes, en castellano, los frailes los leyeron con gran avidez, circunstancia que contribuyó a confirmar desde luego a cuantos habían sido instruidos, y a librar a otros de las preocupaciones de que eran esclavos. Debido a esto el prior y otras personas de carácter oficial, de acuerdo con la cofradía, resolvieron reformar su institución religiosa. Las horas, llamadas de rezo, que habían solido pasar en solemnes romerías, fueron dedicadas a oír conferencias sobre las Escrituras; los rezos por los difuntos fueron suprimidos o sustituidos con enseñanzas para los vivos; se suprimieron por completo las indulgencias y las dispensas papales, que constituyeran lucrativo monopolio; se dejaron subsistir las imágenes, pero ya no se las reverenciaba; la temperancia habitual sustituyó a los ayunos supersticiosos; y a los novicios se les instruía en los principios de la verdadera piedad, en lugar de iniciarlos en los hábitos ociosos y degradantes del monaquismo. Del sistema antiguo no quedaba más que el hábito monacal y la ceremonia exterior de la misa, que no podían abandonar sin exponerse a inevitable e inminente peligro.

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Tatiana Patrasco