“Solemnemente convencido de que las Santas Escrituras anunciaban el cumplimiento de tan importantes acontecimientos en tan corto espacio de tiempo, surgió con fuerza en mi alma la cuestión de saber cuál era mi deber para con el mundo, en vista de la evidencia que había conmovido mi propio espíritu”. Ibíd., 81. No pudo menos que sentir que era deber suyo impartir a otros la luz que había recibido. Esperaba encontrar oposición de parte de los impíos, pero estaba seguro de que todos los cristianos se alegrarían en la esperanza de ir al encuentro del Salvador a quien profesaban amar. Lo único que temía era que en su gran júbilo por la perspectiva de la gloriosa liberación que debía cumplirse tan pronto, muchos recibiesen la doctrina sin examinar detenidamente las Santas Escrituras para ver si era la verdad. De aquí que vacilara en presentarla, por temor de estar errado y de hacer descarriar a otros. Esto le indujo a revisar las pruebas que apoyaban las conclusiones a que había llegado, y a considerar cuidadosamente cualquiera dificultad que se presentase a su espíritu. Encontró que las objeciones se desvanecían ante la luz de la Palabra de Dios como la neblina ante los rayos del sol. Los cinco años que dedicó a esos estudios le dejaron enteramente convencido de que su manera de ver era correcta.
El deber de hacer conocer a otros lo que él creía estar tan claramente enseñado en las Sagradas Escrituras, se le impuso entonces con nueva fuerza. “Cuando estaba ocupado en mi trabajo—explicó—, sonaba continuamente en mis oídos el mandato: Anda y haz saber al mundo el peligro que corre. Recordaba constantemente este pasaje: ‘Diciendo yo al impío: Impío, de cierto morirás; si tú no hablares para que se guarde el impío de su camino, el impío morirá por su pecado, mas su sangre yo la demandaré de tu mano. Y si tú avisares al impío de su camino para que de él se aparte, y él no se apartare de su camino, por su pecado morirá él, y tú libraste tu vida’. Ezequiel 33:8, 9. Me parecía que si los impíos podían ser amonestados eficazmente, multitudes de ellos se arrepentirían; y que si no eran amonestados, su sangre podía ser demandada de mi mano”. Bliss, 92.
Empezó a presentar sus ideas en círculo privado siempre que se le ofrecía la oportunidad, rogando a Dios que algún ministro sintiese la fuerza de ellas y se dedicase a proclamarlas. Pero no podía librarse de la convicción de que tenía un deber personal que cumplir dando el aviso. De continuo se presentaban a su espíritu las siguientes palabras: “Anda y anúncialo al mundo; su sangre demandaré de tu mano”. Esperó nueve años; y la carga continuaba pesando sobre su alma, hasta que en 1831 expuso por primera vez en público las razones de la fe que tenía.
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Así como Eliseo fue llamado cuando seguía a sus bueyes en el campo, para recibir el manto de la consagración al ministerio profético, así también Guillermo Miller fue llamado a dejar su arado y revelar al pueblo los misterios del reino de Dios. Con temblor dio principio a su obra de conducir a sus oyentes paso a paso a través de los períodos proféticos hasta el segundo advenimiento de Cristo. Con cada esfuerzo cobraba más energía y valor al ver el marcado interés que despertaban sus palabras.
A la solicitación de sus hermanos, en cuyas palabras creyó oír el llamamiento de Dios, se debió que Miller consintiera en presentar sus opiniones en público. Tenía ya cincuenta años, y no estando acostumbrado a hablar en público, se consideraba incapaz de hacer la obra que de él se esperaba. Pero desde el principio sus labores fueron notablemente bendecidas para la salvación de las almas. Su primera conferencia fue seguida de un despertamiento religioso, durante el cual treinta familias enteras, menos dos personas, fueron convertidas. Se le instó inmediatamente a que hablase en otros lugares, y casi en todas partes su trabajo tuvo por resultado un avivamiento de la obra del Señor. Los pecadores se convertían, los cristianos renovaban su consagración a Dios, y los deístas e incrédulos eran inducidos a reconocer la verdad de la Biblia y de la religión cristiana. El testimonio de aquellos entre quienes trabajara fue: “Consigue ejercer una influencia en una clase de espíritus a la que no afecta la influencia de otros hombres”. Ibíd., 138. Su predicación era para despertar interés en los grandes asuntos de la religión y contrarrestar la mundanalidad y sensualidad crecientes de la época.
