Este capítulo está basado en Génesis 4:25 y Génesis 6:2.
Adan tuvo otro hijo que debía ser el heredero de la promesa divina, el heredero de la primogenitura espiritual. El nombre dado a este hijo, Set, significa “señalado” o “compensación;” pues, dijo la madre: “Dios me ha sustituído otra simiente en lugar de Abel, a quien mató Caín.” Génesis 4:25.
Set aventajaba en estatura a Caín y Abel, y se parecía a su padre Adán más que sus otros hermanos. Tenía un carácter digno, y seguía las huellas de Abel. Sin embargo, no había heredado más bondad natural que Caín. Acerca de la creación de Adán se dice: “A la semejanza de Dios lo hizo;” pero el hombre, después de la caída, “engendró un hijo a su semejanza, conforme a su imagen.” Génesis 5:1, 3. En tanto que Adán había sido creado sin pecado, a la semejanza de Dios, Set, así como Caín, heredó la naturaleza caída de sus padres. Pero recibió también el conocimiento del Redentor, e instrucción acerca de la justicia. Mediante la gracia divina sirvió y honró a Dios; y trabajó, como Abel lo hubiera hecho, de haber vivido, por cambiar las mentes pecaminosas de los hombres y encauzarlas a reverenciar y obedecer a su Creador.
“Y a Seth también le nació un hijo, y llamó su nombre Enós. Entonces los hombres comenzaron a llamarse del nombre de Jehová.” Génesis 4:26. Los fieles habían adorado a Dios antes; pero a medida que aumentaba el número de los seres humanos, se hacía más visible la distinción entre las dos clases en que se dividían. Había franca lealtad hacia Dios de parte de una clase, así como desprecio y desobediencia de parte de la otra.
Antes de la caída, nuestros primeros padres habían guardado el sábado que había sido instituído en el Edén; y después de su expulsión del paraíso continuaron observándolo. Habían gustado los amargos frutos de la desobediencia, y habían aprendido lo que tarde o temprano aprenderán todos aquellos que pisotean los mandamientos de Dios, a saber, que los preceptos divinos son sagrados e inmutables, y que la pena por la transgresión es ineludible. El sábado fué honrado por todos los hijos de Adán que permanecieron leales a Dios. Pero Caín y sus descendientes no respetaron el día en el cual Dios había reposado. Eligieron su propio tiempo para el trabajo y el descanso, sin tomar en cuenta el mandamiento expreso de Jehová.
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Al recibir la maldición de Dios, Caín se había retirado de la familia de sus padres. Había escogido primeramente el oficio de labrador, y luego fundó una ciudad, a la cual dió el nombre de su hijo mayor. Se había retirado de la presencia del Señor, desechando la promesa del Edén restaurado, para buscar riquezas y placer en la tierra maldita por el pecado, y así se había destacado como caudillo de la gran multitud que adora al dios de este mundo. Sus descendientes se distinguieron en todo lo referente al mero progreso terrenal y material. Pero menospreciaron a Dios, y se opusieron a sus propósitos hacia el hombre. Al homicidio, cuya comisión iniciara Caín, Lamec, su quinto descendiente, agregó la poligamia, y con cínica jactancia, reconoció a Dios tan sólo para sacar de la venganza prometida a Caín una garantía de su propia salvaguardia. Abel había llevado una vida pastoral, habitando en tiendas o cabañas, y los descendientes de Set hicieron lo mismo y se consideraron “peregrinos y advenedizos sobre la tierra,” que buscaban una patria “mejor, es a saber, la celestial.” Hebreos 11:13, 16.
