Este capítulo está basado en Daniel 4.
Aunque exaltado hasta el pináculo de los honores mundanales y reconocido por la Inspiración misma como “rey de reyes” (Ezequiel 26:7), Nabucodonosor había atribuído a veces la gloria de su reino y el esplendor de su reinado al favor de Jehová. Fué lo que sucedió después del sueño de la gran imagen. Su espíritu sintió la profunda influencia de esa visión y del pensamiento de que el Imperio Babilónico, por universal que fuera, iba a caer finalmente y otros reinos ejercerían el dominio, hasta que al fin todas las potencias terrenales cedieran su lugar a un reino establecido por el Dios del cielo para nunca ser destruido.
Más tarde, Nabucodonosor perdió de vista el noble concepto que tenía del propósito de Dios concerniente a las naciones. Sin embargo, cuando su espíritu orgulloso fué humillado ante la multitud en la llanura de Dura, reconoció una vez más que el reino de Dios es “sempiterno, y su señorío hasta generación y generación.” A pesar de ser idólatra por nacimiento y educación, y de hallarse a la cabeza de un pueblo idólatra, tenía un sentido innato de la justicia y de lo recto, y Dios podía usarle como instrumento para castigar a los rebeldes y para cumplir el propósito divino. Con la ayuda de “los fuertes de las gentes” (Ezequiel 28:7), le fué dado a Nabucodonosor, después de años de pacientes y cansadores esfuerzos, conquistar Tiro; Egipto también cayó presa de sus ejércitos victoriosos; y mientras añadía una nación tras otra al reino babilónico, aumentaba su fama como el mayor gobernante de la época.
No es sorprendente que en su prosperidad un monarca tan ambicioso y orgulloso, se sintiera tentado a desviarse de la senda de la humildad, la única que lleva a la verdadera grandeza. Durante los intervalos entre sus guerras de conquista, pensó mucho en el fortalecimiento y embellecimiento de su capital, hasta que al fin la ciudad de Babilonia vino a ser la gloria principal de su reino, “la ciudad codiciosa del oro,” “que era alabada por toda la tierra.” Su pasión como constructor, y su señalado éxito al hacer de Babilonia una de las maravillas del mundo, halagaron su orgullo al punto de poner en grave peligro sus realizaciones como sabio gobernante a quien Dios pudiera continuar usando como instrumento para la ejecución del propósito divino.
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En su misericordia, Dios dió al rey otro sueño, para advertirle del riesgo que corría y del lazo que se le tendía para arruinarlo. En una visión de noche, Nabucodonosor vió un árbol gigantesco que crecía en medio de la tierra, cuya copa se elevaba hasta los cielos, y cuyas ramas se extendían hasta los fines de la tierra. Los rebaños de las montañas y de las colinas hallaban refugio a su sombra, y las aves del aire construían sus nidos en sus ramas. “Su copa era hermosa, y su fruto en abundancia, y para todos había en él mantenimiento… Y manteníase de él toda carne.”
Mientras el rey contemplaba ese grandioso árbol, vió que “un vigilante y santo” se acercaba al árbol, y a gran voz clamaba:
“Cortad el árbol, y desmochad sus ramas, derribad su copa, y derramad su fruto: váyanse las bestias que están debajo de él, y las aves de sus ramas. Mas la cepa de sus raíces dejaréis en la tierra, y con atadura de hierro y de metal entre la hierba del campo; y sea mojado con el rocío del cielo, y su parte con las bestias en la hierba de la tierra. Su corazón sea mudado de corazón de hombre, y séale dado corazón de bestia, y pasen sobre él siete tiempos. La sentencia es por decreto de los vigilantes, y por dicho de los santos la demanda: para que conozcan los vivientes que el Altísimo se enseñorea del reino de los hombres, y que a quien él quiere lo da, y constituye sobre él al más bajo de los hombres.”
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Muy perturbado por el sueño, que era evidentemente una predicción de cosas adversas, el rey lo relató a los “magos, astrólogos, Caldeos, y adivinos;” pero, aunque el sueño era muy explícito, ninguno de los sabios pudo interpretarlo. Una vez más, en esa nación idólatra, debía atestiguarse el hecho de que únicamente los que aman y temen a Dios pueden comprender los misterios del reino de los cielos. En su perplejidad, el rey mandó llamar a su siervo Daniel, hombre estimado por su integridad, constancia y sabiduría sin rival.
