“Pero un fanatismo ciego e inexorable echó de su suelo a todos los que enseñaban la virtud, a los campeones del orden y a los honrados defensores del trono; dijo a los que hubieran podido dar a su país ‘renombre y gloria’: Escoged entre la hoguera o el destierro. Al fin la ruina del estado fue completa; ya no quedaba en el país conciencia que proscribir, religión que arrastrar a la hoguera ni patriotismo que desterrar” (Wylie, lib. 13, cap. 20). Todo lo cual dio por resultado la Revolución con sus horrores.
“Con la huida de los hugonotes quedó Francia sumida en general decadencia. Florecientes ciudades manufactureras quedaron arruinadas; los distritos más fértiles volvieron a quedar baldíos, el entorpecimiento intelectual y el decaimiento de la moralidad sucedieron al notable progreso que antes imperara. París quedó convertido en un vasto asilo: se calcula que precisamente antes de estallar la Revolución doscientos mil indigentes dependían de los socorros del rey. Únicamente los jesuitas prosperaban en la nación decaída, y gobernaban con infame tiranía sobre las iglesias y las escuelas, las cárceles y las galeras”.
El evangelio hubiera dado a Francia la solución de estos problemas políticos y sociales que frustraron los propósitos de su clero, de su rey y de sus gobernantes, y arrastraron finalmente a la nación entera a la anarquía y a la ruina. Pero bajo el dominio de Roma el pueblo había perdido las benditas lecciones de sacrificio y de amor que diera el Salvador. Todos se habían apartado de la práctica de la abnegación en beneficio de los demás. Los ricos no tenían quien los reprendiera por la opresión con que trataban a los pobres, y a estos nadie los aliviaba de su degradación y servidumbre. El egoísmo de los ricos y de los poderosos se hacía más y más manifiesto y avasallador. Por varios siglos el libertinaje y la ambición de los nobles habían impuesto a los campesinos extorsiones agotadoras. El rico perjudicaba al pobre y este odiaba al rico.
En muchas provincias sucedía que los nobles eran dueños del suelo y los de las clases trabajadoras simples arrendatarios; y de este modo, el pobre estaba a merced del rico, y se veía obligado a someterse a sus exorbitantes exigencias. La carga del sostenimiento de la iglesia y del estado pesaba sobre los hombros de las clases media y baja del pueblo, las cuales eran recargadas con tributos por las autoridades civiles y por el clero. “El placer de los nobles era considerado como ley suprema; y que el labriego y el campesino pereciesen de hambre no era para conmover a sus opresores […]. En todo momento el pueblo debía velar exclusivamente por los intereses del propietario. Los agricultores llevaban una vida de trabajo duro y continuo, y de una miseria sin alivio; y si alguna vez osaban quejarse se les trataba con insolente desprecio. En los tribunales siempre se fallaba en favor del noble y en contra del campesino; los jueces aceptaban sin escrúpulo el cohecho; en virtud de este sistema de corrupción universal, cualquier capricho de la aristocracia tenía fuerza de ley. De los impuestos exigidos a la gente común por los magnates seculares y por el clero, no llegaba ni la mitad al tesoro del reino, ni al arca episcopal, pues la mayor parte de lo que cobraban lo gastaban los recaudadores en la disipación y en francachelas. Y los que de esta manera despojaban a sus consúbditos estaban libres de impuestos y con derecho por la ley o por la costumbre a ocupar todos los puestos del gobierno. La clase privilegiada estaba formada por ciento cincuenta mil personas, y para regalar a esta gente se condenaba a millones de seres a una vida de degradación irremediable” (véase el Apéndice).
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La corte estaba completamente entregada a la lujuria y al libertinaje. El pueblo y sus gobernantes se veían con desconfianza. Se sospechaba de todas las medidas que dictaba el gobierno, porque se le consideraba intrigante y egoísta. Por más de medio siglo antes de la Revolución, ocupó el trono Luis XV, quien aun en aquellos tiempos corrompidos sobresalió en su frivolidad, su indolencia y su lujuria. Al observar aquella depravada y cruel aristocracia y la clase humilde sumergida en la ignorancia y en la miseria, al estado en plena crisis financiera y al pueblo exasperado, no se necesitaba tener ojo de profeta para ver de antemano una inminente insurrección. A las amonestaciones que le daban sus consejeros, solía contestar el rey: “Procurad que todo siga así mientras yo viva; después de mi muerte, suceda lo que quiera”. En vano se le hizo ver la necesidad que había de una reforma. Bien comprendía él el mal estado de las cosas, pero no tenía ni valor ni poder suficiente para remediarlo. Con acierto describía él la suerte de Francia con su respuesta tan egoísta como indolente: “¡Después de mí el diluvio!”
