Historia de los Patriarcas y Profetas: Capítulo 2 – La creación

Este capítulo está basado en Génesis 1 y Génesis 2.

“Por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos, y todo el ejército de ellos por el espíritu de su boca…. Porque él dijo, y fué hecho; él mandó, y existió.” “El fundó la tierra sobre sus basas; no será jamás removida.” Salmos 33:6, 9; 104:5.

Cuando salió de las manos del Creador, la tierra era sumamente hermosa. La superficie presentaba un aspecto multiforme, con montañas, colinas y llanuras, entrelazadas con magníficos ríos y bellos lagos. Pero las colinas y las montañas no eran abruptas y escarpadas, ni abundaban en ellas declives aterradores, ni abismos espeluznantes como ocurre ahora; las agudas y ásperas cúspides de la rocosa armazón de la tierra estaban sepultadas bajo un suelo fértil, que producía por doquiera una frondosa vegetación verde. No había repugnantes pantanos ni desiertos estériles. Agraciados arbustos y delicadas flores saludaban la vista por dondequiera. Las alturas estaban coronadas con árboles aun más imponentes que los que existen ahora. El aire, limpio de impuros miasmas, era claro y saludable. El paisaje sobrepujaba en hermosura los adornados jardines del más suntuoso palacio de la actualidad. La hueste angélica presenció la escena con deleite, y se regocijó en las maravillosas obras de Dios.

Una vez creada la tierra con su abundante vida vegetal y animal, fué introducido en el escenario el hombre, corona de la creación para quien la hermosa tierra había sido aparejada. A él se le dió dominio sobre todo lo que sus ojos pudiesen mirar; pues, “dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree … en toda la tierra. Y crió Dios al hombre a su imagen,… varón y hembra los crió.” Génesis 1:26, 27.

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Aquí se expone con claridad el origen de la raza humana; y el relato divino está tan claramente narrado que no da lugar a conclusiones erróneas. Dios creó al hombre conforme a su propia imagen. No hay en esto misterio. No existe fundamento alguno para la suposición de que el hombre llegó a existir mediante un lento proceso evolutivo de las formas bajas de la vida animal o vegetal. Tales enseñanzas rebajan la obra sublime del Creador al nivel de las mezquinas y terrenales concepciones humanas. Los hombres están tan resueltos a excluir a Dios de la soberanía del universo que rebajan al hombre y le privan de la dignidad de su origen. El que colocó los mundos estrellados en la altura y coloreó con delicada maestría las flores del campo, el que llenó la tierra y los cielos con las maravillas de su potencia, cuando quiso coronar su gloriosa obra, colocando a alguien para regir la hermosa tierra, supo crear un ser digno de las manos que le dieron vida. La genealogía de nuestro linaje, como ha sido revelada, no hace remontar su origen a una serie de gérmenes, moluscos o cuadrúpedos, sino al gran Creador. Aunque Adán fué formado del polvo, era el “hijo de Dios.” Lucas 3:38 (VM).

Adán fué colocado como representante de Dios sobre los órdenes de los seres inferiores. Estos no pueden comprender ni reconocer la soberanía de Dios; sin embargo, fueron creados con capacidad de amar y de servir al hombre. El salmista dice: “Hicístelo enseñorear de las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies: … asimismo las bestias del campo; las aves de los cielos, … todo cuanto pasa por los senderos de la mar.” Salmos 8:6-8.

El hombre había de llevar la imagen de Dios, tanto en la semejanza exterior, como en el carácter. Sólo Cristo es “la misma imagen” del Padre (Hebreos 1:3); pero el hombre fué creado a semejanza de Dios. Su naturaleza estaba en armonía con la voluntad de Dios. Su mente era capaz de comprender las cosas divinas. Sus afectos eran puros, sus apetitos y pasiones estaban bajo el dominio de la razón. Era santo y se sentía feliz de llevar la imagen de Dios y de mantenerse en perfecta obediencia a la voluntad del Padre.

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Cuando el hombre salió de las manos de su Creador, era de elevada estatura y perfecta simetría. Su semblante llevaba el tinte rosado de la salud y brillaba con la luz y el regocijo de la vida. La estatura de Adán era mucho mayor que la de los hombres que habitan la tierra en la actualidad. Eva era algo más baja de estatura que Adán; no obstante, su forma era noble y plena de belleza. La inmaculada pareja no llevaba vestiduras artificiales. Estaban rodeados de una envoltura de luz y gloria, como la que rodea a los ángeles. Mientras vivieron obedeciendo a Dios, este atavío de luz continuó revistiéndolos.