En casi todas las ciudades se convertían los oyentes por docenas y hasta por centenares. En muchas poblaciones se le abrían de par en par las iglesias protestantes de casi todas las denominaciones, y las invitaciones para trabajar en ellas le llegaban generalmente de los mismos ministros de diversas congregaciones. Tenía por regla invariable no trabajar donde no hubiese sido invitado. Sin embargo pronto vio que no le era posible atender siquiera la mitad de los llamamientos que se le dirigían. Muchos que no aceptaban su modo de ver en cuanto a la fecha exacta del segundo advenimiento, estaban convencidos de la seguridad y proximidad de la venida de Cristo y de que necesitaban prepararse para ella. En algunas de las grandes ciudades, sus labores hicieron extraordinaria impresión. Hubo taberneros que abandonaron su tráfico y convirtieron sus establecimientos en salas de culto; los garitos eran abandonados; incrédulos, deístas, universalistas y hasta libertinos de los más perdidos—algunos de los cuales no habían entrado en ningún lugar de culto desde hacía años—se convertían. Las diversas denominaciones establecían reuniones de oración en diferentes barrios y a casi cualquier hora del día los hombres de negocios se reunían para orar y cantar alabanzas. No se notaba excitación extravagante, sino que un sentimiento de solemnidad dominaba a casi todos. La obra de Miller, como la de los primeros reformadores, tendía más a convencer el entendimiento y a despertar la conciencia que a excitar las emociones.
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En 1833 Miller recibió de la iglesia bautista, de la cual era miembro, una licencia que le autorizaba para predicar. Además, buen número de los ministros de su denominación aprobaban su obra, y le dieron su sanción formal mientras proseguía sus trabajos.
Viajaba y predicaba sin descanso, si bien sus labores personales se limitaban principalmente a los estados del este y del centro de los Estados Unidos. Durante varios años sufragó él mismo todos sus gastos de su bolsillo y ni aun más tarde se le costearon nunca por completo los gastos de viaje a los puntos adonde se le llamaba. De modo que, lejos de reportarle provecho pecuniario, sus labores públicas constituían un pesado gravamen para su fortuna particular que fue menguando durante este período de su vida. Era padre de numerosa familia, pero como todos los miembros de ella eran frugales y diligentes, su finca rural bastaba para el sustento de todos ellos.
En 1833, dos años después de haber principiado Miller a presentar en público las pruebas de la próxima venida de Cristo, apareció la última de las señales que habían sido anunciadas por el Salvador como precursoras de su segundo advenimiento. Jesús había dicho: “Las estrellas caerán del cielo”. Mateo 24:29. Y Juan, al recibir la visión de la escenas que anunciarían el día de Dios, declara en el Apocalipsis: “Las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como la higuera echa sus higos cuando es movida de gran viento”. Apocalipsis 6:13. Esta profecía se cumplió de modo sorprendente y pasmoso con la gran lluvia meteórica del 13 de noviembre de 1833. Fue este el más dilatado y admirable espectáculo de estrellas fugaces que se haya registrado, pues “¡sobre todos los Estados Unidos el firmamento entero estuvo entonces, durante horas seguidas, en conmoción ígnea! No ha ocurrido jamás en este país, desde el tiempo de los primeros colonos, un fenómeno celestial que despertara tan grande admiración entre unos, ni tanto terror ni alarma entre otros”. “Su sublimidad y terrible belleza quedan aún grabadas en el recuerdo de muchos […] Jamás cayó lluvia más tupida que ésa en que cayeron los meteoros hacia la tierra; al este, al oeste, al norte y al sur era lo mismo. En una palabra, todo el cielo parecía en conmoción […]. El espectáculo, tal como está descrito en el diario del profesor Silliman, fue visto por toda la América del Norte […]. Desde las dos de la madrugada hasta la plena claridad del día, en un firmamento perfectamente sereno y sin nubes, todo el cielo estuvo constantemente surcado por una lluvia incesante de cuerpos que brillaban de modo deslumbrador” (R. M. Devens, American Progress; or, The Great Events of the Greatest Century, cap. 28, párrs. 1-5).
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“En verdad, ninguna lengua podría describir el esplendor de tan hermoso espectáculo; […] nadie que no lo haya presenciado puede formarse exacta idea de su esplendor. Parecía que todas las estrellas del cielo se hubiesen reunido en un punto cerca del cénit, y que fuesen lanzadas de allí, con la velocidad del rayo, en todas las direcciones del horizonte; y sin embargo no se agotaban: con toda rapidez seguíanse por miles unas tras otras, como si hubiesen sido creadas para el caso” (F. Reed, Christian Advocate and Journal, 13 de diciembre de 1833). “Es imposible contemplar una imagen más exacta de la higuera que deja caer sus higos cuando es sacudida por un gran viento” (“The Old Countryman” Evening Advertiser de Portland, 26 de noviembre de 1833).
En el Journal of Commerce de Nueva York del 14 de noviembre se publicó un largo artículo referente a este maravilloso fenómeno y en él se leía la siguiente declaración: “Supongo que ningún filósofo ni erudito ha referido o registrado jamás un suceso como el de ayer por la mañana. Hace mil ochocientos años un profeta lo predijo con toda exactitud, si entendemos que las estrellas que cayeron eran estrellas errantes o fugaces, […] que es el único sentido verdadero y literal”.
Así se realizó la última de las señales de su venida acerca de las cuales Jesús había dicho a sus discípulos: “Cuando viereis todas estas cosas, sabed que está cercano, a las puertas”. Mateo 24:33. Después de estas señales, Juan vio que el gran acontecimiento que debía seguir consistía en que el cielo desaparecía como un libro cuando es enrrollado, mientras que la tierra era sacudida, las montañas y las islas eran movidas de sus lugares, y los impíos, aterrorizados, trataban de esconderse de la presencia del Hijo del hombre. Apocalipsis 6:12-17.
