El Gran Conflicto – Día 065

 Dijo Miller al describir esta obra: “No hay gran manifestación de gozo; no parece sino que este fuera reservado para más adelante, para cuando cielo y tierra gocen juntos de dicha indecible y gloriosa. No se oye tampoco en ella grito de alegría, pues esto también está reservado para la aclamación que ha de oírse del cielo. Los cantores callan; están esperando poderse unir a las huestes angelicales, al coro del cielo […]. No hay conflicto de sentimientos; todos son de un corazón y de una mente”. Bliss, 270, 271. 

Otra persona que tomó parte en el movimiento testifica lo siguiente: “Produjo en todas partes el más profundo escudriñamiento del corazón y humillación del alma ante el Dios del alto cielo […]. Ocasionó un gran desapego de las cosas de este mundo, hizo cesar las controversias y animosidades, e impulsó a confesar los malos procederes y a humillarse ante Dios y a dirigirle súplicas sinceras y ardientes para obtener perdón. Causó humillación personal y postración del alma cual nunca las habíamos presenciado hasta entonces. Como el Señor lo dispusiera por boca del profeta Joel, para cuando el día del Señor estuviese cerca, produjo un desgarramiento de los corazones y no de las vestiduras y la conversión al Señor con ayuno, lágrimas y lamentos. Como Dios lo dijera por conducto de Zacarías, un espíritu de gracia y oración fue derramado sobre sus hijos; miraron a Aquel a quien habían traspasado, había gran pesar en la tierra, […] y los que estaban esperando al Señor afligían sus almas ante él” (Bliss, Advent Shield and Review, enero de 1845, tomo 1, p. 271). 

Entre todos los grandes movimientos religiosos habidos desde los días de los apóstoles, ninguno resultó más libre de imperfecciones humanas y engaños de Satanás que el del otoño de 1844. Ahora mismo, después del transcurso de muchos años, todos los que tomaron parte en aquel movimiento y han permanecido firmes en la verdad, sienten aún la santa influencia de tan bendita obra y dan testimonio de que ella era de Dios.* 

Al clamar: “¡He aquí que viene el Esposo! ¡salid a recibirle!” los que esperaban “se levantaron y aderezaron sus lámparas”; estudiaron la Palabra de Dios con una intensidad e interés antes desconocidos. Fueron enviados ángeles del cielo para despertar a los que se habían desanimado, y para prepararlos a recibir el mensaje. La obra no descansaba en la sabiduría y los conocimientos humanos, sino en el poder de Dios. No fueron los de mayor talento, sino los más humildes y piadosos, los que oyeron y obedecieron primero al llamamiento. Los campesinos abandonaban sus cosechas en los campos, los artesanos dejaban sus herramientas y con lágrimas y gozo iban a pregonar el aviso. Los que anteriormente habían encabezado la causa fueron los últimos en unirse a este movimiento. Las iglesias en general cerraron sus puertas a este mensaje, y muchos de los que lo aceptaron se separaron de sus congregaciones. En la providencia de Dios, esta proclamación se unió con el segundo mensaje angélico y dio poder a la obra. 

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El mensaje: “¡He aquí que viene el Esposo!” no era tanto un asunto de argumentación, si bien la prueba de las Escrituras era clara y terminante. Iba acompañado de un poder que movía e impulsaba al alma. No había dudas ni discusiones. Con motivo de la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, el pueblo que se había reunido de todas partes del país para celebrar la fiesta, fue en tropel al Monte de los Olivos, y al unirse con la multitud que acompañaba a Jesús, se dejó arrebatar por la inspiración del momento y contribuyó a dar mayores proporciones a la aclamación: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!” Mateo 21:9. Del mismo modo, los incrédulos que se agolpaban en las reuniones adventistas—unos por curiosidad, otros tan solo para ridiculizarlas—sentían el poder convincente que acompañaba el mensaje: “He aquí que viene el Esposo!” 

En aquel entonces había una fe que atraía respuestas del cielo a las oraciones, una fe que se atenía a la recompensa. Como los aguaceros que caen en tierra sedienta, el Espíritu de gracia descendió sobre los que le buscaban con sinceridad. Los que esperaban verse pronto cara a cara con su Redentor sintieron una solemnidad y un gozo indecibles. El poder suavizador y sojuzgador del Espíritu Santo cambiaba los corazones, pues sus bendiciones eran dispensadas abundantemente sobre los fieles creyentes. 

