Este capítulo está basado en Génesis 34; 35 y 37.
Atravesando el Jordán, llegó Jacob “sano a la ciudad de Sichem, que está en la tierra de Canaán.” Véase Génesis 33-37. Así quedó contestada la oración que el patriarca había elevado en Betel para pedir a Dios que le ayudara a volver en paz a su propio país. Durante algún tiempo habitó en el valle de Siquem. Fué allí donde Abrahán, más de cien años antes, había establecido su primer campamento y erigido su primer altar en la tierra de promisión. Allí Jacob “compró una parte del campo, donde tendió su tienda, de mano de los hijos de Hamor, padre de Sichem, por cien piezas de moneda. Y erigió allí un altar, y llamóle: El Dios de Israel.” Como Abrahán, Jacob erigió junto a su tienda un altar en honor a Jehová, y ante él congregaba a los miembros de su familia para el sacrificio de la mañana y de la noche. Fué allí donde cavó un pozo al cual se llegó diecisiete siglos más tarde el Salvador, descendiente de Jacob, y mientras junto a él descansaba del calor del mediodía, habló a sus admirados oyentes del agua que salta “para vida eterna.” Juan 4:14.
La estada de Jacob y de sus hijos en Siquem terminó en la violencia y el derramamiento de sangre. La única hija de la familia fué deshonrada y afligida; dos hermanos de ésta se hicieron reos de asesinato; una ciudad entera fué víctima de la matanza y la ruina, en represalia de lo que al margen de la ley hiciera un joven arrebatado. El origen de tan terribles resultados lo hallamos en el hecho de que la hija de Jacob, salió “a ver las hijas del país,” aventurándose así a entrar en relaciones con los impíos. El que busca su placer entre los que no temen a Dios se coloca en el terreno de Satanás, y provoca sus tentaciones.
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La traidora crueldad de Simeón y de Leví no fué inmotivada; pero su proceder hacia los siquemitas fué un grave pecado. Habían ocultado cuidadosamente sus intenciones a Jacob, y la noticia de su venganza le llenó de horror. Herido en lo más profundo de su corazón por el embuste y la violencia de sus hijos, sólo dijo: “Habéisme turbado con hacerme abominable a los moradores de aquesta tierra, … y teniendo yo pocos hombres, juntarse han contra mí, y me herirán, y seré destruido yo y mi casa.” El dolor y la aversión con que miraba el hecho sangriento cometido por sus hijos se manifiesta en las palabras con las cuales recordó ese acto, casi cincuenta años más tarde cuando yacía en su lecho de muerte en Egipto: “Simeón y Leví, hermanos: armas de iniquidad sus armas. En su secreto no entre mi alma, ni mi honra se junte en su compañía; … maldito su furor, que fué fiero; y su ira, que fué dura.” Génesis 49:5-7.
Jacob creyó que había motivo para humillarse profundamente. La crueldad y la falsía se manifestaban en el carácter de sus hijos. Había dioses falsos en su campamento, y hasta cierto punto la idolatría estaba ganando terreno en su familia. Si el Señor los tratara según lo merecían, ¿no los abandonaría a la venganza de las naciones circunvecinas?
Mientras Jacob estaba oprimido por la pena, el Señor le mandó viajar hacia el sur, a Betel. El pensar en este lugar no sólo le recordó su visión de los ángeles y las promesas de la gracia divina, sino también el voto que él había hecho allí de que el Señor sería su Dios. Determinó que antes de marchar hacia ese lugar sagrado, su casa debía quedar libre de la mancha de la idolatría. Por lo tanto, recomendó a todos los que estaban en su campamento: “Quitad los dioses ajenos que hay entre vosotros, y limpiaos, y mudad vuestros vestidos. Y levantémonos, y subamos a Beth-el; y haré allí altar al Dios que me respondió en el día de mi angustia, y ha sido conmigo en el camino que he andado.”