Durante algún tiempo las dos clases permanecieron separadas. Esparciéndose del lugar en que se establecieron primeramente, los descendientes de Caín se dispersaron por todos los llanos y valles donde habían habitado los hijos de Set; y éstos, para escapar a la influencia contaminadora de aquéllos, se retiraron a las montañas, y allí establecieron sus hogares. Mientras duró esta separación, los hijos de Set mantuvieron el culto a Dios en toda su pureza. Pero con el transcurso del tiempo, se aventuraron poco a poco a mezclarse con los habitantes de los valles. Esta asociación produjo los peores resultados. Vieron “los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas.” Génesis 6:2. Atraídos por la hermosura de las hijas de los descendientes de Caín, los hijos de Set desagradaron al Señor aliándose con ellas en matrimonio. Muchos de los que adoraban a Dios fueron inducidos a pecar mediante los halagos que ahora estaban constantemente ante ellos, y perdieron su carácter peculiar y santo. Al mezclarse con los depravados, llegaron a ser semejantes a ellos en espíritu y en obras; menospreciaron las restricciones del séptimo mandamiento, y “tomáronse mujeres escogiendo entre todas.” Los hijos de Set siguieron “el camino de Caín” (Judas 11), fijaron su atención en la prosperidad y el gozo terrenales y descuidaron los mandamientos del Señor. A los hombres “no les pareció tener a Dios en su noticia;” “se desvanecieron en sus discursos, y el necio corazón de ellos fué entenebrecido.” Por tanto, “Dios los entregó a una mente depravada.” Romanos 1:21, 28. El pecado se extendió por toda la tierra como una lepra mortal.
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Adán vivió casi mil años entre los hombres, como testigo de los resultados del pecado. Con toda fidelidad trató de poner coto a la corriente del mal. Se le había ordenado instruir a su descendencia en el camino del Señor; y cuidadosamente atesoró lo que Dios le había revelado, y lo repetía a las generaciones que se sucedían. A sus hijos y a sus nietos hasta la novena generación, pudo describir Adán el estado santo y feliz del hombre en el paraíso, y repitiéndoles la historia de su caída, les refirió los sufrimientos mediante los cuales Dios le había enseñado la necesidad de adherirse estrictamente a su ley y les explicó las misericordiosas medidas tomadas para su salvación. Pero sólo unos pocos prestaron atención a sus palabras. A menudo le hacian amargos reproches por el pecado que había traído tanto dolor a sus descendientes.
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La de Adán fué una vida de tristeza, humildad y contrición. Cuando salió del Edén, la idea de que tendría que morir le hacía estremecerse de terror. Conoció por primera vez la realidad de la muerte en la familia humana cuando Caín, su primogénito, asesinó a su hermano. Lleno del más agudo remordimiento por su propio pecado, y doblemente acongojado por la muerte de Abel y el rechazamiento de Caín, Adán estaba abrumado por la angustia. Veía cómo por doquiera se esparcía la corrupción que iba a causar finalmente la destrucción del mundo mediante un diluvio; y a pesar de que la sentencia de muerte pronunciada sobre él por su Hacedor le había parecido terrible al principio, después de presenciar durante casi mil años los resultados del pecado, Adán llegó a considerar como una misericordia el que Dios pusiera fin a su vida de sufrimiento y dolor.
No obstante la iniquidad del mundo antediluviano, esa época no fué, como a menudo se ha supuesto, una era de ignorancia y barbarie. Los hombres tuvieron oportunidad de alcanzar un alto desarrollo moral e intelectual. Poseían gran fuerza física y mental, y sus ventajas para adquirir conocimientos religiosos y científicos eran incomparables. Es un error suponer que porque vivían muchos años, sus mentes alcanzaban tarde su madurez: sus facultades mentales se desarrollaban temprano y los que abrigaban el temor de Dios y vivían en armonía con su voluntad, continuaban aumentando en conocimiento y en sabiduría durante toda su vida.
Si pudieran compararse con los antediluvianos de la misma edad, los más ilustres eruditos de nuestros tiempos parecerían muy inferiores en vigor mental y físico. A medida que se acortó la vida del hombre y disminuyó su vigor físico, también se aminoró su capacidad mental. Hoy día hay hombres que dedican al estudio un período de veinte a cincuenta años, y el mundo se llena de admiración por sus éxitos. Pero ¡qué limitados son estos triunfos cuando se los compara con los de aquellos hombres cuyo vigor físico y mental se desarrollaba durante siglos!
