Este capítulo está basado en Génesis 41:54; 42 y 50.
Al principiar los años fructíferos comenzaron los preparativos para el hambre que se aproximaba. Bajo la dirección de José, se construyeron inmensos graneros en los lugares principales de todo Egipto, y se hicieron amplios preparativos para conservar el excedente de la esperada cosecha. Se siguió el mismo procedimiento durante los siete años de abundancia hasta que la cantidad de granos guardados era incalculable.
Y luego, de acuerdo con la predicción de José, comenzaron los siete años de escasez. “Y hubo hambre en todos los países, mas en toda la tierra de Egipto había pan. Y cuando se sintió el hambre en toda la tierra de Egipto, el pueblo clamó a Faraón por pan. Y dijo Faraón a todos los egipcios: Id a José, y haced lo que él os dijere. Y el hambre estaba por toda la extensión del país. Entonces abrió José todo granero donde había, y vendía a los egipcios.” Génesis 41:54-56.
El hambre se extendió a la tierra de Canaán, y fué muy severa en la parte del país donde moraba Jacob. Habiendo oído hablar de la abundante provisión hecha por el rey de Egipto, diez de los hijos de Jacob se trasladaron allá para comprar granos. Al llegar, los llevaron a ver al virrey, y juntamente con otros solicitantes se presentaron ante el gobernador de la tierra. “E inclináronse a él rostro por tierra.” Véase Génesis 42-50.
“José, pues, conoció a sus hermanos; pero ellos no le conocieron.” Su nombre hebreo había sido cambiado por el que le había puesto el rey; y había muy poca semejanza entre el primer ministro de Egipto y el mancebo a quien ellos habían vendido a los ismaelitas. Al ver a sus hermanos inclinándose y saludándole con reverencias, José recordó sus sueños, y las escenas del pasado se presentaron vivamente ante él. Su mirada penetrante, al examinar el grupo, descubrió que Benjamín no estaba entre ellos. ¿Habría sido él también víctima de la traicionera crueldad de aquellos hombres rudos? Decidió averiguar la verdad. “Espías sois—les dijo severamente;—por ver lo descubierto del país habéis venido.”
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Contestaron ellos: “No, señor mío: mas tus siervos han venido a comprar alimentos. Todos nosotros somos hijos de un varón: somos hombres de verdad: tus siervos nunca fueron espías.”
José deseaba saber si todavía tenían el mismo espíritu arrogante que cuando él estaba con ellos, y también quería obtener alguna información respecto a su hogar; no obstante, sabía muy bien cuán engañosas podían ser las declaraciones que ellos hicieran. Los acusó de nuevo, y contestaron: “Tus siervos somos doce hermanos, hijos de un varón en la tierra de Canaán; y he aquí el menor está hoy con nuestro padre, y otro no parece.”
Fingiendo dudar de la veracidad de lo que decían y considerarlos aún como espías, el gobernador declaró que los probaría, exigiendo que permanecieran en Egipto hasta que uno de ellos fuese a traer a su hermano menor. Si no consentían en hacer esto, serían tratados como espías.
Pero los hijos de Jacob no podían aceptar tal arreglo, puesto que el tiempo que se necesitaba para cumplirlo haría padecer a sus familias por falta de alimento; y ¿cuál de ellos emprendería el viaje solo, dejando a sus hermanos en la prisión? ¿Cómo haría frente a su padre en tales circunstancias? Parecía posible que se los condenara a muerte o que se los hiciera esclavos; y si traían a Benjamín, tal vez sería sólo para que participara de la suerte de los demás hermanos. Decidieron permanecer allí y sufrir juntos, más bien que aumentar la tristeza de su padre con la pérdida del único hijo que le quedaba. Por lo tanto se los puso en la cárcel, donde permanecieron tres días.
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Durante los años en que José había estado separado de sus hermanos, estos hijos de Jacob habían cambiado de carácter. Habían sido envidiosos, turbulentos, engañosos, crueles y vengativos; pero ahora, al ser probados por la adversidad, se mostraron desinteresados, fieles el uno al otro, consagrados a su padre y sujetos a su autoridad, aunque ya tenían bastante edad.
