Historia de los Patriarcas y Profetas: Capítulo 13 – La prueba de la fe

Este capítulo está basado en Génesis 16; 17:18; 21 y 22.

Abrahan había aceptado sin hacer pregunta alguna la promesa de un hijo, pero no esperó a que Dios cumpliese su palabra en su oportunidad y a su manera. Fué permitida una tardanza, para probar su fe en el poder de Dios, pero fracasó en la prueba. Pensando que era imposible que se le diera un hijo en su vejez, Sara sugirió como plan mediante el cual se cumpliría el propósito divino, que una de sus siervas fuese tomada por Abrahán como esposa secundaria. La poligamia se había difundido tanto que había dejado de considerarse pecado; violaba, sin embargo, la ley de Dios y destruía la santidad y la paz de las relaciones familiares.

El casamiento de Abrahán con Agar fué un mal, no sólo para su propia casa, sino también para las generaciones futuras. Halagada por el honor de su nueva posición como esposa de Abrahán, y con la esperanza de ser la madre de la gran nación que descendería de él, Agar se llenó de orgullo y jactancia, y trató a su ama con menosprecio. Los celos mutuos perturbaron la paz del hogar que una vez había sido feliz. Viéndose forzado a escuchar las quejas de ambas, Abrahán trató en vano de restaurar la armonía. Aunque él se había casado con Agar a instancias de Sara, ahora ella le hacía cargos como si fuera el culpable. Sara deseaba desterrar a su rival; pero Abrahán se negó a permitirlo; pues Agar iba a ser madre de su hijo, que él esperaba tiernamente sería el hijo de la promesa. Sin embargo, era la sierva de Sara, y él la dejó todavía bajo el mando de su ama. El espíritu arrogante de Agar no quiso soportar la aspereza que su insolencia había provocado. “Y como Sarai la afligiese, huyóse de su presencia.” Véase Génesis 16.

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Se fué al desierto, y mientras, solitaria y sin amigos, descansaba al lado de una fuente, un ángel del Señor se le apareció en forma humana. Dirigiéndose a ella como “Agar, sierva de Sarai,” para recordarle su posición y su deber, le mandó: “Vuélvete a tu señora, y ponte sumisa bajo de su mano.” No obstante, con el reproche se mezclaron palabras de consolación. “Oído ha Jehová tu aflicción.” “Multiplicaré tanto tu linaje, que no será contado a causa de la muchedumbre.” Y como recordatorio perpetuo de su misericordia, se le mandó que llamara a su hijo Ismael, o sea: “Dios oirá.”

Cuando Abrahán tenía casi cien años, se le repitió la promesa de un hijo, y se le aseguró que el futuro heredero sería hijo de Sara. Pero Abrahán todavía no comprendió la promesa. En seguida pensó en Ismael, aferrado a la creencia de que por medio de él se habían de cumplir los propósitos misericordiosos de Dios. En su afecto por su hijo exclamó: “Ojalá Ismael viva delante de ti.” Nuevamente se le dió la promesa en palabras inequívocas: “Ciertamente Sara tu mujer te parirá un hijo, y llamarás su nombre Isaac; y confirmaré mi pacto con él.” Sin embargo, Dios se acordó también de la oración del padre. “Y en cuanto a Ismael—dijo,—también te he oído: he aquí que le bendeciré … y ponerlo he por gran gente.”

El nacimiento de Isaac, al traer, después de una espera de toda la vida, el cumplimiento de las más caras esperanzas de Abrahán y de Sara, llenó de felicidad su campamento. Pero para Agar representó el fin de sus más caras ambiciones. Ismael, ahora adolescente, había sido considerado por todo el campamento como el heredero de las riquezas de Abrahán, así como de las bendiciones prometidas a sus descendientes. Ahora era repentinamente puesto a un lado; y en su desengaño, madre e hijo odiaron al hijo de Sara. La alegría general aumentó sus celos, hasta que Ismael osó burlarse abiertamente del heredero de la promesa de Dios.

Sara vió en la inclinación turbulenta de Ismael una fuente perpetua de discordia, y le pidió a Abrahán que alejara del campamento a Ismael y a Agar. El patriarca se llenó de angustia. ¿Cómo podría desterrar a Ismael, su hijo, a quien todavía amaba entrañablemente? En su perplejidad, Abrahán pidió la dirección divina. Mediante un santo ángel, el Señor le ordenó que accediera a la petición de Sara; que su amor por Ismael o Agar no debía interponerse, pues sólo así podría restablecer la armonía y la felicidad en su familia. Y el ángel le dió la promesa consoladora de que aunque estuviese separado del hogar de su padre, Ismael no sería abandonado por Dios; su vida sería conservada, y llegaría a ser padre de una gran nación. Abrahán obedeció la palabra del ángel, aunque no sin sufrir gran pena. Su corazón de padre se llenó de indecible pesar al separar de su casa a Agar y a su hijo.