Los que recibieron el mensaje llegaron cuidadosa y solemnemente al tiempo en que esperaban encontrarse con su Señor. Cada mañana sentían que su primer deber consistía en asegurar su aceptación para con Dios. Sus corazones estaban estrechamente unidos, y oraban mucho unos con otros y unos por otros. A menudo se reunían en sitios apartados para ponerse en comunión con Dios, y se oían voces de intercesión que desde los campos y las arboledas ascendían al cielo. La seguridad de que el Señor les daba su aprobación era para ellos más necesaria que su alimento diario, y si alguna nube oscurecía sus espíritus, no descansaban hasta que se hubiera desvanecido Como sentían el testimonio de la gracia que les perdonaba anhelaban contemplar a Aquel a quien amaban sus almas. 

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Pero un desengaño más les estaba reservado. El tiempo de espera pasó, y su Salvador no apareció. Con confianza inquebrantable habían esperado su venida, y ahora sentían lo que María, cuando, al ir al sepulcro del Salvador y encontrándolo vacío, exclamó llorando: “Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto”. Juan 20:13. 

Un sentimiento de pavor, el temor de que el mensaje fuese verdad, había servido durante algún tiempo para refrenar al mundo incrédulo. Cumplido el plazo, ese sentimiento no desapareció del todo; al principio no se atrevieron a celebrar su triunfo sobre los que habían quedado chasqueados; pero como no se vieran señales de la ira de Dios, se olvidaron de sus temores y nuevamente profirieron insultos y burlas. Un número notable de los que habían profesado creer en la próxima venida del Señor, abandonaron su fe. Algunos que habían tenido mucha confianza, quedaron tan hondamente heridos en su orgullo, que hubiesen querido huir del mundo. Como Jonás, se quejaban de Dios, y habrían preferido la muerte a la vida. Los que habían fundado su fe en opiniones ajenas y no en la Palabra de Dios, estaban listos para cambiar otra vez de parecer. Los burladores atrajeron a sus filas a los débiles y cobardes, y todos estos convinieron en declarar que ya no podía haber temor ni expectación. El tiempo había pasado, el Señor no había venido, y el mundo podría subsistir como antes, miles de años. 

Los creyentes fervientes y sinceros lo habían abandonado todo por Cristo, y habían gozado de su presencia como nunca antes. Creían haber dado su último aviso al mundo, y, esperando ser recibidos pronto en la sociedad de su divino Maestro y de los ángeles celestiales, se habían separado en su mayor parte de los que no habían recibido el mensaje. Habían orado con gran fervor: “Ven, Señor Jesús; y ven presto”. Pero no vino. Reasumir entonces la pesada carga de los cuidados y perplejidades de la vida, y soportar las afrentas y escarnios del mundo, constituía una dura prueba para su fe y paciencia. 

Con todo, este contratiempo no era tan grande como el que experimentaran los discípulos cuando el primer advenimiento de Cristo. Cuando Jesús entró triunfalmente en Jerusalén, sus discípulos creían que estaba a punto de subir al trono de David y de libertar a Israel de sus opresores. Llenos de esperanza y de gozo anticipado rivalizaban unos con otros en tributar honor a su Rey. Muchos tendían sus ropas como alfombra en su camino, y esparcían ante él palmas frondosas. En su gozo y entusiasmo unían sus voces a la alegre aclamación: “¡Hosanna al Hijo de David!” Cuando los fariseos, incomodados y airados por esta explosión de regocijo, expresaron el deseo de que Jesús censurara a sus discípulos, él contestó: “Si estos callaren, las piedras clamarán”. Lucas 19:40. Las profecías deben cumplirse. Los discípulos estaban cumpliendo el propósito de Dios; sin embargo un duro contratiempo les estaba reservado. Pocos días pasaron antes que fueran testigos de la muerte atroz del Salvador y de su sepultura. Su expectación no se había realizado, y sus esperanzas murieron con Jesús. Fue tan solo cuando su Salvador hubo salido triunfante del sepulcro cuando pudieron darse cuenta de que todo había sido predicho por la profecía, y de “que era necesario que el Mesías padeciese, y resucitase de entre los muertos”. Hechos 17:3 (VM). 

