El Gran Conflicto – Día 042

Tales fueron las verdades que el intrépido reformador, con peligro de su vida, dirigió a los oídos reales. Con el mismo valor indómito se aferró a su propósito y siguió orando y combatiendo como fiel soldado del Señor hasta que Escocia quedó libre del papado. 

En Inglaterra el establecimiento del protestantismo como religión nacional, hizo menguar la persecución, pero no la hizo cesar por completo. Aunque muchas de las doctrinas de Roma fueron suprimidas, se conservaron muchas de sus formas de culto. La supremacía del papa fue rechazada, pero en su lugar se puso al monarca como cabeza de la iglesia. Mucho distaban aún los servicios de la iglesia de la pureza y sencillez del evangelio. El gran principio de la libertad religiosa no era aún entendido. Si bien es verdad que pocas veces apelaron los gobernantes protestantes a las horribles crueldades de que se valía Roma contra los herejes, no se reconocía el derecho que tiene todo hombre de adorar a Dios según los dictados de su conciencia. Se exigía de todos que aceptaran las doctrinas y observaran las formas de culto prescritas por la iglesia establecida. Aún se siguió persiguiendo a los disidentes por centenares de años con mayor o menor encarnizamiento. 

En el siglo XVII millares de pastores fueron depuestos de sus cargos. Se le prohibió al pueblo so pena de fuertes multas, prisión y destierro, que asistiera a cualesquiera reuniones religiosas que no fueran las sancionadas por la iglesia. Los que no pudieron dejar de reunirse para adorar a Dios, tuvieron que hacerlo en callejones oscuros, en sombrías buhardillas y, en estaciones propicias, en los bosques a medianoche. En la protectora espesura de la floresta, como en templo hecho por Dios mismo, aquellos esparcidos y perseguidos hijos del Señor, se reunían para derramar sus almas en plegarias y alabanzas. Pero a despecho de todas estas precauciones muchos sufrieron por su fe. Las cárceles rebosaban. Las familias eran divididas. Muchos fueron desterrados a tierras extrañas. Sin embargo, Dios estaba con su pueblo y la persecución no podía acallar su testimonio. Muchos cruzaron el océano y se establecieron en Norteamérica, donde echaron los cimientos de la libertad civil y religiosa que fueron baluarte y gloria de los Estados Unidos. 

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Otra vez, como en los tiempos apostólicos, la persecución contribuyó al progreso del evangelio. En una asquerosa mazmorra atestada de reos y libertinos, John Bunyan respiró el verdadero ambiente del cielo y escribió su maravillosa alegoría del viaje del peregrino de la ciudad de destrucción a la ciudad celestial. Por más de doscientos años aquella voz habló desde la cárcel de Bedford con poder penetrante a los corazones de los hombres. El Peregrino y Gracia abundante para el mayor de los pecadores han guiado a muchos por el sendero de la vida eterna. 

Baxter, Flavel, Alleine y otros hombres de talento, de educación y de profunda experiencia cristiana, se mantuvieron firmes defendiendo valientemente la fe que en otro tiempo fuera entregada a los santos. La obra que ellos hicieron y que fue proscrita y anatematizada por los reyes de este mundo, es imperecedera. La Fuente de la vida y El método de la gracia de Flavel enseñaron a millares el modo de confiar al Señor la custodia de sus almas. 

El pastor reformado, de Baxter, fue una verdadera bendición para muchos que deseaban un avivamiento de la obra de Dios, y su Descanso eterno de los santos cumplió su misión de llevar almas “al descanso que queda para el pueblo de Dios”. 

Cien años más tarde, en tiempos de tinieblas espirituales, aparecieron Whitefield y los Wesley como portadores de la luz de Dios. Bajo el régimen de la iglesia establecida, el pueblo de Inglaterra había llegado a un estado tal de decadencia, que apenas podía distinguirse del paganismo. La religión natural era el estudio favorito del clero y en él iba incluida casi toda su teología. La aristocracia hacía escarnio de la piedad y se jactaba de estar por sobre lo que llamaba su fanatismo, en tanto que el pueblo bajo vivía en la ignorancia y el vicio, y la iglesia no tenía valor ni fe para seguir sosteniendo la causa de la verdad ya decaída. 