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La instrucción impartida a Abrahán tocante a la santidad de la relación matrimonial, había de ser una lección para todas las edades. Declara que los derechos y la felicidad de estas relaciones deben resguardarse cuidadosamente, aun a costa de un gran sacrificio. Sara era la única esposa verdadera de Abrahán. Ninguna otra persona debía compartir sus derechos de esposa y madre. Reverenciaba a su esposo, y en este aspecto el Nuevo Testamento la presenta como un digno ejemplo. Pero ella no quería que el afecto de Abrahán fuese dado a otra; y el Señor no la reprendió por haber exigido el destierro de su rival.

Tanto Abrahán como Sara desconfiaron del poder de Dios, y este error fué la causa del matrimonio con Agar. Dios había llamado a Abrahán para que fuese el padre de los fieles, y su vida había de servir como ejemplo de fe para las generaciones futuras. Pero su fe no había sido perfecta. Había manifestado desconfianza para con Dios al ocultar el hecho de que Sara era su esposa, y también al casarse con Agar.

Para que pudiera alcanzar la norma más alta, Dios le sometió a otra prueba, la mayor que se haya impuesto jamás a hombre alguno. En una visión nocturna se le ordenó ir a la tierra de Moria para ofrecer allí a su hijo en holocausto en un monte que se le indicaría.

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Cuando Abrahán recibió esta orden, había llegado a los ciento veinte años. Se le consideraba ya un anciano, aun en aquella generación. Antes había sido fuerte para arrostrar penurias y peligros, pero ya se había desvanecido el ardor de su juventud. En el vigor de la virilidad, uno puede enfrentar con valor dificultades y aflicciones capaces de hacerle desmayar en la senectud, cuando sus pies se acercan vacilantes hacia la tumba. Pero Dios había reservado a Abrahán su última y más aflictiva prueba para el tiempo cuando la carga de los años pesaba sobre él y anhelaba descansar de la ansiedad y el trabajo.

El patriarca moraba en Beerseba rodeado de prosperidad y honor. Era muy rico y los soberanos de aquella tierra le honraban como a un príncipe poderoso. Miles de ovejas y vacas cubrían la llanura que se extendía más allá de su campamento. Por doquiera estaban las tiendas de su séquito para albergar centenares de siervos fieles. El hijo de la promesa había llegado a la edad viril junto a su padre. El Cielo parecía haber coronado de bendiciones la vida de sacrificio y paciencia frente a la esperanza aplazada.

Por obedecer con fe, Abrahán había abandonado su país natal, había dejado atrás las tumbas de sus antepasados y la patria de su parentela. Había andado errante como peregrino por la tierra que sería su heredad. Había esperado durante mucho tiempo el nacimiento del heredero prometido. Por mandato de Dios, había desterrado a su hijo Ismael. Y ahora que el hijo a quien había deseado durante tanto tiempo entraba en la edad viril, y el patriarca parecía estar a punto de gozar de lo que había esperado, se hallaba frente a una prueba mayor que todas las demás.

La orden fué expresada con palabras que debieron torturar angustiosamente el corazón de aquel padre: “Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, … y ofrécelo allí en holocausto.” Génesis 22:2. Isaac era la luz de su casa, el solaz de su vejez, y sobre todo era el heredero de la bendición prometida. La pérdida de este hijo por un accidente o alguna enfermedad hubiera partido el corazón del amante padre; hubiera doblado de pesar su encanecida cabeza; pero he aquí que se le ordenaba que con su propia mano derramara la sangre de ese hijo. Le parecía que se trataba de una espantosa imposibilidad.

