Historia de los Patriarcas y Profetas: Capítulo 12 – Abrahán en Canaán

Este capítulo está basado en Génesis 13; 15; 17:1-16 y 18.

Abrahan volvió a Canaán “riquísimo en ganado, en plata y oro.” Lot aún estaba con él, y de nuevo llegaron a Betel, y establecieron su campamento junto al altar que habían erigido anteriormente. Pronto comprendieron que las riquezas acrecentadas aumentaban las dificultades. En medio de las penurias y las pruebas habían vivido juntos en perfecta armonía, pero en su prosperidad había peligro de discordias entre ellos. Los pastos no eran suficientes para el ganado de ambos; y las frecuentes disputas entre los pastores fueron traídas ante sus amos para que las resolviesen. Era evidente que debían separarse. Abrahán era mayor que Lot, y superior a él en parentesco, riqueza y posición; no obstante, él fué el primero en sugerir planes para mantener la paz. A pesar de que Dios mismo le había dado toda esa tierra, muy cortésmente renunció a su derecho.

“No haya ahora altercado—dijo Abrahán—entre mí y ti, entre mis pastores y los tuyos, porque somos hermanos. ¿No está toda la tierra delante de ti? Yo te ruego que te apartes de mí. Si fueres a la mano izquierda, yo iré a la derecha: y si tú a la derecha, yo iré a la izquierda.” Génesis 13:1-9.

Este caso puso de manifiesto el noble y desinteresado espíritu de Abrahán. ¡Cuántos, en circunstancias semejantes, habrían procurado a toda costa sus preferencias y derechos personales! ¡Cuántas familias se han desintegrado por esa razón! ¡Cuántas iglesias se han dividido, dando lugar a que la causa de la verdad sea objeto de las burlas y el menosprecio de los impíos! “No haya ahora altercado entre mí y ti,” dijo Abrahán, “porque somos hermanos.” No sólo lo eran por parentesco natural sino también como adoradores del verdadero Dios. Los hijos de Dios forman una sola familia en todo el mundo, y debería guiarlos el mismo espíritu de amor y concordia. “Amándoos los unos a los otros con caridad fraternal; previniéndoos con honra los unos a los otros” (Romanos 12:10), es la enseñanza de nuestro Salvador. El cultivo de una cortesía uniforme, y la voluntad de tratar a otros como deseamos ser tratados nosotros, eliminaría la mitad de las dificultades de la vida. El espíritu de ensalzamiento propio es el espíritu de Satanás; pero el corazón que abriga el amor de Cristo poseerá esa caridad que no busca lo suyo. El tal cumplirá la orden divina: “No mirando cada uno a lo suyo propio, sino cada cual también a lo de los otros.” Filipenses 2:4.

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Aunque Lot debía su prosperidad a su relación con Abrahán, no manifestó gratitud hacia su bienhechor. La cortesía hubiese requerido que él dejase escoger a Abrahán; pero en vez de hacer eso, trató egoístamente de apoderarse de las mejores ventajas. “Y alzó Lot sus ojos, y vió toda la llanura del Jordán, que toda ella era de riego, … como el huerto de Jehová, como la tierra de Egipto entrando en Zoar.” Génesis 13:10-13.

La región más feraz de toda Palestina era el valle del Jordán, que a todos aquellos que lo veían les recordaba el paraíso perdido, pues igualaba en hermosura y producción a las llanuras fertilizadas por el Nilo que hacía tan poco tiempo habían dejado. También había ciudades, ricas y hermosas, que invitaban a hacer provechosas ganancias mediante el intercambio comercial en sus concurridos mercados. Ofuscado por sus visiones de ganancias materiales, Lot pasó por alto los males morales y espirituales que encontraría allí. Los habitantes de la llanura eran “malos y pecadores para con Jehová en gran manera,” pero Lot ignoraba eso, o si lo sabía, le dió poca importancia. “Entonces Lot escogió para sí toda la llanura del Jordán,” “y fué poniendo sus tiendas hasta Sodoma.” Vers. 13, 11. ¡Cuán mal previó los terribles resultados de esa elección egoísta!