La gran doctrina de la justificación por la fe, tan claramente enseñada por Lutero, se había perdido casi totalmente de vista, y ocupaban su lugar los principios del romanismo de confiar en las buenas obras para obtener la salvación. Whitefield y los Wesley, miembros de la iglesia establecida, buscaban con sinceridad el favor de Dios, que, según se les había enseñado, se conseguía por medio de una vida virtuosa y por la observancia de los ritos religiosos. 

En cierta ocasión en que Carlos Wesley cayó enfermo y pensaba que estaba próximo su fin, se le preguntó en qué fundaba su esperanza de la vida eterna. Su respuesta fue: “He hecho cuanto he podido por servir a Dios”. Pero como el amigo que le dirigiera la pregunta no parecía satisfecho con la contestación, Wesley pensó: “¡Qué! ¿No son suficientes mis esfuerzos para fundar mi esperanza? ¿Me privaría de mis esfuerzos? No tengo otra cosa en que confiar”. John Whitehead, Life of the Rev. Charles Wesley, 102. Tales eran las tinieblas que habían caído sobre la iglesia, y ocultaban la expiación, despojaban a Cristo de su gloria y desviaban la mente de los hombres de su única esperanza de salvación: la sangre del Redentor crucificado. 

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Wesley y sus compañeros fueron inducidos a reconocer que la religión verdadera tiene su asiento en el corazón y que la ley de Dios abarca los pensamientos lo mismo que las palabras y las obras. Convencidos de la necesidad de tener santidad en el corazón, así como de conducirse correctamente, decidieron seriamente iniciar una vida nueva. Por medio de esfuerzos diligentes acompañados de fervientes oraciones, se empeñaban en vencer las malas inclinaciones del corazón natural. Llevaban una vida de abnegación, de amor y de humillación, y observaban rigurosamente todo aquello que a su parecer podría ayudarles a alcanzar lo que más deseaban: una santidad que pudiese asegurarles el favor de Dios. Pero no lograban lo que buscaban. Vanos eran sus esfuerzos para librarse de la condenación del pecado y para quebrantar su poder. Era la misma lucha que había tenido que sostener Lutero en su celda del convento en Erfurt. Era la misma pregunta que le había atormentado el alma: “¿Cómo puede el hombre ser justo para con Dios?” Job 9:2 (VM). 

El fuego de la verdad divina que se había extinguido casi por completo en los altares del protestantismo, iba a prender de nuevo al contacto de la antorcha antigua que al través de los siglos había quedado firme en manos de los cristianos de Bohemia. Después de la Reforma, el protestantismo había sido pisoteado en Bohemia por las hordas de Roma. Los que no quisieron renunciar a la verdad tuvieron que huir. Algunos de ellos que se refugiaron en Sajonia guardaron allí la antigua fe, y de los descendientes de estos cristianos provino la luz que iluminó a Wesley y a sus compañeros. 

Después de haber sido ordenados para el ministerio, Juan y Carlos Wesley fueron enviados como misioneros a América. Iba también a bordo un grupo de moravos. Durante el viaje se desencadenaron violentas tempestades, y Juan Wesley, viéndose frente a la muerte, no se sintió seguro de estar en paz con Dios. Los alemanes, por el contrario, manifestaban una calma y una confianza que él no conocía. 

