Este capítulo está basado en Nehemías 8, 9, y 10.
Era el tiempo de la fiesta de las trompetas. Muchos estaban congregados en Jerusalén. La escena encerraba un triste interés. El muro de Jerusalén había sido reedificado y se habían colocado las puertas; pero gran parte de la ciudad estaba todavía en ruinas.
En una plataforma de madera, erigida en una de las calles más anchas y rodeada en todas las direcciones por los tristes recuerdos de la gloria que se había desvanecido de Judá, se encontraba Esdras, ahora anciano. A su mano derecha y a su izquierda estaban reunidos sus hermanos los levitas. Mirando hacia abajo desde la plataforma, sus ojos recorrían un mar de cabezas. De toda la región circundante se habían reunido los hijos del pacto. “Bendijo entonces Esdras a Jehová, Dios grande. Y todo el pueblo respondió, ¡Amén! … Y humilláronse, y adoraron a Jehová inclinados a tierra.”
Sin embargo, allí mismo se notaban evidencias del pecado de Israel. Los casamientos mixtos del pueblo con otras naciones habían contribuído a la corrupción del idioma hebreo, y los que hablaban necesitaban poner mucho cuidado para explicar la ley en el lenguaje del pueblo, a fin de que todos la comprendiesen. Algunos de los sacerdotes y levitas cooperaban con Esdras para explicar los principios de la ley. “Leían en el libro de la ley de Dios claramente, y ponían el sentido, de modo que entendiesen la lectura.”
“Los oídos de todo el pueblo estaban atentos al libro de la ley.” Escuchaban con reverencia las palabras del Altísimo. Al serles explicada la ley, se quedaron convencidos de su culpabilidad y lloraron por sus transgresiones. Pero era un día de fiesta y regocijo, una santa convocación. El Señor había mandado al pueblo que observara ese día con gozo y alegría; y en vista de esto se les pidió que refrenasen su pesar y que se regocijasen por la gran misericordia de Dios hacia ellos. Nehemías dijo: “Día santo es a Jehová nuestro Dios; no os entristezcáis, ni lloréis… Id, comed grosuras, y bebed vino dulce, y enviad porciones a los que no tienen prevenido; porque día santo es a nuestro Señor: y no os entristezcáis, porque el gozo de Jehová es vuestra fortaleza.”
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La primera parte del día se dedicó a ejercicios religiosos, y el pueblo pasó el resto del tiempo recordando agradecido las bendiciones de Dios y disfrutando de los bienes que él había provisto. Se mandaron también porciones a los pobres que no tenían nada que preparar. Había gran regocijo porque las palabras de la ley habían sido leídas y comprendidas.
Al día siguiente, se continuó leyendo y explicando la ley. Y al tiempo señalado, el décimo día del mes séptimo, se cumplieron, según el mandamiento, los solemnes servicios del día de expiación.
Desde el décimoquinto día hasta el vigésimo segundo del mismo mes, el pueblo y sus gobernantes observaron otra vez la fiesta de las cabañas. Se hizo “pregón por todas sus ciudades y por Jerusalem, diciendo: Salid al monte, y traed ramos de oliva, y ramos de pino, y ramos de arrayán, y ramos de palmas, y ramos de todo árbol espeso, para hacer cabañas como está escrito. Salió pues el pueblo, y trajeron, e hiciéronse cabañas, cada uno sobre su terrado, y en sus patios, y en los patios de la casa de Dios… Y hubo alegría muy grande. Y leyó Esdras en el libro de la ley de Dios cada día, desde el primer día hasta el postrero.”
Día tras día, al escuchar las palabras de la ley, el pueblo se había convencido de sus transgresiones y de los pecados que había cometido la nación en generaciones anteriores. Vieron que, por el hecho de que se habían apartado de Dios, él les había retirado su cuidado protector y los hijos de Abrahán habían sido dispersados en tierras extrañas; y resolvieron procurar su misericordia y comprometerse a andar en sus mandamientos. Antes de tomar parte en este servicio solemne, celebrado el segundo día después de terminada la fiesta de las cabañas, se separaron de los paganos que había entre ellos.
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Cuando el pueblo se postró delante de Jehová, confesando sus pecados y pidiendo perdón, sus dirigentes le alentaron a creer que Dios, según su promesa, oía sus oraciones. No sólo debían lamentarse y llorar, arrepentidos, sino también creer que Dios los perdonaba. Debían demostrar su fe recordando sus misericordias y alabándole por su bondad. Dijeron esos instructores: “Levantáos, bendecid a Jehová vuestro Dios desde el siglo hasta el siglo.”
