El Gran Conflicto – Día 051

Cuando el Salvador dirigió la atención de sus discípulos hacia las señales de su regreso, predijo el estado de apostasía que existiría precisamente antes de su segundo advenimiento. Habría, como en los días de Noé, actividad febril en los negocios mundanos y sed de placeres, y los seres humanos iban a comprar, vender, sembrar, edificar, casarse y darse en matrimonio, olvidándose entre tanto de Dios y de la vida futura. La amonestación de Cristo para los que vivieran en aquel tiempo es: “Mirad, pues, por vosotros mismos, no sea que vuestros corazones sean entorpecidos con la glotonería, y la embriaguez, y los cuidados de esta vida, y así os sobrevenga de improviso aquel día”. “Velad, pues, en todo tiempo, y orad, a fin de que logréis evitar todas estas cosas que van a suceder, y estar en pie delante del Hijo del hombre”. Lucas 21:34, 36 (VM). 

La condición en que se hallaría entonces la iglesia está descrita en las palabras del Salvador en el Apocalipsis: “Tienes nombre que vives, y estás muerto”. Y a los que no quieren dejar su indolente descuido, se les dirige el solemne aviso: “Si no velares, vendré a ti como ladrón, y no sabrás en qué hora vendré a ti”. Apocalipsis 3:1, 3. 

Era necesario despertar a los hombres y hacerles sentir su peligro para inducirlos a que se preparasen para los solemnes acontecimientos relacionados con el fin del tiempo de gracia. El profeta de Dios declara: “Grande es el día de Jehová, y muy terrible: ¿quién lo podrá sufrir?”. Joel 2:11. ¿Quién soportará la aparición de Aquel de quien está escrito: “Tú eres de ojos demasiado puros para mirar el mal, ni puedes contemplar la iniquidad”? Habacuc 1:13 (VM). Para los que claman: “Dios mío, te hemos conocido”, y sin embargo han quebrantado su pacto y se apresuraron tras otro dios, encubriendo la iniquidad en sus corazones y amando las sendas del pecado, para los tales “será el día de Jehová tinieblas, y no luz; oscuridad, que no tiene resplandor”. Oseas 8:2, 1; Salmos 16:4; Amós 5:20. “Sucederá en aquel tiempo—dice el Señor—que yo registraré a Jerusalén con lámparas, y castigaré a los hombres que, como vino, están asentados sobre sus heces; los cuales dicen en su corazón: ¡Jehová no hará bien, ni tampoco hará mal!” “Castigaré el mundo por su maldad, y los impíos por su iniquidad; y acabaré con la arrogancia de los presumidos, y humillaré la altivez de los terribles”. “No podrá librarlos su plata ni su oro”; “y sus riquezas vendrán a ser despojo, y sus casas una desolación”. Sofonías 1:12, 18, 13; Isaías 13:11 (VM). 

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El profeta Jeremías mirando hacia lo por venir, hacia aquel tiempo terrible, exclamó: “¡Se conmueve mi corazón; no puede estarse quieto, por cuanto has oído, oh alma mía, el sonido de la trompeta y la alarma de guerra! ¡Destrucción sobre destrucción es anunciada!” Jeremías 4:19, 20 (VM). 

“Día de ira es aquel día; día de apretura y de angustia, día de devastación y desolación, día de tinieblas y de espesa oscuridad, día de nubes y densas tinieblas; día de trompeta y de grito de guerra”. “He aquí que viene el día de Jehová, […] para convertir la tierra en desolación, y para destruir de en medio de ella sus pecadores”. Sofonías 1:15, 16; Isaías 13:9 (VM). 

Ante la perspectiva de aquel gran día, la Palabra de Dios exhorta a su pueblo del modo más solemne y expresivo a que despierte de su letargo espiritual, y a que busque su faz con arrepentimiento y humillación: “¡Tocad trompeta en Sión, y sonad alarma en mi santo monte!, ¡tiemblen todos los moradores de la tierra!, porque viene el día de Jehová, porque está ya cercano”. “¡Proclamad riguroso ayuno! ¡Convocad asamblea solemnísima! ¡Reunid al pueblo! ¡Proclamad una convocación obligatoria! ¡Congregad a los ancianos! ¡Juntad a los muchachos! […] ¡Salga el novio de su recámara, y la novia de su tálamo! Entre el pórtico y el altar, lloren los sacerdotes, ministros de Jehová”. “Volveos a mí de todo vuestro corazón; con ayuno también, y con llanto, y con lamentos; rasgad vuestros corazones y no vuestros vestidos, y volveos a Jehová vuestro Dios; porque él es clemente y compasivo, lento en iras y grande en misericordia”. Joel 2:1, 15-17, 12, 13 (VM). 

