Profetas y Reyes: Capítulo 46 – “Los profetas de Dios que les ayudaban”

Cerca de los israelitas que se habían dedicado a la tarea de reedificar el templo, moraban los samaritanos, raza mixta que provenía de los casamientos entre los colonos paganos oriundos de las provincias de Asiria y el residuo de las diez tribus que había quedado en Samaria y Galilea. En años ulteriores los samaritanos aseveraron que adoraban al verdadero Dios; pero en su corazón y en la práctica eran idólatras. Sostenían, es cierto, que sus ídolos no tenían otro objeto que recordarles al Dios vivo, Gobernante del universo; pero el pueblo era propenso a reverenciar imágenes talladas.

Durante la época de la restauración, estos samaritanos se dieron a conocer como “enemigos de Judá y de Benjamín.” Oyendo “que los venidos de la cautividad edificaban el templo de Jehová Dios de Israel, llegáronse a Zorobabel, y a los cabezas de los padres,” y expresaron el deseo de participar con ellos en esa construcción. Propusieron: “Edificaremos con vosotros, porque como vosotros buscaremos a vuestro Dios, y a él sacrificamos desde los días de Esar-haddón rey de Asiria, que nos hizo subir aquí.” Pero lo que solicitaban, les fué negado. “No nos conviene edificar con vosotros casa a nuestro Dios—declararon los dirigentes israelitas,—sino que nosotros solos la edificaremos a Jehová Dios de Israel, como nos mandó el rey Ciro, rey de Persia.” Esdras 4:1-3.

Eran tan sólo un residuo los que habían decidido regresar de Babilonia; y ahora al emprender una obra que aparentemente superaba sus fuerzas, sus vecinos más cercanos vinieron a ofrecerles ayuda. Los samaritanos se refirieron a la adoración que tributaban al Dios verdadero, y expresaron el deseo de participar en los privilegios y bendiciones relacionados con el servicio del templo. Declararon: “Como vosotros buscaremos a vuestro Dios.” “Edificaremos con vosotros.” Sin embargo, si los caudillos judíos hubiesen aceptado este ofrecimiento de ayuda, habrían abierto la puerta a la idolatría. Supieron discernir la falta de sinceridad de los samaritanos. Comprendieron que la ayuda obtenida por una alianza con aquellos hombres sería insignificante, comparada con la bendición que podían esperar si seguían las claras órdenes de Jehová.

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Acerca de la relación que Israel debía sostener con los pueblos circundantes, el Señor había declarado por Moisés: “No harás con ellos alianza, ni las tomarás a merced. Y no emparentarás con ellos: … porque desviará a tu hijo de en pos de mí, y servirán a dioses ajenos; y el furor de Jehová se encenderá sobre vosotros, y te destruirá presto.” “Porque eres pueblo santo a Jehová tu Dios, y Jehová te ha escogido para que le seas un pueblo singular de entre todos los pueblos que están sobre la haz de la tierra.” Deuteronomio 7:2-4; 14:2.

Fué claramente predicho el resultado que tendría el hacer pactos con las naciones circundantes. Moisés había declarado: “Jehová te esparcirá por todos los pueblos, desde el un cabo de la tierra hasta el otro cabo de ella; y allí servirás a dioses ajenos que no conociste tú ni tus padres, al leño y a la piedra. Y ni aun entre las mismas gentes descansarás, ni la planta de tu pie tendrá reposo; que allí te dará Jehová corazón temeroso, y caimiento de ojos, y tristeza de alma: y tendrás tu vida como colgada delante de ti, y estarás temeroso de noche y de día, y no confiarás de tu vida. Por la mañana dirás: ¡Quién diera fuese la tarde! y a la tarde dirás: ¡Quién diera fuese la mañana! por el miedo de tu corazón con que estarás amedrentado, y por lo que verán tus ojos.” Pero la promesa había sido: “Mas si desde allí buscares a Jehová tu Dios, lo hallarás, si lo buscares de todo tu corazón y de toda tu alma.” Deuteronomio 28:64-67; 4:29.