Valiéndose Roma de la ambición de los reyes y de las clases dominantes, había ejercido su influencia para sujetar al pueblo en la esclavitud, pues comprendía que de ese modo el estado se debilitaría y ella podría dominar completamente gobiernos y súbditos. Por su previsora política advirtió que para esclavizar eficazmente a los hombres necesitaba subyugar sus almas y que el medio más seguro para evitar que escapasen de su dominio era convertirlos en seres impropios para la libertad. Mil veces más terrible que el padecimiento físico que resultó de su política, fue la degradación moral que prevaleció en todas partes. Despojado el pueblo de la Biblia y sin más enseñanzas que la del fanatismo y la del egoísmo, quedó sumido en la ignorancia y en la superstición y tan degradado por los vicios que resultaba incapaz de gobernarse por sí solo.
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Empero los resultados fueron muy diferentes de lo que Roma había procurado. En vez de que las masas se sujetaran ciegamente a sus dogmas, su obra las volvió incrédulas y revolucionarias; odiaron al romanismo y al sacerdocio a los que consideraban cómplices en la opresión. El único Dios que el pueblo conocía era el de Roma, y la enseñanza de esta su única religión. Considerando la crueldad y la iniquidad de Roma como fruto legítimo de las enseñanzas de la Biblia, no quería saber nada de estas.
Roma había dado a los hombres una idea falsa del carácter de Dios, y pervertido sus requerimientos. En consecuencia, al fin el pueblo rechazó la Biblia y a su Autor. Roma había exigido que se creyese ciegamente en sus dogmas, que declaraba sancionados por las Escrituras. En la reacción que se produjo, Voltaire y sus compañeros desecharon en absoluto la Palabra de Dios e hicieron cundir por todas partes el veneno de la incredulidad. Roma había hollado al pueblo con su pie de hierro, y las masas degradadas y embrutecidas, al sublevarse contra tamaña tiranía, desconocieron toda sujeción. Se enfurecieron al ver que por mucho tiempo habían aceptado tan descarados embustes y rechazaron la verdad juntamente con la mentira; y confundiendo la libertad con el libertinaje, los esclavos del vicio se regocijaron con una libertad imaginaria.
Al estallar la Revolución el rey concedió al pueblo que lo representara en la asamblea nacional un número de delegados superior al del clero y al de los nobles juntos. Era pues el pueblo dueño de la situación; pero no estaba preparado para hacer uso de su poder con sabiduría y moderación. Ansioso de reparar los agravios que había sufrido, decidió reconstituir la sociedad. Un populacho encolerizado que guardaba en su memoria el recuerdo de tantos sufrimientos, resolvió levantarse contra aquel estado de miseria que había venido ya a ser insoportable, y vengarse de aquellos a quienes consideraba como responsables de sus padecimientos. Los oprimidos, poniendo en práctica las lecciones que habían aprendido bajo el yugo de los tiranos, se convirtieron en opresores de los mismos que antes les habían oprimido.
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La desdichada Francia recogió con sangre lo que había sembrado. Terribles fueron las consecuencias de su sumisión al poder avasallador de Roma. Allí donde Francia, impulsada por el papismo, prendiera la primera hoguera en los comienzos de la Reforma, allí también la Revolución levantó su primera guillotina. En el mismo sitio en que murieron quemados los primeros mártires del protestantismo en el siglo XVI, fueron precisamente decapitadas las primeras víctimas en el siglo XVIII. Al rechazar Francia el evangelio que le brindaba bienestar, franqueó las puertas a la incredulidad y a la ruina. Una vez desechadas las restricciones de la ley de Dios, se echó de ver que las leyes humanas no tenían fuerza alguna para contener las pasiones, y la nación fue arrastrada a la rebeldía y a la anarquía. La guerra contra la Biblia inició una era conocida en la historia como “el reinado del terror”. La paz y la dicha fueron desterradas de todos los hogares y de todos los corazones. Nadie tenía la vida segura. El que triunfaba hoy era considerado al día siguiente como sospechoso y le condenaban a muerte. La violencia y la lujuria dominaban sin disputa.
El rey, el clero y la nobleza, tuvieron que someterse a las atrocidades de un pueblo excitado y frenético. Su sed de venganza subió de punto cuando el rey fue ejecutado, y los mismos que decretaron su muerte le siguieron bien pronto al cadalso. Se resolvió matar a cuantos resultasen sospechosos de ser hostiles a la Revolución. Las cárceles se llenaron y hubo en cierta ocasión dentro de sus muros más de doscientos mil presos. En las ciudades del reino se registraron crímenes horrorosos. Se levantaba un partido revolucionario contra otro, y Francia quedó convertida en inmenso campo de batalla donde las luchas eran inspiradas y dirigidas por las violencias y las pasiones. “En París sucedíanse los tumultos uno a otro y los ciudadanos divididos en diversos partidos, no parecían llevar otra mira que el exterminio mutuo”. Y para agravar más aun la miseria general, la nación entera se vio envuelta en prolongada y devastadora guerra con las mayores potencias de Europa. “El país estaba casi en bancarrota, el ejército reclamaba pagos atrasados, los parisienses se morían de hambre, las provincias habían sido puestas a saco por los bandidos y la civilización casi había desaparecido en la anarquía y la licencia”.