Después de la creación de Adán, toda criatura viviente fué traída ante su presencia para recibir un nombre; vió que a cada uno se le había dado una compañera, pero entre todos ellos no había “ayuda idónea para él.” Entre todas las criaturas que Dios había creado en la tierra, no había ninguna igual al hombre. “Y dijo Jehová Dios: No es bueno que el hombre esté solo, haréle ayuda idónea para él.” Génesis 2:18. El hombre no fué creado para que viviese en la soledad; había de tener una naturaleza sociable. Sin compañía, las bellas escenas y las encantadoras ocupaciones del Edén no hubiesen podido proporcionarle perfecta felicidad. Aun la comunión con los ángeles no hubiese podido satisfacer su deseo de simpatía y compañía. No existía nadie de la misma naturaleza y forma a quien amar y de quien ser amado.

Dios mismo dió a Adán una compañera. Le proveyó de una “ayuda idónea para él,” alguien que realmente le correspondía, una persona digna y apropiada para ser su compañera y que podría ser una sola cosa con él en amor y simpatía. Eva fué creada de una costilla tomada del costado de Adán; este hecho significa que ella no debía dominarle como cabeza, ni tampoco debía ser humillada y hollada bajo sus plantas como un ser inferior, sino que más bien debía estar a su lado como su igual, para ser amada y protegida por él. Siendo parte del hombre, hueso de sus huesos y carne de su carne, era ella su segundo yo; y quedaba en evidencia la unión íntima y afectuosa que debía existir en esta relación. “Porque ninguno aborreció jamás a su propia carne, antes la sustenta y regala.” “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y allegarse ha a su mujer, y serán una sola carne.” Efesios 5:29; Génesis 2:24.

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Dios celebró la primera boda. De manera que la institución del matrimonio tiene como su autor al Creador del universo. “Honroso es en todos el matrimonio.” Hebreos 13:4. Fué una de las primeras dádivas de Dios al hombre, y es una de las dos instituciones que, después de la caída, llevó Adán consigo al salir del paraíso. Cuando se reconocen y obedecen los principios divinos en esta materia, el matrimonio es una bendición: salvaguarda la felicidad y la pureza de la raza, satisface ias necesidades sociales del hombre y eleva su naturaleza física, intelectual y moral.

“Y había Jehová Dios plantado un huerto en Edén al oriente, y puso allí al hombre que había formado.” Génesis 2:8. Todo lo que hizo Dios tenía la perfección de la belleza, y nada que contribuyese a la felicidad de la santa pareja parecía faltar; sin embargo, el Creador les dió todavía otra prueba de su amor, preparándoles especialmente un huerto para que fuese su morada. En este huerto había árboles de toda variedad, muchos de ellos cargados de fragantes y deliciosas frutas. Había hermosas plantas trepadoras, como vides, que presentaban un aspecto agradable y hermoso, con sus ramas inclinadas bajo el peso de tentadora fruta de los más ricos y variados matices. El trabajo de Adán y Eva debía consistir en formar cenadores o albergues con las ramas de las vides, haciendo así su propia morada con árboles vivos cubiertos de follaje y frutos. Había en profusión y prodigalidad fragantes flores de todo matiz. En medio del huerto estaba el árbol de la vida que aventajaba en gloria y esplendor a todos los demás árboles. Sus frutos parecían manzanas de oro y plata, y tenían el poder de perpetuar la vida.

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La creación estaba ahora completa. “Y fueron acabados los cielos y la tierra, y todo su ornamento.” “Y vió Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera.” Génesis 2:1; 1:31. El Edén florecía en la tierra. Adán y Eva tenían libre acceso al árbol de la vida. Ninguna mácula de pecado o sombra de muerte desfiguraba la hermosa creación. “Las estrellas todas del alba alababan, y se regocijaban todos los hijos de Dios.” Job 38:7.

El gran Jehová había puesto los fundamentos de la tierra; había vestido a todo el mundo con un manto de belleza, y había colmado el mundo de cosas útiles para el hombre; había creado todas las maravillas de la tierra y del mar. La gran obra de la creación fué realizada en seis días. “Y acabó Dios en el día séptimo su obra que hizo, y reposó el día séptimo de toda su obra que había hecho. Y bendijo Dios al día séptimo, y santificólo, porque en él reposó de toda su obra que había Dios creado y hecho.” Génesis 2:2, 3. Dios miró con satisfacción la obra de sus manos. Todo era perfecto, digno de su divino Autor; y él descansó, no como quien estuviera fatigado, sino satisfecho con los frutos de su sabiduría y bondad y con las manifestaciones de su gloria.

Después de descansar el séptimo día, Dios lo santificó; es decir, lo escogió y apartó como día de descanso para el hombre. Siguiendo el ejemplo del Creador, el hombre había de reposar durante este sagrado día, para que, mientras contemplara los cielos y la tierra, pudiese reflexionar sobre la grandiosa obra de la creación de Dios; y para que, mientras mirara las evidencias de la sabiduría y bondad de Dios, su corazón se llenase de amor y reverencia hacia su Creador.