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Es verdad que los hombres de los tiempos modernos tienen el beneficio del conocimiento alcanzado por sus predecesores. Los genios que proyectaron, estudiaron y escribieron, han legado sus trabajos a quienes les han seguido. Pero aun en este respecto, y en lo que concierne meramente a los conocimientos humanos, ¡cuán superiores fueron las ventajas de los hombres de aquella edad antigua! Tuvieron entre ellos durante siglos a aquel que Dios había formado según su propia imagen, a quien el Creador mismo declaró “bueno,” el hombre a quien Dios había instruído en toda sabiduría del mundo material. Adán había aprendido del Creador la historia de la creación; él mismo había presenciado los acontecimientos de nueve siglos; y comunicó sus conocimientos a sus descendientes. Los antediluvianos no tenían libros ni anales escritos; pero con su gran vigor mental y físico disponían de una memoria poderosa, que les permitía comprender y retener lo que se les comunicaba, para transmitirlo después con toda precisión a sus descendientes. Durante varios siglos hubo siete generaciones que vivieron contemporáneamente, y tuvieron la oportunidad de consultarse para aprovechar cada una los conocimientos y la experiencia de las demás.
Las ventajas que gozaron los hombres de aquellos tiempos para obtener un conocimiento de Dios por el estudio de su obra, no han sido igualadas desde entonces. Lejos de ser una era de tinieblas religiosas, fué una edad de grandes luces. Todo el mundo tuvo la oportunidad de recibir instrucción de Adán y los que temían al Señor tuvieron también a Cristo y a los ángeles por maestros. Y tuvieron un silencioso testimonio de la verdad en el huerto de Dios, que durante siglos permaneció entre los hombres. A la puerta del paraíso, guardada por querubines, se manifestaba la gloria de Dios, y allí iban los primeros adoradores a levantar sus altares y a presentar sus ofrendas. Allí era donde Caín y Abel habían llevado sus sacrificios y Dios había condescendido a comunicarse con ellos.
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El escepticismo no podía negar la existencia del Edén mientras estaba a la vista, con su entrada vedada por los ángeles custodios. El orden de la creación, el objeto del huerto, la historia de sus dos árboles tan estrechamente ligados al destino del hombre, eran hechos indiscutibles; y la existencia y suprema autoridad de Dios, la vigencia de su ley, eran verdades que nadie pudo poner en tela de juicio mientras Adán vivía.
A pesar de la iniquidad que prevalecía, había un número de hombres santos, ennoblecidos y elevados por la comunión con Dios, que vivían en compañerismo con el cielo. Eran hombres de poderoso intelecto, que habían realizado obras admirables. Tenían una santa y gran misión; a saber, desarrollar un carácter justo y enseñar una lección de piedad, no sólo a los hombres de su tiempo, sino también a las generaciones futuras. Sólo algunos de los más destacados se mencionan en las Escrituras; pero a través de todos los tiempos, Dios tuvo testigos fieles y adoradores sinceros.
Las Escrituras dicen que Enoc tuvo un hijo a los sesenta y cinco años. Después anduvo con Dios durante trescientos años. En la primera parte de su vida, Enoc había amado y temido a Dios y guardado sus mandamientos. Pertenecía al santo linaje, a los depositarios de la verdadera fe, a los progenitores de la simiente prometida. De labios de Adán había aprendido la triste historia de la caída y las gozosas nuevas de la gracia de Dios contenidas en la promesa; y confiaba en el Redentor que vendría. Pero después del nacimiento de su primer hijo, Enoc alcanzó una experiencia más elevada, fué atraído a más íntima relación con Dios. Comprendió más cabalmente sus propias obligaciones y responsabilidades como hijo de Dios. Cuando conoció el amor de su hijo hacia él, y la sencilla confianza del niño en su protección; cuando sintió la profunda y anhelante ternura de su corazón hacia su primogénito, aprendió la preciosa lección del maravilloso amor de Dios hacia el hombre manifestado en la dádiva de su Hijo, y la confianza que los hijos de Dios podían tener en el Padre celestial. El infinito e inescrutable amor de Dios, manifestado mediante Cristo, se convirtió en el tema de su meditación de día y de noche; y con todo el fervor de su alma trató de manifestar este amor a la gente entre la cual vivía.