Con honda emoción, Jacob repitió la historia de su primera visita a Betel, cuando, como solitario viajero que había dejado la tienda de su padre, huía para salvar su vida, y contó cómo el Señor le había aparecido en visión nocturna. Mientras reseñaba cuán maravillosamente Dios había procedido con él, se enterneció su propio corazón, y sus hijos también fueron conmovidos por un poder subyugador; había tomado la medida más eficaz para prepararlos a fin de que se unieran con él en la adoración de Dios cuando llegasen a Betel. “Así dieron a Jacob todos los dioses ajenos que había en poder de ellos, y los zarcillos que estaban en sus orejas; y Jacob los escondió debajo de una encina, que estaba junto a Sichem.”
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Dios infundió temor a los habitantes de la tierra, de modo que no trataron de vengar la matanza de Siquem. Los viajeros llegaron a Betel sin ser molestados. Allí volvió a aparecer el Señor a Jacob, y le repitió la promesa del pacto. “Y Jacob erigió un título en el lugar donde había hablado con él, un título de piedra.”
En Betel, Jacob tuvo que llorar la pérdida de una persona que había sido por mucho tiempo un miembro honrado de la familia de su padre, Débora, el ama de Rebeca, que había acompañado a su señora de Mesopotamia a la tierra de Canaán. La presencia de esta anciana había sido para Jacob un precioso vínculo que le había mantenido unido a su juventud, y especialmente a su madre cuyo cariño hacia él había sido tan fuerte y tierno. Débora fué sepultada con tanto dolor que la encina bajo la cual se cavó su tumba, fué llamada “encina del llanto.” No debe olvidarse que el recuerdo, tanto de esa vida consagrada a un servicio fiel como del luto por esta amiga de la casa de Isaac, fué considerado digno de mencionarse en la Palabra de Dios.
Desde Betel no había más que dos días de viaje hasta Hebrón; pero en el trayecto Jacob experimentó un gran dolor por la muerte de Raquel. Había servido por ella dos veces siete años, y su amor le había hecho más llevadero el trabajo. La profundidad y constancia de su cariño se manifestó más tarde, cuando Jacob estaba a punto de morir en Egipto y José fué a visitarlo; en esa ocasión el anciano patriarca, recordando su propia vida, dijo: “Cuando yo venía de Padan-aram, se me murió Rachel en la tierra de Canaán, en el camino, como media legua de tierra viniendo a Ephrata; y sepultéla allí en el camino de Ephrata, que es Bethlehem.” Génesis 48:7. De toda la historia de su familia durante su larga y penosa vida, sólo recordó la pérdida de Raquel.
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Antes de su muerte, Raquel dió a luz un segundo hijo. Al expirar, llamó al niño Benoni; es decir, “hijo de mi dolor.” Pero su padre lo llamó Benjamín, “hijo de la diestra,” o “mi fuerza.” Raquel fué sepultada donde murió, y allí fué erigido un monumento para perpetuar su memoria.
En el camino a Efrata, otro crimen nefando manchó a la familia de Jacob, y, como consecuencia, a Rubén, el hijo primogénito, se le negaron los privilegios y los honores de la primogenitura.
Por último, llegó Jacob al fin de su viaje y vino “a Isaac su padre a Mamre, … que es Hebrón, donde habitaron Abraham e Isaac.” Ahí se quedó durante los últimos días de la vida de su padre. Para Isaac, débil y ciego, las amables atenciones de este hijo tanto tiempo ausente, fueron un consuelo en los años de soledad y duelo.
Jacob y Esaú se encontraron junto al lecho de muerte de su padre. En otro tiempo, el hijo mayor había esperado este acontecimiento como una ocasión para vengarse; pero desde entonces sus sentimientos habían cambiado considerablemente. Y Jacob, muy contento con las bendiciones espirituales de la primogenitura, renunció en favor de su hermano mayor a la herencia de las riquezas del padre, la única herencia que Esaú había buscado y avalorado. Ya no estaban distanciados por los celos o el odio; y sin embargo, se separaron, marchándose Esaú al monte Seir. Dios, que es rico en bendición, había otorgado a Jacob riqueza terrenal además del bien superior que había buscado. La posesión de los dos hermanos “era grande, y no podían habitar juntos, ni la tierra de su peregrinación los podía sostener a causa de sus ganados.” Esta separación se verificó de acuerdo con el propósito de Dios respecto a Jacob. Como los hermanos se diferenciaban tanto en su religión, para ellos era mejor morar aparte.
