Dios ha hecho a los hombres una declaración respecto de su carácter y de su modo de proceder con el pecador: “¡Jehová, Jehová, Dios compasivo y clemente, lento en iras y grande en misericordia y en fidelidad; que usa de misericordia hasta la milésima generación; que perdona la iniquidad, la transgresión y el pecado, pero que de ningún modo tendrá por inocente al rebelde!” Éxodo 34:6, 7 (VM). “Destruirá a todos los inicuos”. “Los transgresores ¡todos a una serán destruidos; el porvenir de los malos será cortado!” Salmos 145:20; 37:38 (VM). El poder y la autoridad del gobierno de Dios serán empleados para vencer la rebelión; sin embargo, todas las manifestaciones de su justicia retributiva estarán perfectamente en armonía con el carácter de Dios, de un Dios misericordioso, paciente y benévolo.
Dios no fuerza la voluntad ni el juicio de nadie. No se complace en la obediencia servil. Quiere que las criaturas salidas de sus manos le amen porque es digno de amor. Quiere que le obedezcan porque aprecian debidamente su sabiduría, su justicia y su bondad. Y todos los que tienen justo concepto de estos atributos le amarán porque serán atraídos a él por la admiración de sus atributos.
Los principios de bondad, misericordia y amor enseñados y puestos en práctica por nuestro Salvador son fiel trasunto de la voluntad y del carácter de Dios. Cristo declaró que no enseñaba nada que no hubiese recibido de su Padre. Los principios del gobierno divino se armonizan perfectamente con el precepto del Salvador: “Amad a vuestros enemigos”. Dios ejecuta su justicia sobre los malos para el bien del universo, y hasta para el bien de aquellos sobre quienes recaen sus juicios. El quisiera hacerlos felices, si pudiera hacerlo de acuerdo con las leyes de su gobierno y la justicia de su carácter. Extiende hasta ellos las manifestaciones de su amor, les concede el conocimiento de su ley y los persigue con las ofertas de su misericordia; pero ellos desprecian su amor, invalidan su ley y rechazan su misericordia. Por más que reciben continuamente sus dones, deshonran al Dador; aborrecen a Dios porque saben que aborrece sus pecados. El Señor soporta mucho tiempo sus perversidades; pero la hora decisiva llegará al fin y entonces su suerte quedará resuelta. ¿Encadenará él entonces estos rebeldes a su lado? ¿Los obligará a hacer su voluntad?
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Los que han escogido a Satanás por jefe, y que se han puesto bajo su poder, no están preparados para entrar en la presencia de Dios. El orgullo, el engaño, la impureza, la crueldad se han arraigado en sus caracteres. ¿Pueden entonces entrar en el cielo para morar eternamente con aquellos a quienes despreciaron y odiaron en la tierra? La verdad no agradará nunca al mentiroso; la mansedumbre no satisfará jamás a la vanidad y al orgullo; la pureza no puede ser aceptada por el disoluto; el amor desinteresado no tiene atractivo para el egoísta. ¿Qué goces podría ofrecer el cielo a los que están completamente absorbidos en los intereses egoístas de la tierra?
¿Acaso podrían aquellos que han pasado su vida en rebelión contra Dios ser transportados de pronto al cielo y contemplar el alto y santo estado de perfección que allí se ve, donde toda alma rebosa de amor, todo semblante irradia alegría, la música arrobadora se eleva en acordes melodiosos en honor a Dios y al Cordero, y brotan raudales de luz del rostro de Aquel que está sentado en el trono e inundan a los redimidos? ¿Podrían acaso aquellos cuyos corazones están llenos de odio hacia Dios y a la verdad y a la santidad alternar con los ejércitos celestiales y unirse a sus cantos de alabanza? ¿Podrían soportar la gloria de Dios y del Cordero? No, no; años de prueba les fueron concedidos para que pudiesen formar caracteres para el cielo; pero nunca se acostumbraron a amar lo que es puro; nunca aprendieron el lenguaje del cielo, y ya es demasiado tarde. Una vida de rebelión contra Dios los ha inhabilitado para el cielo. La pureza, la santidad y la paz que reinan allí serían para ellos un tormento; la gloria de Dios, un fuego consumidor. Ansiarían huir de aquel santo lugar. Desearían que la destrucción los cubriese de la faz de Aquel que murió para redimirlos. La suerte de los malos queda determinada por la propia elección de ellos. Su exclusión del cielo es un acto de su propia voluntad y un acto de justicia y misericordia por parte de Dios.