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Satanás estaba listo para sugerirle que se engañaba, pues la ley divina mandaba: “No matarás,” y Dios no habría de exigir lo que una vez había prohibido. Abrahán salió de su tienda y miró hacia el sereno resplandor del firmamento despejado, y recordó la promesa que se le había hecho casi cincuenta años antes, a saber, que su simiente sería innumerable como las estrellas. Si se había de cumplir esta promesa por medio de Isaac, ¿cómo podía ser muerto? Abrahán estuvo tentado a creer que se engañaba. Dominado por la duda y la angustia, se postró de hinojos y oró como nunca lo había hecho antes, para pedir que se le confirmase si debía llevar a cabo o no este terrible deber. Recordó a los ángeles que se le enviaron para revelarle el propósito de Dios acerca de la destrucción de Sodoma, y que le prometieron este mismo hijo Isaac. Fué al sitio donde varias veces se había encontrado con los mensajeros celestiales, esperando hallarlos allí otra vez y recibir más instrucción; pero ninguno de ellos vino en su ayuda. Parecía que las tinieblas le habían cercado; pero la orden de Dios resonaba en sus oídos: “Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas.” Aquel mandato debía ser obedecido, y él no se atrevió a retardarse. La luz del día se aproximaba, y debía ponerse en marcha.

Abrahán regresó a su tienda, y fué al sitio donde Isaac dormía profundamente el tranquilo sueño de la juventud y la inocencia. Durante unos instantes el padre miró el rostro amado de su hijo, y se alejó temblando. Fué al lado de Sara, quien también dormía. ¿Debía despertarla, para que abrazara a su hijo por última vez? ¿Debía comunicarle la exigencia de Dios? Anhelaba descargar su corazón compartiendo con su esposa esta terrible responsabilidad; pero se vió cohibido por el temor de que ella le pusiera obstáculos. Isaac era la delicia y el orgullo de Sara; la vida de ella estaba ligada a él, y el amor materno podría rehusar el sacrificio.

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Abrahán, por último, llamó a su hijo y le comunicó que había recibido el mandato de ofrecer un sacrificio en una montaña distante. A menudo había acompañado Isaac a su padre para adorar en algunos de los distintos altares que señalaban su peregrinaje, de modo que este llamamiento no le sorprendió, y pronto terminaron los preparativos para el viaje. Se alistó la leña y se la cargó sobre un asno, y acompañados de dos siervos principiaron el viaje.

Padre e hijo caminaban el uno junto al otro en silencio. El patriarca, reflexionando en su pesado secreto, no tenía valor para hablar. Pensaba en la amante y orgullosa madre, y en el día en que él habría de regresar solo adonde ella estaba. Sabía muy bien que, al quitarle la vida a su hijo, el cuchillo heriría el corazón de ella.

Aquel día, el más largo en la vida de Abrahán, llegó lentamente a su fin. Mientras su hijo y los siervos dormían, él pasó la noche en oración, todavía con la esperanza de que algún mensajero celestial viniese a decirle que la prueba era ya suficiente, que el joven podía regresar sano y salvo a su madre. Pero su alma torturada no recibió alivio. Pasó otro largo día y otra noche de humillación y oración, mientras la orden que lo iba a dejar sin hijo resonaba en sus oídos. Satanás estaba muy cerca de él susurrándole dudas e incredulidad; pero Abrahán rechazó sus sugerencias. Cuando se disponían a principiar la jornada del tercer día, el patriarca, mirando hacia el norte, vió la señal prometida, una nube de gloria, que cubría el monte Moria, y comprendió que la voz que le había hablado procedía del cielo.

Ni aun entonces murmuró Abrahán contra Dios, sino que fortaleció su alma espaciándose en las evidencias de la bondad y la fidelidad de Dios. Se le había dado este hijo inesperadamente; y el que le había dado este precioso regalo ¿no tenía derecho a reclamar lo que era suyo? Entonces su fe le repitió la promesa: “En Isaac te será llamada descendencia” (Génesis 21:12), una descendencia incontable, numerosa como la arena de las playas del mar. Isaac era el hijo de un milagro, y ¿no podía devolverle la vida el poder que se la había dado? Mirando más allá de lo visible, Abrahán comprendió la divina palabra, “considerando que aun de entre los muertos podía Dios resucitarle.” Hebreos 11:19 (VM).

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No obstante, nadie sino Dios pudo comprender la grandeza del sacrificio de aquel padre al acceder a que su hijo muriese; Abrahán deseó que nadie sino Dios presenciase la escena de la despedida. Ordenó a sus siervos que permaneciesen atrás, diciéndoles: “Yo y el muchacho iremos hasta allí, y adoraremos, y volveremos a vosotros.” Isaac, que iba a ser sacrificado, cargó con la leña; el padre llevó el cuchillo y el fuego, y juntos ascendieron a la cima del monte. El joven iba silencioso, deseando saber de dónde vendría la víctima, ya que los rebaños y los ganados habían quedado muy lejos. Finalmente dijo: “Padre mío, … he aquí el fuego y la leña; mas ¿dónde está el cordero para el holocausto?” ¡Oh, qué prueba tan terrible era ésta! ¡Cómo hirieron el corazón de Abrahán esas dulces palabras: “Padre mío!” No, todavía no podía decirle, así que le contestó: “Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío.” Génesis 22:5-8.