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Esaú y Jacob habían sido instruídos igualmente en el conocimiento de Dios, y los dos pudieron andar según sus mandamientos y recibir su favor; pero no hicieron la misma elección. Tomaron diferentes caminos, y sus sendas se habían de apartar cada vez más una de otra.
No hubo una elección arbitraria de parte de Dios, por la cual Esaú fuera excluido de las bendiciones de la salvación. Los dones de su gracia mediante Cristo son gratuitos para todos. No hay elección, excepto la propia, por la cual alguien haya de perecer. Dios ha expuesto en su Palabra las condiciones de acuerdo con las cuales se elegirá a cada alma para la vida eterna: la obediencia a sus mandamientos, mediante la fe en Cristo. Dios ha elegido un carácter que está en armonía con su ley, y todo el que alcance la norma requerida, entrará en el reino de la gloria. Cristo mismo dijo: “El que cree en el Hijo, tiene vida eterna; mas el que es incrédulo al Hijo, no verá la vida.” “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos: mas el que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos.” Juan 3:36; Mateo 7:21. Y en el Apocalipsis declara: “Bienaventurados los que guardan sus mandamientos, para que su potencia sea en el árbol de la vida, y que entren por las puertas en la ciudad.” Apocalipsis 22:14. En cuanto a la redención final del hombre, ésta es la única elección que nos enseña la Palabra de Dios.
Es elegida toda alma que labre su propia salvación con temor y temblor. Es elegido el que se ponga la armadura y pelee la buena batalla de la fe. Es elegido el que vele en oración, el que escudriñe las Escrituras, y huya de la tentación. Es elegido el que tenga fe continuamente, y el que obedezca a cada palabra que sale de la boca de Dios. Las medidas tomadas para la redención se ofrecen gratuitamente a todos, pero los resultados de la redención serán únicamente para los que hayan cumplido las condiciones.
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Esaú había menospreciado las bendiciones del pacto. Había preferido los bienes temporales a los espirituales, y obtuvo lo que deseaba. Se separó del pueblo de Dios por su propia elección. Jacob había escogido la herencia de la fe. Había tratado de lograrla mediante la astucia, la traición y el engaño; pero Dios permitió que su pecado produjera su corrección. Sin embargo, al través de todas las experiencias amargas de sus años posteriores, Jacob no se desvió nunca de su propósito, ni renunció a su elección. Había comprendido que, al valerse de la habilidad y la astucia humanas para conseguir la bendición, había obrado contra Dios.
De aquella lucha nocturna al lado del Jaboc, Jacob salió hecho un hombre distinto. La confianza en sí mismo había desaparecido. Desde entonces en adelante ya no manifestó su astucia anterior. En vez del disimulo y el engaño, los principios de su vida fueron la sencillez y la veracidad. Había aprendido a confiar con sencillez en el brazo omnipotente; y en la prueba y la aflicción se sometió humildemente a la voluntad de Dios. Los elementos más bajos de su carácter habían sido consumidos en la hornaza, y el oro verdadero se purificó, hasta que la fe de Abrahán e Isaac apareció en Jacob con toda nitidez.
El pecado de Jacob y la serie de sucesos que había acarreado no dejaron de ejercer su influencia para el mal, y ella produjo amargo fruto en el carácter y la vida de sus hijos. Cuando estos hijos llegaron a la virilidad, cometieron graves faltas. Las consecuencias de la poligamia se revelaron en la familia. Este terrible mal tiende a secar las fuentes mismas del amor, y su influencia debilita los vínculos más sagrados. Los celos de las varias madres habían amargado la relación familiar; los niños eran contenciosos y contrarios a la dirección, y la vida del padre fué nublada por la ansiedad y el dolor.
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Sin embargo, hubo uno de carácter muy diferente; a saber, el hijo mayor de Raquel, José, cuya rara hermosura personal no parecía sino reflejar la hermosura de su espíritu y su corazón. Puro, activo y alegre, el joven reveló también seriedad y firmeza moral. Escuchaba las enseñanzas de su padre y se deleitaba en obedecer a Dios. Las cualidades que le distinguieron más tarde en Egipto, la benignidad, la fidelidad y la veracidad, aparecían ya en su vida diaria. Habiendo muerto su madre, sus afectos se aferraron más estrechamente a su padre, y el corazón de Jacob estaba ligado a este hijo de su vejez. “Amaba … a José más que a todos sus hijos.”