Al bendecir el séptimo día en el Edén, Dios estableció un recordativo de su obra creadora. El sábado fué confiado y entregado a Adán, padre y representante de toda la familia humana. Su observancia había de ser un acto de agradecido reconocimiento de parte de todos los que habitasen la tierra, de que Dios era su Creador y su legítimo soberano, de que ellos eran la obra de sus manos y los súbditos de su autoridad. De esa manera la institución del sábado era enteramente conmemorativa, y fué dada para toda la humanidad. No había nada en ella que fuese obscuro o que limitase su observancia a un solo pueblo.

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Dios vió que el sábado era esencial para el hombre, aun en el paraíso. Necesitaba dejar a un lado sus propios intereses y actividades durante un día de cada siete para poder contemplar más de lleno las obras de Dios y meditar en su poder y bondad. Necesitaba el sábado para que le recordase más vivamente la existencia de Dios, y para que despertase su gratitud hacia él, pues todo lo que disfrutaba y poseía procedía de la mano benéfica del Creador.

Dios quiere que el sábado dirija la mente de los hombres hacia la contemplación de las obras que él creó. La naturaleza habla a sus sentidos, declarándoles que hay un Dios viviente, Creador y supremo Soberano del universo. “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y la expansión denuncia la obra de sus manos. El un día emite palabra al otro día, y la una noche a la otra noche declara sabiduría.” Salmos 19:1, 2. La belleza que cubre la tierra es una demostración del amor de Dios. La podemos contemplar en las colinas eternas, en los corpulentos árboles, en los capullos que se abren y en las delicadas flores. Todas estas cosas nos hablan de Dios. El sábado, señalando siempre hacia el que lo creó todo, manda a los hombres que abran el gran libro de la naturaleza y escudriñen allí la sabiduría, el poder y el amor del Creador.

Nuestros primeros padres, a pesar de que fueron creados inocentes y santos, no fueron colocados fuera del alcance del pecado. Dios los hizo entes morales libres, capaces de apreciar y comprender la sabiduría y benevolencia de su carácter y la justicia de sus exigencias, y les dejó plena libertad para prestarle o negarle obediencia. Debían gozar de la comunión de Dios y de los santos ángeles; pero antes de darles seguridad eterna, era menester que su lealtad se pusiese a prueba. En el mismo principio de la existencia del hombre se le puso freno al egoísmo, la pasión fatal que motivó la caída de Satanás. El árbol del conocimiento, que estaba cerca del árbol de la vida, en el centro del huerto, había de probar la obediencia, la fe y el amor de nuestros primeros padres. Aunque se les permitía comer libremente del fruto de todo otro árbol del huerto, se les prohibía comer de éste, so pena de muerte. También iban a estar expuestos a las tentaciones de Satanás; pero si soportaban con éxito la prueba, serían colocados finalmente fuera del alcance de su poder, para gozar del perpetuo favor de Dios.

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Dios puso al hombre bajo una ley, como condición indispensable para su propia existencia. Era súbdito del gobierno divino, y no puede existir gobierno sin ley. Dios pudo haber creado al hombre incapaz de violar su ley; pudo haber detenido la mano de Adán para que no tocara el fruto prohibido, pero en ese caso el hombre hubiese sido, no un ente moral libre, sino un mero autómata. Sin libre albedrío, su obediencia no habría sido voluntaria, sino forzada. No habría sido posible el desarrollo de su carácter. Semejante procedimiento habría sido contrario al plan que Dios seguía en su relación con los habitantes de los otros mundos. Hubiese sido indigno del hombre como ser inteligente, y hubiese dado base a las acusaciones de Satanás, de que el gobierno de Dios era arbitrario.

Dios hizo al hombre recto; le dió nobles rasgos de carácter, sin inclinación hacia lo malo. Le dotó de elevadas cualidades intelectuales, y le presentó los más fuertes atractivos posibles para inducirle a ser constante en su lealtad. La obediencia, perfecta y perpetua, era la condición para la felicidad eterna. Cumpliendo esta condición, tendría acceso al árbol de la vida.

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El hogar de nuestros primeros padres había de ser un modelo para cuando sus hijos saliesen a ocupar la tierra. Ese hogar, embellecido por la misma mano de Dios, no era un suntuoso palacio. Los hombres, en su orgullo, se deleitan en tener magníficos y costosos edificios y se enorgullecen de las obras de sus propias manos; pero Dios puso a Adán en un huerto. Esta fué su morada. Los azulados cielos le servían de techo; la tierra, con sus delicadas flores y su alfombra de animado verdor, era su piso; y las ramas frondosas de los hermosos árboles le servían de dosel. Sus paredes estaban engalanadas con los adornos más esplendorosos, que eran obra de la mano del sumo Artista.

