Este capítulo está basado en Génesis 25:19 y 27.
Jacob y Esaú, los hijos gemelos de Isaac, presentan un contraste sorprendente tanto en su vida como en su carácter. Esta desigualdad fué predicha por el ángel de Dios antes de que nacieran. Cuando él contestó la oración de Rebeca, le anunció que tendría dos hijos y le reveló su historia futura, diciéndole que cada uno sería jefe de una nación poderosa, pero que uno de ellos sería más grande que el otro, y que el menor tendría la preeminencia.
Esaú se crió deleitándose en la complacencia propia y concentrando todo su interés en lo presente. Contrario a toda restricción, se deleitaba en la libertad montaraz de la caza, y desde joven eligió la vida de cazador. Sin embargo, era el hijo favorito de su padre. El pastor tranquilo y pacífico se sintió atraído por la osadía y la fuerza de su hijo mayor, que corría sin temor por montes y desiertos, y volvía con caza para su padre y con relatos palpitantes de su vida aventurera.
Jacob, reflexivo, aplicado y cuidadoso, pensando siempre más en el porvenir que en el presente, se conformaba con vivir en casa, ocupado en cuidar los rebaños y en labrar la tierra. Su perseverancia paciente, su economía y su previsión eran apreciadas por su madre. Sus afectos eran profundos y fuertes, y sus gentiles e infatigables atenciones contribuían mucho más a su felicidad que la amabilidad bulliciosa y ocasional de Esaú. Para Rebeca, Jacob era el hijo predilecto.
Las promesas hechas a Abrahán y confirmadas a su hijo eran miradas por Isaac y Rebeca como la meta suprema de sus deseos y esperanzas. Esaú y Jacob conocían estas promesas. Se les había enseñado a considerar la primogenitura como asunto de gran importancia, porque no sólo abarcaba la herencia de las riquezas terrenales, sino también la preeminencia espiritual. El que la recibía debía ser el sacerdote de la familia; y de su linaje descendería el Redentor del mundo. En cambio, también pesaban responsabilidades sobre el poseedor de la primogenitura. El que heredaba sus bendiciones debía dedicar su vida al servicio de Dios. Como Abrahán, debía obedecer los requerimientos divinos. En el casamiento, en las relaciones de familia y en la vida pública, debía consultar la voluntad de Dios.
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Isaac presentó a sus hijos estos privilegios y condiciones, y les indicó claramente que Esaú, por ser el mayor, tenía derecho a la primogenitura. Pero Esaú no amaba la devoción, ni tenía inclinación hacia la vida religiosa. Las exigencias que acompañaban a la primogenitura espiritual eran para él una restricción desagradable y hasta odiosa. La ley de Dios, condición del pacto divino con Abrahán, era considerada por Esaú como un yugo servil. Inclinado a la complacencia propia, nada deseaba tanto como la libertad para hacer su gusto. Para él, el poder y la riqueza, los festines y el alboroto, constituían la felicidad. Se jactaba de la libertad ilimitada de su vida indómita y errante.
Rebeca recordaba las palabras del ángel, y, con percepción más clara que la de su esposo, comprendía el carácter de sus hijos. Estaba convencida de que Jacob estaba destinado a heredar la promesa divina. Repitió a Isaac las palabras del ángel; pero los afectos del padre se concentraban en su hijo mayor, y se mantuvo firme en su propósito.
Jacob había oído a su madre referirse a la indicación divina de que él recibiría la primogenitura, y desde entonces tuvo un deseo indecible de alcanzar los privilegios que ésta confería. No era la riqueza del padre lo que ansiaba; el objeto de sus anhelos era la primogenitura espiritual. Tener comunión con Dios, como el justo Abrahán, ofrecer el sacrificio expiatorio por su familia, ser el progenitor del pueblo escogido y del Mesías prometido, y heredar las posesiones inmortales que estaban contenidas en las bendiciones del pacto: éstos eran los honores y prerrogativas que encendían sus deseos más ardientes. Sus pensamientos se dirigían constantemente hacia el porvenir, y trataba de comprender sus bendiciones invisibles.
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Con secreto anhelo escuchaba todo lo que su padre decía acerca de la primogenitura espiritual; retenía cuidadosamente lo que oía de su madre. Día y noche este asunto ocupaba sus pensamientos, hasta que se convirtió en el interés absorbente de su vida. Pero aunque daba más valor a las bendiciones eternas que a las temporales, Jacob no tenía todavía un conocimiento experimental del Dios a quien adoraba. Su corazón no había sido renovado por la gracia divina. Creía que la promesa respecto a él mismo no se podría cumplir mientras Esaú poseyera la primogenitura; y constantemente estudiaba los medios de obtener la bendición que su hermano consideraba de poca importancia y que para él era tan preciosa.
