Los sombríos años de destrucción y muerte que señalaron el fin del reino de Judá, habrían hecho desesperar al corazón más valeroso, de no haber sido por las palabras de aliento contenidas en las expresiones proféticas emitidas por los mensajeros de Dios. Mediante Jeremías en Jerusalén, mediante Daniel en la corte de Babilonia y mediante Ezequiel a orillas del Chebar, el Señor, en su misericordia, aclaró su propósito eterno y dió seguridades acerca de su voluntad de cumplir para su pueblo escogido las promesas registradas en los escritos de Moisés. Con toda certidumbre realizaría lo que había dicho que haría en favor de aquellos que le fuesen fieles. “La palabra de Dios, … vive y permanece para siempre.” 1 Pedro 1:23.
Durante las peregrinaciones en el desierto, el Señor había tomado amplias disposiciones para que sus hijos recordasen las palabras de su ley. Después que se establecieran en Canaán, los preceptos divinos debían repetirse diariamente en cada hogar; debían escribirse con claridad en los dinteles, en las puertas y en tablillas recordativas. Debían componerse con música y ser cantados por jóvenes y ancianos. Los sacerdotes debían enseñar estos santos preceptos en asambleas públicas, y los gobernantes de la tierra debían estudiarlos diariamente. El Señor ordenó a Josué acerca del libro de la ley: “Antes de día y noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito: porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien.” Josué 1:8.
Los escritos de Moisés fueron enseñados por Josué a todo Israel. “No hubo palabra alguna de todas las cosas que mandó Moisés, que Josué no hiciese leer delante de toda la congregación de Israel, mujeres y niños, y extranjeros que andaban entre ellos.” Josué 8:35. Esto armonizaba con la orden expresa de Jehová que disponía una repetición pública de las palabras del libro de la ley cada siete años, durante la fiesta de las cabañas. A los caudillos espirituales de Israel se les habían dado estas instrucciones: “Harás congregar el pueblo, varones y mujeres y niños, y tus extranjeros que estuvieren en tus ciudades, para que oigan y aprendan, y teman a Jehová vuestro Dios, y cuiden de poner por obra todas las palabras de esta ley: y los hijos de ellos que no supieron oigan, y aprendan a temer a Jehová vuestro Dios todos los días que viviereis sobre la tierra, para ir a la cual pasáis el Jordán para poseerla.” Deuteronomio 31:12, 13.
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Si este consejo se hubiese puesto en práctica a través de los siglos que siguieron, ¡cuán diferente habría sido la historia de Israel! Sólo podía esperar que realizaría el propósito divino si conservaba en su corazón reverencia por la santa palabra de Dios. Fué el aprecio por la ley de Dios lo que dió a Israel fuerza durante el reinado de David y los primeros años del de Salomón; fué por la fe en la palabra viviente cómo se hicieron reformas en los tiempos de Elías y de Josías. Y a esas mismas Escrituras de verdad, la herencia más preciosa de Israel, apelaba Jeremías en sus esfuerzos de reforma. Dondequiera que ejerciera su ministerio, dirigía a la gente la ferviente súplica: “Oid las palabras de este pacto” (Jeremías 11:2), palabras que les hacían comprender plenamente el propósito que tenía Dios de extender a todas las naciones un conocimiento de la verdad salvadora.
Durante los años finales de la apostasía de Judá, las exhortaciones de los profetas parecían tener poco efecto; y cuando los ejércitos de los caldeos vinieron por tercera y última vez para sitiar a Jerusalén, la esperanza abandonó todo corazón. Jeremías predijo la ruina completa; y porque insistía en la rendición se le arrojó finalmente a la cárcel. Pero Dios no abandonó a la desesperación completa al fiel residuo que quedaba en la ciudad. Aun mientras los que despreciaban sus mensajes le vigilaban estrechamente, Jeremías recibió nuevas revelaciones concernientes a la voluntad del Cielo para perdonar y salvar, y ellas han sido desde aquellos tiempos hasta los nuestros una fuente inagotable de consuelo para la iglesia de Dios.