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Zorobabel y sus asociados conocían estas escrituras y muchas otras parecidas; en el cautiverio reciente habían tenido evidencia tras evidencia de su cumplimiento. Y ahora, habiéndose arrepentido de los males que habían atraído sobre ellos y sus padres los castigos predichos tan claramente por Moisés; habiendo vuelto con todo su corazón a Dios y renovado su pacto con él, se les había permitido regresar a Judea, para que pudieran restaurar lo que había sido destruido. ¿Debían, en el mismo comienzo de su empresa, hacer un pacto con los idólatras?

“No harás con ellos alianza,” había dicho el Señor; y los que últimamente habían vuelto a dedicarse al Señor ante el altar erigido frente a las ruinas de su templo comprendieron que la raya de demarcación entre su pueblo y el mundo debe mantenerse siempre inequívocamente bien trazada. Se negaron a formar alianza con los que, si bien conocían los requerimientos de la ley de Dios, no querían admitir su vigencia.

Los principios presentados en el libro de Deuteronomio para la instrucción de Israel deben ser seguidos por el pueblo de Dios hasta el fin del tiempo. La verdadera prosperidad depende de que continuemos fieles a nuestro pacto con Dios. Nunca podemos correr el riesgo de sacrificar los principios aliándonos con los que no le temen.

Existe un peligro constante de que los que profesan ser cristianos lleguen a pensar que a fin de ejercer influencia sobre los mundanos, deben conformarse en cierta medida al mundo. Sin embargo, aunque una conducta tal parezca ofrecer grandes ventajas, acaba siempre en pérdida espiritual. El pueblo de Dios debe precaverse estrictamente contra toda influencia sutil que procure infiltrarse por medio de los halagos provenientes de los enemigos de la verdad. Sus miembros son peregrinos y advenedizos en este mundo, y recorren una senda en la cual les acechan peligros. No deben prestar atención a los subterfugios ingeniosos e incentivos seductores destinados a desviarlos de su fidelidad.

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No son los enemigos abiertos y confesados de la causa de Dios los que son más de temer. Los que, como los adversarios de Judá y Benjamín, se presentan con palabras agradables, y aparentan procurar una alianza amistosa con los hijos de Dios, son los que tienen el mayor poder para engañar. Toda alma debe estar en guardia contra los tales, no sea que la sorprenda desprevenida alguna trampa cuidadosamente escondida. Y es especialmente hoy, mientras la historia de esta tierra llega a su fin, cuando el Señor requiere de sus hijos una vigilancia incesante. Aunque el conflicto no acaba nunca, nadie necesita luchar solo. Los ángeles ayudan y protegen a los que andan humildemente delante de Dios. Nunca traicionará el Señor al que confía en él. Cuando sus hijos se acercan a él en busca de protección contra el mal, él levanta con misericordia y amor un estandarte contra el enemigo. Dice: No los toques; porque son míos. Tengo sus nombres esculpidos en las palmas de mis manos.

Incansables en su oposición, los samaritanos debilitaban “las manos del pueblo de Judá, y los arredraban de edificar. Cohecharon además contra ellos consejeros para disipar su consejo, todo el tiempo de Ciro rey de Persia, y hasta el reinado de Darío rey de Persia.” Esdras 4:4, 5. Mediante informes mentirosos despertaron sospechas en espíritus que con facilidad se dejaban llevar a sospechar. Pero durante muchos años las potestades del mal fueron mantenidas en jaque, y el pueblo de Judea tuvo libertad para continuar su obra.

Mientras Satanás estaba procurando influir en las más altas potestades del reino de Medo-Persia para que mirasen con desagrado al pueblo de Dios, había ángeles que obraban en favor de los desterrados. Todo el cielo estaba interesado en la controversia. Por intermedio del profeta Daniel se nos permite vislumbrar algo de esta lucha poderosa entre las fuerzas del bien y las del mal. Durante tres semanas Gabriel luchó con las potestades de las tinieblas, procurando contrarrestar las influencias que obraban sobre el ánimo de Ciro; y antes que terminara la contienda, Cristo mismo acudió en auxilio de Gabriel. Este declara: “El príncipe del reino de Persia se puso contra mí veintiún días: y he aquí, Miguel, uno de los principales príncipes, vino para ayudarme, y yo quedé allí con los reyes de Persia.” Daniel 10:13. Todo lo que podía hacer el cielo en favor del pueblo de Dios fué hecho. Se obtuvo finalmente la victoria; las fuerzas del enemigo fueron mantenidas en jaque mientras gobernaron Ciro y su hijo Cambises, quien reinó unos siete años y medio.