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Después de separarse de Lot, Abrahán recibió otra vez del Señor la promesa de que todo el país sería suyo. Poco tiempo después, se mudó a Hebrón, levantó su tienda bajo el encinar de Mamre y al lado erigió un altar para el Señor. En esas frescas mesetas, con sus olivares y viñedos, sus ondulantes campos de trigo y las amplias tierras de pastoreo circundadas de colinas, habitó Abrahán, satisfecho de su vida sencilla y patriarcal, dejando a Lot el peligroso lujo del valle de Sodoma.

Abrahán fué honrado por los pueblos circunvecinos como un príncipe poderoso y un caudillo sabio y capaz. No dejó de ejercer su influencia entre sus vecinos. Su vida y su carácter, en contraste con la vida y el carácter de los idólatras, ejercían una influencia notable en favor de la verdadera fe. Su fidelidad hacia Dios fué inquebrantable, en tanto que su afabilidad y benevolencia inspiraban confianza y amistad, y su grandeza sin afectación imponía respeto y honra.

No retuvo su religión como un tesoro precioso que debía guardarse celosamente y pertenecer exclusivamente a su poseedor. La verdadera religión no puede considerarse así, pues un espíritu tal sería contrario a los principios del Evangelio. Mientras Cristo more en el corazón, será imposible esconder la luz de su presencia, u obscurecerla. Por el contrario, brillará cada vez más a medida que día tras día las nieblas del egoísmo y del pecado que envuelven el alma sean disipadas por los brillantes rayos del Sol de justicia.

Los hijos de Dios son sus representantes en la tierra y él quiere que sean luces en medio de las tinieblas morales de este mundo. Esparcidos por todos los ámbitos de la tierra, en pueblos, ciudades y aldeas, son testigos de Dios, los medios por los cuales él ha de comunicar a un mundo incrédulo el conocimiento de su voluntad y las maravillas de su gracia. El se propone que todos los que participan de la gran salvación sean sus misioneros. La piedad de los cristianos constituye la norma mediante la cual los infieles juzgan al Evangelio. Las pruebas soportadas pacientemente, las bendiciones recibidas con gratitud, la mansedumbre, la bondad, la misericordia y el amor manifestados habitualmente, son las luces que brillan en el carácter ante el mundo, y ponen de manifiesto el contraste que existe con las tinieblas que proceden del egoísmo del corazón natural.

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Abrahán, además de ser rico en fe, noble y generoso, inquebrantable en la obediencia, y humilde en la sencillez de su vida de peregrino, era sabio en la diplomacia, y valiente y diestro en la guerra. A pesar de ser conocido como maestro de una nueva religión, tres príncipes, hermanos entre sí y soberanos de las llanuras de los amorreos donde él vivía, le demostraron su amistad invitándolo a aliarse con ellos para alcanzar mayor seguridad; pues el país estaba lleno de violencia y opresión. Muy pronto se le presentó una oportunidad para valerse de esta alianza.

Chedorlaomer, rey de Elam, había invadido la tierra de Canaán hacía catorce años, y la había hecho su tributaria. Varios de los príncipes se habían rebelado ahora, y el rey elamita, con cuatro aliados, marchó de nuevo contra el país con el fin de someterlo. Cinco reyes de Canaán unieron sus fuerzas, y salieron al encuentro de los invasores en el valle de Sidim, pero sólo para ser derrotados. Una gran parte del ejército fué destruida totalmente, y los que pudieron escapar huyeron a las montañas en busca de seguridad. Los invasores victoriosos saquearon las ciudades de la llanura, y se marcharon llevándose un rico botín y muchos prisioneros, entre los cuales iban Lot y su familia.

Abrahán, que habitaba tranquilamente en el encinar de Mamre, fué enterado por un fugitivo de lo ocurrido en aquella batalla y de la desgracia de su sobrino. No había albergado en su corazón resentimiento por la ingratitud de Lot. Se despertó por él todo su afecto, y decidió rescatarlo. Buscando ante todo el consejo divino, Abrahán se preparó para la guerra. En su propio campamento reunió a trescientos dieciocho de sus siervos adiestrados, hombres educados en el temor de Dios, en el servicio de su señor y en el uso de las armas. Sus aliados, Mamre, Escol y Aner, se le unieron con sus grupos, y juntos salieron en persecución de los invasores.