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Quinientos años antes, el Señor había declarado por boca del profeta Zacarías: “¡Regocíjate en gran manera, oh hija de Sión! ¡rompe en aclamaciones, oh hija de Jerusalén! he aquí que viene a ti tu rey, justo y victorioso, humilde, y cabalgando sobre un asno, es decir, sobre un pollino, hijo de asna”. Zacarías 9:9 (VM). Si los discípulos se hubiesen dado cuenta de que Cristo iba al encuentro del juicio y de la muerte, no habrían podido cumplir esta profecía. 

Del mismo modo, Miller y sus compañeros cumplieron la profecía y proclamaron un mensaje que la Inspiración había predicho que iba a ser dado al mundo, pero que ellos no hubieran podido dar si hubiesen entendido por completo las profecías que indicaban su contratiempo y que presentaban otro mensaje que debía ser predicado a todas las naciones antes de la venida del Señor. Los mensajes del primer ángel y del segundo fueron proclamados en su debido tiempo, y cumplieron la obra que Dios se había propuesto cumplir por medio de ellos. 

El mundo había estado observando, y creía que todo el sistema adventista sería abandonado en caso de que pasase el tiempo sin que Cristo viniese. Pero aunque muchos, al ser muy tentados, abandonaron su fe, hubo algunos que permanecieron firmes. Los frutos del movimiento adventista, el espíritu de humildad, el examen del corazón, la renunciación al mundo y la reforma de la vida, que habían acompañado la obra, probaban que esta era de Dios. No se atrevían a negar que el poder del Espíritu Santo hubiera acompañado la predicación del segundo advenimiento, y no podían descubrir error alguno en el cómputo de los períodos proféticos. Los más hábiles de sus adversarios no habían logrado echar por tierra su sistema de interpretación profética. Sin pruebas bíblicas, no podían consentir en abandonar posiciones que habían sido alcanzadas merced a la oración y a un estudio formal de las Escrituras, por inteligencias alumbradas por el Espíritu de Dios y por corazones en los cuales ardía el poder vivificante de este, pues eran posiciones que habían resistido a las críticas más agudas y a la oposición más violenta por parte de los maestros de religión del pueblo y de los sabios mundanos, y que habían permanecido firmes ante las fuerzas combinadas del saber y de la elocuencia y las afrentas y ultrajes tanto de los hombres de reputación como de los más viles. 

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Verdad es que no se había producido el acontecimiento esperado, pero ni aun esto pudo conmover su fe en la Palabra de Dios. Cuando Jonás proclamó en las calles de Nínive que en el plazo de cuarenta días la ciudad sería destruida, el Señor aceptó la humillación de los ninivitas y prolongó su tiempo de gracia; no obstante el mensaje de Jonás fue enviado por Dios, y Nínive fue probada por la voluntad divina. Las adventistas creyeron que Dios les había inspirado de igual modo para proclamar el aviso del juicio. “Él aviso—decían—probó los corazones de todos los que lo oyeron, y despertó interés por el advenimiento del Señor, o determinó un odio a su venida que resultó visible o no, pero que es conocido por Dios. Trazó una línea divisoria, […] de suerte que los que quieran examinar sus propios corazones pueden saber de qué lado de ella se habrían encontrado en caso de haber venido el Señor entonces; si habrían exclamado: ‘¡He aquí este es nuestro Dios; le hemos esperado, y él nos salvará!’ o si habrían clamado a los montes y a las peñas para que cayeran sobre ellos y los escondieran de la presencia del que está sentado en el trono, y de la ira del Cordero. Creemos que Dios probó así a su pueblo y su fe, y vio si en la hora de aflicción retrocederían del sitio en que creyera conveniente colocarlos, y si abandonarían este mundo confiando absolutamente en la Palabra de Dios” (The Advent Herald and Signs of the Times Reporter, 13 de noviembre de 1844, tomo 8, no 14). 

