Profetas y Reyes: Capítulo 9 – Elías el tisbita

Este capítulo está basado en 1 Reyes 17:1-17.

Entre las montañas de Galaad, al oriente del Jordán, moraba en los días de Acab un hombre de fe y oración cuyo ministerio intrépido estaba destinado a detener la rápida extensión de la apostasía en Israel. Alejado de toda ciudad de renombre y sin ocupar un puesto elevado en la vida, Elías el tisbita inició sin embargo su misión confiando en el propósito que Dios tenía de preparar el camino delante de él y darle abundante éxito. La palabra de fe y de poder estaba en sus labios, y consagraba toda su vida a la obra de reforma. La suya era la voz de quien clama en el desierto para reprender el pecado y rechazar la marea del mal. Y aunque se presentó al pueblo para reprender el pecado, su mensaje ofrecía el bálsamo de Galaad a las almas enfermas de pecado que deseaban ser sanadas.

Mientras Elías veía a Israel hundirse cada vez más en la idolatría, su alma se angustiaba y se despertó su indignación. Dios había hecho grandes cosas para su pueblo. Lo había libertado de la esclavitud y le había dado “las tierras de las gentes; … para que guardasen sus estatutos, y observasen sus leyes.” Salmos 105:44, 45. Pero los designios benéficos de Jehová habían quedado casi olvidados. La incredulidad iba separando rápidamente a la nación escogida de la Fuente de su fortaleza. Mientras consideraba esta apostasía desde su retiro en las montañas, Elías se sentía abrumado de pesar. Con angustia en el alma rogaba a Dios que detuviese en su impía carrera al pueblo una vez favorecido, que le enviase castigos si era necesario, para inducirlo a ver lo que realmente significaba su separación del Cielo. Anhelaba verlo inducido al arrepentimiento antes de llegar en su mal proceder al punto de provocar tanto al Señor que lo destruyese por completo.

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La oración de Elías fué contestada. Las súplicas, reprensiones y amonestaciones que habían sido repetidas a menudo no habían inducido a Israel a arrepentirse. Había llegado el momento en que Dios debía hablarle por medio de los castigos. Por cuanto los adoradores de Baal aseveraban que los tesoros del cielo, el rocío y la lluvia, no provenían de Jehová, sino de las fuerzas que regían la naturaleza, y que la tierra era enriquecida y hecha abundantemente fructífera mediante la energía creadora del sol, la maldición de Dios iba a descansar gravosamente sobre la tierra contaminada. Se iba a demostrar a las tribus apóstatas de Israel cuán insensato era confiar en el poder de Baal para obtener bendiciones temporales. Hasta que dichas tribus se volviesen a Dios arrepentidas y le reconociesen como fuente de toda bendición, no descendería rocío ni lluvia sobre la tierra.

A Elías fué confiada la misión de comunicar a Acab el mensaje relativo al juicio del Cielo. El no procuró ser mensajero del Señor; la palabra del Señor le fué confiada. Y lleno de celo por el honor de la causa de Dios, no vaciló en obedecer la orden divina, aun cuando obedecer era como buscar una presta destrucción a manos del rey impío. El profeta partió en seguida, y viajó día y noche hasta llegar a Samaria. No solicitó ser admitido en el palacio, ni aguardó que se le anunciara formalmente. Arropado con la burda vestimenta que solía cubrir a los profetas de aquel tiempo, pasó frente a la guardia, que aparentemente no se fijó en él, y se quedó un momento de pie frente al asombrado rey.

Elías no pidió disculpas por su abrupta aparición. Uno mayor que el gobernante de Israel le había comisionado para que hablase; y, alzando la mano hacia el cielo, afirmó solemnemente por el Dios viviente que los castigos del Altísimo estaban por caer sobre Israel. Declaró: “Vive Jehová Dios de Israel, delante del cual estoy, que no habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra.”

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Fué tan sólo por su fe poderosa en el poder infalible de la palabra de Dios cómo Elías entregó su mensaje. Si no le hubiese dominado una confianza implícita en Aquel a quien servía, nunca habría comparecido ante Acab. Mientras se dirigía a Samaria, Elías había pasado al lado de arroyos inagotables, colinas verdeantes, bosques imponentes que parecían inalcanzables para la sequía. Todo lo que veía estaba revestido de belleza. El profeta podría haberse preguntado cómo iban a secarse los arroyos que nunca habían cesado de fluir, y cómo podrían ser quemados por la sequía aquellos valles y colinas. Pero no dió cabida a la incredulidad. Creía firmemente que Dios iba a humillar al apóstata Israel, y que los castigos inducirían a éste a arrepentirse. El decreto del Cielo había sido dado; no podía la palabra de Dios dejar de cumplirse; y con riesgo de su vida Elías cumplió intrépidamente su comisión. Como un rayo que bajara de un cielo despejado, el anunció del castigo inminente llegó a los oídos del rey impío; pero antes que Acab se recobrase de su asombro o formulara una respuesta, Elías desapareció tan abruptamente como se había presentado, sin aguardar para ver el efecto de su mensaje. Y el Señor fué delante de él, allanándole el camino. Se le ordenó al profeta: “Apártate de aquí, y vuélvete al oriente, y escóndete en el arroyo de Cherith, que está delante del Jordán; y beberás del arroyo; y yo he mandado a los cuervos que te den allí de comer.”