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Los elamitas y sus aliados habían acampado en Dan, en la frontera septentrional de Canaán. Envalentonados por su victoria, y sin temer un asalto de parte de sus enemigos vencidos, se habían entregado por completo a la orgía. El patriarca dividió sus fuerzas de tal manera que éstas se aproximaran por distintos puntos, y convergieran en el campamento enemigo, atacándolo durante la noche. Su ataque, vigoroso e inesperado, logró una rápida victoria. El rey de Elam fué muerto, y sus fuerzas, presas de pánico, fueron totalmente derrotadas. Lot y su familia, con todos los demás prisioneros y sus bienes, fueron recuperados, y un rico botín de guerra cayó en poder de los vencedores.

Después de Dios, el triunfo se debió a Abrahán. El adorador de Jehová no sólo había prestado un gran servicio al país, sino que también se había revelado hombre de valor. Se vió que la justicia no es cobarde, y que la religión de Abrahán le daba valor para mantener el derecho y defender a los oprimidos. Su heroica hazaña le dió amplia influencia entre las tribus circunvecinas. A su regreso, el rey de Sodoma le salió al encuentro con su séquito para honrarlo como conquistador. Le pidió que conservase los bienes, solicitándole sólo la entrega de los prisioneros. Conforme a las leyes de la guerra, el botín pertenecía a los vencedores; pero Abrahán no había emprendido esta expedición con el objeto de obtener lucro, y rehusó aprovecharse de los desdichados; sólo estipuló que sus aliados recibiesen la porción a que tenían derecho.

Muy pocos, si fueran sometidos a la misma prueba, se hubiesen mostrado tan nobles como Abrahán. Pocos hubiesen resistido la tentación de asegurarse tan rico botín. Su ejemplo es un reproche para los espíritus egoístas y mercenarios. Abrahán tuvo en cuenta las exigencias de la justicia y la humanidad. Su conducta ilustra la máxima inspirada: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” Levítico 19:18. “He alzado mi mano—dijo—a Jehová Dios alto, poseedor de los cielos y de la tierra, que desde un hilo hasta la correa de un calzado, nada tomaré de todo lo que es tuyo, porque no digas: Yo enriquecí a Abram.” Génesis 14:22, 23. No quería darles motivo para que creyesen que había emprendido la guerra con miras de lucro, ni que atribuyeran su prosperidad a sus regalos o a su favor. Dios había prometido bendecir a Abrahán, y a él debía adjudicársele la gloria.

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Otro que salió a dar la bienvenida al victorioso patriarca fué Melquisedec, rey de Salem, quién trajo pan y vino para alimentar al ejército. Como “sacerdote del Dios alto,” bendijo a Abrahán, y dió gracias al Señor, quien había obrado tan grande liberación por medio de su siervo. Y “dióle Abram los diezmos de todo.” Vers. 20.

Abrahán regresó alegremente a su campamento y a sus ganados; pero su espíritu estaba perturbado por pensamientos que no le abandonaban. Había sido hombre de paz, y hasta donde había podido, había evitado toda enemistad y contienda; y con horror recordaba la escena de matanza que había presenciado. Las naciones cuyas fuerzas había derrotado intentarían sin duda invadir de nuevo a Canaán, y le harían a él objeto especial de su venganza. Enredado en esta forma en las discordias nacionales, vería interrumpirse la apacible quietud de su vida. Por otro lado, no había tomado posesión de Canaán, ni podía esperar ya un heredero en quien la promesa se hubiese de cumplir.

