En el año noveno del reinado de Sedequías, “Nabucodonosor rey de Babilonia vino con todo su ejército contra Jerusalem” para asediar la ciudad. 2 Reyes 25:1. Para Judá la perspectiva era desesperada. El Señor mismo declaró por medio de Ezequiel: “He aquí que estoy yo contra ti.” Ezequiel 21:3 (VM) “Yo Jehová saqué mi espada de su vaina; no volverá más… Todo corazón se desleirá, y todas manos se debilitarán, y angustiaráse todo espíritu, y todas rodillas se irán en aguas.” “Y derramaré sobre ti mi ira: el fuego de mi enojo haré encender sobre ti, y te entregaré en mano de hombres temerarios, artífices de destrucción.” Vers. 5-7, 31.
Los egipcios procuraron acudir en auxilio de la ciudad sitiada; y los caldeos, a fin de impedírselo, levantaron por un tiempo el sitio de la capital judía. Renació la esperanza en el corazón de Sedequías, y envió un mensajero a Jeremías, para pedirle que orase a Dios en favor de la nación hebrea.
La temible respuesta del profeta fué que los caldeos regresarían y destruirían la ciudad. El decreto había sido dado; la nación impía no podía ya evitar los juicios divinos. El Señor advirtió así a su pueblo: “No engañéis vuestras almas… Los Caldeos … no se irán. Porque aun cuando hirieseis todo el ejército de los Caldeos que pelean con vosotros, y quedasen de ellos hombres alanceados, cada uno se levantará de su tienda, y pondrán esta ciudad a fuego.” Jeremías 37:9, 10. El residuo de Judá iba a ser llevado en cautiverio, para que aprendiese por medio de la adversidad las lecciones que se había negado a aprender en circunstancias más favorables. Ya no era posible apelar de este decreto del santo Vigía.
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Entre los justos que estaban todavía en Jerusalén y para quienes había sido aclarado el propósito divino, se contaban algunos que estaban resueltos a poner fuera del alcance de manos brutales el arca sagrada que contenía las tablas de piedra sobre las cuales habían sido escritos los preceptos del Decálogo. Así lo hicieron. Con lamentos y pesadumbre, escondieron el arca en una cueva, donde había de quedar oculta del pueblo de Israel y de Judá por causa de sus pecados, para no serles ya devuelta. Esa arca sagrada está todavía escondida. No ha sido tocada desde que fué puesta en recaudo.
Durante muchos años, Jeremías se había destacado ante el pueblo como testigo fiel de Dios; y cuando la ciudad condenada estaba a punto de caer en manos de los paganos consideró terminada su obra e intentó salir; pero se lo impidió el hijo de uno de los falsos profetas, quien informó que Jeremías estaba por unirse a los babilonios, a quienes, repetidamente, había instado a los hombres de Judá que se sometieran. El profeta negó la calumniosa acusación, pero “los príncipes se airaron contra Jeremías, y azotáronle, y pusiéronle en prisión.” Vers. 15.
Las esperanzas que habían nacido en los corazones de los príncipes y del pueblo cuando los ejércitos de Nabucodonosor se volvieron hacia el sur para hacer frente a los egipcios, quedaron pronto destruídas. La palabra de Jehová había sido: “He aquí que estoy yo contra ti, Faraón rey de Egipto.” Ezequiel 29:3 (VM). El poderío de Egipto no era sino una caña cascada. La Inspiración había declarado: “Sabrán todos los moradores de Egipto que yo soy Jehová, por cuanto fueron bordón de caña a la casa de Israel.” “Fortificaré pues los brazos del rey de Babilonia, y los brazos de Faraón caerán; y sabrán que yo soy Jehová, cuando yo pusiere mi espada en la mano del rey de Babilonia, y él la extendiere sobre la tierra de Egipto.” Ezequiel 29:6; 30:25.
Mientras los príncipes de Judá seguían esperando vanamente el auxilio de Egipto, el rey Sedequías se acordó con ansioso presentimiento del profeta de Dios que había sido echado en la cárcel. Después de muchos días, el rey le mandó buscar y le preguntó en secreto: “¿Hay palabra de Jehová?” Jeremías contestó: “Hay. Y dijo más: En mano del rey de Babilonia serás entregado.
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“Dijo también Jeremías al rey Sedechías: ¿En qué pequé contra ti, y contra tus siervos, y contra este pueblo, para que me pusieseis en la casa de la cárcel? ¿Y dónde están vuestros profetas que os profetizaban, diciendo: No vendrá el rey de Babilonia contra vosotros, ni contra esta tierra? Ahora pues, oye, te ruego, oh rey mi señor: caiga ahora mi súplica delante de ti, y no me hagas volver a casa de Jonathán escriba, porque no me muera allí.” Jeremías 37:17-20.