Cuando Esaú, al volver un día de la caza, cansado y des fallecido, le pidió a Jacob la comida que estaba preparando, éste último, en quien predominaba siempre el mismo pensamiento, aprovechó la oportunidad y ofreció saciar el hambre de su hermano a cambio de la primogenitura. “He aquí yo me voy a morir—exclamó el temerario y desenfrenado cazador;—¿para qué, pues, me servirá la primogenitura?” Génesis 25:32. Y por un plato de lentejas se deshizo de su primogenitura, y confirmó la transacción mediante un juramento. Unos instantes después, a lo sumo, Esaú hubiera conseguido alimento en las tiendas de su padre; pero para satisfacer el deseo del momento, trocó descuidadamente la gloriosa herencia que Dios mismo había prometido a sus padres. Todo su interés se concentraba en el momento presente. Estaba dispuesto a sacrificar lo celestial por lo terreno, a cambiar un bien futuro por un goce momentáneo.
“Así menospreció Esaú la primogenitura.” Al deshacerse de ella, tuvo un sentimiento de alivio. Ahora su camino estaba libre; podría hacer lo que se le antojara. ¡Cuántos aun hoy día, por este insensato placer, mal llamado libertad, venden su derecho a una herencia pura, inmaculada y eterna en el cielo!
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Sometido siempre a los estímulos exteriores y terrenales, Esaú se había casado con dos mujeres de las hijas de Het. Estas adoraban dioses falsos, y su idolatría causaba amarga pena a Isaac y Rebeca. Esaú había violado una de las condiciones del pacto, que prohibía el matrimonio entre el pueblo escogido y los paganos; pero Isaac no vacilaba en su determinación de conferirle la primogenitura. Las razones de Rebeca, el vehemente deseo de Jacob de recibir la bendición, la indiferencia de Esaú hacia sus obligaciones, no consiguieron cambiar la resolución del padre.
Pasaron los años, hasta que Isaac, anciano y ciego, y esperando morir pronto, decidió no demorar más en dar la bendición a su hijo mayor. Pero conociendo la resistencia de Rebeca y de Jacob, decidió realizar secretamente la solemne ceremonia. En conformidad con la costumbre de hacer un festín en tales ocasiones, el patriarca mandó a Esaú: “Sal al campo, y cógeme caza; y hazme un guisado, … para que te bendiga mi alma antes que muera.” Véase Génesis 27.
Rebeca adivinó su propósito. Estaba convencida de que era contrario a lo que Dios le había revelado como su voluntad. Isaac estaba en peligro de desagradar al Señor y de excluir a su hijo menor de la posición a la cual Dios le había llamado. En vano había tratado de razonar con Isaac, por lo que decidió recurrir a un ardid.
Apenas Esaú se puso en camino para cumplir su encargo, empezó Rebeca a realizar su intención. Refirió a Jacob lo que había sucedido, y le apremió con la necesidad de obrar en seguida, para impedir que la bendición se diera definitiva e irrevocablemente a Esaú. Le aseguró que si obedecía sus instrucciones obtendría la bendición, como Dios lo había prometido. Jacob no consintió en seguida en apoyar el plan que ella propuso. La idea de engañar a su padre le causaba mucha aflicción. Le parecía que tal pecado le traería una maldición más bien que bendición. Pero sus escrúpulos fueron vencidos y procedió a hacer lo que le sugería su madre. No era su intención pronunciar una mentira directa, pero cuando estuvo ante su padre, le pareció que había ido demasiado lejos para poder retroceder, y valiéndose de un engaño obtuvo la codiciada bendición.
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Jacob y Rebeca triunfaron en su propósito, pero por su engaño no se granjearon más que tristeza y aflicción. Dios había declarado que Jacob debía recibir la primogenitura y si hubiesen esperado con confianza hasta que Dios obrara en su favor, la promesa se habría cumplido a su debido tiempo. Pero, como muchos que hoy profesan ser hijos de Dios, no quisieron dejar el asunto en las manos del Señor. Rebeca se arrepintió amargamente del mal consejo que había dado a su hijo; pues fué la causa de que quedara separada de él y nunca más volviera a ver su rostro. Desde la hora en que recibió la primogenitura, Jacob se sintió agobiado por la condenación propia. Había pecado contra su padre, contra su hermano, contra su propia alma, y contra Dios. En sólo una hora se había acarreado una larga vida de arrepentimiento. Esta escena estuvo siempre presente ante él en sus años postrimeros, cuando la mala conducta de sus propios hijos oprimía su alma.