En una visión nocturna, Abrahán oyó otra vez la voz divina: “No temas, Abram—fueron las palabras del Príncipe de los príncipes;—yo soy tu escudo, y tu galardón sobremanera grande.” Génesis 15:1. Pero tenía el ánimo tan deprimido por los presentimientos que no pudo esta vez aceptar la promesa con absoluta confianza como lo había hecho antes. Rogó que se le diera una evidencia tangible de que la promesa sería cumplida. ¿Cómo iba a cumplirse la promesa del pacto, mientras se le negaba la dádiva de un hijo? “¿Qué me has de dar—dijo Abrahán,—siendo así que ando sin hijo? … Y he aquí que es mi heredero uno nacido en mi casa.” Vers. 2, 3. Se proponía adoptar a su fiel siervo Eliezer como hijo y heredero. Pero se le aseguró que un hijo propio había de ser su heredero. Entonces Dios lo llevó fuera de su tienda, y le dijo que mirara las innumerables estrellas que brillaban en el firmamento; y mientras lo hacía le fueron dirigidas las siguientes palabras: “Así será tu simiente.” “Y creyó Abraham a Dios, y le fué atribuido a justicia.” Vers. 5; Romanos 4:3.

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Aun así el patriarca suplicó que se le diese una señal visible para confirmar su fe, y como evidencia para las futuras generaciones de que los bondadosos propósitos que Dios tenía para con ellas se cumplirían. El Señor se dignó concertar un pacto con su siervo, empleando las formas acostumbradas entre los hombres para la ratificación de contratos solemnes. En conformidad con las indicaciones divinas, Abrahán sacrificó una novilla, una cabra y un carnero, cada uno de tres años de edad, dividió cada cuerpo en dos partes y colocó las piezas a poca distancia la una de la otra. Añadió una tórtola y un palomino, que no fueron partidos. Hecho esto, Abrahán pasó reverentemente entre las porciones del sacrificio, haciendo un solemne voto a Dios de obediencia perpetua.

Atenta y constantemente permaneció al lado de los animales partidos, hasta la puesta del sol, para que no fuesen profanados o devorados por las aves de rapiña. Al atardecer se durmió profundamente; y “el pavor de una grande obscuridad cayó sobre él.” Génesis 15:12. Y oyó la voz de Dios diciéndole que no esperase la inmediata posesión de la tierra prometida, y anunciándole los sufrimientos que su posteridad tendría que soportar antes de tomar posesión de Canaán. Le fué revelado el plan de redención, en la muerte de Cristo, el gran sacrificio, y su venida en gloria. También vió Abrahán la tierra restaurada a su belleza edénica, que se le daría a él para siempre, como pleno y final cumplimiento de la promesa.

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Como garantía de este pacto de Dios con el hombre, “dejóse ver un horno humeando, y una antorcha de fuego que pasó entre los animales divididos,” y aquellos símbolos de la presencia divina consumieron completamente las víctimas. Y otra vez oyó Abrahán una voz que confirmaba la dádiva de la tierra de Canaán a sus descendientes, “desde el río de Egipto hasta el río grande, el río Eufrates.” Vers. 18.

Cuando hacía casi veinticinco años que Abrahán estaba en Canaán, el Señor se le apareció y le dijo: “Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí, y sé perfecto.” Véase Génesis 17:1-16. Con reverencia el patriarca se postró, y el mensaje continuó así: “Yo, he aquí mi pacto contigo: Serás padre de muchedumbre de gentes.” Como garantía del cumplimiento de este pacto, su nombre, que hasta entonces era Abram, fué cambiado en “Abraham,” que significa: “padre de muchedumbre de gentes.” El nombre de Sarai se cambió por el de Sara, “princesa;” pues, dijo la divina voz, “vendrá a ser madre de naciones; reyes de pueblos serán de ella.”

En ese tiempo el rito de la circuncisión fué dado a Abrahán “por sello de la justicia de la fe que tuvo en la incircuncisión.” Romanos 4:11. Este rito había de ser observado por el patriarca y sus descendientes como señal de que estaban dedicados al servicio de Dios, y por consiguiente separados de los idólatras y aceptados por Dios como su tesoro especial. Por este rito se comprometían a cumplir, por su parte, las condiciones del pacto hecho con Abrahán. No debían contraer matrimonio con los paganos; pues haciéndolo perderían su reverencia hacia Dios y hacia su santa ley, serían tentados a participar de las prácticas pecaminosas de otras naciones, y serían inducidos a la idolatría.