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Harto bien había aprendido el pueblo las lecciones de crueldad y de tormento que con tanta diligencia Roma le enseñara. Al fin había llegado el día de la retribución. Ya no eran los discípulos de Jesús los que eran arrojados a las mazmorras o a la hoguera. Tiempo hacía ya que estos habían perecido o que se hallaban en el destierro; la desapiadada Roma sentía ya el poder mortífero de aquellos a quienes ella había enseñado a deleitarse en la perpetración de crímenes sangrientos. “El ejemplo de persecución que había dado el clero de Francia durante varios siglos se volvía contra él con señalado vigor. Los cadalsos se teñían con la sangre de los sacerdotes. Las galeras y las prisiones en donde antes se confinaba a los hugonotes, se hallaban ahora llenas de los perseguidores de ellos. Sujetos con cadenas al banquillo del buque y trabajando duramente con los remos, el clero católico romano experimentaba los tormentos que antes con tanta prodigalidad infligiera su iglesia a los mansos herejes” (véase el Apéndice).
“Llegó entonces el día en que el código más bárbaro que jamás se haya conocido fue puesto en vigor por el tribunal más bárbaro que se hubiera visto hasta entonces; día aquel en que nadie podía saludar a sus vecinos, ni a nadie se le permitía que hiciese oración […] so pena de incurrir en el peligro de cometer un crimen digno de muerte; en que los espías acechaban en cada esquina; en que la guillotina no cesaba en su tarea día tras día; en que las cárceles estaban tan llenas de presos que más parecían galeras de esclavos; y en que las acequias corrían al Sena llevando en sus raudales la sangre de las víctimas […].
Mientras que en París se llevaban cada día al suplicio carros repletos de sentenciados a muerte, los procónsules que eran enviados por el comité supremo a los departamentos desplegaban tan espantosa crueldad que ni aun en la misma capital se veía cosa semejante. La cuchilla de la máquina infernal no daba abasto a la tarea de matar gente. Largas filas de cautivos sucumbían bajo descargas graneadas de fusilería. Se abrían intencionalmente boquetes en las barcazas sobrecargadas de cautivos. Lyon se había convertido en desierto. En Arrás ni aun se concedía a los presos la cruel misericordia de una muerte rápida. Por toda la ribera del Loira, río abajo desde Saumur al mar, se veían grandes bandadas de cuervos y milanos que devoraban los cadáveres desnudos que yacían unidos en abrazos horrendos y repugnantes. No se hacía cuartel ni a sexo ni a edad. El número de muchachos y doncellas menores de diecisiete años que fueron asesinados por orden de aquel execrable gobierno se cuenta por centenares. Pequeñuelos arrebatados del regazo de sus madres eran ensartados de pica en pica entre las filas jacobinas” (véase el Apéndice). En apenas diez años perecieron multitudes de seres humanos.
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Todo esto era del agrado de Satanás. Con este fin había estado trabajando desde hacía muchos siglos. Su política es el engaño desde el principio hasta el fin, y su firme intento es acarrear a los hombres dolor y miseria, desfigurar y corromper la obra de Dios, estorbar sus planes divinos de benevolencia y amor, y de esta manera contristar al cielo. Confunde con sus artimañas las mentes de los hombres y hace que estos achaquen a Dios la obra diabólica, como si toda esta miseria fuera resultado de los planes del Creador. Asimismo, cuando los que han sido degradados y embrutecidos por su cruel dominio alcanzan su libertad, los impulsa al crimen, a los excesos y a las atrocidades. Y luego los tiranos y los opresores se valen de semejantes cuadros del libertinaje para ilustrar las consecuencias de la libertad.
Cuando un disfraz del error ha sido descubierto, Satanás le da otro, y la gente lo saluda con el mismo entusiasmo con que acogió el anterior. Cuando el pueblo descubrió que el romanismo era un engaño, y él, Satanás, ya no podía conseguir por ese medio que se violase la ley de Dios, optó entonces por hacerle creer que todas las religiones eran engañosas y la Biblia una fábula; y arrojando lejos de sí los estatutos divinos se entregó a una iniquidad desenfrenada.
El error fatal que ocasionó tantos males a los habitantes de Francia fue el desconocimiento de esta gran verdad: que la libertad bien entendida se basa en las prohibiciones de la ley de Dios. “¡Oh si hubieras escuchado mis mandamientos! entonces tu paz habría sido como un río, y tu justicia como las olas del mar”. “¡Mas no hay paz, dice Jehová, para los inicuos!” “Aquel empero que me oyere a mí, habitará seguro, y estará tranquilo, sin temor de mal”. Isaías 48:18, 22; Proverbios 1:33 (VM).
Los ateos, los incrédulos y los apóstatas se oponen abiertamente a la ley de Dios; pero los resultados de su influencia prueban que el bienestar del hombre depende de la obediencia a los estatutos divinos. Los que no quieran leer esta lección en el libro de Dios, tendrán que leerla en la historia de las naciones.