En el sitio indicado construyeron el altar, y pusieron sobre él la leña. Entonces, con voz temblorosa, Abrahán reveló a su hijo el mensaje divino. Con terror y asombro Isaac se enteró de su destino; pero no ofreció resistencia. Habría podido escapar a esta suerte si lo hubiera querido; el anciano, agobiado de dolor, cansado por la lucha de aquellos tres días terribles, no habría podido oponerse a la voluntad del joven vigoroso. Pero desde la niñez se le había enseñado a Isaac a obedecer pronta y confiadamente, y cuando el propósito de Dios le fué manifestado, lo aceptó con sumisión voluntaria. Participaba de la fe de Abrahán, y consideraba como un honor el ser llamado a dar su vida en holocausto a Dios. Con ternura trató de aliviar el dolor de su padre, y animó sus debilitadas manos para que ataran las cuerdas que lo sujetarían al altar.

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Por fin se dicen las últimas palabras de amor, derraman las últimas lágrimas, y se dan el último abrazo. El padre levanta el cuchillo para dar muerte a su hijo, y de repente su brazo es detenido. Un ángel del Señor llama al patriarca desde el cielo: “Abraham, Abraham.” El contesta en seguida: “Heme aquí.” De nuevo se oye la voz: “No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; que ya conozco que temes a Dios, pues que no me rehusaste tu hijo, tu único.” Vers. 11, 12.

Entonces Abrahán vió “un carnero a sus espaldas trabado en un zarzal,” y en seguida trajo la nueva víctima y la ofreció “en lugar de su hijo.” Lleno de felicidad y gratitud, Abrahán dió un nuevo nombre a aquel lugar sagrado y lo llamó “Jehová Yireh,” o sea, “Jehová proveerá.” Vers. 13, 14.

En el monte Moria Dios renovó su pacto con Abrahán y confirmó con un solemne juramento la bendición que le había prometido a él y a su simiente por todas las generaciones futuras. “Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto, y no me has rehusado tu hijo, tu único; bendiciendo te bendeciré, y multiplicando multiplicaré tu simiente como las estrellas del cielo, y como la arena que está a la orilla del mar; y tu simiente poseerá las puertas de sus enemigos: en tu simiente serán benditas todas las gentes de la tierra, por cuanto obedeciste a mi voz.” Vers. 16-18.

El gran acto de fe de Abrahán descuella como un fanal de luz, que ilumina el sendero de los siervos de Dios en las edades subsiguientes. Abrahán no buscó excusas para no hacer la voluntad de Dios. Durante aquel viaje de tres días tuvo tiempo suficiente para razonar, y para dudar de Dios si hubiera estado inclinado a hacerlo. Pudo pensar que si mataba a su hijo, se le consideraría asesino, como un segundo Caín, lo cual haría que sus enseñanzas fuesen desechadas y menospreciadas, y de esa manera se destruiría su facultad de beneficiar a sus semejantes. Pudo alegar que la edad le dispensaba de obedecer. Pero el patriarca no recurrió a ninguna de estas excusas. Abrahán era humano, y sus pasiones y sus inclinaciones eran como las nuestras; pero no se detuvo a inquirir cómo se cumpliría la promesa si Isaac muriera. No se detuvo a discutir con su dolorido corazón. Sabía que Dios es justo y recto en todos sus requerimientos, y obedeció el mandato al pie de la letra.

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“Abrahán creyó a Dios, y le fué imputado a justicia, y fué llamado amigo de Dios.” Santiago 2:23. San Pablo dice: “Los que son de fe, los tales son hijos de Abraham.” Gálatas 3:7. Pero la fe de Abrahán se manifestó por sus obras. “¿No fué justificado por las obras Abraham, nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿No ves que la fe obró con sus obras, y que la fe fué perfecta por las obras?” Santiago 2:21, 22.