Dios confirió un gran honor a Abrahán. Los ángeles del cielo anduvieron y hablaron con él como con un amigo. Cuando los juicios de Dios estaban por caer sobre Sodoma, este hecho no le fué ocultado y él se convirtió en intercesor de los pecadores para con Dios. Su entrevista con los ángeles presenta también un hermoso ejemplo de hospitalidad.

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En un caluroso mediodía estival, el patriarca estaba sentado a la puerta de su tienda, contemplando el tranquilo panorama, cuando vió a lo lejos a tres viajeros que se aproximaban. Antes de llegar a su tienda, los forasteros se detuvieron, como para consultarse respecto al camino que debían seguir. Sin esperar que le solicitasen favor alguno, Abrahán se levantó rápidamente, y cuando ellos parecían volverse hacia otra dirección, él se apresuró a acercarse a ellos, y con la mayor cortesía les pidió que le honrasen deteniéndose en su casa para descansar. Con sus propias manos les trajo agua para que se lavasen los pies y se quitasen el polvo del camino. El mismo escogió los alimentos para los visitantes y mientras descansaban bajo la sombra refrescante, se sirvió la mesa, y él se mantuvo respetuosamente al lado de ellos, mientras participaban de su hospitalidad.

Este acto de cortesía fué considerado por Dios de suficiente importancia como para registrarlo en su Palabra; y mil años más tarde, un apóstol inspirado se refirió a él, diciendo: “No olvidéis la hospitalidad, porque por ésta algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles.” Hebreos 13:2.

Abrahán no había visto en sus huéspedes más que tres viajeros cansados. No imaginó que entre ellos había Uno a quien podría adorar sin cometer pecado. En ese momento le fué revelado el verdadero carácter de los mensajeros celestiales. Aunque iban en camino como mensajeros de ira, a Abrahán, el hombre de fe, le hablaron primeramente de bendiciones. Aunque Dios es riguroso para notar la iniquidad y castigar la transgresión, no se complace en la venganza. La obra de la destrucción es una “extraña obra” (Isaías 28:21) para el que es infinito en amor.

“El secreto de Jehová es para los que le temen.” Salmos 25:14. Abrahán había honrado a Dios, y el Señor le honró, haciéndole partícipe de sus consejos, y revelándole sus propósitos. “¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer?” dijo el Señor. “El clamor de Sodoma y Gomorra se aumenta más y más, y el pecado de ellos se ha agravado en extremo, descenderé ahora, y veré si han consumado su obra según el clamor que ha venido hasta mí; y si no, saberlo he.” Véase Génesis 18:17-33. Dios conocía bien la medida de la culpabilidad de Sodoma; pero se expresó a la manera de los hombres, para que la justicia de su trato fuese comprendida. Antes de descargar sus juicios sobre los transgresores, iría él mismo a examinar su conducta; si no habían traspasado los límites de la misericordia divina, les concedería todavía más tiempo para que se arrepintieran.

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Dos de los mensajeros celestiales se marcharon dejando a Abrahán solo con Aquel a quien reconocía ahora como el Hijo de Dios. Y el hombre de fe intercedió en favor de los habitantes de Sodoma. Una vez los había salvado mediante su espada, ahora trató de salvarlos por medio de la oración. Lot y su familia habitaban aún allí; y el amor desinteresado que movió a Abrahán a rescatarlo de los elamitas, trató ahora de salvarlo de la tempestad del juicio divino, si era la voluntad de Dios.

