El Gran Conflicto – Día 074

A pesar del decaimiento general de la fe y de la piedad, hay en esas iglesias verdaderos discípulos de Cristo. Antes que los juicios de Dios caigan finalmente sobre la tierra, habrá entre el pueblo del Señor un avivamiento de la piedad primitiva, cual no se ha visto nunca desde los tiempos apostólicos. El Espíritu y el poder de Dios serán derramados sobre sus hijos. Entonces muchos se separarán de esas iglesias en las cuales el amor de este mundo ha suplantado al amor de Dios y de su Palabra. Muchos, tanto ministros como laicos, aceptarán gustosamente esas grandes verdades que Dios ha hecho proclamar en este tiempo a fin de preparar un pueblo para la segunda venida del Señor. El enemigo de las almas desea impedir esta obra, y antes que llegue el tiempo para que se produzca tal movimiento, tratará de evitarlo introduciendo una falsa imitación. Hará aparecer como que la bendición especial de Dios es derramada sobre las iglesias que pueda colocar bajo su poder seductor; allí se manifestará lo que se considerará como un gran interés por lo religioso. Multitudes se alegrarán de que Dios esté obrando maravillosamente en su favor, cuando, en realidad, la obra provendrá de otro espíritu. Bajo un disfraz religioso, Satanás tratará de extender su influencia sobre el mundo cristiano. 

En muchos de los despertamientos religiosos que se han producido durante el último medio siglo, se han dejado sentir, en mayor o menor grado, las mismas influencias que se ejercerán en los movimientos venideros más extensos. Hay una agitación emotiva, mezcla de lo verdadero con lo falso, muy apropiada para extraviar a uno. No obstante, nadie necesita ser seducido. A la luz de la Palabra de Dios no es difícil determinar la naturaleza de estos movimientos. Dondequiera que los hombres descuiden el testimonio de la Biblia y se alejen de las verdades claras que sirven para probar el alma y que requieren abnegación y desprendimiento del mundo, podemos estar seguros de que Dios no dispensa allí sus bendiciones. Y al aplicar la regla que Cristo mismo dio: “Por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7:16), resulta evidente que estos movimientos no son obra del Espíritu de Dios. 

En las verdades de su Palabra, Dios ha dado a los hombres una revelación de sí mismo, y a todos los que las aceptan les sirven de escudo contra los engaños de Satanás. El descuido en que se tuvieron estas verdades fue lo que abrió la puerta a los males que se están propagando ahora tanto en el mundo religioso. Se ha perdido de vista en sumo grado la naturaleza e importancia de la ley de Dios. Un concepto falso del carácter perpetuo y obligatorio de la ley divina ha hecho incurrir en errores respecto a la conversión y santificación, y como resultado se ha rebajado el nivel de la piedad en la iglesia. En esto reside el secreto de la ausencia del Espíritu y poder de Dios en los despertamientos religiosos de nuestros tiempos. 

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Hay en las diversas denominaciones hombres eminentes por su piedad, que reconocen y deploran este hecho. El profesor Edward A. Park, al exponer los peligros religiosos corrientes, dice acertadamente: “Una de las fuentes de peligros es el hecho de que los predicadores insisten muy poco en la ley divina. En otro tiempo el púlpito era eco de la voz de la conciencia […]. Nuestros más ilustres predicadores daban a sus discursos una amplitud majestuosa siguiendo el ejemplo del Maestro y recalcando la ley, sus preceptos y sus amenazas. Repetían las dos grandes máximas de que la ley es fiel trasunto de las perfecciones divinas, y de que un hombre que no tiene amor a la ley no lo tiene tampoco al evangelio, pues la ley, tanto como el evangelio, es un espejo que refleja el verdadero carácter de Dios. Este peligro arrastra a otro: el de desestimar la gravedad del pecado, su extensión y su horror. El grado de culpabilidad que acarrea la desobediencia a un mandamiento es proporcional al grado de justicia de ese mandamiento […]. 