Son muchos los que no comprenden la relación que existe entre la fe y las obras. Dicen: “Cree solamente en Cristo, y estarás seguro. No tienes necesidad de guardar la ley.” Pero la verdadera fe se manifiesta mediante la obediencia. Cristo dijo a los judíos incrédulos: “Si fuerais hijos de Abraham, las obras de Abraham haríais.” Juan 8:39. Y tocante al padre de los fieles el Señor declara: “Oyó Abraham mi voz, y guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos y mis leyes.” Génesis 26:5. El apóstol Santiago dice: “La fe, si no tuviere obras, es muerta en sí misma.” Santiago 2:17. Y Juan, que habla tan minuciosamente acerca del amor, nos dice: “Este es el amor de Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son penosos.” 1 Juan 5:3.

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Mediante símbolos y promesas, Dios “evangelizó antes a Abraham.” Gálatas 3:8. Y la fe del patriarca se fijó en el Redentor que había de venir. Cristo dijo a los judíos: “Abraham vuestro padre se gozó por ver mi día; y lo vió, y se gozó.” Juan 8:56. El carnero ofrecido en lugar de Isaac representaba al Hijo de Dios, que había de ser sacrificado en nuestro lugar. Cuando el hombre estaba condenado a la muerte por su transgresión de la ley de Dios, el Padre, mirando a su Hijo, dijo al pecador: “Vive, he hallado un rescate.”

Fué para grabar en la mente de Abrahán la realidad del Evangelio, así como para probar su fe, por lo que Dios le mandó sacrificar a su hijo. La agonía que sufrió durante los aciagos días de aquella terrible prueba fué permitida para que comprendiera por su propia experiencia algo de la grandeza del sacrificio hecho por el Dios infinito en favor de la redención del hombre. Ninguna otra prueba podría haber causado a Abrahán tanta angustia como la que le causó el ofrecer a su hijo.

Dios dió a su Hijo para que muriera en la agonía y la vergüenza. A los ángeles que presenciaron la humillación y la angustia del Hijo de Dios, no se les permitió intervenir como en el caso de Isaac. No hubo voz que clamara: “¡Basta!” El Rey de la gloria dió su vida para salvar a la raza caída. ¿Qué mayor prueba se puede dar del infinito amor y de la compasión de Dios? “El que aun a su propio Hijo no perdonó, antes le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” Romanos 8:32.

El sacrificio exigido a Abrahán no fué sólo para su propio bien ni tampoco exclusivamente para el beneficio de las futuras generaciones; sino también para instruir a los seres sin pecado del cielo y de otros mundos. El campo de batalla entre Cristo y Satanás, el terreno en el cual se desarrolla el plan de la redención, es el libro de texto del universo. Por haber demostrado Abrahán falta de fe en las promesas de Dios, Satanás le había acusado ante los ángeles y ante Dios de no ser digno de sus bendiciones. Dios deseaba probar la lealtad de su siervo ante todo el cielo, para demostrar que no se puede aceptar algo inferior a la obediencia perfecta y para revelar más plenamente el plan de la salvación.

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Los seres celestiales fueron testigos de la escena en que se probaron la fe de Abrahán y la sumisión de Isaac. La prueba fué mucho más severa que la impuesta a Adán. La obediencia a la prohibición hecha a nuestros primeros padres no entrañaba ningún sufrimiento; pero la orden dada a Abrahán exigía el más atroz sacrificio. Todo el cielo presenció, absorto y maravillado, la intachable obediencia de Abrahán. Todo el cielo aplaudió su fidelidad. Se demostró que las acusaciones de Satanás eran falsas. Dios declaró a su siervo: “Ya conozco que temes a Dios [a pesar de las denuncias de Satanás], pues que no me rehusaste tu hijo, tu único.” El pacto de Dios, confirmado a Abrahán mediante un juramento ante los seres de los otros mundos, atestiguó que la obediencia será premiada.

Había sido difícil aun para los ángeles comprender el misterio de la redención, entender que el Soberano del cielo, el Hijo de Dios, debía morir por el hombre culpable. Cuando a Abrahán se le mandó ofrecer a su hijo en sacrificio, se despertó el interés de todos los seres celestiales. Con intenso fervor, observaron cada paso dado en cumplimiento de ese mandato. Cuando a la pregunta de Isaac: “¿Dónde está el cordero para el holocausto?” Abrahán contestó: “Dios se proveerá de cordero;” y cuando fué detenida la mano del padre en el momento mismo en que estaba por sacrificar a su hijo y el carnero que Dios había provisto fué ofrecido en lugar de Isaac, entonces se derramó luz sobre el misterio de la redención, y aun los ángeles comprendieron más claramente las medidas admirables que había tomado Dios para salvar al hombre. Véase 1 Pedro 1:12.

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