Con profunda reverencia y humildad rogó: “He aquí ahora que he comenzado a hablar a mi Señor, aunque soy polvo y ceniza.” En su súplica no había confianza en sí mismo, ni jactancia de su propia justicia. No pidió un favor basado en su obediencia, o en los sacrificios que había hecho en cumplimiento de la voluntad de Dios. Siendo él mismo pecador, intercedió en favor de los pecadores. Semejante espíritu deben tener todos los que se acercan a Dios. Abrahán manifestó la confianza de un niño que suplica a un padre a quien ama. Se aproximó al mensajero celestial, y fervientemente le hizo su petición. A pesar de que Lot habitaba en Sodoma, no participaba de la impiedad de sus habitantes. Abrahán pensó que en aquella populosa ciudad debía haber otros adoradores del verdadero Dios. Y tomando en consideración este hecho, suplicó: “Lejos de ti el hacer tal, que hagas morir al justo con el impío, y que sea el justo tratado como el impío; nunca tal hagas. El juez de toda la tierra ¿no ha de hacer lo que es justo?” Génesis 18:25. Abrahán no imploró sólo una vez, sino muchas. Atreviéndose a más a medida que se le concedía lo pedido, persistió hasta que obtuvo la seguridad de que aunque hubiese allí sólo diez personas justas, la ciudad sería perdonada.

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El amor hacia las almas a punto de perecer inspiraba las oraciones de Abrahán. Aunque detestaba los pecados de aquella ciudad corrompida, deseaba que los pecadores pudieran salvarse. Su profundo interés por Sodoma demuestra la ansiedad que debemos experimentar por los impíos. Debemos sentir odio hacia el pecado, y compasión y amor hacia el pecador. Por todas partes, en derredor nuestro, hay almas que van hacia una ruina tan desesperada y terrible como la que sobrecogió a Sodoma. Cada día termina el tiempo de gracia para algunos. Cada hora, algunos pasan más allá del alcance de la misericordia. ¿Y dónde están las voces de amonestación y súplica que induzcan a los pecadores a huir de esta pavorosa condenación? ¿Dónde están las manos extendidas para sacar a los pecadores de la muerte? ¿Dónde están los que con humildad y perseverante fe ruegan a Dios por ellos?

El espíritu de Abrahán fué el espíritu de Cristo. El mismo Hijo de Dios es el gran intercesor en favor del pecador. El que pagó el precio de su redención conoce el valor del alma humana. Sintiendo hacia la iniquidad un antagonismo que sólo puede existir en una naturaleza pura e inmaculada, Cristo manifestó hacia el pecador un amor que sólo la bondad infinita pudo concebir. En la agonía de la crucifixión, él mismo, cargado con el espantoso peso de los pecados del mundo, oró por sus vilipendiadores y asesinos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” Lucas 23:34.

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De Abrahán está escrito que “fué llamado amigo de Dios,” “padre de todos los creyentes.” Santiago 2:23; Romanos 4:11. El testimonio de Dios acerca de este fiel patriarca es: “Oyó Abraham mi voz, y guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos y mis leyes.” Y en otro lugar dice: “Yo lo he conocido, sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él.” Génesis 26:5; 18:19.

Fué un gran honor para Abrahán ser el padre del pueblo que durante siglos fué guardián y preservador de la verdad de Dios para el mundo, de aquel pueblo por medio del cual todas las naciones de la tierra iban a ser bendecidas con el advenimiento del Mesías prometido. El que llamó al patriarca le juzgó digno. Es Dios el que habla. El que entiende los pensamientos desde antes y desde muy lejos y justiprecia a los hombres, dice: “Lo he conocido.” En lo que tocaba a Abrahán, no traicionaría la verdad por motivos egoístas. Guardaría la ley y se conduciría recta y justamente. Y no sólo temería al Señor, sino que también cultivaría la religión en su hogar. Instruiría a su familia en la justicia. La ley de Dios sería la norma de su hogar.

La familia de Abrahán comprendía más de mil almas. Los que por sus enseñanzas eran inducidos a adorar al Dios único encontraban un hogar en su campamento; y allí, como en una escuela, recibían una instrucción que los preparaba para ser representantes de la verdadera fe. Así que pesaba sobre Abrahán una gran responsabilidad. Educaba a los padres de familia, y sus métodos de gobierno eran puestos en práctica en las casas que ellos presidían.