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El andar de Enoc con Dios no era en arrobamiento o en visión, sino en el cumplimiento de los deberes de su vida diaria. No se aisló de la gente convirtiéndose en ermitaño, pues tenía una obra que hacer para Dios en el mundo. En el seno de la familia y en sus relaciones con los hombres, ora como esposo o padre, ora como amigo o ciudadano, fué firme y constante siervo de Dios.
Su corazón estaba en armonía con la voluntad de Dios; pues “¿andarán dos juntos, si no estuvieren de concierto?” Amós 3:3. Y este santo andar continuó durante trescientos años. Muchos cristianos serían más fervientes y devotos si supiesen que tienen sólo poco tiempo que vivir, o que la venida de Cristo está por suceder. Pero en el caso de Enoc su fe se fortalecía y su amor se hacía más ardiente a medida que pasaban los siglos.
Enoc poseía una mente poderosa, bien cultivada, y profundos conocimientos. Dios le había honrado con revelaciones especiales; sin embargo, por el hecho de que estaba en continua comunión con el cielo, y reconocía constantemente la grandeza y perfección divinas, fué uno de los hombres más humildes. Cuanto más íntima era su unión con Dios, tanto más profundo era el sentido de su propia debilidad e imperfección.
Afligido por la maldad creciente de los impíos, y temiendo que la infidelidad de esos hombres pudiese aminorar su veneración hacia Dios, Enoc eludía el asociarse continuamente con ellos, y pasaba mucho tiempo en la soledad, dedicándose a la meditación y a la oración. Así esperaba ante el Señor, buscando un conocimiento más claro de su voluntad a fin de cumplirla. Para él la oración era el aliento del alma. Vivía en la misma atmósfera del cielo.
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Por medio de santos ángeles, Dios reveló a Enoc su propósito de destruir al mundo mediante un diluvio, y también le hizo más manifiesto el plan de la redención. Mediante el espíritu de profecía lo llevó a través de las generaciones que vivirían después del diluvio, y le mostró los grandes eventos relacionados con la segunda venida de Cristo y el fin del mundo.
Enoc había estado preocupado acerca de los muertos. Le había parecido que los justos y los impíos se convertirían igualmente en polvo, y que ése sería su fin. No podía concebir que los justos vivieran más allá de la tumba. En visión profética se le instruyó concerniente a la muerte de Cristo y se le mostró su venida en gloria, acompañado de todos los santos ángeles, para rescatar a su pueblo de la tumba. También vió la corrupción que habría en el mundo cuando Cristo viniera por segunda vez, y habría una generación presumida, jactanciosa y empecinada, que negaría al único Dios y al Señor Jesucristo, pisoteando la ley y despreciando la redención. Vió a los justos coronados de gloria y honor, y a los impíos desechados de la presencia del Señor, y destruídos por el fuego.
Enoc se convirtió en el predicador de la justicia e hizo saber al pueblo lo que Dios le había revelado. Los que temían al Señor buscaban a este hombre santo, para compartir su instrucción y sus oraciones. También trabajó públicamente, dando los mensajes de Dios a todos los que querían oír las palabras de advertencia. Su obra no se limitaba a los descendientes de Set. En la tierra adonde Caín había tratado de huir de la divina presencia, el profeta de Dios dió a conocer las maravillosas escenas que había presenciado en visión. “He aquí—dijo,—el Señor es venido con sus santos millares, a hacer juicio contra todos, y a convencer a todos los impíos de entre ellos tocante a todas sus obras de impiedad que han hecho impíamente.” Judas 14, 15.