“A los peligros ya enumerados se une el que se corre al no reconocer plenamente la justicia de Dios. La tendencia del púlpito moderno consiste en hacer separación entre la justicia divina y la misericordia divina, en rebajar la misericordia al nivel de un sentimiento en lugar de elevarla a la altura de un principio. El nuevo prisma teológico separa lo que Dios unió. ¿Es la ley divina un bien o un mal? Es un bien. Luego la justicia es buena; pues es una disposición para cumplir la ley. De la costumbre de tener en poco la ley y justicia divinas, el alcance y demérito de la desobediencia humana, los hombres contraen fácilmente la costumbre de no apreciar la gracia que proveyó expiación por el pecado”. Así pierde el evangelio su valor e importancia en el concepto de los hombres, que no tardan en dejar a un lado la misma Biblia. 

Muchos maestros en religión aseveran que Cristo abolió la ley por su muerte, y que desde entonces los hombres se ven libres de sus exigencias. Algunos la representan como yugo enojoso, y en contraposición con la esclavitud de la ley, presentan la libertad de que se debe gozar bajo el evangelio. 

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Pero no es así como las profetas y los apóstoles consideraron la santa ley de Dios. David dice: “Y andaré con libertad, porque he buscado tus preceptos”. Salmos 119:45 (VM). El apóstol Santiago, que escribió después de la muerte de Cristo, habla del Decálogo como de la “ley real”, y de la “ley perfecta, la ley de libertad”. Santiago 2:8; 1:25 (VM). Y el vidente de Patmos, medio siglo después de la crucifixión, pronuncia una bendición sobre los “que guardan sus mandamientos, para que su potencia sea en el árbol de la vida, y que entren por las puertas en la ciudad” Apocalipsis 22:14. 

El aserto de que Cristo abolió con su muerte la ley de su Padre no tiene fundamento. Si hubiese sido posible cambiar la ley o abolirla, entonces Cristo no habría tenido por qué morir para salvar al hombre de la penalidad del pecado. La muerte de Cristo, lejos de abolir la ley, prueba que es inmutable. El Hijo de Dios vino para engrandecer la ley, y hacerla honorable. Isaías 42:21. Él dijo: “No penséis que vine a invalidar la ley”; “hasta que pasen el cielo y la tierra, ni siquiera una jota ni una tilde pasará de la ley”. Mateo 5:17, 18 (VM). Y con respecto a sí mismo declara: “Me complazco en hacer tu voluntad, oh Dios mío, y tu ley está en medio de mi corazón”. Salmos 40:8 (VM). 

La ley de Dios, por su naturaleza misma, es inmutable. Es una revelación de la voluntad y del carácter de su Autor. Dios es amor, y su ley es amor. Sus dos grandes principios son el amor a Dios y al hombre. “El amor pues es el cumplimiento de la ley”. Romanos 13:10 (VM). El carácter de Dios es justicia y verdad; tal es la naturaleza de su ley. Dice el salmista: “Tu ley es la verdad”; “todos tus mandamientos son justos”. Salmos 119:142, 172 (VM). Y el apóstol Pablo declara: “La ley es santa, y el mandamiento, santo y justo y bueno”. Romanos 7:12 (VM). Semejante ley, expresión del pensamiento y de la voluntad de Dios, debe ser tan duradera como su Autor. 