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Confiando firmemente en las promesas de Dios, Jeremías, por medio de una parábola en acción, ilustró delante de los habitantes de la ciudad condenada su fe inquebrantable en el cumplimiento final del propósito de Dios hacia su pueblo. En presencia de testigos, y observando cuidadosamente todas las formas legales necesarias, compró por diecisiete siclos de plata un campo ancestral situado en el pueblo cercano de Anatot.
Desde todo punto de vista humano, esta compra de tierra en un territorio ya dominado por los babilonios, parecía un acto insensato. El profeta mismo había estado prediciendo la destrucción de Jerusalén, la desolación de Judá y la completa ruina del reino. Había estado profetizando un largo período de cautiverio en la lejana Babilonia. Era ya anciano y no podía esperar beneficio personal de la compra que había hecho. Sin embargo, su estudio de las profecías registradas en las Escrituras había creado en su corazón la firme convicción de que el Señor se proponía devolver a los hijos del cautiverio su antigua posesión de la tierra prometida. Con los ojos de la fe, Jeremías vió a los desterrados regresando al cabo de los años de aflicción y ocupando de nuevo la tierra de sus padres. Mediante la compra de aquella propiedad en Anatot, quería hacer lo que podía para inspirar a otros la esperanza que tanto consuelo infundía a su propio corazón.
Habiendo firmado las escrituras de la transferencia y confirmado las contraseñas de los testigos, Jeremías encargó a su secretario Baruc: “Toma estas cartas, esta carta de venta, la sellada, y ésta la carta abierta, y ponlas en un vaso de barro, para que se guarden muchos días. Porque así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel: Aun se comprarán casas, y heredades, y viñas en esta tierra.” Jeremías 32:14, 15.
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Tan desalentadora era la perspectiva para Judá en el momento de realizarse esta transacción extraordinaria, que inmediatamente después de cumplir los detalles de la compra y los arreglos necesarios para conservar los registros escritos, se vió muy probada la fe de Jeremías, por inquebrantable que fuera antes. ¿Habría obrado presuntuosamente en su esfuerzo por alentar a Judá? En su deseo de establecer la confianza en las promesas de la palabra de Dios, ¿habría dado pie a falsas esperanzas? Hacía mucho que los que habían hecho pacto con Dios venían despreciando las disposiciones tomadas en su favor. ¿Podrían alguna vez recibir cumplimiento absoluto las promesas hechas a la nación escogida?
Lleno de perplejidad y postrado por la tristeza al ver los sufrimientos de los que se habían negado a arrepentirse de sus pecados, el profeta suplicó a Dios que le iluminara aun más acerca del propósito divino en favor de la humanidad.
Oró: “¡Oh Señor Jehová! he aquí que tú hiciste el cielo y la tierra con tu gran poder, y con tu brazo extendido, ni hay nada que sea difícil para ti: que haces misericordia en millares, y vuelves la maldad de los padres en el seno de sus hijos después de ellos: Dios grande, poderoso, Jehová de los ejércitos es su nombre: grande en consejo, y magnífico en hechos: porque tus ojos están abiertos sobre todos los caminos de los hijos de los hombres, para dar a cada uno según sus caminos, y según el fruto de sus obras: que pusiste señales y portentos en tierra de Egipto hasta este día, y en Israel, y entre los hombres; y te has hecho nombre cual es este día; y sacaste tu pueblo Israel de tierra de Egipto con señales y portentos, y con mano fuerte y brazo extendido, con terror grande; y dísteles esta tierra, de la cual juraste a sus padres que se la darías, tierra que mana leche y miel: y entraron, y poseyéronla: mas no oyeron tu voz, ni anduvieron en tu ley; nada hicieron de lo que les mandaste hacer; por tanto has hecho venir sobre ellos todo este mal.” Vers. 17-23.
Los ejércitos de Nabucodonosor estaban a punto de tomar por asalto los muros de Sión. Miles estaban pereciendo en la última defensa desesperada de la ciudad. Muchos otros millares estaban muriendo de hambre y enfermedad. La suerte de Jerusalén estaba ya sellada. Las torres de asedio de las fuerzas enemigas dominaban ya las murallas. El profeta continuó diciendo en su oración a Dios: “He aquí que con arietes han acometido la ciudad para tomarla; y la ciudad va a ser entregada en mano de los Caldeos que pelean contra ella, a causa de la espada, y del hambre y de la pestilencia: ha pues venido a ser lo que tú dijiste, y he aquí tú lo estás viendo. ¡Oh Señor Jehová! ¿y me has tú dicho: Cómprate la heredad por dinero, y pon testigos; bien que la ciudad sea entregada en manos de los Caldeos?” Vers. 24, 25.