Cuando Daniel, en respuesta a la convocación real, estuvo en presencia del rey, Nabucodonosor le dijo: “Beltsasar, príncipe de los magos, ya que he entendido que hay en ti espíritu de los dioses santos, y que ningún misterio se te esconde, exprésame las visiones de mi sueño que he visto, y su declaración.” Después de relatar el sueño, Nabucodonosor dijo: “Tú pues, Beltsasar, dirás la declaración de él, porque todos los sabios de mi reino nunca pudieron mostrarme su interpretación: mas tú puedes, porque hay en ti espíritu de los dioses santos.”
Para Daniel el significado del sueño era claro, y le alarmó. “Estuvo callando casi una hora, y sus pensamientos lo espantaban.” Viendo la vacilación y la angustia de Daniel, el rey expresó su simpatía hacia su siervo. Dijo: “Beltsasar, el sueño ni su declaración no te espante.”
Daniel contestó: “Señor mío, el sueño sea para tus enemigos, y su declaración para los que mal te quieren.” El profeta comprendía que Dios le imponía el deber de revelar a Nabucodonosor el castigo que iba a caer sobre él por causa de su orgullo y arrogancia. Daniel debía interpretar el sueño en un lenguaje que el rey pudiese comprender; y aunque su terrible significado le había hecho vacilar en mudo asombro, sabía que debía declarar la verdad, cualesquiera que fuesen las consecuencias para sí.
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Entonces Daniel dió a conocer el mandato del Todopoderoso. Dijo: “El árbol que viste, que crecía y se hacía fuerte, y que su altura llegaba hasta el cielo, y su vista por toda la tierra; y cuya copa era hermosa, y su fruto en abundancia, y que para todos había mantenimiento en él; debajo del cual moraban las bestias del campo, y en sus ramas habitaban las aves del cielo, tú mismo eres, oh rey, que creciste, y te hiciste fuerte, pues creció tu grandeza, y ha llegado hasta el cielo, y tu señorío hasta el cabo de la tierra.
“Y cuanto a lo que vió el rey, un vigilante y santo que descendía del cielo, y decía: Cortad el árbol y destruidlo: mas la cepa de sus raíces dejaréis en la tierra, y con atadura de hierro y de metal en la hierba del campo; y sea mojado con el rocío del cielo, y su parte sea con las bestias del campo, hasta que pasen sobre él siete tiempos: esta es la declaración, oh rey, y la sentencia del Altísimo, que ha venido sobre el rey mi señor: que te echarán de entre los hombres, y con las bestias del campo será tu morada, y con hierba del campo te apacentarán como a los bueyes, y con rocío del cielo serás bañado; y siete tiempos pasarán sobre ti, hasta que entiendas que el Altísimo se enseñorea en el reino de los hombres, y que a quien él quisiere lo dará. Y lo que dijeron, que dejasen en la tierra la cepa de las raíces del mismo árbol, significa que tu reino se te quedará firme, luego que entiendas que el señorío es en los cielos.”
Habiendo interpretado fielmente el sueño, Daniel rogó al orgulloso monarca que se arrepintiese y se volviese a Dios, para que haciendo el bien evitase la calamidad que le amenazaba. Suplicó el profeta: “Por tanto, oh rey, aprueba mi consejo, y redime tus pecados con justicia, y tus iniquidades con misericordias para con los pobres; que tal vez será eso una prolongación de tu tranquilidad.”
Por un tiempo la impresión que habían hecho la amonestación y el consejo del profeta fué profunda en el ánimo de Nabucodonosor; pero el corazón que no ha sido transformado por la gracia de Dios no tarda en perder las impresiones del Espíritu Santo. La complacencia propia y la ambición no habían sido desarraigadas todavía del corazón del rey, y más tarde volvieron a aparecer. A pesar de las instrucciones que le fueron dadas tan misericordiosamente, y a pesar de las advertencias que representaban las cosas que le habían sucedido antes, Nabucodonosor volvió a dejarse dominar por un espíritu de celos contra los reinos que iban a seguir. Su gobierno, que hasta entonces había sido en buena medida justo y misericordioso, se volvió opresivo. Endureciendo su corazón, usó los talentos que Dios le había dado para glorificarse a sí mismo, y para ensalzarse sobre el Dios que le había dado la vida y el poder.