Es obra de la conversión y de la santificación reconciliar a los hombres con Dios, poniéndolos de acuerdo con los principios de su ley. Al principio el hombre fue creado a la imagen de Dios. Estaba en perfecta armonía con la naturaleza y la ley de Dios; los principios de justicia estaban grabados en su corazón. Pero el pecado le separó de su Hacedor. Ya no reflejaba más la imagen divina. Su corazón estaba en guerra con los principios de la ley de Dios. “La intención de la carne es enemistad contra Dios, porque no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede”. Romanos 8:7. Mas “de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito”, para que el hombre fuese reconciliado con Dios. Por los méritos de Cristo puede restablecerse la armonía entre el hombre y su Creador. Su corazón debe ser renovado por la gracia divina; debe recibir nueva vida de lo alto. Este cambio es el nuevo nacimiento, sin el cual, según expuso Jesús, nadie “puede ver el reino de Dios”. El primer paso hacia la reconciliación con Dios, es la convicción del pecado. “El pecado es transgresión de la ley”. “Por la ley es el conocimiento del pecado”. 1 Juan 3:4; Romanos 3:20. Para reconocer su culpabilidad, el pecador debe medir su carácter por la gran norma de justicia que Dios dio al hombre. Es un espejo que le muestra la imagen de un carácter perfecto y justo, y le permite discernir los defectos de su propio carácter. 

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La rey revela al hombre sus pecados, pero no dispone ningún remedio. Mientras promete vida al que obedece, declara que la muerte es lo que le toca al transgresor. Solo el evangelio de Cristo puede librarle de la condenación o de la mancha del pecado. Debe arrepentirse ante Dios cuya ley transgredió, y tener fe en Cristo y en su sacrificio expiatorio. Así obtiene “remisión de los pecados cometidos anteriormente”, y se hace partícipe de la naturaleza divina. Es un hijo de Dios, pues ha recibido el espíritu de adopción, por el cual exclama: “¡Abba, Padre!” 

¿Está entonces libre para violar la ley de Dios? El apóstol Pablo dice: “¿Abrogamos pues la ley por medio de la fe? ¡No por cierto! antes bien, hacemos estable la ley”. “Nosotros que morimos al pecado, ¿cómo podremos vivir ya en él?” Y San Juan dice también: “Este es el amor de Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos”. Romanos 3:31; 6:2; 1 Juan 5:3 (VM). En el nuevo nacimiento el corazón viene a quedar en armonía con Dios, al estarlo con su ley. Cuando se ha efectuado este gran cambio en el pecador, entonces ha pasado de la muerte a la vida, del pecado a la santidad, de la transgresión y rebelión a la obediencia y a la lealtad. Terminó su antigua vida de separación con Dios; y comenzó la nueva vida de reconciliación, fe y amor. Entonces “la justicia que requiere la ley” se cumplirá “en nosotros, los que no andamos según la carne, sino según el espíritu”. Romanos 8:4 (VM). Y el lenguaje del alma será “¡Cuánto amo yo tu ley! todo el día es ella mi meditación”. Salmos 119:97. 

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“La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma”. Salmos 19:7 (VM). Sin la ley, los hombres no pueden formarse un justo concepto de la pureza y santidad de Dios ni de su propia culpabilidad e impureza. No tienen verdadera convicción del pecado, y no sienten necesidad de arrepentirse. Como no ven su condición perdida como violadores de la ley de Dios, no se dan cuenta tampoco de la necesidad que tienen de la sangre expiatoria de Cristo. Aceptan la esperanza de salvación sin que se realice un cambio radical en su corazón ni reforma en su vida. Así abundan las conversiones superficiales, y multitudes se unen a la iglesia sin haberse unido jamás con Cristo. 

Falsas teorías sobre la santificación, debidas a que no se hizo caso de la ley divina, o se la rechazó, desempeñan importante papel en los movimientos religiosos de nuestros días. Esas teorías son falsas en cuanto a la doctrina y peligrosas en sus resultados prácticos, y el hecho de que hallen tan general aceptación hace doblemente necesario que todos tengan una clara comprensión de lo que las Sagradas Escrituras enseñan sobre este punto. 