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La oración del profeta recibió una misericordiosa respuesta. En aquella hora de angustia, cuando la fe del mensajero de verdad era probada como por fuego, “fué palabra de Jehová a Jeremías, diciendo: He aquí que yo soy Jehová, Dios de toda carne; ¿encubriráseme a mí alguna cosa?” Vers. 26, 27. La ciudad iba a caer pronto en manos de los caldeos; sus pórticos y sus palacios iban a ser quemados; y no obstante que la destrucción era inminente y los habitantes de Jerusalén iban a ser llevados cautivos, el eterno propósito de Jehová para con Israel iba a cumplirse todavía. En respuesta a la oración de su siervo, el Señor declaró acerca de aquellos sobre quienes caían sus castigos:
“He aquí que yo los juntaré de todas las tierras a las cuales los eché con mi furor, y con mi enojo y saña grande; y los haré tornar a este lugar, y harélos habitar seguramente; y me serán por pueblo, y yo seré a ellos por Dios. Y daréles un corazón, y un camino, para que me teman perpetuamente, para que hayan bien ellos, y sus hijos después de ellos. Y haré con ellos pacto eterno, que no tornaré atrás de hacerles bien, y pondré mi temor en el corazón de ellos, para que no se aparten de mí. Y alegraréme con ellos haciéndoles bien, y los plantaré en esta tierra en verdad, de todo mi corazón y de toda mi alma.
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“Porque así ha dicho Jehová: Como traje sobre este pueblo todo este grande mal, así traeré sobre ellos todo el bien que acerca de ellos hablo. Y poseerán heredad en esta tierra de la cual vosotros decís: Está desierta, sin hombres y sin animales; es entregada en manos de los Caldeos. Heredades comprarán por dinero, y harán carta, y la sellarán, y pondrán testigos, en tierra de Benjamín y en los contornos de Jerusalem, y en las ciudades de Judá: y en las ciudades de las montañas, y en las ciudades de las campiñas, y en las ciudades del mediodía: porque yo haré tornar su cautividad, dice Jehová.” Vers. 37-44.
En confirmación de estas promesas de liberación y restauración, “fué palabra de Jehová a Jeremías la segunda vez, estando él aún preso en el patio de la cárcel, diciendo:
“Así ha dicho Jehová que la hizo, Jehová que la formó para afirmarla; Jehová es su nombre: Clama a mí, y te responderé, y te enseñaré cosas grandes y dificultosas que tú no sabes. Porque así ha dicho Jehová, Dios de Israel, acerca de las casas de esta ciudad, y de las casas de los reyes de Judá, derribadas con arietes y con hachas: … He aquí que yo le hago subir sanidad y medicina; y los curaré, y les revelaré abundancia de paz y de verdad. Y haré volver la cautividad de Judá, y la cautividad de Israel, y edificarélos como al principio. Y los limpiaré de toda su maldad con que pecaron contra mí; y perdonaré todos sus pecados… Y seráme a mí por nombre de gozo, de alabanza y de gloria, entre todas las gentes de la tierra, que habrán oído todo el bien que yo les hago; y temerán y temblarán de todo el bien y de toda la paz que yo les haré.
“Así ha dicho Jehová: En este lugar, del cual decís que está desierto sin hombres y sin animales, en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalem, … voz de gozo y voz de alegría, voz de desposado y voz de desposada, voz de los que digan: Alabad a Jehová de los ejércitos, porque Jehová es bueno, porque para siempre es su misericordia; voz de los que traigan alabanza a la casa de Jehová. Porque tornaré a traer la cautividad de la tierra como al principio, ha dicho Jehová.