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El juicio de Dios se demoró durante meses; pero en vez de ser inducido al arrepentimiento por esta paciencia divina, el rey alentó su orgullo hasta perder confianza en la interpretación del sueño, y burlarse de sus temores anteriores.
Un año después de haber recibido la advertencia, mientras Nabucodonosor andaba en su palacio y pensaba con orgullo en su poder como gobernante y en sus éxitos como constructor, exclamó: “¿No es ésta la gran Babilonia, que yo edifiqué para casa del reino, con la fuerza de mi poder, y para gloria de mi grandeza?”
Estando aún en los labios del rey la jactanciosa pregunta, una voz del cielo anunció que había llegado el tiempo señalado por Dios para el castigo. En sus oídos cayó la orden de Jehová: “A ti dicen, rey Nabucodonosor; el reino es traspasado de ti: y de entre los hombres te echan, y con las bestias del campo será tu morada, y como a los bueyes te apacentarán: y siete tiempos pasarán sobre ti, hasta que conozcas que el Altísimo se enseñorea en el reino de los hombres, y a quien él quisiere lo da.”
En un momento le fué quitada la razón que Dios le había dado; el juicio que el rey consideraba perfecto, la sabiduría de la cual se enorgullecía, desaparecieron y se vió que el que antes era gobernante poderoso estaba loco. Su mano ya no podía empuñar el cetro. Los mensajes de advertencia habían sido despreciados; y ahora, despojado del poder que su Creador le había dado, y ahuyentado de entre los hombres, Nabucodonosor “comía hierba como los bueyes, y su cuerpo se bañaba con el rocío del cielo, hasta que su pelo creció como de águila, y sus uñas como de aves.”
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Durante siete años, Nabucodonosor fué el asombro de todos sus súbditos; durante siete años fué humillado delante de todo el mundo. Al cabo de ese tiempo, la razón le fué devuelta, y mirando con humildad hacia el Dios del cielo, reconoció en su castigo la intervención de la mano divina. En una proclamación pública, confesó su culpa, y la gran misericordia de Dios al devolverle la razón. Dijo: “Mas al fin del tiempo yo Nabucodonosor alcé mis ojos al cielo, y mi sentido me fué vuelto; y bendije al Altísimo, y alabé y glorifiqué al que vive para siempre; porque su señorío es sempiterno, y su reino por todas las edades. Y todos los moradores de la tierra por nada son contados: y en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, hace según su voluntad: ni hay quien estorbe su mano, y le diga: ¿Qué haces?
“En el mismo tiempo mi sentido me fué vuelto, y la majestad de mi reino, mi dignidad y mi grandeza volvieron a mí, y mis gobernadores y mis grandes me buscaron; y fuí restituído a mi reino, y mayor grandeza me fué añadida.”
El que fuera una vez un orgulloso monarca había llegado a ser humilde hijo de Dios; el gobernante tiránico e intolerante, era un rey sabio y compasivo. El que había desafiado al Dios del cielo y blasfemado contra él, reconocía ahora el poder del Altísimo, y procuraba fervorosamente promover el temor de Jehová y la felicidad de sus súbditos. Bajo la reprensión de Aquel que es Rey de reyes y Señor de señores, Nabucodonosor había aprendido por fin la lección que necesitan aprender todos los gobernantes, a saber que la verdadera grandeza consiste en ser verdaderamente buenos. Reconoció a Jehová como el Dios viviente, diciendo: “Ahora yo Nabucodonosor alabo, engrandezco y glorifico al Rey del cielo, porque todas sus obras son verdad, y sus caminos juicio; y humillar puede a los que andan con soberbia.”
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Estaba ahora cumplido el propósito de Dios, de que el mayor reino del mundo manifestase sus alabanzas. La proclamación pública, en la cual Nabucodonosor reconoció la misericordia, la bondad y la autoridad de Dios, fué el último acto de su vida que registra la historia sagrada.