Una gran obra de reforma debía realizarse para preparar a un pueblo que pudiese subsistir en el día de Dios. El Señor vio que muchos de los que profesaban pertenecer a su pueblo no edificaban para la eternidad, y en su misericordia iba a enviar una amonestación para despertarlos de su estupor e inducirlos a prepararse para la venida de su Señor. 

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Esta amonestación nos es presentada en el capítulo catorce del Apocalipsis. En él encontramos un triple mensaje proclamado por seres celestiales y seguido inmediatamente por la venida del Hijo del hombre para segar “la mies de la tierra”. La primera de estas amonestaciones anuncia la llegada del juicio. El profeta vio un ángel “volando en medio del cielo, teniendo un evangelio eterno que anunciar a los que habitan sobre la tierra, y a cada nación, y tribu, y lengua, y pueblo; y dice a gran voz: ¡Temed a Dios y dadle gloria; porque ha llegado la hora de su juicio; y adorad al que hizo el cielo y la tierra, y el mar y las fuentes de agua!” Apocalipsis 14:6, 7 (VM). 

Este mensaje es declarado parte del “evangelio eterno”. La predicación del evangelio no ha sido encargada a los ángeles, sino a los hombres. En la dirección de esta obra se han empleado ángeles santos y ellos tienen a su cargo los grandes movimientos para la salvación de los hombres; pero la proclamación misma del evangelio es llevada a cabo por los siervos de Cristo en la tierra. 

Hombres fieles, obedientes a los impulsos del Espíritu de Dios y a las enseñanzas de su Palabra, iban a pregonar al mundo esta amonestación. Eran los que habían estado atentos a la “firme […] palabra profética”, la “lámpara que luce en un lugar tenebroso, hasta que el día esclarezca, y el lucero nazca”. 2 Pedro 1:19 (VM). Habían estado buscando el conocimiento de Dios más que todos los tesoros escondidos, estimándolo más que “la ganancia de plata”, y “su rédito” más “que el oro puro”. Proverbios 3:14 (VM). Y el Señor les reveló los grandes asuntos del reino. “El secreto de Jehová es para los que le temen; y a ellos hará conocer su alianza”. Salmos 25:14. 

Los que llegaron a comprender esta verdad y se dedicaron a proclamarla no fueron los teólogos eruditos. Si estos hubiesen sido centinelas fieles y hubieran escudriñado las Santas Escrituras con diligencia y oración, habrían sabido qué hora era de la noche; las profecías les habrían revelado los acontecimientos que estaban por realizarse. Pero tal no fue su actitud, y fueron hombres más humildes los que proclamaron el mensaje. Jesús había dicho: “Andad entre tanto que tenéis luz, para que no os sorprendan las tinieblas” Juan 12:35. Los que se apartan de la luz que Dios les ha dado, o no la procuran cuando está a su alcance, son dejados en las tinieblas. Pero el Salvador dice también: “El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”. Juan 8:12 (VM). Cualquiera que con rectitud de corazón trate de hacer la voluntad de Dios siguiendo atentamente la luz que ya le ha sido dada, recibirá aun más luz; a esa alma le será enviada alguna estrella de celestial resplandor para guiarla a la plenitud de la verdad. 