Los sentimientos de los que creían que Dios los había dirigido en su pasada experiencia, están expresados en las siguientes palabras de Guillermo Miller: “Si tuviese que volver a empezar mi vida con las mismas pruebas que tuve entonces, para ser de buena fe para con Dios y los hombres, tendría que hacer lo que hice”. “Espero haber limpiado mis vestiduras de la sangre de las almas; siento que, en cuanto me ha sido posible, me he librado de toda culpabilidad en su condenación”. “Aunque me chasqueé dos veces—escribió este hombre de Dios—, no estoy aún abatido ni desanimado […] Mi esperanza en la venida de Cristo es tan firme como siempre. No he hecho más que lo que, después de años de solemne consideración, sentía que era mi solemne deber hacer. Si me he equivocado, ha sido del lado de la caridad, del amor a mis semejantes y movido por el sentimiento de mi deber para con Dios”. “Algo sé de cierto, y es que no he predicado nada en que no creyese; y Dios ha estado conmigo, su poder se ha manifestado en la obra, y mucho bien se ha realizado”. “A juzgar por las apariencias humanas, muchos miles fueron inducidos a estudiar las Escrituras por la predicación de la fecha del advenimiento; y por ese medio y la aspersión de la sangre de Cristo, fueron reconciliados con Dios”. Bliss, 256, 255, 277, 280, 281. “Nunca he solicitado el favor de los orgullosos, ni temblado ante las amenazas del mundo. No seré yo quien compre ahora su favor, ni vaya más allá del deber para despertar su odio. Nunca imploraré de ellos mi vida ni vacilaré en perderla, si Dios en su providencia así lo dispone”. J. White, Life of Willian Miller, 315. 

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Dios no se olvidó de su pueblo; su Espíritu siguió acompañando a los que no negaron temerariamente la luz que habían recibido ni denunciaron el movimiento adventista. En la Epístola a los Hebreos hay palabras de aliento y de admonición para los que vivían en la expectación y fueron probados en esa crisis: “No desechéis pues esta vuestra confianza, que tiene una grande remuneración. Porque tenéis necesidad de la paciencia, a fin de que, habiendo hecho la voluntad de Dios, recibáis la promesa. Porque dentro de un brevísimo tiempo, vendrá el que ha de venir, y no tardará. El justo empero vivirá por la fe; y si alguno se retirare, no se complacerá mi alma en él. Nosotros empero no somos de aquellos que se retiran para perdición, sino de los que tienen fe para salvación del alma”. Hebreos 10:35-39 (VM). 

Que esta amonestación va dirigida a la iglesia en los últimos días se echa de ver por las palabras que indican la proximidad de la venida del Señor: “Porque dentro de un brevísimo tiempo, vendrá el que ha de venir, y no tardará”. Y este pasaje implica claramente que habría una demora aparente, y que el Señor parecería tardar en venir. La enseñanza dada aquí se aplica especialmente a lo que les pasaba a los adventistas en ese entonces. Los cristianos a quienes van dirigidas esas palabras estaban en peligro de zozobrar en su fe. Habían hecho la voluntad de Dios al seguir la dirección de su Espíritu y de su Palabra; pero no podían comprender los designios que había tenido en lo que habían experimentado ni podían discernir el sendero que estaba ante ellos, y estaban tentados a dudar de si en realidad Dios los había dirigido. Entonces era cuando estas palabras tenían su aplicación: “El justo empero vivirá por la fe”. Mientras la luz brillante del “clamor de media noche” había alumbrado su sendero, y habían visto abrirse el sello de las profecías, y cumplirse con presteza las señales que anunciaban la proximidad de la venida de Cristo, habían andado en cierto sentido por la vista. Pero ahora, abatidos por esperanzas defraudadas, solo podían sostenerse por la fe en Dios y en su Palabra. El mundo escarnecedor decía: “Habéis sido engañados. Abandonad vuestra fe, y declarad que el movimiento adventista era de Satanás”. Pero la Palabra de Dios declaraba: “Si alguno se retirare, no se complacerá mi alma en él”. Renunciar entonces a su fe, y negar el poder del Espíritu Santo que había acompañado al mensaje, habría equivalido a retroceder camino de la perdición. Estas palabras de San Pablo los alentaban a permanecer firmes: “No desechéis pues esta vuestra confianza”; “tenéis necesidad de la paciencia”; “porque dentro de un brevísimo tiempo, vendrá el que ha de venir, y no tardará”. El único proceder seguro para ellos consistía en apreciar la luz que ya habían recibido de Dios, atenerse firmemente a sus promesas, y seguir escudriñando las Sagradas Escrituras esperando con paciencia y velando para recibir mayor luz. 

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Tatiana Patrasco