El rey realizó diligentes investigaciones, pero no se pudo encontrar al profeta. La reina Jezabel, airada por el mensaje que los privaba a todos de los tesoros del cielo, consultó inmediatamente a los sacerdotes de Baal, quienes se unieron a ella para maldecir al profeta y para desafiar la ira de Jehová. Pero por mucho que desearan encontrar al que había anunciado la desgracia, estaban destinados a quedar chasqueados. Ni tampoco pudieron evitar que otros supieran de la sentencia pronunciada contra la apostasía. Se difundieron prestamente por todo el país las noticias de cómo Elías había denunciado los pecados de Israel y profetizado un castigo inminente. Algunos empezaron a temer, pero en general el mensaje celestial fué recibido con escarnio y ridículo.

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Las palabras del profeta entraron en vigencia inmediatamente. Los que al principio se inclinaban a burlarse del pensamiento de que pudiese acaecer una calamidad, tuvieron pronto ocasión de reflexionar seriamente; porque después de algunos meses la tierra, al no ser refrigerada por el rocío ni la lluvia, se resecó y la vegetación se marchitó. Con el transcurso del tiempo, empezó a reducirse el cauce de corrientes que nunca se habían agotado, y los arroyos comenzaron a secarse. Pero los caudillos instaron al pueblo a tener confianza en el poder de Baal, y a desechar las palabras ociosas de la profecía hecha por Elías. Los sacerdotes seguían insistiendo en que las lluvias caían por el poder de Baal. Recomendaban que no se temiese al Dios de Elías ni se temblase a su palabra, ya que Baal era quien producía las mieses en sazón, y proveía sustento para los hombres y los animales.

El mensaje que Dios mandó a Acab dió a Jezabel, a sus sacerdotes y a todos los adoradores de Baal y Astarte la oportunidad de probar el poder de sus dioses y demostrar, si ello era posible, que las palabras de Elías eran falsas. La profecía de éste se oponía sola a las palabras de seguridad que decían centenares de sacerdotes idólatras. Si, a pesar de la declaración del profeta, Baal podía seguir dando rocío y lluvia, para que los arroyos continuasen fluyendo y la vegetación floreciese, entonces el rey de Israel debía adorarlo y el pueblo declararle Dios.

Resueltos a mantener al pueblo engañado, los sacerdotes de Baal continuaron ofreciendo sacrificios a sus dioses, y a rogarles noche y día que refrescasen la tierra. Con costosas ofrendas, los sacerdotes procuraban apaciguar la ira de sus dioses; con una perseverancia y un celo dignos de una causa mejor, pasaban mucho tiempo en derredor de sus altares paganos y oraban fervorosamente por lluvia. Sus clamores y ruegos se oían noche tras noche por toda la tierra sentenciada. Pero no aparecían nubes en el cielo para interceptar de día los rayos ardientes del sol. No había lluvia ni rocío que refrescasen la tierra sedienta. Nada de lo que los sacerdotes de Baal pudiesen hacer cambiaba la palabra de Jehová.

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Pasó un año, y aún no había llovido. La tierra parecía quemada como por fuego. El calor abrasador del sol destruyó la poca vegetación que había sobrevivido. Los arroyos se secaron, y los rebaños vagaban angustiados, mugiendo y balando. Campos que antes fueran florecientes quedaron como las ardientes arenas del desierto y ofrecían un aspecto desolador. Los bosquecillos dedicados al culto de los ídolos ya no tenían hojas; los árboles de los bosques, como lúgubres esqueletos de la naturaleza, ya no proporcionaban sombra. El aire reseco y sofocante levantaba a veces remolinos de polvo que enceguecían y casi cortaban el aliento. Ciudades y aldeas antes prósperas se habían transformado en lugares de luto y lamentos. El hambre y la sed hacían sus estragos con terrible mortandad entre hombres y bestias. El hambre, con todos sus horrores, apretaba cada vez más.