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“Ya mucho antes—dice él—, había notado yo el carácter serio de aquella gente. De su humildad habían dado pruebas manifiestas, al prestarse a desempeñar en favor de los otros pasajeros las tareas serviles que ninguno de los ingleses quería hacer, y al no querer recibir paga por estos servicios, declarando que era un beneficio para sus altivos corazones y que su amante Salvador había hecho más por ellos. Y día tras día manifestaban una mansedumbre que ninguna injuria podía alterar. Si eran empujados, golpeados o derribados, se ponían en pie y se marchaban a otro lugar; pero sin quejarse. Ahora se presentaba la oportunidad de probar si habían quedado tan libres del espíritu de temor como del de orgullo, ira y venganza. Cuando iban a la mitad del salmo que estaban entonando al comenzar su culto, el mar embravecido desgarró la vela mayor, anegó la embarcación, y penetró de tal modo por la cubierta que parecía que las tremendas profundidades nos habían tragado ya. Los ingleses se pusieron a gritar desaforadamente. Los alemanes siguieron cantando con serenidad. Más tarde, pregunté a uno de ellos: ‘¿No tuvisteis miedo?’ Y me dijo: ‘No; gracias a Dios’. Volví a preguntarle: ‘¿No tenían temor las mujeres y los niños?’ Y me contestó con calma: ‘No; nuestras mujeres y nuestros niños no tienen miedo de morir’”. Whitehead, o cit., 10. 

Al arribar a Savannah vivió Wesley algún tiempo con los moravos y quedó muy impresionado por su comportamiento cristiano. Refiriéndose a uno de sus servicios religiosos que contrastaba notablemente con el formalismo sin vida de la iglesia anglicana, dijo: “La gran sencillez y solemnidad del acto entero casi me hicieron olvidar los diecisiete siglos transcurridos, y me parecía estar en una de las asambleas donde no había fórmulas ni jerarquía, sino donde presidía Pablo, el tejedor de tiendas, o Pedro, el pescador, y donde se manifestaba el poder del Espíritu”. Ibíd., 11, 12. 

Al regresar a Inglaterra, Wesley, bajo la dirección de un predicador moravo llegó a una comprensión más clara de la fe bíblica. Llegó al convencimiento de que debía renunciar por completo a depender de sus propias obras para la salvación, y confiar plenamente en el “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. En una reunión de la sociedad morava, en Londres, se leyó una declaración de Lutero que describía el cambio que obra el Espíritu de Dios en el corazón del creyente. Al escucharlo Wesley, se encendió la fe en su alma. “Sentí—dice—calentarse mi corazón de un modo extraño”. “Sentí entrar en mí la confianza en Cristo y en Cristo solo, para mi salvación; y fuéme dada plena seguridad de que había quitado mis pecados, sí, los míos, y de que me había librado a mí de la ley del pecado y de la muerte”. Ibíd., 52. 

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Durante largos años de arduo y enojoso trabajo, de rigurosa abnegación, de censuras y de humillación, Wesley se había sostenido firme en su propósito de buscar a Dios. Al fin le encontró y comprobó que la gracia que se había empeñado en ganar por medio de oraciones y ayunos, de limosnas y sacrificios, era un don “sin dinero y sin precio”. 

Una vez afirmado en la fe de Cristo, ardió su alma en deseos de esparcir por todas partes el conocimiento del glorioso evangelio de la libre gracia de Dios. “Considero el mundo entero como mi parroquia—decía él—, y dondequiera que esté, encuentro oportuno, justo y de mi deber declarar a todos los que quieran oírlas, las alegres nuevas de la salvación”. Ibíd., 74. 

Siguió llevando una vida de abnegación y rigor, ya no como base sino como resultado de la fe; no como raíz sino como fruto de la santidad. La gracia de Dios en Cristo es el fundamento de la esperanza del cristiano, y dicha gracia debe manifestarse en la obediencia. Wesley consagró su vida a predicar las grandes verdades que había recibido: la justificación por medio de la fe en la sangre expiatoria de Cristo, y el poder regenerador del Espíritu Santo en el corazón, que lleva fruto en una vida conforme al ejemplo de Cristo. 

Whitefield y los Wesley habían sido preparados para su obra por medio de un profundo sentimiento de su propia perdición; y para poder sobrellevar duras pruebas como buenos soldados de Jesucristo, se habían visto sometidos a una larga serie de escarnios, burlas y persecución, tanto en la universidad, como al entrar en el ministerio. Ellos y otros pocos que simpatizaban con ellos fueron llamados despectivamente “metodistas” por sus condiscípulos incrédulos, pero en la actualidad el apodo es considerado como honroso por una de las mayores denominaciones de Inglaterra y América. 