La doctrina de la santificación verdadera es bíblica. El apóstol Pablo, en su carta a la iglesia de Tesalónica, declara: “Esta es la voluntad de Dios, es a saber, vuestra santificación”. Y ruega así: “El mismo Dios de paz os santifique del todo”. 1 Tesalonicenses 4:3; 5:23 (VM). La Biblia enseña claramente lo que es la santificación, y cómo se puede alcanzarla. El Salvador oró por sus discípulos: “Santifícalos con la verdad: tu Palabra es la verdad”. Juan 17:17, 19 (VM). Y San Pablo enseña que los creyentes deben ser santificados por el Espíritu Santo. Romanos 15:16. ¿Cuál es la obra del Espíritu Santo? Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando viniere aquel, el Espíritu de verdad, él os guiará al conocimiento de toda la verdad”. Juan 16:13 (VM). Y el salmista dice: “Tu ley es la verdad”. Por la Palabra y el Espíritu de Dios quedan de manifiesto ante los hombres los grandes principios de justicia encerrados en la ley divina. Y ya que la ley de Dios es santa, justa y buena, un trasunto de la perfección divina, resulta que el carácter formado por la obediencia a esa ley será santo. Cristo es ejemplo perfecto de semejante carácter. Él dice: “He guardado los mandamientos de mi Padre”. “Hago siempre las cosas que le agradan”. Juan 15:10; 8:29 (VM). Los discípulos de Cristo han de volverse semejantes a él, es decir, adquirir por la gracia de Dios un carácter conforme a los principios de su santa ley. Esto es lo que la Biblia llama santificación. 

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Esta obra no se puede realizar sino por la fe en Cristo, por el poder del Espíritu de Dios que habite en el corazón. San Pablo amonesta a los creyentes: “Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor; porque Dios es el que en vosotros obra así el querer como el hacer, por su buena voluntad”. Filipenses 2:12, 13. El cristiano sentirá las tentaciones del pecado, pero luchará continuamente contra él. Aqui es donde se necesita la ayuda de Cristo. La debilidad humana se une con la fuerza divina, y la fe exclama: “A. Dios gracias, que nos da la victoria por el Señor nuestro Jesucristo”. 1 Corintios 15:57. 

Las Santas Escrituras enseñan claramente que la obra de santificación es progresiva. Cuando el pecador encuentra en la conversión la paz con Dios por la sangre expiatoria, la vida cristiana no ha hecho más que empezar. Ahora debe llegar “al estado de hombre perfecto”; crecer “a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo”. El apóstol San Pablo dice: “Una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo al blanco, al premio de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús”. Filipenses 3:13, 14. Y San Pedro nos presenta los peldaños por los cuales se llega a la santificación de que habla la Biblia: “Poniendo de vuestra parte todo empeño, añadid a vuestra fe el poder; y al poder, la ciencia; y a la ciencia, la templanza; y a la templanza, la paciencia; y a la paciencia, la piedad; y a la piedad, fraternidad; y a la fraternidad, amor […]. Porque si hacéis estas cosas, no tropezaréis nunca”. 2 Pedro 1:5-10 (VM). 

Los que experimenten la santificación de que habla la Biblia, manifestarán un espíritu de humildad. Como Moisés, contemplaron la terrible majestad de la santidad y se dan cuenta de su propia indignidad en contraste con la pureza y alta perfección del Dios infinito. 

El profeta Daniel fue ejemplo de verdadera santificación. Llenó su larga vida del noble servicio que rindió a su Maestro. Era un hombre “muy amado” (Daniel 10:11, VM) en el cielo. Sin embargo, en lugar de prevalerse de su pureza y santidad, este profeta tan honrado de Dios se identificó con los mayores pecadores de Israel cuando intercedió cerca de Dios en favor de su pueblo: “¡No derramamos nuestros ruegos ante tu rostro a causa de nuestras justicias, sino a causa de tus grandes compasiones!” “Hemos pecado, hemos obrado impíamente”. Él declara: “Yo estaba […] hablando, y orando, y confesando mi pecado, y el pecado de mi pueblo”. Y cuando más tarde el Hijo de Dios apareció para instruirle, Daniel dijo: “Mi lozanía se me demudó en palidez de muerte, y no retuve fuerza alguna”. Daniel 9:18, 15, 20; 10:8 (VM). 

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Tatiana Patrasco