Sin embargo, aun frente a estas evidencias del poder de Dios, Israel no se arrepentía, ni aprendía la lección que Dios quería que aprendiese. No veía que el que había creado la naturaleza controla sus leyes, y puede hacerlas instrumentos de bendición o de destrucción. Dominada por un corazón orgulloso y enamorada de su culto falso, la gente no quería humillarse bajo la poderosa mano de Dios, y empezó a buscar alguna otra causa a la cual pudiese atribuir sus sufrimientos.

Jezabel se negó en absoluto a reconocer la sequía como castigo enviado por Jehová. Inexorable en su resolución de desafiar al Dios del cielo, y acompañada en ello por casi todo Israel, denunció a Elías como causa de todos los sufrimientos. ¿No había testificado contra sus formas de culto? Sostenía que si se le pudiese eliminar, la ira de sus dioses quedaría apaciguada, y terminarían las dificultades.

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Instado por la reina, Acab instituyó una búsqueda muy diligente para descubrir el escondite del profeta. Envió mensajeros a las naciones circundantes, cercanas y lejanas, para encontrar al hombre a quien odiaba y temía. Y en su ansiedad porque la búsqueda fuese tan cabal como se pudiese hacerla, exigió a esos reinos y naciones que jurasen que no conocían el paradero del profeta. Pero la búsqueda fué en vano. El profeta estaba a salvo de la malicia del rey cuyos pecados habían atraído sobre la tierra el castigo de un Dios ofendido.

Frustrada en sus esfuerzos contra Elías, Jezabel resolvió vengarse matando a todos los profetas de Jehová que había en Israel. No debía dejarse a uno solo con vida. La mujer enfurecida hizo morir a muchos hijos de Dios; pero no perecieron todos. Abdías, gobernador de la casa de Acab, seguía fiel a Dios. “Tomó cien profetas,” y arriesgando su propia vida, los “escondió de cincuenta en cincuenta por cuevas, y sustentólos a pan y agua.” 1 Reyes 18:4.

Transcurrió el segundo año de escasez, y los cielos sin misericordia no daban señal de lluvia. La sequía y el hambre continuaban devastando todo el reino. Padres y madres, incapaces de aliviar los sufrimientos de sus hijos, se veían obligados a verlos morir. Sin embargo, los israelitas apóstatas se negaban a humillar su corazón delante de Dios, y continuaban murmurando contra el hombre cuya palabra había atraído sobre ellos estos juicios terribles. Parecían incapaces de discernir en su sufrimiento y angustia un llamamiento al arrepentimiento, una intervención divina para evitar que diesen el paso fatal que los pusiera fuera del alcance del perdón celestial.

La apostasía de Israel era un mal más espantoso que todos los multiplicados horrores del hambre. Dios estaba procurando librar al pueblo del engaño que sufría e inducirlo a comprender su responsabilidad ante Aquel a quien debía la vida y todas las cosas. Estaba procurando ayudarle a recobrar la fe que había perdido, y necesitaba imponerle una gran aflicción.

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“¿Quiero yo la muerte del impío? dice el Señor Jehová. ¿No vivirá, si se apartare de sus caminos?” “Echad de vosotros todas vuestras iniquidades con que habéis prevaricado, y haceos corazón nuevo y espíritu nuevo. ¿Y por qué moriréis, casa de Israel? Que no quiero la muerte del que muere, dice el Señor Jehová, convertíos pues, y viviréis.” “Volveos, volveos de vuestros malos caminos: ¿y por qué moriréis, oh casa de Israel?” Ezequiel 18:23, 31, 32; 33:11.

Dios había mandado a Israel mensajeros para suplicarle que volviese a su obediencia. Si hubiese escuchado estos llamamientos, si se hubiese apartado de Baal y regresado al Dios viviente, Elías no habría anunciado castigos. Pero las advertencias que podrían haber sido un sabor de vida para vida, habían resultado para ellos un sabor de muerte para muerte. Su orgullo había quedado herido; su ira despertada contra los mensajeros; y ahora consideraban con odio intenso al profeta Elías. Si hubiese caído en sus manos, con gusto le habrían entregado a Jezabel, como si al silenciar su voz pudieran impedir que sus palabras se cumpliesen. Frente a la calamidad, se obstinaron en su idolatría. Así aumentaron la culpa que había atraído sobre la tierra los juicios del Cielo.

Sólo había un remedio para el castigado Israel, y consistía en que se apartase de los pecados que habían atraído sobre él la mano castigadora del Todopoderoso, y que se volviese al Señor de todo su corazón. Se le había hecho esta promesa: “Si yo cerrare los cielos, que no haya lluvia, y si mandare a la langosta que consuma la tierra, o si enviare pestilencia a mi pueblo; si se humillare mi pueblo, sobre los cuales mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra.” 2 Crónicas 7:13, 14. Con el fin de obtener este resultado bienaventurado, Dios continuaba privándolos de rocío y lluvia hasta que se produjese una reforma decidida.

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