Capítulo 25—Jesucristo nuestro abogado
El asunto del santuario fue la clave que aclaró el misterio del desengaño de 1844. Reveló todo un sistema de verdades, que formaban un conjunto armonioso y demostraban que la mano de Dios había dirigido el gran movimiento adventista, y al poner de manifiesto la situación y la obra de su pueblo le indicaba cuál era su deber de allí en adelante. Como los discípulos de Jesús, después de la noche terrible de su angustia y desengaño, “se gozaron viendo al Señor”, así también se regocijaron ahora los que habían esperado con fe su segunda venida. Habían esperado que vendría en gloria para recompensar a sus siervos. Como sus esperanzas fuesen chasqueadas, perdieron de vista a Jesús, y como María al lado del sepulcro, exclamaron: “Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto”. Entonces, en el lugar santísimo, contemplaron otra vez a su compasivo Sumo Sacerdote que debía aparecer pronto como su rey y libertador. La luz del santuario iluminaba lo pasado, lo presente y lo porvenir. Supieron que Dios les había guiado por su providencia infalible. Aunque, como los primeros discípulos, ellos mismos no habían comprendido el mensaje que daban, este había sido correcto en todo sentido. Al proclamarlo habían cumplido los designios de Dios, y su labor no había sido vana en el Señor. Reengendrados “en esperanza viva”, se regocijaron “con gozo inefable y glorificado”.
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Tanto la profecía de Daniel 8:14: “Hasta dos mil y trescientas tardes y mañanas; entonces será purificado el santuario”, como el mensaje del primer ángel: “¡Temed a Dios y dadle gloria; porque ha llegado la hora de su juicio!” señalaban al ministerio de Cristo en el lugar santísimo, al juicio investigador, y no a la venida de Cristo para la redención de su pueblo y la destrucción de los impíos. El error no estaba en el cómputo de los períodos proféticos, sino en el acontecimiento que debía verificarse al fin de los 2.300 días. Debido a este error los creyentes habían sufrido un desengaño; sin embargo se había realizado todo lo predicho por la profecía, y todo lo que alguna garantía bíblica permitía esperar. En el momento mismo en que estaban lamentando la defraudación de sus esperanzas, se había realizado el acontecimiento que estaba predicho por el mensaje, y que debía cumplirse antes de que el Señor pudiese aparecer para recompensar a sus siervos.
Cristo había venido, no a la tierra, como ellos lo esperaban, sino, como estaba simbolizado en el símbolo, al lugar santísimo del templo de Dios en el cielo. El profeta Daniel le representa como viniendo en ese tiempo al Anciano de días: “Estaba mirando en visiones de la noche, y he aquí que sobre las nubes del ciclo venía Uno parecido a un hijo de hombre; y vino”—no a la tierra, sino—“al Anciano de días, y le trajeron delante de él”. Daniel 7:13 (VM).
Esta venida está predicha también por el profeta Malaquías: “Repentinamente vendrá a su templo el Señor a quien buscáis: es decir, el Ángel del Pacto, en quien os deleitéis; he aquí que vendrá, dice Jehová de los ejércitos”. Malaquías 3:1 (VM). La venida del Señor a su templo fue repentina, de modo inesperado, para su pueblo. Este no le esperaba allí. Esperaba que vendría a la tierra, “en llama de fuego, para dar el pago a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio”. 2 Tesalonicenses 1:8.
Pero el pueblo no estaba aún preparado para ir al encuentro de su Señor. Todavía le quedaba una obra de preparación que cumplir. Debía serle comunicada una luz que dirigiría su espíritu hacia el templo de Dios en el cielo; y mientras siguiera allí por fe a su Sumo Sacerdote en el desempeño de su ministerio se le revelarían nuevos deberes. Había de darse a la iglesia otro mensaje de aviso e instrucción.
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El profeta dice: “¿Pero quién es capaz de soportar el día de su advenimiento? ¿Y quién podrá estar en pie cuando él apareciere? porque será como el fuego del acrisolador, y como el jabón de los bataneros; pues que se sentará como acrisolador y purificador de la plata; y purificará a los hijos de Leví, y los afinará como el oro y la plata, para que presenten a Jehová ofrenda en justicia”. Malaquías 3:2, 3 (VM). Los que vivan en la tierra cuando cese la intercesión de Cristo en el santuario celestial deberán estar en pie en la presencia del Dios santo sin mediador. Sus vestiduras deberán estar sin mácula; sus caracteres, purificados de todo pecado por la sangre de la aspersión. Por la gracia de Dios y sus propios y diligentes esfuerzos deberán ser vencedores en la lucha con el mal. Mientras se prosigue el juicio investigador en el cielo, mientras que los pecados de los creyentes arrepentidos son quitados del santuario, debe llevarse a cabo una obra especial de purificación, de liberación del pecado, entre el pueblo de Dios en la tierra. Esta obra está presentada con mayor claridad en los mensajes del capítulo 14 del Apocalipsis.