En la antigüedad el padre era el jefe y el sacerdote de su propia familia, y ejercía autoridad sobre sus hijos, aun después de que éstos tenían sus propias familias. Sus descendientes aprendían a considerarle como su jefe, tanto en los asuntos religiosos como en los seculares. Abrahán trató de perpetuar este sistema patriarcal de gobierno, pues tendía a conservar el conocimiento de Dios. Era necesario vincular a los miembros de la familia, para construir una barrera contra la idolatría tan generalizada y arraigada en aquel entonces. Abrahán trataba por todos los medios a su alcance de evitar que los habitantes de su campamento se mezclaran con los paganos y presenciaran sus prácticas idólatras; pues sabía muy bien que la familiaridad con el mal iría corrompiendo insensiblemente los sanos principios. Ponía el mayor cuidado en excluir toda forma de religión falsa y en hacer comprender a los suyos la majestad y gloria del Dios viviente como único objeto del culto.

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Era sabio arreglo, dispuesto por Dios mismo, el que consistía en aislar a su pueblo, en lo posible, de toda relación con los paganos, para hacer de él un pueblo separado, que no se contase entre las naciones. El había separado a Abrahán de sus parientes idólatras, para que el patriarca pudiese adiestrar y educar a su familia alejada de las influencias seductoras que la hubieran rodeado en Mesopotamia, y para que la verdadera fe fuese conservada en su pureza por sus descendientes, de generación en generación.

El afecto de Abrahán hacia sus hijos y su casa le movió a resguardar su fe religiosa, y a inculcarles el conocimiento de los estatutos divinos, como el legado más precioso que pudiera dejarles a ellos y por su medio al mundo. A todos les enseñó que estaban bajo el gobierno del Dios del cielo. No debía haber opresión de parte de los padres, ni desobediencia de parte de los hijos. La ley de Dios había designado a cada uno sus obligaciones, y sólo mediante la obediencia a dicha ley se podía obtener la felicidad y la prosperidad.

Su propio ejemplo, la silenciosa influencia de su vida cotidiana, era una constante lección. La integridad inalterable, la benevolencia y la desinteresada cortesía, que le habían granjeado la admiración de los reyes, se manifestaban en el hogar. Había en esa vida una fragancia, una nobleza y una dulzura de carácter que revelaban a todos que Abrahán estaba en relación con el Cielo. No descuidaba siquiera al más humilde de sus siervos. En su casa no había una ley para el amo, y otra para el siervo; no había un camino real para el rico, y otro para el pobre. Todos eran tratados con justicia y simpatía, como coherederos de la gracia de la vida.

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El “mandará a su casa después de sí.” En Abrahán no se vería negligencia pecaminosa en lo referente a restringir las malas inclinaciones de sus hijos, ni tampoco habría favoritismo imprudente, indulgencia o debilidad; no sacrificaría su convicción del deber ante las pretensiones de un amor mal entendido. No sólo daría Abrahán la instrucción apropiada, sino que mantendría la autoridad de las leyes justas y rectas.

¡Cuán pocos son los que siguen este ejemplo actualmente! Muchos padres manifiestan un sentimentalismo ciego y egoísta, un mal llamado amor, que deja a los niños gobernarse por su propia voluntad cuando su juicio no se ha formado aún y los dominan pasiones indisciplinadas. Esto es ser cruel hacia la juventud, y cometer un gran mal contra el mundo. La indulgencia de los padres provoca muchos desórdenes en las familias y en la sociedad. Confirma en los jóvenes el deseo de seguir sus inclinaciones, en lugar de someterse a los requerimientos divinos. Así crecen con aversión a cumplir la voluntad de Dios, y transmiten su espíritu irreligioso e insubordinado a sus hijos y a sus nietos. Así como Abrahán, los padres deberían “mandar a su casa después de sí.” Enséñese a los niños a obedecer a la autoridad de sus padres, e impóngase esta obediencia como primer paso en la obediencia a la autoridad de Dios.