Al oír esto Sedequías ordenó que llevaran “a Jeremías en el patio de la cárcel, haciéndole dar una torta de pan al día, de la plaza de los Panaderos, hasta que todo el pan de la ciudad se gastase. Y quedó Jeremías en el patio de la cárcel.” Vers. 21.
El rey no se atrevió a manifestar abiertamente fe en Jeremías. Aunque el temor le impulsaba a solicitarle información en particular, era demasiado débil para arrostrar la desaprobación de sus príncipes y del pueblo sometiéndose a la voluntad de Dios según se la declaraba el profeta.
Desde el patio de la cárcel, Jeremías continuó aconsejando que el pueblo se sometiera al gobierno babilónico. Ofrecer resistencia era invitar una muerte segura. El mensaje del Señor a Judá era: “El que se quedare en esta ciudad morirá a cuchillo, o de hambre, o de pestilencia; mas el que saliere a los Caldeos vivirá, pues su vida le será por despojo, y vivirá.” Las palabras pronunciadas eran claras y positivas. En nombre del Señor, el profeta declaró audazmente: “Así ha dicho Jehová: De cierto será entregada esta ciudad en mano del ejército del rey de Babilonia, y tomarála.” Jeremías 38:2, 3.
Al fin, los príncipes, enfurecidos por los consejos con que Jeremías contrariara repetidas veces su terca política de resistencia, protestaron vigorosamente ante el rey e insistieron en que el profeta era enemigo de la nación, y que, por cuanto sus palabras habían debilitado las manos del pueblo y acarreado desgracias sobre ellos, se le debía dar muerte.
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El cobarde rey sabía que las acusaciones eran falsas; pero a fin de propiciar a aquellos que ocupaban puestos elevados y de influencia en la nación fingió creer sus mentiras, y entregó a Jeremías en sus manos para que hiciesen con él lo que quisieran. El profeta fué arrojado “en la mazmorra de Malchías hijo de Amelech, que estaba en el patio de la cárcel; y metieron a Jeremías con sogas. Y en la mazmorra no había agua, sino cieno; y hundióse Jeremías en el cieno.” Vers. 6. Pero Dios le suscitó amigos, quienes se acercaron al rey en su favor, y le hicieron llevar de nuevo al patio de la cárcel.
Otra vez el rey mandó llamar secretamente a Jeremías, y le pidió que le expusiese fielmente el propósito de Dios para con Jerusalén. En respuesta, Jeremías preguntó: “Si te lo denunciare, ¿no es verdad que me matarás? y si te diere consejo, no has de escucharme.” El rey hizo un pacto secreto con el profeta. Prometió: “Vive Jehová que nos hizo esta alma, que no te mataré, ni te entregaré en mano de estos varones que buscan tu alma.” Vers. 15, 16.
El rey tenía todavía oportunidad de revelar si quería escuchar las advertencias de Jehová, y así atemperar con misericordia los castigos que estaban cayendo ya sobre la ciudad y la nación. El mensaje que se le dió al rey fué: “Si salieres luego a los príncipes del rey de Babilonia, tu alma vivirá, y esta ciudad no será puesta a fuego; y vivirás tú y tu casa: Mas si no salieres a los príncipes del rey de Babilonia, esta ciudad será entregada en mano de los Caldeos, y la pondrán a fuego, y tú no escaparás de sus manos.” Vers. 17-20.
El rey contestó: “Témome a causa de los Judíos que se han adherido a los Caldeos, que no me entreguen en sus manos y me escarnezcan.” Pero el profeta prometió: “No te entregarán,” y añadió esta ferviente súplica: “Oye ahora la voz de Jehová que yo te hablo, y tendrás bien, y vivirá tu alma.”
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Así, aun a última hora, Dios indicó claramente su disposición a manifestar misericordia a aquellos que decidiesen someterse a sus justos requerimientos. Si el rey hubiese decidido obedecer, el pueblo podría haber salvado la vida, y pudiera haberse evitado la conflagración de la ciudad; pero él consideró que había ido demasiado lejos para retroceder. Temía a los judíos y al ridículo; hasta temblaba por su vida. Después de haberse rebelado durante años contra Dios, Sedequías consideró demasiado humillante decir a su pueblo: “Acepto la palabra de Jehová, según la ha expresado por el profeta Jeremías; no me atrevo a guerrear contra el enemigo frente a todas estas advertencias.”