Entonces, de la muchedumbre congregada, que estaba de pie con las manos extendidas al cielo, se elevó este canto:
“Bendigan el nombre tuyo, glorioso y alto sobre toda bendición y alabanza. Tú, oh Jehová, eres solo: tú hiciste los cielos, y los cielos de los cielos y toda su milicia; la tierra y todo lo que está en ella, los mares y todo lo que hay en ellos; y tú vivificas todas estas cosas, y los ejércitos de los cielos te adoran.”
Acabado el canto de alabanza, los dirigentes de la congregación relataron la historia de Israel, para demostrar cuán grande había sido la bondad de Dios hacia ellos, y cuán ingratos habían sido. Entonces toda la congregación pactó que guardaría todos los mandamientos de Dios. Habían sido castigados por sus pecados; ahora reconocían la justicia con que Dios los había tratado, y se comprometían a obedecer su ley. Y para que su pacto fuese una “fiel alianza” y se conservase en forma permanente como recuerdo de la obligación que habían asumido, fué escrito, y los sacerdotes, levitas y príncipes lo firmaron. Debía servir para recordar los deberes y proteger contra la tentación. Los del pueblo juraron solemnemente “que andarían en la ley de Dios, que fué dada por mano de Moisés siervo de Dios, y que guardarían y cumplirían todos los mandamientos de Jehová nuestro Señor, y sus juicios y sus estatutos.” Y ese juramento incluyó una promesa de no hacer alianzas matrimoniales con el pueblo de la tierra.
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Antes que terminase el día de ayuno, el pueblo recalcó aun más su resolución de volver al Señor, al comprometerse a dejar de profanar el sábado. Nehemías no ejerció entonces, como lo hizo en fecha ulterior, su autoridad para impedir a los traficantes paganos que entrasen en Jerusalén; sino que en un esfuerzo para evitar que el pueblo cediese a la tentación, lo comprometió en un pacto solemne a no transgredir la ley del sábado comprando de dichos vendedores, con la esperanza de que esto desanimaría a los tales y acabaría con el tráfico.
Se proveyó también para el sostenimiento del culto público de Dios. En adición al diezmo, la congregación se comprometió a dar anualmente una suma fija para el servicio del santuario. Escribe Nehemías: “Echamos también las suertes, … que cada año traeríamos las primicias de nuestra tierra, y las primicias de todo fruto de todo árbol, a la casa de Jehová: asimismo los primogénitos de nuestros hijos y de nuestras bestias, como está escrito en la ley; y que traeríamos los primogénitos de nuestras vacas y de nuestras ovejas.”
Israel se había tornado a Dios con profunda tristeza por su apostasía. Había hecho su confesión con lamentos. Había reconocido la justicia con que Dios le había tratado, y en un pacto se había comprometido a obedecer su ley. Ahora debía manifestar fe en sus promesas. Dios había aceptado su arrepentimiento; ahora les tocaba a ellos regocijarse en la seguridad de que sus pecados estaban perdonados y de que habían recuperado el favor divino.
Los esfuerzos de Nehemías por restablecer el culto del verdadero Dios habían sido coronados de éxito. Mientras el pueblo fuese fiel al juramento que había prestado, mientras obedeciese a la palabra de Dios, el Señor cumpliría su promesa derramando sobre él copiosas bendiciones.
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Este relato contiene lecciones de fe y aliento para los que están convencidos de pecado y abrumados por el sentido de su indignidad. La Biblia presenta fielmente el resultado de la apostasía de Israel; pero describe también su profunda humillación y su arrepentimiento, la ferviente devoción y el sacrificio generoso que señalaron las ocasiones en que regresó al Señor.
Cada verdadero retorno al Señor imparte gozo permanente a la vida. Cuando el pecador cede a la influencia del Espíritu Santo, ve su propia culpabilidad y contaminación en contraste con la santidad del gran Escudriñador de los corazones. Se ve condenado como transgresor. Pero no por esto debe ceder a la desesperación, pues ya ha sido asegurado su perdón. Puede regocijarse en el conocimiento de que sus pecados están perdonados y en el amor del Padre celestial que le perdona. Es una gloria para Dios rodear a los seres humanos pecaminosos y arrepentidos con los brazos de su amor, vendar sus heridas, limpiarlos de pecado y cubrirlos con las vestiduras de salvación.