Profetas y Reyes: Capítulo 53 – Los edificadores de la muralla

Este capítulo está basado en Nehemías 2, 3, 4.

Nehemías realizó sano y salvo su viaje a Jerusalén. Las cartas del rey para los gobernadores de las provincias situadas a lo largo de su ruta le aseguraron una recepción honorable y pronta ayuda. Ningún enemigo se atrevía a molestar al funcionario custodiado por el poder del rey de Persia y tratado con tanta consideración por los gobernadores provinciales. Sin embargo, su llegada a Jerusalén con una escolta militar, al revelar que venía en alguna misión importante, excitó los celos de los tribus paganas que vivían cerca de la ciudad y que con frecuencia habían manifestado su enemistad contra los judíos, a los que colmaban de insultos y vituperios. En esta mala obra se destacaban ciertos jefes de dichas tribus: Sambalat el horonita, Tobías el amonita y Gesem el árabe. Desde el principio, esos caudillos observaron con ojos críticos los movimientos de Nehemías, y por todos los medios a su alcance procuraron estorbar sus planes y su obra.

Nehemías continuó ejerciendo la misma cautela y prudencia que hasta entonces habían distinguido su conducta. Sabiendo que acerbos y resueltos enemigos estaban listos para oponérsele, ocultó la índole de su misión hasta que un estudio de la situación le permitiese hacer sus planes. Esperaba asegurarse así la cooperación del pueblo y ponerlo a trabajar antes que se levantase la oposición de sus enemigos.

Escogiendo a unos pocos hombres a quienes reconocía dignos de confianza, Nehemías les contó las circunstancias que le habían inducido a venir a Jerusalén, el fin que se proponía alcanzar y los planes que pensaba seguir. Obtuvo inmediatamente que se interesaran en su empresa, y prometieron ayudarle.

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La tercera noche después de su llegada, Nehemías se levantó a la medianoche, y con unos pocos compañeros de confianza salió a examinar por su cuenta la desolación de Jerusalén. Montado en su mula, pasó de una parte de la ciudad a otra, examinando las puertas y los muros en ruinas de la ciudad de sus padres. Penosas reflexiones llenaban la mente del patriota judío mientras que con corazón apesadumbrado miraba las derribadas defensas de su amada Jerusalén. Los recuerdos de la grandeza que gozara antaño Israel contrastaban agudamente con las evidencias de su humillación.

En secreto y en silencio, recorrió Nehemías el circuito de las murallas. Declara: “No sabían los magistrados dónde yo había ido, ni qué había hecho; ni hasta entonces lo había yo declarado a los Judíos y sacerdotes, ni a los nobles y magistrados, ni a los demás que hacían la obra.” Pasó el resto de la noche en oración, porque sabía que al llegar la mañana necesitaría hacer esfuerzos ardorosos para despertar y unir a sus compatriotas desalentados y divididos.

Nehemías había traído un mandato real que requería a los habitantes que cooperasen con él en la reedificación de los muros de la ciudad; pero no confiaba en el ejercicio de la autoridad y procuró más bien ganar la confianza y simpatía del pueblo, porque sabía que la unión de los corazones tanto como la de las manos era esencial para la gran obra que le aguardaba. Por la mañana, cuando congregó al pueblo, le presentó argumentos calculados para despertar sus energías dormidas y unir sus fuerzas dispersas.

Los que oían a Nehemías no sabían nada de su jira nocturna, ni tampoco se la mencionó él. Pero el hecho de que la había realizado contribuyó mucho a su éxito; porque pudo hablar de las condiciones de la ciudad con una precisión y una minucia que asombraron a sus oyentes. Las impresiones que había sentido mientras se percataba de la debilidad y degradación de Jerusalén daban fervor y poder a sus palabras.