Cuando esta obra haya quedado consumada, los discípulos de Cristo estarán listos para su venida. “Entonces la ofrenda de Judá y de Jerusalén será grata a Jehová, como en los días de la antigüedad, y como en los años de remotos tiempos”. Malaquías 3:4 (VM). Entonces la iglesia que nuestro Señor recibirá para sí será una “iglesia gloriosa, no teniendo mancha, ni arruga, ni otra cosa semejante”. Efesios 5:27 (VM). Entonces ella aparecerá “como el alba; hermosa como la luna, esclarecida como el sol, imponente como ejército con banderas tremolantes”. Cantares 6:10 (VM).
Además de la venida del Señor a su templo, Malaquías predice también su segundo advenimiento, su venida para la ejecución del juicio, en estas palabras: “Y yo me acercaré a vosotros para juicio; y seré veloz testigo contra los hechiceros, y contra los adúlteros, y contra los que juran en falso, y contra los que defraudan al jornalero de su salario, y oprimen a la viuda y al huérfano, y apartan al extranjero de su derecho; y no me temen a mí, dice Jehová de los ejércitos”. Malaquías 3:5 (VM). San Judas se refiere a la misma escena cuando dice: “¡He aquí que viene el Señor, con las huestes innumerables de sus santos ángeles, para ejecutar juicio sobre todos, y para convencer a todos los impíos de todas las obras impías que han obrado impíamente!” Judas 14, 15 (VM). Esta venida y la del Señor a su templo son acontecimientos distintos que han de realizarse por separado.
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La venida de Cristo como nuestro Sumo Sacerdote al lugar santísimo para la purificación del santuario, de la que se habla en Daniel 8:14; la venida del Hijo del hombre al lugar donde está el Anciano de días, tal como está presentada en Daniel 7:13; y la venida del Señor a su templo, predicha por Malaquías, son descripciones del mismo acontecimiento representado también por la venida del Esposo a las bodas, descrita por Cristo en la parábola de las diez vírgenes, según Mateo 25.
En el verano y otoño de 1844 fue hecha esta proclamación: “¡He aquí que viene el Esposo!” Se conocieron entonces las dos clases de personas representadas por las vírgenes prudentes y fatuas: la una que esperaba con regocijo la aparición del Señor y se había estado preparando diligentemente para ir a su encuentro; la otra que, presa del temor y obrando por impulso, se había dado por satisfecha con una teoría de la verdad, pero estaba destituida de la gracia de Dios. En la parábola, cuando vino el Esposo, “las que estaban preparadas entraron con él a las bodas”. La venida del Esposo, presentada aquí, se verifica antes de la boda. La boda representa el acto de ser investido Cristo de la dignidad de Rey. La ciudad santa, la nueva Jerusalén, que es la capital del reino y lo representa, se llama “la novia, la esposa del Cordero”. El ángel dijo a San Juan: “Ven acá; te mostraré la novia, la esposa del cordero”. “Me llevó en el Espíritu”, agrega el profeta, “y me mostró la santa ciudad de Jerusalén, descendiendo del cielo, desde Dios”. Apocalipsis 21:9, 10 (VM). Salta pues a la vista que la Esposa representa la ciudad santa, y las vírgenes que van al encuentro del Esposo representan a la iglesia. En el Apocalipsis, el pueblo de Dios lo constituyen los invitados a la cena de las bodas. Apocalipsis 19:9. Si son los invitados, no pueden representar también a la esposa. Cristo, según el profeta Daniel, recibirá del Anciano de días en el cielo “el dominio, y la gloria, y el reino”, recibirá la nueva Jerusalén, la capital de su reino, “preparada como una novia engalanada para su esposo”. Daniel 7:14; Apocalipsis 21:2 (VM). Después de recibir el reino, vendrá en su gloria, como Rey de reyes y Señor de señores, para redimir a los suyos, que “se sentarán con Abraham, e Isaac, y Jacob”, en su reino (Mateo 8:11; Lucas 22:30), para participar de la cena de las bodas del Cordero.
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La proclamación: “¡He aquí que viene el Esposo!” en el verano de 1844, indujo a miles de personas a esperar el advenimiento inmediato del Señor. En el tiempo señalado, vino el Esposo, no a la tierra, como el pueblo lo esperaba, sino hasta donde estaba el Anciano de días en el cielo, a las bodas; es decir, a recibir su reino. “Las que estaban preparadas entraron con él a las bodas; y fue cerrada la puerta”. No iban a asistir en persona a las bodas, ya que estas se verifican en el cielo mientras que ellas están en la tierra. Los discípulos de Cristo han de esperar “a su Señor, cuando haya de volver de las bodas”. Lucas 12:36 (VM). Pero deben comprender su obra, y seguirle por fe mientras entra en la presencia de Dios. En este sentido es en el que se dice que ellos van con él a las bodas.