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Fué un tiempo de oportunidades maravillosas para los judíos. Las personalidades más altas del cielo obraban sobre los corazones de los reyes, y al pueblo de Dios le tocaba trabajar con la máxima actividad para cumplir el decreto de Ciro. No debiera haber escatimado esfuerzo para restaurar el templo y sus servicios ni para restablecerse en sus hogares de Judea. Pero mientras se manifestaba el poder de Dios, muchos carecieron de buena voluntad. La oposición de sus enemigos era enérgica y resuelta, y gradualmente los constructores se descorazonaron. Algunos de ellos no podían olvidar la escena ocurrida cuando, al colocarse la piedra angular, muchos habían expresado su falta de confianza en la empresa. Y a medida que se envalentonaban más los samaritanos, muchos de los judíos se preguntaban si, a fin de cuentas, había llegado el momento de reedificar. Este sentimiento no tardó en difundirse. Muchos de los obreros, desalentados y abatidos, volvieron a sus casas, para dedicarse a las actividades comunes de la vida.

La obra del templo progresó lentamente durante el reinado de Cambises. Y durante el reinado del falso Esmerdis (llamado Artajerjes en Esdras 4:7), los samaritanos indujeron al impostor sin escrúpulos a que promulgara un decreto para prohibir a los judíos que reconstruyeran su templo y su ciudad.

Durante más de un año quedó descuidado y casi abandonado el trabajo del templo. La gente habitaba sus casas, y se esforzaba por alcanzar prosperidad temporal; pero su situación era deplorable. Por mucho que trabajase, no prosperaba. Los mismos elementos de la naturaleza parecían conspirar contra ella. Debido a que había dejado el templo asolado, el Señor mandó una sequía que marchitaba sus bienes. Dios les había concedido los frutos del campo y de la huerta, el cereal, el vino y el aceite, como pruebas de su favor; pero en vista de que habían usado tan egoístamente estos dones de su bondad, les fueron quitadas las bendiciones.

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Tales eran las condiciones durante la primera parte del reinado de Darío Histaspes. Tanto espiritual como temporalmente, los israelitas estaban en una situación lastimera. Tanto tiempo habían murmurado y dudado; tanto tiempo habían dado la preferencia a sus intereses personales mientras miraban con apatía el templo del Señor en ruinas, que habían perdido de vista el propósito que había tenido Dios al hacerlos volver a Judea y decían: “No es aún venido el tiempo, el tiempo de que la casa de Jehová sea reedificada.” Hageo 1:2.

Pero aun en esa hora sombría había esperanza para los que confiaban en Dios. Los profetas Ageo y Zacarías fueron suscitados para hacer frente a la crisis. En sus testimonios conmovedores, esos mensajeros revelaron al pueblo la causa de sus dificultades. Declararon que la falta de prosperidad temporal se debía a que no se había dado el primer lugar a los intereses de Dios. Si los israelitas hubiesen honrado a Dios, si le hubiesen manifestado el respeto y la cortesía que le debían, haciendo de la edificación de su casa su primer trabajo, le habrían invitado a estar presente y a bendecirlos.

A los que se habían desalentado, Ageo dirigió la escrutadora pregunta: “¿Es para vosotros tiempo, para vosotros, de morar en vuestras casas enmaderadas, y esta casa está desierta? Pues así ha dicho Jehová de los ejércitos: Pensad bien sobre vuestros caminos.” ¿Por qué habéis hecho tan poco? ¿Por qué os preocupáis de vuestras propias construcciones, y os despreocupáis de la edificación para el Señor? ¿Dónde está el celo que sentíais antes para restaurar la casa del Señor? ¿Qué habéis ganado sirviéndoos a vosotros mismos? El deseo de escapar a la pobreza os ha inducido a descuidar el templo, pero esta negligencia os ha acarreado lo que temíais. “Sembráis mucho, y encerráis poco; coméis y no os hartáis; bebéis, y no os saciáis; os vestís, y no os calentáis; y el que anda a jornal recibe su jornal en trapo horadado.” Hageo 1:4-6.