Como miembros de la iglesia de Inglaterra estaban muy apegados a sus formas de culto, pero el Señor les había señalado en su Palabra un modelo más perfecto. El Espíritu Santo les constriñó a predicar a Cristo y a este crucificado. El poder del Altísimo acompañó sus labores. Millares fueron convencidos y verdaderamente convertidos. Había que proteger de los lobos rapaces a estas ovejas. Wesley no había pensado formar una nueva denominación, pero organizó a los convertidos en lo que se llamó en aquel entonces la Unión Metodista. 

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Misteriosa y ruda fue la oposición que estos predicadores encontraron por parte de la iglesia establecida; y sin embargo, Dios, en su sabiduría, ordenó las cosas de modo que la reforma se inició dentro de la misma iglesia. Si hubiera venido por completo de afuera, no habría podido penetrar donde tanto se necesitaba Pero como los predicadores del reavivamiento eran eclesiásticos, y trabajaban dentro del jirón de la iglesia dondequiera que encontraban oportunidad para ello, la verdad entró donde las puertas hubieran de otro modo quedado cerradas. Algunos de los clérigos despertaron de su sopor y se convirtieron en predicadores activos de sus parroquias. Iglesias que habían sido petrificadas por el formalismo fueron de pronto devueltas a la vida. 

En los tiempos de Wesley, como en todas las épocas de la historia de la iglesia, hubo hombres dotados de diferentes dones que hicieron cada uno la obra que les fuera señalada. No estuvieron de acuerdo en todos los puntos de doctrina, pero todos fueron guiados por el Espíritu de Dios y unidos en el absorbente propósito de ganar almas para Cristo. Las diferencias que mediaron entre Whitefield y los Wesley estuvieron en cierta ocasión a punto de separarlos; pero habiendo aprendido a ser mansos en la escuela de Cristo, la tolerancia y el amor fraternal los reconciliaron. No tenían tiempo para disputarse cuando en derredor suyo abundaban el mal y la iniquidad y los pecadores iban hacia la ruina. 

Los siervos de Dios tuvieron que recorrer un camino duro. Hombres de saber y de talento empleaban su influencia contra ellos. Al cabo de algún tiempo muchos de los eclesiásticos manifestaron hostilidad resuelta y las puertas de la iglesia se cerraron a la fe pura y a los que la proclamaban. La actitud adoptada por los clérigos al denunciarlos desde el púlpito despertó los elementos favorables a las tinieblas, la ignorancia y la iniquidad. Una y otra vez, Wesley escapó a la muerte por algún milagro de la misericordia de Dios. Cuando la ira de las turbas rugía contra él y parecía no haber ya modo de escapar, un ángel en forma de hombre se le ponía al lado, la turba retrocedía, y el siervo de Cristo salía ileso del lugar peligroso. 

Hablando él de cómo se salvó de uno de estos lances dijo: “Muchos trataron de derribarme mientras descendíamos de una montaña por una senda resbalosa que conducía a la ciudad, porque suponían, y con razón, que una vez caído allí me hubiera sido muy difícil levantarme. Pero no tropecé ni una vez, ni resbalé en la pendiente, hasta lograr ponerme fuera de sus manos […]. Muchos quisieron sujetarme por el cuello o tirarme de los faldones para hacerme caer, pero no lo pudieron, si bien hubo uno que alcanzó a asirse de uno de los faldones de mi chaleco, el cual se le quedó en la mano, mientras que el otro faldón, en cuyo bolsillo guardaba yo un billete de banco, no fue desgarrado más que a medias […]. Un sujeto fornido que venía detrás de mí me dirigió repetidos golpes con un garrote de encina. Si hubiera logrado pegarme una sola vez en la nuca, se habría ahorrado otros esfuerzos. Pero siempre se le desviaba el golpe, y no puedo explicar el porqué, pues me era imposible moverme hacia la derecha ni hacia la izquierda […]. Otro vino corriendo entre el tumulto y levantó el brazo para descargar un golpe sobre mí, se detuvo de pronto y solo me acarició la cabeza, diciendo: ‘¡Qué cabello tan suave tiene!’ […]” 

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Tatiana Patrasco