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Cuando se produjo el primer advenimiento de Cristo, los sacerdotes y los fariseos de la ciudad santa, a quienes fueran confiados los oráculos de Dios, habrían podido discernir las señales de los tiempos y proclamar la venida del Mesías prometido. La profecía de Miqueas señalaba el lugar de su nacimiento. Miqueas 5:2. Daniel especificaba el tiempo de su advenimiento. Daniel 9:25. Dios había encomendado estas profecías a los caudillos de Israel; no tenían pues excusa por no saber que el Mesías estaba a punto de llegar y por no habérselo dicho al pueblo. Su ignorancia era resultado de culpable descuido. Los judíos estaban levantando monumentos a los profetas de Dios que habían sido muertos, mientras que con la deferencia con que trataban a los grandes de la tierra estaban rindiendo homenaje a los siervos de Satanás. Absortos en sus luchas ambiciosas por los honores mundanos y el poder, perdieron de vista los honores divinos que el Rey de los cielos les había ofrecido. 

Los ancianos de Israel deberían haber estudiado con profundo y reverente interés el lugar, el tiempo, las circunstancias del mayor acontecimiento de la historia del mundo: la venida del Hijo de Dios para realizar la redención del hombre. Todo el pueblo debería haber estado velando y esperando para hallarse entre los primeros en saludar al Redentor del mundo. En vez de todo esto, vemos, en Belén, a dos caminantes cansados que vienen de los collados de Nazaret, y que recorren toda la longitud de la angosta calle del pueblo hasta el extremo este de la ciudad, buscando en vano lugar de descanso y abrigo para la noche. Ninguna puerta se abre para recibirlos. En un miserable cobertizo para el ganado, encuentran al fin un refugio, y allí fue donde nació el Salvador del mundo. 

Los ángeles celestiales habían visto la gloria de la cual el Hijo de Dios participaba con el Padre antes que el mundo existiese, y habían esperado con intenso interés su advenimiento en la tierra como acontecimiento del mayor gozo para todos los pueblos. Fueron escogidos ángeles para llevar las buenas nuevas a los que estaban preparados para recibirlas, y que gozosos las darían a conocer a los habitantes de la tierra. Cristo había condescendido en revestir la naturaleza humana; iba a llevar una carga infinita de desgracia al ofrendar su alma por el pecado; sin embargo los ángeles deseaban que aun en su humillación el Hijo del Altísimo apareciese ante los hombres con la dignidad y gloria que correspondían a su carácter. ¿Se juntarían los grandes de la tierra en la capital de Israel para saludar su venida? ¿Sería presentado por legiones de ángeles a la muchedumbre que le esperara? 

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Un ángel desciende a la tierra para ver quiénes están preparados para dar la bienvenida a Jesús. Pero no puede discernir señal alguna de expectación. No oye ninguna voz de alabanza ni de triunfo que anuncie que la venida del Mesías es inminente. El ángel se cierne durante un momento sobre la ciudad escogida y sobre el templo donde durante siglos y siglos se manifestara la divina presencia; pero allí también se nota la misma indiferencia. Con pompa y orgullo, los sacerdotes ofrecen sacrificios impuros en el templo. Los fariseos hablan al pueblo con grandes voces, o hacen oraciones jactanciosas en las esquinas de las calles. En los palacios de los reyes, en las reuniones de los filósofos, en las escuelas de los rabinos, nadie piensa en el hecho maravilloso que ha llenado todo el cielo de alegría y alabanzas, el hecho de que el Redentor de los hombres está a punto de hacer su aparición en la tierra. 

No hay señal de que se espere a Cristo ni preparativos para recibir al Príncipe de la vida. Asombrado, el mensajero celestial está a punto de volverse al cielo con la vergonzosa noticia, cuando descubre un grupo de pastores que están cuidando sus rebaños durante la noche, y que al contemplar el cielo estrellado, meditan en la profecía de un Mesías que debe venir a la tierra y anhelan el advenimiento del Redentor del mundo. Aquí tenemos un grupo de seres humanos preparado para recibir el mensaje celestial. Y de pronto aparece el ángel del Señor proclamando las buenas nuevas de gran gozo. La gloria celestial inunda la llanura, una compañía innumerable de ángeles aparece, y, como si el júbilo fuese demasiado para ser traído del cielo por un solo mensajero, una multitud de voces entonan la antífona que todas las legiones de los rescatados cantarán un día: “¡Gloria en las alturas a Dios, y sobre la tierra paz; entre los hombres buena voluntad!” Lucas 2:14 (VM). 