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Y luego, con palabras que no podían dejar de comprender, el Señor les reveló la causa de la estrechez en que se veían: “Buscáis mucho, y halláis poco; y encerráis en casa, y soplo en ello. ¿Por qué? dice Jehová de los ejércitos. Por cuanto mi casa está desierta, y cada uno de vosotros corre a su propia casa. Por eso se detuvo de los cielos sobre vosotros la lluvia, y la tierra detuvo sus frutos. Y llamé la sequedad sobre esta tierra, y sobre los montes, y sobre el trigo, y sobre el vino, y sobre el aceite, y sobre todo lo que la tierra produce, y sobre los hombres y sobre las bestias, y sobre todo trabajo de manos.” Vers. 9-11.

El Señor los instó así: “Meditad sobre vuestos caminos. Subid al monte, y traed madera, y reedificad la casa; y pondré en ella mi voluntad, y seré honrado.” Vers. 7, 8.

Los consejos y reprensiones contenidos en el mensaje dado por Ageo fueron escuchados por los dirigentes y el pueblo de Israel. Comprendieron el fervor con que Dios los trataba. No se atrevían a despreciar las instrucciones que les enviara repetidamente, acerca de que su prosperidad temporal y espiritual dependía de que obedeciesen fielmente a los mandamientos de Dios. Incitados por las advertencias del profeta, obedecieron Zorobabel y Josué “y todo el demás pueblo, la voz de Jehová su Dios, y las palabras del profeta Haggeo.” Vers. 12.

Tan pronto como Israel decidió obedecer, las palabras de reprensión fueron seguidas por un mensaje de aliento. “Haggeo … habló … al pueblo, diciendo: Yo soy con vosotros, dice Jehová. Y despertó Jehová el espíritu de Zorobabel,” el de Josué y el “de todo el resto del pueblo: y vinieron e hicieron obra en la casa de Jehová de los ejércitos, su Dios.” Vers. 13, 14.

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En menos de un mes después que se reanudara el trabajo en el templo, los constructores recibieron otro mensaje alentador. El Señor mismo envió estas instancias por su profeta: “Pues ahora, Zorobabel, esfuérzate, dice Jehová; esfuérzate también Josué, … y cobra ánimo, pueblo todo de la tierra, dice Jehová, y obrad: porque yo soy con vosotros, dice Jehová de los ejércitos.” Hageo 2:4.

A Israel acampado al pie del Sinaí el Señor había declarado: “Habitaré entre los hijos de Israel, y seré su Dios. Y conocerán que yo soy Jehová su Dios, que los saqué de la tierra de Egipto, para habitar en medio de ellos: Yo Jehová su Dios.” Éxodo 29:45, 46. Y ahora, a pesar de que repetidas veces “fueron rebeldes, e hicieron enojar su Espíritu Santo” (Isaías 63:10), el Señor les extendió una vez más la mano para salvarlos, mediante los mensajes de su profeta. En reconocimiento de la cooperación que daban a su propósito, les renovó su pacto y promesa de que su Espíritu habitaría entre ellos, y les recomendó: “No temáis.”

Hoy también el Señor declara a sus hijos: “Esfuérzate, … y obrad: porque yo soy con vosotros.” El creyente tiene siempre en el Señor a un poderoso auxiliador. Tal vez no sepamos cómo nos ayuda; pero esto sabemos: Nunca falta su ayuda para aquellos que ponen su confianza en él. Si los cristianos pudieran saber cuántas veces el Señor ordenó su camino, para que los propósitos del enemigo acerca de ellos no se cumplieran, no seguirían tropezando y quejándose. Su fe se estabilizaría en Dios, y ninguna prueba podría moverlos. Le reconocerían como su sabiduría y eficiencia, y él haría que se cumpliese lo que él desea obrar por su medio.

Las fervientes súplicas y palabras de aliento dadas por medio de Ageo fueron recalcadas y ampliadas por Zacarías, a quien Dios suscitó al lado de aquél para que también instara a Israel a cumplir la orden de levantarse y edificar. El primer mensaje de Zacarías expresó la seguridad de que nunca deja de cumplirse la palabra de Dios, y prometió bendiciones a aquellos que escuchasen la segura palabra profética.