Con lágrimas, rogó Jeremías a Sedequías que se salvase a sí mismo y a su pueblo. Con espíritu angustiado, le aseguró que a menos que escuchase el consejo de Dios, no escaparía con la vida, y todos sus bienes caerían en manos de los babilonios. Pero el rey se había encaminado erróneamente, y no quería retroceder. Decidió seguir el consejo de los falsos profetas y de los hombres a quienes despreciaba en realidad, y que ridiculizaban su debilidad al ceder con tanta facilidad a sus deseos. Sacrificó la noble libertad de su virilidad, y se transformó en abyecto esclavo de la opinión pública. Aunque no tenía el propósito fijo de hacer lo malo, carecía de resolución para declararse firmemente por lo recto. Aunque convencido del valor que tenía el consejo dado por Jeremías, no tenía energía moral para obedecer; y como consecuencia siguió avanzando en la mala dirección.
Tan grande era la debilidad del rey que ni siquiera quería que sus cortesanos y el pueblo supiesen que había conferenciado con Jeremías, pues el temor de los hombres se había apoderado completamente de su alma. Si Sedequías se hubiese erguido valientemente y hubiese declarado que creía las palabras del profeta, ya cumplidas a medias, ¡cuánta desolación podría haberse evitado! Debiera haber dicho: “Obedeceré al Señor, y salvaré a la ciudad de la ruina completa. No me atrevo a despreciar las órdenes de Dios, por temor a los hombres o para buscar su favor. Amo la verdad, aborrezco el pecado, y seguiré el consejo del Poderoso de Israel.” Entonces el pueblo habría respetado su espíritu valeroso, y los que vacilaban entre la fe y la incredulidad se habrían decidido firmemente por lo recto. La misma intrepidez y justicia de su conducta habrían inspirado admiración y lealtad en sus súbditos. Habría recibido amplio apoyo; y se le habrían perdonado a Judá las indecibles desgracias de la matanza, el hambre y el incendio.
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La debilidad de Sedequías fué un pecado por el cual pagó una pena espantosa. El enemigo descendió como alud irresistible, y devastó la ciudad. Los ejércitos hebreos fueron rechazados en confusión. La nación fué vencida. Sedequías fué tomado prisionero y sus hijos fueron muertos delante de sus ojos. El rey fué sacado de Jerusalén cautivo, se le sacaron los ojos, y después de llegar a Babilonia pereció miserablemente. El hermoso templo que durante más de cuatro siglos había coronado la cumbre del monte Sión, no fué preservado por los caldeos. “Quemaron la casa de Dios, y rompieron el muro de Jerusalem, y consumieron al fuego todos sus palacios, y destruyeron todos sus vasos deseables.” 2 Crónicas 36:19.
En el momento de la destrucción final de Jerusalén por Nabucodonosor, muchos fueron los que, habiendo escapado a los horrores del largo sitio, perecieron por la espada. De entre los que todavía quedaban, algunos, notablemente los principales sacerdotes, oficiales y príncipes del reino, fueron llevados a Babilonia y allí ejecutados como traidores. Otros fueron llevados cautivos, para vivir en servidumbre de Nabucodonosor y de sus hijos “hasta que vino el reino de los Persas; para que se cumpliese la palabra de Jehová por la boca de Jeremías.” Vers. 20, 21.
Acerca de Jeremías mismo se registra: “Nabucodonosor había ordenado a Nabuzaradán capitán de la guardia, acerca de Jeremías, diciendo: Tómale, y mira por él, y no le hagas mal ninguno; antes harás con él como él te dijere.” Jeremías 39:11, 12.
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Librado de la cárcel por los oficiales babilonios, el profeta decidió echar su suerte con el débil residuo “de los pobres del país” que los caldeos dejaron para que fuesen “viñadores y labradores.” Sobre éstos, los babilonios pusieron a Gedalías como gobernador. Apenas transcurridos algunos meses, el recién designado gobernador fué muerto a traición. La pobre gente, después de pasar por muchas pruebas, se dejó finalmente persuadir por sus caudillos a refugiarse en la tierra de Egipto. Jeremías alzó la voz en protesta contra ese traslado. Rogó: “No entréis en Egipto.” Pero no se escuchó el consejo inspirado, y “todo el resto de Judá, … hombres, y mujeres, y niños” huyeron a Egipto. “No obedecieron a la voz de Jehová: y llegaron hasta Taphmes.” Jeremías 52:16; 43:2-7.