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¡Oh! ¡qué lección encierra esta maravillosa historia de Belén! ¡Qué reconvención para nuestra incredulidad, nuestro orgullo y amor propio! ¡Cómo nos amonesta a que tengamos cuidado, no sea que por nuestra criminal indiferencia, nosotros también dejemos de discernir las señales de los tiempos, y no conozcamos el día de nuestra visitación! 

No fue solo sobre los collados de Judea, ni entre los humildes pastores, donde los ángeles encontraron a quienes velaban esperando la venida del Mesías En tierra de paganos había también quienes le esperaban; eran sabios, ricos y nobles filósofos del oriente. Observadores de la naturaleza, los magos habían visto a Dios en sus obras. Por las Escrituras hebraicas tenían conocimiento de la estrella que debía proceder de Jacob, y con ardiente deseo esperaban la venida de Aquel que sería no solo la “consolación de Israel” sino una “luz para iluminación de las naciones” y “salvación hasta los fines de la tierra”. Lucas 2:25, 32; Hechos 13:47 (VM). Buscaban luz, y la luz del trono de Dios iluminó su senda. Mientras los sacerdotes y rabinos de Jerusalén, guardianes y expositores titulados de la verdad, quedaban envueltos en tinieblas, la estrella enviada del cielo guió a los gentiles del extranjero al lugar en que el Rey acababa de nacer. 

Es “para la salvación de los que le esperan” para lo que Cristo aparecerá “la segunda vez, sin pecado”. Hebreos 9:28 (VM). Como las nuevas del nacimiento del Salvador, el mensaje del segundo advenimiento no fue confiado a los caudillos religiosos del pueblo. No habían conservado estos la unión con Dios, y habían rehusado la luz divina; por consiguiente no se encontraban entre aquellos de quienes habla el apóstol Pablo cuando dice: “Vosotros, empero, hermanos, no estáis en tinieblas, para que aquel día a vosotros os sorprenda como ladrón: porque todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día; nosotros no somos de la noche, ni de las tinieblas”. 1 Tesalonicenses 5:4, 5 (VM). 

Los centinelas apostados sobre los muros de Sión deberían haber sido los primeros en recoger como al vuelo las buenas nuevas del advenimiento del Salvador, los primeros en alzar la voz para proclamarle cerca y advertir al pueblo que se preparase para su venida. Pero en vez de eso, estaban soñando tranquilamente en paz, mientras el pueblo seguía durmiendo en sus pecados. Jesús vio su iglesia, semejante a la higuera estéril, cubierta de hojas de presunción y sin embargo carente de rica fruta. Se observaban con jactancia las formas de religión, mientras que faltaba el espíritu de verdadera humildad, arrepentimiento y fe, o sea lo único que podía hacer aceptable el servicio ofrecido a Dios. En lugar de los frutos del Espíritu, lo que se notaba era orgullo, formalismo, vanagloria, egoísmo y opresión. Era aquella una iglesia apóstata que cerraba los ojos a las señales de los tiempos. Dios no la había abandonado ni había dejado de ser fiel para con ella; pero ella se alejó de él y se apartó de su amor. Como se negara a satisfacer las condiciones, tampoco las promesas divinas se cumplieron para con ella. 

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Esto es lo que sucede infaliblemente cuando se dejan de apreciar y aprovechar la luz y los privilegios que Dios concede. A menos que la iglesia siga el sendero que le abre la Providencia, y aceptando cada rayo de luz, cumpla todo deber que le sea revelado, la religión degenerará inevitablemente en mera observancia de formas, y el espíritu de verdadera piedad desaparecerá. Esta verdad ha sido demostrada repetidas veces en la historia de la iglesia. Dios requiere de su pueblo obras de fe y obediencia que correspondan a las bendiciones y privilegios que él le concede. La obediencia requiere sacrificios y entraña una cruz; y por esto fueron tantos los profesos discípulos de Cristo que se negaron a recibir la luz del cielo, y, como los judíos de antaño, no conocieron el tiempo de su visitación. Lucas 19:44. A causa de su orgullo e incredulidad, el Señor los dejó a un lado y reveló su verdad a los que, cual los pastores de Belén y los magos de oriente, prestaron atención a toda la luz que habían recibido. 

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Tatiana Patrasco