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Recordó al pueblo el oprobio en que vivía entre los paganos, y cómo se despreciaba su religión y se blasfemaba a su Dios. Les dijo que en una tierra lejana había oído hablar de su aflicción, que había solicitado el favor del Cielo para ellos, y que, mientras oraba, había resuelto pedir al rey que le permitiera acudir en su auxilio. Había rogado a Dios que el rey no sólo le otorgase ese permiso, sino que también le invistiese de autoridad y le diese la ayuda que necesitaba para la obra; y la respuesta dada a su oración demostraba que el plan era del Señor.

Relató todo esto, y habiendo demostrado que estaba sostenido por la autoridad combinada del Dios de Israel y del rey de Persia, Nehemías preguntó directamente al pueblo si quería aprovechar esta oportunidad y levantarse para edificar la muralla.

El llamamiento llegó directamente a los corazones. Al señalarles cómo se había manifestado el favor del Cielo hacia ellos, los avergonzó de sus temores, y con nuevo valor clamaron a una voz: “Levantémonos, y edifiquemos.” “Así esforzaron sus manos para bien.”

Nehemías ponía toda su alma en la empresa que había iniciado. Su esperanza, su energía, su entusiasmo y su determinación eran contagiosos e inspiraban a otros el mismo intenso valor y elevado propósito. Cada hombre se trocó a su vez en un Nehemías, y contribuyó a fortalecer el corazón y la mano de su vecino.

Cuando los enemigos de Israel supieron lo que los judíos esperaban hacer, los escarnecieron diciendo: “¿Qué es esto que hacéis vosotros? ¿os rebeláis contra el rey?” Pero Nehemías contestó: “El Dios de los cielos, él nos prosperará, y nosotros sus siervos nos levantaremos y edificaremos: que vosotros no tenéis parte, ni derecho, ni memoria en Jerusalem.”

Los sacerdotes se contaron entre los primeros en contagiarse del espíritu de celo y fervor que manifestaba Nehemías. Debido a la influencia que por su cargo ejercían, estos hombres podían hacer mucho para estorbar la obra o para que progresase; y la cordial cooperación que le prestaron desde el mismo comienzo contribuyó no poco a su éxito. La mayoría de los príncipes y gobernadores de Israel cumplieron noblemente su deber, y el libro de Dios hace mención honorable de estos hombres fieles. Hubo, sin embargo, entre los grandes de los tecoitas, algunos que “no prestaron su cerviz a la obra de su Señor.” La memoria de estos siervos perezosos quedó señalada con oprobio y se transmitió como advertencia para todas las generaciones futuras.

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En todo movimiento religioso hay quienes, si bien no pueden negar que la causa es de Dios, se mantienen apartados y se niegan a hacer esfuerzo alguno para ayudar. Convendría a los tales recordar lo anotado en el cielo en el libro donde no hay omisiones ni errores, y por el cual seremos juzgados. Allí se registra toda oportunidad de servir a Dios que no se aprovechó; y allí también se recuerda para siempre todo acto de fe y amor.

El ejemplo de aquellos tecoitas tuvo poco peso frente a la influencia inspiradora de Nehemías. El pueblo en general estaba animado de patriotismo y celo. Hombres de capacidad e influencia organizaron en compañías a las diversas categorías de ciudadanos, y cada caudillo se hizo responsable de construir cierta parte de la muralla. Acerca de algunos, se ha dejado escrito que edificaron “cada uno enfrente de su casa.”

Tampoco disminuyó la energía de Nehemías una vez iniciado el trabajo. Con incansable vigilancia sobreveía la construcción, dirigía a los obreros, notaba los impedimentos y atendía a las emergencias. A lo largo de toda la extensión de aquellas tres millas de muralla [cinco kilómetros], se sentía constantemente su influencia. Con palabras oportunas alentaba a los temerosos, despertaba a los rezagados y aprobaba a los diligentes. Observaba siempre los movimientos de los enemigos, que de vez en cuando se reunían a la distancia y entraban en conversación, como para maquinar perjuicios, y luego, acercándose a los obreros, intentaban distraer su atención.