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Muchos de los que presenciaron la caída de las estrellas la consideraron como un anunció del juicio venidero, “como un signo precursor espantoso, un presagio misericordioso, de aquel grande y terrible día” (“The Old Countryman”, Evening Advertiser de Portland, 26 de noviembre de 1833). Así fue dirigida la atención del pueblo hacia el cumplimiento de la profecía, y muchos fueron inducidos a hacer caso del aviso del segundo advenimiento.
En 1840 otro notable cumplimiento de la profecía despertó interés general. Dos años antes, Josías Litch, uno de los principales ministros que predicaban el segundo advenimiento, publicó una explicación del capítulo noveno del Apocalipsis, que predecía la caída del imperio otomano. Según sus cálculos esa potencia sería derribada “en el año 1840 d. C., durante el mes de agosto”; y pocos días antes de su cumplimiento escribió: “Admitiendo que el primer período de 150 años se haya cumplido exactamente antes de que Deacozes subiera al trono con permiso de los turcos, y que los 391 años y quince días comenzaran al terminar el primer período, terminarán el 11 de agosto de I 840, día en que puede anticiparse que el poder otomano en Constantinopla será quebrantado. Y esto es lo que creo que va a confirmarse” (J. Litch, en Signs of the Times, and Expositor of Prophecy, 1 de agosto de 1840).
En la fecha misma que había sido especificada, Turquía aceptó, por medio de sus embajadores, la protección de las potencias aliadas de Europa, y se puso así bajo la tutela de las naciones cristianas. El acontecimiento cumplió exactamente la predicción (véase el Apéndice). Cuando esto se llegó a saber, multitudes se convencieron de que los principios de interpretación profética adoptados por Miller y sus compañeros eran correctos, con lo que recibió un impulso maravilloso el movimiento adventista. Hombres de saber y de posición social se adhirieron a Miller para divulgar sus ideas, y de 1840 a 1844 la obra se extendió rápidamente.
Guillermo Miller poseía grandes dotes intelectuales, disciplinadas por la reflexión y el estudio; y a ellas añadió la sabiduría del cielo al ponerse en relación con la Fuente de la sabiduría. Era hombre de verdadero valer, que no podía menos que imponer respeto y granjearse el aprecio dondequiera que supiera estimarse la integridad, el carácter y el valor moral. Uniendo verdadera bondad de corazón a la humildad cristiana y al dominio de sí mismo, era atento y afable para con todos, y siempre listo para escuchar las opiniones de los demás y pesar sus argumentos. Sin apasionamiento ni agitación, examinaba todas las teorías y doctrinas a la luz de la Palabra de Dios; y su sano juicio y profundo conocimiento de las Santas Escrituras, le permitían descubrir y refutar el error.
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Sin embargo no prosiguió su obra sin encontrar violenta oposición. Como les sucediera a los primeros reformadores, las verdades que proclamaba no fueron recibidas favorablemente por los maestros religiosos del pueblo. Como estos no podían sostener sus posiciones apoyándose en las Santas Escrituras, se vieron obligados a recurrir a los dichos y doctrinas de los hombres, a las tradiciones de los padres. Pero la Palabra de Dios era el único testimonio que aceptaban los predicadores de la verdad del segundo advenimiento. “La Biblia, y la Biblia sola”, era su consigna. La falta de argumentos bíblicos de parte de sus adversarios era suplida por el ridículo y la burla. Tiempo, medios y talentos fueron empleados en difamar a aquellos cuyo único crimen consistía en esperar con gozo el regreso de su Señor, y en esforzarse por vivir santamente, y en exhortar a los demás a que se preparasen para su aparición.
Serios fueron los esfuerzos que se hicieron para apartar la mente del pueblo del asunto del segundo advenimiento. Se hizo aparecer como pecado, como algo de que los hombres debían avergonzarse, el estudio de las profecías referentes a la venida de Cristo y al fin del mundo. Así los ministros populares socavaron la fe en la Palabra de Dios. Sus enseñanzas volvían incrédulos a los hombres, y muchos se arrogaron la libertad de andar según sus impías pasiones. Luego los autores del mal echaban la culpa de él a los adventistas.
Mientras que un sinnúmero de personas inteligentes e interesadas se apiñaban para oír a Miller, su nombre era rara vez mencionado por la prensa religiosa y solo para ridiculizarlo y acusarlo. Los indiferentes y los impíos, alentados por la actitud de los maestros de religión, recurrieron a epítetos difamantes, a chistes vulgares y blasfemos, en sus esfuerzos para atraer el desprecio sobre él y su obra. El siervo de Dios, encanecido en el servicio y que había dejado su cómodo hogar para viajar a costa propia de ciudad en ciudad, y de pueblo en pueblo, para proclamar al mundo la solemne amonestación del juicio inminente, fue llamado fanático, mentiroso y malvado.