En el medio en que vivía la santa pareja, había una lección para todos los tiempos; a saber, que la verdadera felicidad se encuentra, no en dar rienda suelta al orgullo y al lujo, sino en la comunión con Dios por medio de sus obras creadas. Si los hombres pusiesen menos atención en lo superficial y cultivasen más la sencillez, cumplirían con mayor plenitud los designios que tuvo Dios al crearlos. El orgullo y la ambición jamás se satisfacen, pero aquellos que realmente son inteligentes encontrarán placer verdadero y elevado en las fuentes de gozo que Dios ha puesto al alcance de todos.

A los moradores del Edén se les encomendó el cuidado del huerto, para que lo labraran y lo guardasen. Su ocupación no era cansadora, sino agradable y vigorizadora. Dios dió el trabajo como una bendición con que el hombre ocupara su mente, fortaleciera su cuerpo y desarrollara sus facultades. En la actividad mental y física, Adán encontró uno de los placeres más elevados de su santa existencia. Cuando, como resultado de su desobediencia, fué expulsado de su bello hogar, y cuando, para ganarse el pan de cada día, fué forzado a luchar con una tierra obstinada, ese mismo trabajo, aunque muy distinto de su agradable ocupación en el huerto, le sirvió de salvaguardia contra la tentación y como fuente de felicidad.

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Están en gran error los que consideran el trabajo como una maldición, si bien éste lleva aparejados dolor y fatiga. A menudo los ricos miran con desdén a las clases trabajadoras; pero esto está enteramente en desacuerdo con los designios de Dios al crear al hombre. ¿Qué son las riquezas del más opulento en comparación con la herencia dada al señorial Adán? Sin embargo, éste no había de estar ocioso. Nuestro Creador, que sabe lo que constituye la felicidad del hombre, señaló a Adán su trabajo. El verdadero regocijo de la vida lo encuentran sólo los hombres y las mujeres que trabajan. Los ángeles trabajan diligentemente; son ministros de Dios en favor de los hijos de los hombres. En el plan del Creador, no cabía la práctica de la indolencia que estanca al hombre.

Mientras permaneciesen leales a Dios, Adán y su compañera iban a ser los señores de la tierra. Recibieron dominio ilimitado sobre toda criatura viviente. El león y la oveja triscaban pacíficamente a su alrededor o se echaban junto a sus pies. Los felices pajarillos revoloteaban alrededor de ellos sin temor alguno; y cuando sus alegres trinos ascendían alabando a su Creador, Adán y Eva se unían a ellos en acción de gracias al Padre y al Hijo.

La santa pareja eran no sólo hijos bajo el cuidado paternal de Dios, sino también estudiantes que recibían instrucción del omnisciente Creador. Eran visitados por los ángeles, y se gozaban en la comunión directa con su Creador, sin ningún velo obscurecedor de por medio. Se sentían pletóricos del vigor que procedía del árbol de la vida y su poder intelectual era apenas un poco menor que el de los ángeles. Los misterios del universo visible, “las maravillas del Perfecto en sabiduría” (Job 37:16), les suministraban una fuente inagotable de instrucción y placer. Las leyes y los procesos de la naturaleza, que han sido objeto del estudio de los hombres durante seis mil años, fueron puestos al alcance de sus mentes por el infinito Forjador y Sustentador de todo. Se entretenían con las hojas, las flores y los árboles, descubriendo en cada uno de ellos los secretos de su vida. Toda criatura viviente era familiar para Adán, desde el poderoso leviatán que juega entre las aguas hasta el más diminuto insecto que flota en el rayo del sol. A cada uno le había dado nombre y conocía su naturaleza y sus costumbres. La gloria de Dios en los cielos, los innumerables mundos en sus ordenados movimientos, “las diferencias de las nubes” (Job 37:16), los misterios de la luz y del sonido, de la noche y el día, todo estaba al alcance de la comprensión de nuestros primeros padres. El nombre de Dios estaba escrito en cada hoja del bosque, y en cada piedra de la montaña, en cada brillante estrella, en la tierra, en el aire y en los cielos. El orden y la armonía de la creación les hablaba de una sabiduría y un poder infinitos. Continuamente descubrían algo nuevo que llenaba su corazón del más profundo amor, y les arrancaba nuevas expresiones de gratitud.

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Mientras permaneciesen fieles a la divina ley, su capacidad de saber, gozar y amar aumentaría continuamente. Constantemente obtendrían nuevos tesoros de sabiduría, descubriendo frescos manantiales de felicidad, y obteniendo un concepto cada vez más claro del inconmensurable e infalible amor de Dios.

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