Los tres días que pasaron en la prisión egipcia fueron para ellos de amarga tristeza, mientras reflexionaban en sus pecados pasados. Porque a menos que se presentara Benjamín, su condenación como espías parecía segura, y tenían poca esperanza de obtener que su padre consintiera en enviar a Benjamín.
Al tercer día, José hizo llevar a sus hermanos ante él. No se atrevía a detenerlos por más tiempo. Su padre y las familias que estaban con él podían estar sufriendo por la escasez de alimentos. “Haced esto, y vivid—dijo:—Yo temo a Dios: si sois hombres de verdad, quede preso en la casa de vuestra cárcel uno de vuestros hermanos; y vosotros id, llevad el alimento para el hambre de vuestra casa: pero habéis de traerme a vuestro hermano menor, y serán verificadas vuestras palabras, y no moriréis.” Ellos convinieron en aceptar esta propuesta, aunque expresando poca esperanza de que su padre permitiera a Benjamín volver con ellos.
José se había comunicado con ellos mediante un intérprete, y sin sospechar que el gobernador los comprendía, conversaron libremente el uno con el otro en su presencia. Se acusaron mutuamente de cómo habían tratado a José: “Verdaderamente hemos pecado contra nuestro hermano, que vimos la angustia de su alma cuando nos rogaba, y no le oímos: por eso, ha venido sobre nosotros esta angustia.” Rubén que había querido librarlo en Dotán, agregó: “¿No os hablé yo y dije: No pequéis contra el mozo; y no escuchasteis? He aquí también su sangre es requerida.”
José, que escuchaba, no pudo dominar su emoción, y salió y lloró. Al volver, ordenó que se atara a Simeón ante ellos, y le hizo volver a la cárcel. En el trato cruel hacia su hermano, Simeón había sido el instigador y protagonista, y por esta razón la elección recayó sobre él.
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Antes de permitir la salida de sus hermanos, José ordenó que se les diera abundancia de cereal, y que el dinero de cada uno fuera puesto secretamente en la boca de su saco. Se les proporcionó también forraje para sus bestias para el viaje de regreso. En el camino, uno de ellos, al abrir su saco, se sorprendió al encontrar su bolsa de plata. Al anunciarlo a los otros, se sintieron alarmados y perplejos, y se dijeron el uno al otro: “¿Qué es esto que nos ha hecho Dios?” ¿Debían considerarlo como una demostración de la bondad del Señor, o que él lo había permitido para castigarlos por sus pecados y afligirlos más hondamente todavía? Reconocían que Dios había visto sus pecados, y que ahora estaba castigándolos.
Jacob esperaba ansiosamente el regreso de sus hijos, y a su vuelta todo el campamento se reunió anhelante alrededor de ellos mientras relataban a su padre todo lo que había ocurrido. La alarma y el recelo llenaron el corazón de todos. La conducta del gobernador egipcio sugería algún mal propósito, y sus temores se confirmaron, cuando al abrir los sacos cada uno encontró su dinero. En su angustia el anciano padre exclamó: “Habéisme privado de mis hijos; José no parece, ni Simeón tampoco, y a Benjamín le llevaréis: contra mí son todas estas cosas.” Rubén respondió: “Harás morir a mis dos hijos, si no te lo volviere; entrégalo en mi mano, que yo lo volveré a ti.” Estas palabras temerarias no aliviaron la preocupación de Jacob. Su contestación fué: “No descenderá mi hijo con vosotros; que su hermano es muerto, y él solo ha quedado: y si le aconteciere algún desastre en el camino por donde vais, haréis descender mis canas con dolor a la sepultura.”
Pero la sequía continuaba, y al cabo de cierto tiempo la provisión de granos que habían traído de Egipto estaba casi agotada. Los hijos de Jacob sabían muy bien que sería vano regresar a Egipto sin Benjamín. Tenían poca esperanza de cambiar la resolución del padre, y esperaban la crisis en silencio. La sombra del hambre se hacía cada vez más obscura; en los ansiosos rostros de todo el campamento el anciano leyó su necesidad; por fin dijo: “Volved, y comprad para nosotros un poco de alimento.”