Pero hasta este cariño había de ser motivo de pena y dolor. Imprudentemente Jacob dejó ver su predilección por José, y esto motivó los celos de sus demás hijos. Al ver José la mala conducta de sus hermanos, se afligía mucho; se atrevió a reconvenirlos suavemente, pero esto despertó tanto más el odio y el resentimiento de ellos. A José le era insufrible verlos pecar contra Dios, y expuso la situación a su padre, esperando que su autoridad los indujera a enmendarse.
Jacob procuró cuidadosamente no excitar la ira de sus hijos mediante la dureza o la severidad. Con profunda emoción expresó su ansiedad respecto a ellos, y les suplicó que honrasen sus canas y no cubriesen de oprobio su nombre; y sobre todo, que no deshonrasen a Dios, menospreciando sus preceptos. Avergonzados de que se conociera su maldad, los jóvenes parecieron arrepentidos; pero sólo ocultaron sus verdaderos sentimientos, que se exacerbaron por esta revelación de su pecado.
El imprudente regalo que Jacob hizo a José de una costosa túnica como la que usaban las personas de distinción, les pareció otra prueba de parcialidad, y suscitó la sospecha de que pensaba preterir a los mayores para dar la primogenitura al hijo de Raquel.
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Su malicia aumentó aun más cuando el joven les contó un día un sueño que había tenido. “He aquí que atábamos manojos en medio del campo—dijo,—y he aquí mi manojo se levantaba, y estaba derecho, y que vuestros manojos estaban alrededor, y se inclinaban al mío.
“¿Has de reinar tú sobre nosotros, o te has de enseñorear sobre nosotros?” exclamaron sus hermanos llenos de envidiosa ira.
Poco después, tuvo otro sueño de semejante significado, que les contó también: “He aquí que he soñado otro sueño, y he aquí que el sol y la luna y once estrellas se inclinaban a mí.” Este sueño se interpretó tan pronto como el primero. El padre que estaba presente, le reprendió, diciendo: “¿Qué sueño es éste que soñaste? ¿Hemos de venir yo y tu madre, y tus hermanos, a inclinarnos a ti a tierra?” No obstante la aparente severidad de estas palabras, Jacob creyó que el Señor estaba revelando el porvenir a José.
En aquel momento en que el joven estaba delante de ellos, iluminado su hermoso semblante por el Espíritu de la inspiración, sus hermanos no pudieron reprimir su admiración; pero no quisieron dejar sus malos caminos, y sintieron odio hacia la pureza que reprendía sus pecados. El mismo espíritu que animara a Caín, se encendió en sus corazones.
Los hermanos estaban obligados a mudarse de un lugar a otro, a fin de procurar pastos para sus ganados, y a veces quedaban ausentes de casa durante meses. Después de los acontecimientos que se acaban de narrar, se fueron al sitio que su padre había comprado en Siquem. Pasó algún tiempo, sin noticia de ellos, y el padre empezó a temer por su seguridad, a causa de la crueldad cometida antes con los siquemitas. Mandó, pues, a José a buscarlos y a traerle noticias respecto a su bienestar. Si Jacob hubiese conocido los verdaderos sentimientos de sus hijos respecto a José, no le habría dejado solo con ellos; pero éstos los habían ocultado cuidadosamente.
Con corazón regocijado José se despidió de su padre, y ni el anciano ni el joven soñaron lo que habría de suceder antes de que se volviesen a ver. Cuando José, después de su largo y solitario viaje, llegó a Siquem, sus hermanos y sus ganados no se encontraban allí. Al preguntar por ellos, le dijeron que los buscase en Dotán. Ya había viajado más de cincuenta millas,* y todavía le quedaban quince más; pero se apresuró, olvidando su cansancio, con el fin de mitigar la ansiedad de su padre y encontrar a sus hermanos, a quienes amaba, a pesar de que eran duros de corazón con él.