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En sus muchas actividades, Nehemías no olvidaba la Fuente de su fuerza. Elevaba constantemente su corazón a Dios, el gran Sobreveedor de todos. “El Dios de los cielos—exclamaba,—él nos prosperará;” y estas palabras, repetidas por los ecos del ambiente, hacían vibrar el corazón de todos los que trabajaban en la muralla.

Pero la reedificación de las defensas de Jerusalén no progresó sin impedimentos. Satanás estaba obrando para incitar oposición y desaliento. Sambalat, Tobías y Gesem, sus principales agentes en este movimiento, se dedicaron a estorbar la obra de reconstrucción. Procuraron ocasionar división entre los obreros. Ridiculizaban los esfuerzos de los constructores, declarando imposible la empresa y prediciendo que fracasaría.

“¿Qué hacen estos débiles Judíos?—exclamaba Sambalat en son de burla.—¿Hanles de permitir? … ¿han de resucitar de los montones del polvo las piedras que fueron quemadas?” Y Tobías, aun más despectivo, añadía: “Aun lo que ellos edifican, si subiere una zorra derribará su muro de piedra.”

Los edificadores no tardaron en tener que hacer frente a una oposición más activa. Se veían obligados a protegerse continuamente de las maquinaciones de sus adversarios, que, manifestando amistad, procuraban de diversas maneras sembrar confusión y perplejidad, y despertar la desconfianza. Se esforzaban por destruir el valor de los judíos; tramaban conspiraciones para hacer caer a Nehemías en sus redes; y había judíos de corazón falso dispuestos a ayudar en la empresa traicionera. Se difundió la calumnia de que Nehemías intrigaba contra el monarca de Persia, con la intención de exaltarse como rey de Israel, y que todos los que le ayudaban eran traidores.

Pero Nehemías continuó buscando en Dios dirección y apoyo, “y el pueblo tuvo ánimo para obrar.” La empresa siguió adelante hasta que se cerraron las brechas y toda la muralla llegó más o menos a la mitad de la altura que se le quería dar.

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Al ver los enemigos de Israel cuán inútiles eran sus esfuerzos, se llenaron de ira. Hasta entonces no se habían atrevido a recurrir a medidas violentas; porque sabían que Nehemías y sus compañeros actuaban comisionados por el rey, y temían que una oposición activa contra él provocase el desagrado real. Pero ahora, en su ira, se hicieron culpables del crimen del cual habían acusado a Nehemías. Juntándose para consultarse, “conspiraron todos a una para venir a combatir a Jerusalem.”

Al mismo tiempo que los samaritanos maquinaban contra Nehemías y su obra, algunos de los judíos principales, sintiendo desafecto, procuraron desalentarle exagerando las dificultades que entrañaba la empresa. Dijeron: “Las fuerzas de los acarreadores se han enflaquecido, y el escombro es mucho, y no podemos edificar el muro.”

También provino desaliento de otra fuente. “Los Judíos que habitaban entre ellos,” los que no participaban en la obra, reunieron las declaraciones de sus enemigos, y las emplearon para debilitar el valor de los que trabajaban y crear desafecto entre ellos.

Pero los desafíos y el ridículo, la oposición y las amenazas no parecían lograr otra cosa que inspirar en Nehemías una determinación más firme e incitarle a una vigilancia aun mayor. Reconocía los peligros que debía arrostrar en esta guerra contra sus enemigos, pero su valor no se arredraba. Declara: “Entonces oramos a nuestro Dios, y … pusimos guarda contra ellos de día y de noche… Entonces puse por los bajos del lugar, detrás del muro, en las alturas de los peñascos, puse el pueblo por familias con sus espadas, con sus lanzas, y con sus arcos. Después miré, y levantéme, y dije a los principales y a los magistrados, y al resto del pueblo: No temáis delante de ellos: acordaos del Señor grande y terrible, y pelead por vuestros hermanos, por vuestros hijos y por vuestras hijas, por vuestras mujeres y por vuestras casas.