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Enoc condenaba intrépidamente el pecado. Mientras predicaba el amor de Dios en Cristo a la gente de aquel entonces, y les rogaba que abandonaran sus malos caminos, reprobaba la prevaleciente iniquidad, y amonestaba a los hombres de su generación manifestándoles que vendría el juicio sobre los transgresores. El Espíritu de Cristo habló por medio de Enoc, y se manifestaba no sólo en expresiones de amor, compasión y súplica; pues los santos hombres no hablan sólo palabras halagadoras. Dios pone en el corazón y en los labios de sus mensajeros las verdades que han de expresar a la gente, verdades agudas y cortantes como una espada de dos filos.
El poder de Dios que obraba con su siervo se hacía sentir entre los que le oían. Algunos prestaban oídos a la amonestación, y renunciaban a su vida de pecado; pero las multitudes se mofaban del solemne mensaje, y seguían más osadamente en sus malos caminos. En los últimos días los siervos de Dios han de dar al mundo un mensaje parecido, que será recibido también con incredulidad y burla. El mundo antediluviano rechazó las palabras de amonestación del que anduvo con Dios. E igualmente la última generación no prestará atención a las advertencias de los mensajeros del Señor.
En medio de una vida de activa labor, Enoc mantenía fielmente su comunión con Dios. Cuanto más intensas y urgentes eran sus labores, tanto más constantes y fervorosas eran sus oraciones. Seguía apartándose, durante ciertos lapsos, de todo trato humano. Después de permanecer algún tiempo entre la gente, trabajando para beneficiarla mediante la instrucción y el ejemplo, se retiraba con el fin de estar solo, para satisfacer su sed y hambre de aquella divina sabiduría que sólo Dios puede dar. Manteniéndose así en comunión con Dios, Enoc llegó a reflejar más y más la imagen divina. Tenía el rostro radiante de una santa luz, semejante a la que resplandece del rostro de Jesús. Cuando regresaba de estar en comunión con Dios, hasta los impíos miraban con reverencia ese sello del cielo en su semblante.
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La iniquidad de los hombres había llegado a tal grado que su destrucción quedó decretada. A medida que los años pasaban, crecía más la ola de la culpabilidad humana, y se volvían más obscuras las nubes del juicio divino. Con todo, Enoc, el testigo de la fe, perseveró en su camino, amonestando, suplicando, implorando, tratando de rechazar la ola de culpabilidad y detener los dardos de la venganza. Aunque sus amonestaciones eran menospreciadas por el pueblo pecaminoso y amante del placer, tenía el testimonio de la aprobación de Dios, y continuó fielmente la lucha contra la iniquidad reinante, hasta que Dios lo trasladó de un mundo de pecado al gozo puro del cielo.
Los hombres de aquel entonces se burlaron de la insensatez del que no procuraba acumular oro o plata, ni adquirir bienes terrenales. Pero el corazón de Enoc estaba puesto en los tesoros eternos. Había contemplado la ciudad celestial. Había visto al Rey en su gloria en medio de Sión. Su mente, su corazón y su conversación se concentraban en el cielo. Cuanto mayor era la iniquidad prevaleciente, tanto más intensa era su nostalgia del hogar de Dios. Mientras estaba aún en la tierra, vivió por la fe en el reino de luz.
“Bienaventurados los de limpio corazón: porque ellos verán a Dios.” Mateo 5:8. Durante trescientos años Enoc buscó la pureza del alma, para estar en armonía con el Cielo. Durante tres siglos anduvo con Dios. Día tras día anheló una unión más íntima; esa comunión se hizo más y más estrecha, hasta que Dios lo llevó consigo. Había llegado al umbral del mundo eterno, a un paso de la tierra de los bienaventurados; se le abrieron los portales, y continuando su andar con Dios, tanto tiempo proseguido en la tierra, entró por las puertas de la santa ciudad. Fué el primero de los hombres que llegó allí.