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Judá contestó: “Aquel varón nos protestó con ánimo resuelto, diciendo: No veréis mi rostro sin vuestro hermano con vosotros. Si enviares a nuestro hermano con nosotros, descenderemos y te compraremos alimento: pero si no le enviares, no descenderemos: porque aquel varón nos dijo: No veréis mi rostro sin vuestro hermano con vosotros.” Viendo que la resolución de su padre empezaba a vacilar, agregó: “Envía al mozo conmigo, y nos levantaremos e iremos, a fin que vivamos y no muramos nosotros, y tú, y nuestros niños,” y se ofreció como garante de su hermano, comprometiéndose a aceptar la culpa para siempre si no devolvía a Benjamín a su padre.
Jacob no pudo negar su consentimiento por más tiempo, y ordenó a sus hijos que se prepararan para el viaje. También les mandó que llevaran al gobernador un regalo de las cosas que podía proporcionar aquel país devastado por el hambre, “un poco de bálsamo, y un poco del miel, aromas y mirra, nueces y almendras,” y también una cantidad doble de dinero. “Tomad también a vuestro hermano, y levantaos, y volved a aquel varón.” Cuando sus hijos se disponían a emprender su incierto viaje, el anciano padre se puso de pie, y levantando los brazos al cielo pronunció esta oración: “El Dios Omnipotente os dé misericordias delante de aquel varón, y os suelte al otro vuestro hermano, y a este Benjamín. Y si he de ser privado de mis hijos, séalo.”
Otra vez viajaron a Egipto, y se presentaron ante José. Cuando los ojos de éste vieron a Benjamín, el hijo de su propia madre, se conmovió mucho. Sin embargo, ocultó su emoción, y ordenó que los llevaran a su casa, e hicieran preparativos para que comieran con él.
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Al ser llevados al palacio del gobernador, los hermanos se alarmaron grandemente, temiendo que se los llamase a cuenta por el dinero encontrado en los sacos. Creyeron que pudiera haberse puesto allí intencionalmente, con el fin de tener una excusa para convertirlos en esclavos. En su angustia, consultaron al mayordomo de la casa, y le explicaron las circunstancias de su visita a Egipto; y en prueba de su inocencia le informaron que habían traído de vuelta el dinero encontrado en los sacos, y también más dinero para comprar alimentos; y agregaron: “No sabemos quién haya puesto nuestro dinero en nuestros costales.” El hombre contestó: “Paz a vosotros, no temáis; vuestro Dios y el Dios de vuestro padre os dió el tesoro en vuestros costales: vuestro dinero vino a mí.” Su ansiedad se alivió, y cuando se les unió Simeón, que había sido libertado de su prisión, creyeron que Dios era realmente misericordioso con ellos.
Cuando el gobernador volvió a verlos, le presentaron sus regalos, y humildemente inclináronse a él a tierra. José recordó nuevamente sus sueños, y después de saludar a sus huéspedes, se apresuró a preguntarles: “¿Vuestro padre, el anciano que dijisteis, lo pasa bien? ¿vive todavía?” “Bien va a tu siervo nuestro padre; aun vive,” fué la respuesta, mientras se inclinaban reverentemente otra vez. Entonces sus ojos se fijaron en Benjamín, y dijo: “¿Es éste vuestro hermano menor, de quien me hablasteis? … Dios tenga misericordia de ti, hijo mío.” Pero abrumado por sus sentimientos de ternura, no pudo decir más. “Y entróse en su cámara, y lloró allí.”
Después de recobrar su dominio propio, volvió, y todos procedieron al festín. De acuerdo con las leyes de casta, a los egipcios se les prohibía comer con gente de cualquier otra nación. A los hijos de Jacob, por lo tanto, se les asignó una mesa separada, mientras que el gobernador, debido a su alta jerarquía, comía solo, y los egipcios también comían en mesas aparte. Cuando todos estaban sentados, los hermanos se sorprendieron al ver que estaban dispuestos en orden exacto, conforme a sus edades. “Y él tomó viandas de delante de sí para ellos; mas la porción de Benjamín era cinco veces como cualquiera de las de ellos.” Mediante esta demostración de favor en beneficio de Benjamín, José esperaba averiguar si sentían hacia el hermano menor la envidia y el odio que le habían manifestado a él. Creyendo todavía que José no comprendía su lengua, los hermanos conversaron libremente entre sí; de modo que le dieron buena oportunidad de conocer sus verdaderos sentimientos. Deseaba probarlos aún más, y antes de su partida ordenó que ocultaran su propia copa de plata en el saco del menor.