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“Así dice Jehová de los ejércitos: En este lugar desierto, sin hombre y sin animal, y en todas sus ciudades, aun habrá cabañas de pastores que hagan tener majada a ganados. En las ciudades de las montañas, en las ciudades de los campos, y en las ciudades del mediodía, y en tierra de Benjamín, y alrededor de Jerusalem y en las ciudades de Judá, aun pasarán ganados por las manos de los contadores, ha dicho Jehová. He aquí vienen días, dice Jehová, en que yo confirmaré la palabra buena que he hablado a la casa de Israel y a la casa de Judá.” Jeremías 33:1-14.
Así fué consolada la iglesia de Dios en una de las horas más sombrías de su largo conflicto con las fuerzas del mal. Satanás parecía haber triunfado en sus esfuerzos por destruir a Israel; pero el Señor predominaba sobre los acontecimientos del momento, y durante los años que iban a seguir, su pueblo tendría oportunidad de redimir lo pasado. Su mensaje a la iglesia fué:
“Tú pues, siervo mío Jacob, no temas, … ni te atemorices, Israel: porque he aquí que yo soy el que te salvo de lejos, y a tu simiente de la tierra de su cautividad; y Jacob tornará, y descansará y sosegará, y no habrá quien le espante. Porque yo soy contigo, dice Jehová, para salvarte… Yo haré venir sanidad para ti, y te sanaré de tus heridas.” Jeremías 30:10, 11, 17.
En el momento alegre de la restauración, las tribus del dividido Israel habrían de ser reunidas como un solo pueblo. El Señor iba a ser reconocido como príncipe sobre “todos los linajes de Israel.” Declaró él: “Y ellos me serán a mí por pueblo… Regocijaos en Jacob con alegría, y dad voces de júbilo a la cabeza de gentes; haced oir, alabad, y decid: Oh Jehová, salva tu pueblo, el resto de Israel. He aquí yo los vuelvo de tierra del aquilón, y los juntaré de los fines de la tierra, y entre ellos ciegos y cojos… Irán con lloro, mas con misericordias los haré volver, y harélos andar junto a arroyos de aguas, por camino derecho en el cual no tropezarán: porque soy a Israel por padre, y Ephraim es mi primogénito.” Jeremías 31:1, 7-9.
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Humillados ante las naciones, los que una vez habían sido reconocidos como más favorecidos del Cielo que todos los demás pueblos de la tierra iban a aprender en el destierro la lección de obediencia tan necesaria para su felicidad futura. Mientras no aprendiesen dicha lección, Dios no podía hacer por ellos todo lo que deseaba hacer. “Te castigaré con juicio, y no te talaré del todo” (Jeremías 30:11), declaró al explicar el propósito que tenía al castigarlos para su bien espiritual. Sin embargo, los que habían sido objeto de su tierno amor no quedaron desechados para siempre; y delante de todas las naciones de la tierra iba a demostrar su plan para sacar victoria de la derrota aparente, su plan de salvar más bien que de destruir. Al profeta fué dado el mensaje:
“El que esparció a Israel lo juntará y guardará, como pastor a su ganado. Porque Jehová redimió a Jacob, redimiólo de mano del más fuerte que él. Y vendrán, y harán alabanzas en lo alto de Sión, y correrán al bien de Jehová, al pan, y al vino, y al aceite, y al ganado de las ovejas y de las vacas; y su alma será como huerto de riego, ni nunca más tendrán dolor… Y su lloro tornaré en gozo, y los consolaré, y los alegraré de su dolor. Y el alma del sacerdote embriagaré de grosura, y será mi pueblo saciado de mi bien, dice Jehová…
“Así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel: Aun dirán esta palabra en la tierra de Judá y en sus ciudades, cuando yo convertiré su cautiverio: Jehová te bendiga, oh morada de justicia, oh monte santo. Y morarán allí Judá, y también en todas sus ciudades labradores, y los que van con rebaño. Porque habré embriagado el alma cansada, y henchido toda alma entristecida…
“He aquí vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Jacob y con la casa de Judá: no como el pacto que hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de tierra de Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto, bien que fuí yo un marido para ellos, dice Jehová: mas éste es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en sus entrañas, y escribiréla en sus corazones; y seré yo a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo. Y no enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce a Jehová: porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande, dice Jehová: porque perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado.” Jeremías 31:10-34.