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Aunque sus campos estaban incultos y sus escasas provisiones se agotaban rápidamente, a pesar de que estaban rodeados por pueblos hostiles, los israelitas avanzaron por la fe, en respuesta al llamamiento de los mensajeros de Dios, y trabajaron diligentemente para reedificar el templo en ruinas. Era un trabajo que requería una firme confianza en Dios. Mientras el pueblo procuraba hacer su parte y obtener una renovación de la gracia de Dios en su corazón y en su vida, le fué dado un mensaje tras otro por medio de Ageo y Zacarías, para asegurarle que su fe tendría rica recompensa y que las palabras de Dios acerca de la gloria futura del templo cuyos muros se estaban levantando no dejarían de cumplirse. En ese mismo edificio se vería, vencido el plazo, al Deseado de todas las gentes como Maestro y Salvador de la humanidad.

No se dejó por tanto a los constructores luchar solos; estaban “con ellos los profetas de Dios que les ayudaban” (Esdras 5:2); y el mismo Jehová de los ejércitos había dicho: “Esfuérzate, … y obrad: porque yo soy con vosotros.” Hageo 2:4.

El sentido arrepentimiento y la resolución de avanzar por la fe atrajeron la promesa de prosperidad temporal. El Señor declaró: “Mas desde aqueste día daré bendición.” Vers. 19.

Fué dado un mensaje preciosísimo a Zorobabel, su conductor, que había sido muy probado durante todos los años que habían transcurrido desde el regreso de Babilonia. Declaró el Señor que llegaba el día cuando todos los enemigos de su pueblo escogido serían derribados. “En aquel día, dice Jehová de los ejércitos, te tomaré, oh Zorobabel, hijo de Sealtiel, siervo mío, … y ponerte he como anillo de sellar: porque yo te escogí.” Vers. 23. Ya podía el gobernador de Israel ver el significado de la providencia que le había hecho pasar por desalientos y perplejidades; podía discernir en todo ello el propósito de Dios.

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Este mensaje personal dirigido a Zorobabel fué registrado para alentar a los hijos de Dios en toda época. Al enviar pruebas a sus hijos, Dios tiene un propósito. Nunca los conduce por otro camino que el que elegirían si pudiesen ver el fin desde el principio y discernir la gloria del propósito que están cumpliendo. Todo lo que les impone como prueba tiene por fin fortalecerlos para obrar y sufrir para él.

Los mensajes comunicados por Ageo y Zacarías incitaron al pueblo a hacer todo esfuerzo posible para reedificar el templo; pero mientras trabajaban, fueron acosados por los samaritanos y otros, que idearon muchas obstrucciones. En una ocasión, los funcionarios provinciales del reino medo-persa visitaron a Jerusalén y preguntaron quién había autorizado la reedificación. Si en esa ocasión los judíos no hubiesen confiado en la dirección de Dios, esta averiguación podría haberles resultado desastrosa. “Mas los ojos de su Dios fueron sobre los ancianos de los Judíos, y no les hicieron cesar hasta que el negocio viniese a Darío.” Esdras 5:5. La respuesta que recibieron los funcionarios fué tan prudente que decidieron escribir una carta a Darío Histaspes, quien reinaba entonces en Medo-Persia, para recordarle el decreto original que diera Ciro al ordenar que la casa de Dios en Jerusalén fuese reedificada y que los gastos que entrañara fuesen cubiertos por la tesorería del rey.

Darío buscó ese decreto, lo encontró, y dió luego a los que habían hecho las preguntas la orden de permitir que procediera la reconstrucción del templo. Mandó: “Dejad la obra de la casa de este Dios al principal de los Judíos, y a sus ancianos, para que edifiquen la casa de este Dios en su lugar.

“Y por mí es dado mandamiento de lo que habéis de hacer con los ancianos de estos Judíos, para edificar la casa de este Dios: que de la hacienda del rey, que tiene del tributo de la parte allá del río, los gastos sean dados luego a aquellos varones, para que no cesen. Y lo que fuere necesario, becerros y carneros y corderos, para holocaustos al Dios del cielo, trigo, sal, vino y aceite, conforme a lo que dijeren los sacerdotes que están en Jerusalén, déseles cada un día sin obstáculo alguno; para que ofrezcan olores de holganza al Dios del cielo, y oren por la vida del rey y por sus hijos.” Esdras 6:7-10.