Del mismo modo que las aguas del diluvio, las llamas del gran día proclamarán el veredicto de Dios de que los malos son incurables. Ellos no tienen ninguna disposición para someterse a la autoridad divina. Han ejercitado su voluntad en la rebeldía; y cuando termine la vida será demasiado tarde para desviar la corriente de sus pensamientos en sentido opuesto, demasiado tarde para volverse de la transgresión hacia la obediencia, del odio hacia el amor.
Al perdonarle la vida a Caín el homicida, Dios dio al mundo un ejemplo de lo que sucedería si le fuese permitido al pecador seguir llevando una vida de iniquidad sin freno. La influencia de las enseñanzas y de la conducta de Caín arrastraron al pecado a multitudes de sus descendientes, hasta “que la malicia de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal”. “Y se corrompió la tierra delante de Dios, y estaba la tierra llena de violencia”. Génesis 6:5, 11.
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Fue por misericordia para con el mundo por lo que Dios barrió los habitantes de él en tiempo de Noé. Fue también por misericordia por lo que destruyó a los habitantes corrompidos de Sodoma. Debido al poder engañador de Satanás, los obreros de iniquidad se granjean simpatía y admiración y arrastran a otros a la rebelión. Así sucedió en días de Caín y de Noé, como también en tiempo de Abraham y de Lot; y así sucede en nuestros días. Por misericordia para con el universo destruirá Dios finalmente a los que rechazan su gracia.
“Porque la paga del pecado es muerte: mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro”. Romanos 6:23. Mientras la vida es la heredad de los justos, la muerte es la porción de los impíos. Moisés declaró a Israel: “Mira, yo he puesto delante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el mal”. Deuteronomio 30:15. La muerte de la cual se habla en este pasaje no es aquella a la que fue condenado Adán, pues toda la humanidad sufre la penalidad de su transgresión. Es “la muerte segunda”, puesta en contraste con la vida eterna.
A consecuencia del pecado de Adán, la muerte pasó a toda la raza humana. Todos descienden igualmente a la tumba. Y debido a las disposiciones del plan de salvación, todos saldrán de los sepulcros. “Ha de haber resurrección de los muertos, así de justos como de injustos”. Hechos 24:15. “Porque así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados”. 1 Corintios 15:22. Pero queda sentada una distinción entre las dos clases que serán resucitadas. “Todos los que están en los sepulcros oirán su voz [del Hijo del hombre]; y los que hicieron bien, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron mal a resurrección de condenación”. Juan 5:28, 29. Los que hayan sido “tenidos por dignos” de resucitar para la vida son llamados “dichosos y santos”. “Sobre los tales la segunda muerte no tiene poder”. Apocalipsis 20:6 (VM). Pero los que no hayan asegurado para sí el perdón, por medio del arrepentimiento y de la fe, recibirán el castigo señalado a la transgresión: “la paga del pecado”. Sufrirán un castigo de duración e intensidad diversas “según sus obras”, pero que terminará finalmente en la segunda muerte. Como, en conformidad con su justicia y con su misericordia, Dios no puede salvar al pecador en sus pecados, le priva de la existencia misma que sus transgresiones tenían ya comprometida y de la que se ha mostrado indigno. Un escritor inspirado dice: “Pues de aquí a poco no será el malo: y contemplarás sobre su lugar, y no parecerá”. Y otro dice: “Serán como si no hubieran sido”. Salmos 37:10; Abdías 16. Cubiertos de infamia, caerán en irreparable y eterno olvido.
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Así se pondrá fin al pecado y a toda la desolación y las ruinas que de él procedieron. El salmista dice: “Reprendiste gentes, destruiste al malo, raíste el nombre de ellos para siempre jamás. Oh enemigo, acabados son para siempre los asolamientos”. Salmos 9:5, 6. San Juan, al echar una mirada hacia la eternidad, oyó una antífona universal de alabanzas que no era interrumpida por ninguna disonancia. Oyó a todas las criaturas del cielo y de la tierra rindiendo gloria a Dios. Apocalipsis 5:13. No habrá entonces almas perdidas que blasfemen a Dios retorciéndose en tormentos sin fin, ni seres infortunados que desde el infierno unan sus gritos de espanto a los himnos de los elegidos.