Según la parábola, fueron las que tenían aceite en sus vasos con sus lámparas quienes entraron a las bodas. Los que, junto con el conocimiento de la verdad de las Escrituras, tenían el Espíritu y la gracia de Dios, y que en la noche de su amarga prueba habían esperado con paciencia, escudriñando la Biblia en busca de más luz, fueron los que reconocieron la verdad referente al santuario en el cielo y al cambio de ministerio del Salvador, y por fe le siguieron en su obra en el santuario celestial. Y todos los que por el testimonio de las Escrituras aceptan las mismas verdades, siguiendo por fe a Cristo mientras se presenta ante Dios para efectuar la última obra de mediación y para recibir su reino a la conclusión de esta, todos esos están representados como si entraran en las bodas.
En la parábola del capítulo 22 de San Mateo, se emplea la misma figura de las bodas y se ve a las claras que el juicio investigador se realiza antes de las bodas. Antes de verificarse estas entra el Rey para ver a los huéspedes, y cerciorarse de que todos llevan las vestiduras de boda, el manto inmaculado del carácter, lavado y emblanquecido en la sangre del Cordero. Mateo 22:11; Apocalipsis 7:14. Al que se le encuentra sin traje conveniente, se le expulsa, pero todos los que al ser examinados resultan tener las vestiduras de bodas, son aceptados por Dios y juzgados dignos de participar en su reino y de sentarse en su trono. Esta tarea de examinar los caracteres y de determinar los que están preparados para el reino de Dios es la del juicio investigador, la obra final que se lleva a cabo en el santuario celestial.
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Cuando haya terminado este examen, cuando se haya fallado respecto de los que en todos los siglos han profesado ser discípulos de Cristo, entonces y no antes habrá terminado el tiempo de gracia, y será cerrada la puerta de misericordia. Así que las palabras: “Las que estaban preparadas entraron con él a las bodas, y fue cerrada la puerta”, nos conducen a través del ministerio final del Salvador, hasta el momento en que quedará terminada la gran obra de la salvación del hombre.
En el servicio del santuario terrenal que, como ya lo vimos, es una figura del servicio que se efectúa en el santuario celestial, cuando el sumo sacerdote entraba el día de la expiación en el lugar santísimo terminaba el servicio del primer departamento. Dios mandó: “No ha de haber hombre alguno en el tabernáculo de reunión cuando él entrare para hacer expiación dentro del santuario, hasta que salga”. Levítico 16:17 (VM). Así que cuando Cristo entró en el lugar santísimo para consumar la obra final de la expiación, cesó su ministerio en el primer departamento. Pero cuando terminó el servicio que se realizaba en el primer departamento, se inició el ministerio en el segundo departamento. Cuando en el servicio típico el sumo sacerdote salía del lugar santo el día de la expiación, se presentaba ante Dios, para ofrecer la sangre de la víctima ofrecida por el pecado de todos los israelitas que se arrepentían verdaderamente. Así también Cristo solo había terminado una parte de su obra como intercesor nuestro para empezar otra, y sigue aún ofreciendo su sangre ante el Padre en favor de los pecadores.
Este asunto no lo entendieron los adventistas de 1844. Después que transcurriera la fecha en que se esperaba al Salvador, siguieron creyendo que su venida estaba cercana; sostenían que habían llegado a una crisis importante y que había cesado la obra de Cristo como intercesor del hombre ante Dios. Les parecía que la Biblia enseñaba que el tiempo de gracia concedido al hombre terminaría poco antes de la venida misma del Señor en las nubes del cielo. Eso parecía desprenderse de los pasajes bíblicos que indican un tiempo en que los hombres buscarán, golpearán y llamarán a la puerta de la misericordia, sin que esta se abra. Y se preguntaban si la fecha en que habían estado esperando la venida de Cristo no señalaba más bien el comienzo de ese período que debía preceder inmediatamente a su venida. Habiendo proclamado la proximidad del juicio, consideraban que habían terminado su labor para el mundo, y no sentían más la obligación de trabajar por la salvación de los pecadores, en tanto que las mofas atrevidas y blasfemas de los impíos les parecían una evidencia adicional de que el Espíritu de Dios se había retirado de los que rechazaran su misericordia. Todo esto les confirmaba en la creencia de que el tiempo de gracia había terminado, o, como decían ellos entonces, que “la puerta de la misericordia estaba cerrada”.