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Sus hermanos le vieron acercarse, pero ni el pensar en el largo viaje que había hecho para visitarlos, ni el cansancio y el hambre que traía, ni el derecho que tenía a la hospitalidad y a su amor fraternal, aplacó la amargura de su odio. El ver su vestido, señal del cariño de su padre, los puso frenéticos. “He aquí viene el soñador,” exclamaron, burlándose de él. En ese momento fueron dominados por la envidia y la venganza que habían fomentado secretamente durante tanto tiempo. Y dijeron: “Ahora pues, venid, y matémoslo y echémosle en una cisterna, y diremos: Alguna mala bestia le devoró: y veremos qué serán sus sueños.”
Si no hubiese sido por Rubén, habrían realizado su intención. Este retrocedió ante la idea de participar en el asesinato de su hermano, y propuso arrojarlo vivo a una cisterna y dejarlo allí para que muriese, con la intención secreta de librarlo y devolverlo a su padre. Después de haber persuadido a todos a que asintieran a su plan, Rubén se alejó del grupo, temiendo no poder dominar sus sentimientos, y descubrir su verdadera intención.
José se aproximó sin sospechar el peligro, contento de haberlos hallado; pero en vez del esperado saludo, se vió objeto de miradas iracundas y vengadoras que le aterraron. Le asieron y le quitaron sus vestiduras. Los vituperios y las amenazas revelaban una intención funesta. No atendieron a sus súplicas. Se encontró a merced del poder de aquellos hombres encolerizados. Llevándolo brutalmente a una cisterna profunda, le echaron adentro; y después de haberse asegurado de que no podría escapar, lo dejaron allí para que pereciese de hambre, mientras que ellos “sentáronse a comer pan.”
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Pero algunos de ellos estaban inquietos; no sentían la satisfacción que habían esperado de su venganza. Pronto vieron acercarse una compañía de viajeros. Eran ismaelitas procedentes del otro lado del Jordán, que con especias y otras mercancías se dirigían a Egipto. Entonces Judá propuso vender a su hermano a estos mercaderes paganos, en vez de dejarlo allí para que muriera. Al obrar así, le apartarían de su camino, y no se mancharían con su sangre; pues, dijo Judá: “Nuestro hermano es nuestra carne.” Todos estuvieron de acuerdo con este propósito y sacaron pronto a José de la cisterna.
Cuando vió a los mercaderes, José comprendió la terrible verdad. Llegar a ser esclavo era una suerte más temible que la misma muerte. En la agonía de su terror imploró a uno y a otro de sus hermanos, pero en vano. Algunos de ellos fueron conmovidos de compasión, pero el temor al ridículo los mantuvo callados. Todos tuvieron la impresión de que habían ido demasiado lejos para retroceder. Si perdonaban a José, éste los acusaría sin duda ante su padre, quien no pasaría por alto la crueldad cometida con su hijo favorito. Endureciendo sus corazones a las súplicas de José, le entregaron en manos de los mercaderes paganos. La caravana continuó su camino y pronto se perdió de vista.
Rubén volvió a la cisterna, pero José no estaba allí. Alarmado y acusándose a sí mismo, desgarró sus vestidos y buscó a sus hermanos, exclamando: “El mozo no parece; y yo, ¿adónde iré yo?” Cuando supo la suerte de José, y que ya era imposible rescatarlo, Rubén se vió obligado a unirse con los demás en la tentativa de ocultar su culpa. Después de matar un cabrito, tiñeron con su sangre la ropa de José, y la llevaron a su padre, diciéndole que la habían encontrado en el campo, y que temían que fuese de su hermano. “Reconoce ahora—dijeron—si es o no la ropa de tu hijo.”
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Con temor habían esperado esta escena, pero no estaban preparados para la angustia desgarradora, ni para el completo abandono al dolor que tuvieron que presenciar. “La ropa de mi hijo es—dijo Jacob;—alguna mala bestia lo devoró; José ha sido despedazado.” Sus hijos trataron inútilmente de consolarlo. “Rasgó sus vestidos, y puso saco sobre sus lomos, y enlutóse por su hijo muchos días.” El tiempo no parecía aliviar su dolor. “Tengo de descender a mi hijo enlutado hasta la sepultura,” era su grito desesperado.
Los jóvenes estaban aterrados por lo que habían hecho; y sin embargo, espantados por los reproches que les haría su padre, seguían ocultando en sus propios corazones el conocimiento de su culpa, que aun a ellos mismos les parecía enorme.