En el error fundamental de la inmortalidad natural, descansa la doctrina del estado consciente de los muertos, doctrina que, como la de los tormentos eternos, está en pugna con las enseñanzas de las Sagradas Escrituras, con los dictados de la razón y con nuestros sentimientos de humanidad. Según la creencia popular, los redimidos en el cielo están al cabo de todo lo que pasa en la tierra, y especialmente de lo que les pasa a los amigos que dejaron atrás. ¿Pero cómo podría ser fuente de dicha para los muertos el tener conocimiento de las aflicciones y congojas de los vivos, el ver los pecados cometidos por aquellos a quienes aman y verlos sufrir todas las penas, desilusiones y angustias de la vida? ¿Cuánto podrían gozar de la bienaventuranza del cielo los que revolotean alrededor de sus amigos en la tierra? ¡Y cuán repulsiva es la creencia de que, apenas exhalado el último suspiro, el alma del impenitente es arrojada a las llamas del infierno! ¡En qué abismos de dolor no deben sumirse los que ven a sus amigos bajar a la tumba sin preparación para entrar en una eternidad de pecado y de dolor! Muchos han sido arrastrados a la locura por este horrible pensamiento que los atormentara. ¿Qué dicen las Sagradas Escrituras a este respecto? David declara que el hombre no es consciente en la muerte: “Sale su espíritu, y él se torna en su tierra: en ese mismo día perecen sus pensamientos”. Salmos 146:4 (VM). Salomón da el mismo testimonio: “Porque los que viven saben que han de morir: mas los muertos nada saben”. “También su amor, y su odio y su envidia, feneció ya: ni tiene ya más parte en el siglo, en todo lo que se hace debajo del sol”. “Adonde tú vas no hay obra, ni industria, ni ciencia, ni sabiduría”. Eclesiastés 9:5, 6, 10.
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Cuando, en respuesta a sus oraciones, la vida de Ezequías fue prolongada por quince años, el rey agradecido, tributó a Dios loores por su gran misericordia. En su canto de alabanza, dice por qué se alegraba: “No te ha de alabar el sepulcro; la muerte no te celebrará; ni esperarán en tu verdad los que bajan al hoyo. El viviente, el viviente sí, él te alabará, como yo, el día de hoy”. Isaías 38:18, 19 (VM). La teología de moda presenta a los justos que fallecen como si estuvieran en el cielo gozando de la bienaventuranza y loando a Dios con lenguas inmortales, pero Ezequías no veía tan gloriosa perspectiva en la muerte. Sus palabras concuerdan con el testimonio del salmista: “Porque en la muerte no hay memoria de ti: ¿Quién te loará en el sepulcro?” Salmos 6:5. “No son los muertos los que alaban a Jehová, ni todos los que bajan al silencio”. Salmos 115:17 (VM).
En el día de Pentecostés, San Pedro declaró que el patriarca David “murió, y fue sepultado, y su sepulcro está con nosotros hasta el día de hoy”. “Porque David no subió a los cielos”. Hechos 2:29, 34. El hecho de que David permanecerá en el sepulcro hasta el día de la resurrección, prueba que los justos no van al cielo cuando mueren. Es solo mediante la resurrección, y en virtud y como consecuencia de la resurrección de Cristo por lo cual David podrá finalmente sentarse a la diestra de Dios.
Y San Pablo dice: “Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana: aun estáis en vuestros pecados. Entonces también los que murieron en Cristo perecieron”. 1 Corintios 15:16-18 (RV95). Si desde hace cuatro mil años los justos al morir hubiesen ido directamente al cielo, ¿cómo habría podido decir San Pablo que si no hay resurrección, “también los que murieron en Cristo, perecieron”? No habría necesidad de resurrección.
El mártir Tyndale, refiriéndose al estado de los muertos, declaró: “Confieso francamente que no estoy convencido de que ellos gocen ya de la plenitud de gloria en que se encuentran Dios y los ángeles elegidos. Ni es tampoco artículo de mi fe; pues si así fuera, entonces no puedo menos que ver que sería vana la predicación de la resurrección de la carne” (W. Tyndale, en el prólogo de su traducción del Nuevo Testamento, reimpreso en British Reformers: Tindal, Frith, Barnes, p. 349).