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“Y sucedió que como oyeron nuestros enemigos que lo habíamos atendido, Dios disipó el consejo de ellos, y volvímonos todos al muro, cada uno a su obra. Mas fué que desde aquel día la mitad de los mancebos trabajaba en la obra, y la otra mitad de ellos tenía lanzas y escudos, y arcos, y corazas. … Los que edificaban en el muro, y los que llevaban cargas y los que cargaban, con la una mano trabajaban en la obra, y en la otra tenían la espada. Porque los que edificaban, cada uno tenía su espada ceñida a sus lomos, y así edificaban.”

Al lado de Nehemías había un hombre con trompeta, y en diferentes partes de la muralla se hallaban sacerdotes con las trompetas sagradas. El pueblo estaba dispersado en sus labores; pero al acercarse el peligro a cualquier punto, los trabajadores oían la indicación de juntarse allí sin dilación. “Nosotros pues trabajábamos en la obra—dice Nehemías;—y la mitad de ellos tenían lanzas desde la subida del alba hasta salir las estrellas.”

A los que habían estado viviendo en pueblos y aldeas fuera de Jerusalén se les pidió que se alojasen dentro de los muros, a fin de custodiar la obra y de estar listos para trabajar por la mañana. Esto evitaba demoras innecesarias y quitaba al enemigo la oportunidad, que sin esto aprovecharía, de atacar a los obreros mientras iban a sus casas o volvían de ellas. Nehemías y sus compañeros no rehuían las penurias ni los servicios arduos. Ni siquiera durante los cortos plazos dedicados al sueño, de día ni de noche se sacaban la ropa ni deponían su armadura.

La oposición y otras cosas desalentadoras que en los tiempos de Nehemías los constructores sufrieron de parte de sus enemigos abiertos y de los que se decían amigos suyos, es una figura de lo que experimentarán en nuestro tiempo los que trabajan para Dios. Los cristianos son probados, no sólo por la ira, el desprecio y la crueldad de sus enemigos, sino por la indolencia, inconsecuencia, tibieza y traición de los que se dicen sus amigos y ayudadores. Se los hace objeto de burlas y oprobio. Y el mismo enemigo que induce a despreciarlos recurre a medidas más crueles y violentas cuando se le presenta una oportunidad favorable.

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Para lograr sus propósitos, Satanás se vale de todo elemento no consagrado. Entre los que profesan apoyar la causa de Dios, hay quienes se unen con sus enemigos y así exponen su causa a los ataques de sus más acerbos adversarios. Aun los que desean ver prosperar la obra de Dios debilitan las manos de sus siervos oyendo, difundiendo y creyendo a medias las calumnias, jactancias y amenazas de sus adversarios. Satanás obra con éxito asombroso mediante sus agentes; y todos los que ceden a su influencia están sujetos a un poder hechizador que destruye la sabiduría de los sabios y el entendimiento de los prudentes. Pero, como Nehemías, los hijos de Dios no deben temer ni despreciar a sus enemigos. Cifrando su confianza en Dios, deben ir adelante con firmeza, hacer su obra con abnegación y entregar a su providencia la causa que representan.

En medio del gran desaliento, Nehemías puso su confianza en Dios, e hizo de él su segura defensa. Y el que sostuvo entonces a su siervo ha sido el apoyo de su pueblo en toda época. En toda crisis sus hijos pueden declarar confiadamente: “Si Dios por nosotros, ¿quién contra nosotros?” Romanos 8:31. Por grande que sea la astucia con que Satanás y sus agentes hagan sus maquinaciones, Dios puede discernirlas y anular todos sus consejos. La respuesta que la fe dará hoy será la misma que dió Nehemías: “Nuestro Dios peleará por nosootros;” porque Dios se encarga de la obra y nadie puede impedir que ésta alcance el éxito final.

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