El poco aprecio en que aun los dirigentes religiosos tienen la ley de Dios ha producido muchos males. La enseñanza tan generalizada de que los estatutos divinos ya no están en vigor es, en sus efectos morales sobre las personas, semejante a la idolatría. Los que procuran disminuir los requerimientos de la santa ley de Dios están socavando directamente el fundamento del gobierno de familias y naciones. Los padres religiosos que no andan en los estatutos de Dios, no mandan a su familia que siga el camino del Señor. No hacen de la ley de Dios la norma de la vida. Los hijos, al fundar sus propios hogares, no se sienten obligados a enseñar a sus propios hijos lo que nunca se les enseñó a ellos. Y éste es el motivo porque hay tantas familias impías; ésta es la razón porque la depravación se ha arraigado y extendido tanto.

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Mientras que los mismos padres no anden conforme a la ley del Señor con corazón perfecto, no estarán preparados para “mandar a sus hijos después de sí.” Es preciso hacer en este respecto una reforma amplia y profunda. Los padres deben reformarse. Los ministros necesitan reformarse; necesitan a Dios en sus hogares. Si quieren ver un estado de cosas diferente, deben dar la Palabra de Dios a sus familias, y deben hacerla su consejera. Deben enseñar a sus hijos que ésta es la voz de Dios a ellos dirigida y que deben obedecerle implícitamente. Deben instruir con paciencia a sus hijos; bondadosa e incesantemente deben enseñarles a vivir para agradar a Dios. Los hijos de tales familias estarán preparados para hacer frente a los sofismas de la incredulidad. Aceptaron la Biblia como base de su fe, y por consiguiente, tienen un fundamento que no puede ser barrido por la ola de escepticismo que se avecina.

En muchos hogares, se descuida la oración. Los padres creen que no disponen de tiempo para el culto matutino o vespertino. No pueden invertir unos momentos en dar gracias a Dios por sus abundantes misericordias, por el bendito sol y las lluvias que hacen florecer la vegetación, y por el cuidado de los santos ángeles. No tienen tiempo para orar y pedir la ayuda y la dirección divinas, y la permanente presencia de Jesús en el hogar. Salen a trabajar como va el buey o el caballo, sin dedicar un solo pensamiento a Dios o al cielo. Poseen almas tan preciosas que para que no sucumbieran en la perdición eterna, el Hijo de Dios dió su vida por su rescate; sin embargo, aprecian las grandes bondades del Señor muy poco más que las bestias que perecen.

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Como los patriarcas de la antigüedad, los que profesan amar a Dios deberían erigir un altar al Señor dondequiera que se establezcan. Si alguna vez hubo un tiempo cuando todo hogar debería ser una casa de oración, es ahora. Los padres y las madres deberían elevar sus corazones a menudo hacia Dios para suplicar humildemente por ellos mismos y por sus hijos. Que el padre, como sacerdote de la familia, ponga sobre el altar de Dios el sacrificio de la mañana y de la noche, mientras la esposa y los niños se le unen en oración y alabanza. Jesús se complace en morar en un hogar tal.

De todo hogar cristiano debería irradiar una santa luz. El amor debe expresarse en hechos. Debe manifestarse en todas las relaciones del hogar y revelarse en una amabilidad atenta, en una suave y desinteresada cortesía. Hay hogares donde se pone en práctica este principio, hogares donde se adora a Dios, y donde reina el amor verdadero. De estos hogares, de mañana y de noche, la oración asciende hacia Dios como un dulce incienso, y las misericordias y las bendiciones de Dios descienden sobre los suplicantes como el rocío de la mañana.

Un hogar piadoso bien dirigido constituye un argumento poderoso en favor de la religión cristiana, un argumento que el incrédulo no puede negar. Todos pueden ver que una influencia obra en la familia y afecta a los hijos, y que el Dios de Abrahán está con ellos. Si los hogares de los profesos cristianos tuviesen el debido molde religioso, ejercerían una gran influencia en favor del bien. Serían, ciertamente, “la luz del mundo.” El Dios del cielo habla a todo padre fiel por medio de las palabras dirigidas a Abrahán: “Porque yo lo he conocido, sé que mandará a sus hijos, y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia, y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abrahán lo que ha hablado acerca de él.”

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