Las profecías de condenación pronunciadas por Jeremías sobre el residuo que se había rebelado contra Nabucodonosor huyendo a Egipto, iban mezcladas con promesas de perdón para aquellos que se arrepintiesen de su insensatez y estuviesen dispuestos a volver. Si bien el Señor no quería salvar a los que se desviaban de su consejo para oír las influencias seductoras de la idolatría egipcia, estaba sin embargo dispuesto a manifestar misericordia a los que le resultasen leales y fieles. Declaró: “Y los que escaparen del cuchillo, volverán de tierra de Egipto a tierra de Judá, pocos hombres; sabrán pues todas las reliquias de Judá, que han entrado en Egipto a morar allí la palabra de quién ha de permanecer, si la mía, o la suya.” Jeremías 44:28.
El pesar del profeta por la absoluta perversidad de aquellos que debieran haber sido la luz espiritual del mundo, su aflicción por la suerte de Sión y del pueblo llevado cautivo a Babilonia, se revela en las lamentaciones que dejó escritas como monumento recordativo de la insensatez que constituye el desviarse de los consejos de Jehová para seguir la sabiduría humana. En medio de las ruinas que veía en derredor, Jeremías podía decir: “Es por la misericordia de Jehová que no somos consumidos,” y su oración constante era: “Escudriñemos nuestros caminos, y busquemos, y volvámonos a Jehová.” Lamentaciones 3:22, 40. Mientras Judá era todavía reino entre las naciones, había preguntado a Dios: “¿Has desechado enteramente a Judá? ¿ha aborrecido tu alma a Sión?” Y se había atrevido a suplicar: “Por amor de tu nombre no nos deseches.” Jeremías 14:19, 21. La fe absoluta del profeta en el propósito eterno de Dios de sacar orden de la confusión, y de demostrar a las naciones de la tierra y al universo entero sus atributos de justicia y amor, le inducían ahora a interceder confiadamente por aquellos que se desviasen del mal hacia la justicia.
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Pero Sión estaba ahora completamente destruída y el pueblo de Dios se hallaba en cautiverio. Abrumado de pesar, el profeta exclamaba: “¡Cómo está sentada sola la ciudad populosa! La grande entre las naciones se ha vuelto como viuda, la señora de provincias es hecha tributaria. Amargamente llora en la noche, y sus lágrimas en sus mejillas; no tiene quien la consuele de todos sus amadores: todos sus amigos le faltaron, volviéronsele enemigos.
“Fuése Judá, a causa de la aflicción, y de la grandeza de servidumbre; ella moró entre las gentes, y no halló descanso: todos sus perseguidores la alcanzaron entre estrechuras. Las calzadas de Sión tienen luto, porque no hay quien venga a las solemnidades; todas sus puertas están asoladas, sus sacerdotes gimen, sus vírgenes afligidas, y ella tiene amargura. Sus enemigos han sido hechos cabeza, sus aborrecedores fueron prosperados; porque Jehová la afligió por la multitud de sus rebeliones: sus niños fueron en cautividad delante del enemigo…
“¡Cómo oscureció el Señor en su furor a la hija de Sión! Derribó del cielo a la tierra la hermosura de Israel, y no se acordó del estrado de sus pies en el día de su ira. Destruyó el Señor, y no perdonó; destruyó en su furor todas las tiendas de Jacob: echó por tierra las fortalezas de la hija de Judá, deslustró el reino y sus príncipes. Cortó con el furor de su ira todo el cuerno de Israel; hizo volver atrás su diestra delante del enemigo; y encendióse en Jacob como llama de fuego que ha devorado en contorno. Entesó su arco como enemigo, afirmó su mano derecha como adversario, y mató toda cosa hermosa a la vista: en la tienda de la hija de Sión derramó como fuego su enojo…
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“¿Qué testigo te traeré, o a quién te haré semejante, hija de Jerusalem? ¿A quién te compararé para consolarte, o virgen hija de Sión? Porque grande es tu quebrantamiento como la mar: ¿quién te medicinará? …
“Acuérdate, oh Jehová, de lo que nos ha sucedido: ve y mira nuestro oprobio. Nuestra heredad se ha vuelto a extraños, nuestras casas a forasteros. Huérfanos somos sin padre, nuestras madres como viudas… Nuestros padres pecaron, y son muertos; y nosotros llevamos sus castigos. Siervos se enseñorearon de nosotros; no hubo quien de su mano nos librase… Por esto fué entristecido nuestro corazón, por esto se entenebrecieron nuestros ojos…
“Mas tú, Jehová, permanecerás para siempre: tu trono de generación en generación. ¿Por qué te olvidarás para siempre de nosotros, y nos dejarás por largos días? Vuélvenos, oh Jehová, a ti, y nos volveremos: renueva nuestros días como al principio.” Lamentaciones 1:1-5; 2:1-4, 13; 5:1-3, 7, 8, 17, 19-21.