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En adición el rey decretó severos castigos para los que, de cualquier manera que fuese, alteraran el decreto; y terminó con esta notable declaración: “Y el Dios que hizo habitar allí su nombre, destruya todo rey y pueblo que pusiere su mano para mudar o destruir esta casa de Dios, la cual está en Jerusalem. Yo Darío puse el decreto: sea hecho prestamente.” Vers. 12. Así preparó el Señor las circunstancias para la terminación del templo.

Durante meses, antes que se promulgase este decreto, los israelitas habían seguido trabajando por la fe, y los profetas de Dios habían seguido ayudándoles por medio de mensajes oportunos que recordaban a los trabajadores el propósito divino en favor de Israel. Dos meses después que fuera entregado el último mensaje que se haya registrado como procedente de Ageo, Zacarías tuvo una serie de visiones relativas a la obra de Dios en la tierra. Esos mensajes, dados en forma de parábolas y símbolos, llegaron en tiempo de gran incertidumbre y ansiedad, y fueron de particular significado para los hombres que avanzaban en nombre del Dios de Israel. Les parecía a los dirigentes que el permiso concedido a los judíos para reedificar estaba por serles retirado, y el futuro se les presentaba muy sombrío. Dios vió que su pueblo necesitaba ser sostenido y alentado por una revelación de su compasión y amor infinitos.

Zacarías oyó en visión al ángel del Señor preguntar: “Oh Jehová de los ejércitos, ¿hasta cuándo no tendrás piedad de Jerusalem, y de las ciudades de Judá, con las cuales has estado airado por espacio de setenta años? Y Jehová respondió buenas palabras—declaró Zacarías,—palabras consolatorias a aquel ángel que hablaba conmigo.

“Y díjome el ángel que hablaba conmigo: Clama diciendo: Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Celé a Jerusalem y a Sión con gran celo: y con gran enojo estoy airado contra las gentes que están reposadas; porque yo estaba enojado un poco, y ellos ayudaron para el mal. Por tanto, así ha dicho Jehová: Yo me he tornado a Jerusalem con miseraciones; en ella será edificada mi casa, … y la plomada será tendida sobre Jerusalem.” Zacarías 1:12-16.

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Se le indicó luego al profeta que debía predecir: “Así dice Jehová de los ejércitos: Aun serán ensanchadas mis ciudades por la abundancia del bien; y aun consolará Jehová a Sión, y escogerá todavía a Jerusalem.” Vers. 17.

A continuación Zacarías vió, bajo el símbolo de cuatro cuernos, las potencias que “aventaron a Judá, a Israel, y a Jerusalem.” Inmediatamente después vió a cuatro carpinteros que representaban los instrumentos usados por el Señor para restaurar a su pueblo y su casa de culto. Vers. 18-21.

Zacarías dijo: “Alcé después mis ojos, y miré, y he aquí un varón que tenía en su mano un cordel de medir. Y díjele: ¿A dónde vas? Y él me respondió: A medir a Jerusalem, para ver cuánta es su anchura y cuánta su longitud. Y he aquí, salía aquel ángel que hablaba conmigo, y otro ángel le salió al encuentro, y díjole: Corre, habla a este mozo, diciendo: Sin muros será habitada Jerusalem a causa de la multitud de los hombres, y de las bestias en medio de ella. Yo seré para ella, dice Jehová, muro de fuego en derredor, y seré por gloria en medio de ella.” Zacarías 2:1-5.

Dios había ordenado que Jerusalén fuese reedificada; y la visión relativa a la medición de la ciudad aseguraba que él daría consuelo y fortaleza a sus afligidos y cumpliría en su favor las promesas de su pacto eterno. Declaró que su cuidado protector sería como “muro de fuego en derredor;” y que por su intermedio la gloria de él sería revelada a todos los hijos de los hombres. Lo que estaba realizando para su pueblo se había de conocer en toda la tierra. “Regocíjate y canta, oh moradora de Sión: porque grande es en medio de ti el Santo de Israel.” Isaías 12:6.

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