Ni bien hubo dejado Jacob la tienda de su padre, entró Esaú. Aunque había vendido su primogenitura y confirmado el trueque con un solemne juramento, estaba ahora decidido a conseguir sus bendiciones, a pesar de las protestas de su hermano. Con la primogenitura espiritual estaba unida la temporal, que le daría el gobierno de la familia y una porción doble de las riquezas de su padre. Estas eran bendiciones que él podía avalorar. “Levántese mi padre—dijo,—y coma de la caza de su hijo, para que me bendiga tu alma.”
Temblando de asombro y congoja, el anciano padre se dió cuenta del engaño cometido contra él. Habían sido frustradas las caras esperanzas que había albergado durante tanto tiempo, y sintió en el alma el desengaño que había de herir a su hijo mayor. Sin embargo, se le ocurrió como un relámpago la convicción de que era la providencia de Dios la que había vencido su intención, y había realizado aquello mismo que él había resuelto impedir. Se acordó de las palabras que el ángel había dicho a Rebeca, y no obstante el pecado del cual Jacob ahora era culpable, vió en él al hijo más capaz para realizar los propósitos de Dios. Cuando las palabras de la bendición estaban en sus labios, había sentido sobre sí el Espíritu de la inspiración; y ahora, conociendo todas las circunstancias, ratificó la bendición que sin saberlo había pronunciado sobre Jacob: “Yo le bendije, y será bendito.”
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Esaú había menospreciado la bendición mientras parecía estar a su alcance, pero ahora que se le había escapado para siempre, deseó poseerla. Se despertó toda la fuerza de su naturaleza impetuosa y apasionada, y su dolor e ira fueron terribles. Gritó con intensa amargura: “Bendíceme también a mí, padre mío.” “¿No has guardado bendición para mí?” Pero la promesa dada no se había de revocar. No podía recobrar la primogenitura que había trocado tan descuidadamente. “Por una vianda,” con que satisfizo momentáneamente el apetito que nunca había reprimido, vendió Esaú su herencia; y cuando comprendió su locura, ya era tarde para recobrar la bendición. “No halló lugar de arrepentimiento, aunque la procuró con lágrimas.” Hebreos 12:16, 17. Esaú no quedaba privado del derecho de buscar la gracia de Dios mediante el arrepentimiento; pero no podía encontrar medios para recobrar la primogenitura. Su dolor no provenía de que estuviese convencido de haber pecado; no deseaba reconciliarse con Dios. Se entristecía por los resultados de su pecado, no por el pecado mismo.
A causa de su indiferencia hacia las bendiciones y requerimientos divinos, la Escritura llama a Esaú “profano.” Representa a aquellos que menosprecian la redención comprada para ellos por Cristo, y que están dispuestos a sacrificar su herencia celestial a cambio de las cosas perecederas de la tierra. Multitudes viven para el momento presente, sin preocuparse del futuro. Como Esaú exclaman: “Comamos y bebamos, que mañana moriremos.” 1 Corintios 15:32. Son dominados por sus inclinaciones; y en vez de practicar la abnegación, pasan por alto las consideraciones de más valor. Si se trata de renunciar a una de las dos cosas, la satisfacción de un apetito depravado o las bendiciones celestiales prometidas solamente a los que practican la abnegación de sí mismos y temen a Dios, prevalecen las exigencias del apetito, y Dios y el cielo son tenidos en poco.
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¡Cuántos, aun entre los que profesan ser cristianos, se aferran a goccs perjudiciales para la salud, que entorpecen la sensibilidad del alma! Cuando se les presenta el deber de limpiarse de toda inmundicia del espíritu y de la carne, perfeccionando la santidad en el temor de Dios, se ofenden. Ven que no pueden retener esos goces perjudiciales, y al mismo tiempo alcanzar el cielo, y como la senda que lleva a la vida eterna les resulta tan estrecha, concluyen por decidirse a no seguir en ella.
Millares de personas están vendiendo su primogenitura para satisfacer deseos sensuales. Sacrifican la salud, debilitan las facultades mentales, y pierden el cielo; y todo esto por un placer meramente temporal, por un goce que debilita y degrada. Así como Esaú despertó para ver la locura de su cambio precipitado cuando era tarde para recobrar lo perdido, así les ocurrirá en el día de Dios a los que han trocado su herencia celestial por la satisfacción de goces egoístas.