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La desaparición de Enoc se sintió en la tierra. La voz de instrucción y amonestación que se había escuchado día tras día se echó de menos. Hubo algunos, entre los justos y los impíos, que presenciaron su partida; y con la esperanza de que se le hubiese llevado a uno de sus lugares de retiro, los que le amaban hicieron una diligente búsqueda, así como más tarde los hijos de los profetas buscaron a Elías; pero fué sin resultado. Informaron que no estaba en ninguna parte, porque Dios lo había llevado consigo.
Mediante la traslación de Enoc, el Señor quiso dar una importante lección. Había peligro de que los hombres cedieran al desaliento, debido a los temibles resultados del pecado de Adán. Muchos estaban dispuestos a exclamar: “¿De qué nos sirve haber temido al Señor y guardado sus ordenanzas, ya que una terrible maldición pesa sobre la humanidad, y a todos nos espera la muerte?” Pero las instrucciones que Dios dió a Adán, repetidas por Set y practicadas por Enoc, despejaron las tinieblas y la tristeza e infundieron al hombre la esperanza de que, como por Adán vino la muerte, por el Redentor prometido vendría la vida y la inmortalidad.
Satanás procuraba inculcar a los hombres la creencia de que no había premio para los justos ni castigo para los impíos, y que era imposible para el hombre obedecer los estatutos divinos. Pero en el caso de Enoc, Dios declara de sí mismo que “existe y que es remunerador de los que le buscan.” Hebreos 11:6. Revela lo que hará en bien de los que guardan sus mandamientos. A los hombres se les demostró que se puede obedecer la ley de Dios; que aun viviendo entre pecadores corruptos, podían, mediante la gracia de Dios, resistir la tentación y llegar a ser puros y santos. Vieron en su ejemplo la bienaventuranza de esa vida; y su traslación fué una evidencia de la veracidad de su profecía acerca del porvenir que traerá un galardón de felicidad, gloria y vida eterna para los obedientes, y de condenación, pesar y muerte para el transgresor.
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“Por la fe Enoc fué traspuesto para no ver muerte, … y antes que fuese traspuesto, tuvo testimonio de haber agradado a Dios.” Vers. 5. En medio de un mundo condenado a la destrucción por su iniquidad, Enoc pasó su vida en tan íntima comunión con Dios, que no se le permitió caer bajo el poder de la muerte. El piadoso carácter de este profeta representa el estado de santidad que deben alcanzar todos los que serán “comprados de entre los de la tierra” (Apocalipsis 14:3) en el tiempo de la segunda venida de Cristo. En ese entonces, así como en el mundo antediluviano, prevalecerá la iniquidad. Siguiendo los impulsos de su corrupto corazón y las enseñanzas de una filosofía engañosa, el hombre se rebelará contra la autoridad del Cielo. Pero, así como Enoc, el pueblo de Dios buscará la pureza de corazón y la conformidad con la voluntad de su Señor, hasta que refleje la imagen de Cristo. Tal como lo hizo Enoc, anunciarán al mundo la segunda venida del Señor, y los juicios que merecerá la transgresión; y mediante su conversación y ejemplo santos condenarán los pecados de los impíos.
Así como Enoc fué trasladado al cielo antes de la destrucción del mundo por el diluvio, así también los justos vivos serán traspuestos de la tierra antes de la destrucción por el fuego. Dice el apóstol: “Todos ciertamente no dormiremos, mas todos seremos transformados, en un momento, en un abrir de ojo, a la final trompeta.” “Porque el mismo Señor con aclamación, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo.” “Porque será tocada la trompeta, y los muertos serán levantados sin corrupción, y nosotros seremos transformados.” “Los muertos en Cristo resucitarán primero: luego nosotros, los que vivimos, los que quedamos, juntamente con ellos seremos arrebatados en las nubes a recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, consolaos los unos a los otros en estas palabras.” 1 Corintios 15:51, 52; 1 Tesalonicenses 4:16-18.