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Alegremente emprendieron su viaje de regreso. Simeón y Benjamín iban con ellos; sus animales iban cargados de cereales, y todos creían que habían escapado felizmente de los peligros que parecieron circundarlos. Pero apenas habían llegado a las afueras de la ciudad cuando fueron alcanzados por el mayordomo del gobernador, quien les hizo la hiriente pregunta: “¿Por qué habéis vuelto mal por bien? ¿No es esta copa en la que bebe mi señor, y por medio de la cual él suele adivinar? Habéis hecho mal en lo que hicisteis.” (V.M.) Se suponía que esa copa poseía la virtud de descubrir cualquier substancia venenosa que se pusiese en ella. En aquel entonces, las copas de esta clase eran altamente apreciadas como una protección contra el envenenamiento.
A la acusación del mayordomo los viajeros contestaron: “¿Por qué dice mi señor tales cosas? Nunca tal hagan tus siervos. He aquí, el dinero que hallamos en la boca de nuestros costales, te lo volvimos a traer desde la tierra de Canaán; ¿cómo, pues, habíamos de hurtar de casa de tu señor plata ni oro? Aquel de tus siervos en quien fuere hallada la copa, que muera, y aun nosotros seremos siervos de mi señor.” “También ahora sea conforme a vuestras palabras—dijo el mayordomo; aquél en quien se hallare, será mi siervo, y vosotros seréis sin culpa.”
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En seguida principió la búsqueda. “Ellos entonces se dieron prisa, y derribando cada uno su costal en tierra, abrió cada cual el costal suyo.” Y el mayordomo los examinó a todos; comenzando con Rubén, siguió en orden hasta llegar al menor. La copa se encontró en el saco de Benjamín.
Los hermanos desgarraron su ropa en señal de profundo dolor, y regresaron lentamente a la ciudad. De acuerdo con su propia promesa, Benjamín estaba condenado a una vida de esclavitud. Siguieron al mayordomo hasta el palacio, y encontrando al gobernador todavía allí, se postraron ante él. “¿Qué obra es esta que habéis hecho?—dijo.—¿No sabéis que un hombre como yo sabe adivinar?” José se proponía obtener de ellos un reconocimiento de su pecado. Jamás había pretendido poseer el poder de adivinar, pero quería hacerles creer que podía leer los secretos de su vida.
Judá contestó: “¿Qué diremos a mi señor? ¿qué hablaremos? ¿o con qué nos justificaremos? Dios ha hallado la maldad de tus siervos: he aquí, nosotros somos siervos de mi señor, nosotros, y también aquél en cuyo poder fué hallada la copa.”
“Nunca yo tal haga—fué la respuesta:—el varón en cuyo poder fué hallada la copa, él será mi siervo; vosotros id en paz a vuestro padre.”
En su profundo dolor, Judá se acercó al gobernador y exclamó: “Ay señor mío, ruégote que hable tu siervo una palabra en oídos de mi señor, y no se encienda tu enojo contra tu siervo, pues que tú eres como Faraón.” Con palabras de conmovedora elocuencia describió el profundo pesar de su padre por la pérdida de José, y su aversión a permitir que Benjamín fuese con ellos a Egipto, pues era el único hijo que le quedaba de su madre Raquel, a quien Jacob había amado tan tiernamente. “Ahora, pues—dijo él,—cuando llegare yo a tu siervo mi padre, y el mozo no fuere conmigo, como su alma está ligada al alma de él, sucederá que cuando no vea al mozo, morirá: y tus siervos harán descender las canas de tu siervo nuestro padre con dolor a la sepultura. Como tu siervo salió por fiador del mozo con mi padre, diciendo: Si no te lo volviere, entonces yo seré culpable para mi padre todos los días; ruégote por tanto que quede ahora tu siervo por el mozo por siervo de mi señor, y que el mozo vaya con sus hermanos. Porque ¿cómo iré yo a mi padre sin el mozo? No podré, por no ver el mal que sobrevendrá a mi padre.”
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José estaba satisfecho. Había visto en sus hermanos los frutos del verdadero arrepentimiento. Al oír el noble ofrecimiento de Judá, ordenó que todos excepto estos hombres se retiraran; entonces, llorando en alta voz, exclamó: “Yo soy José: ¿vive aún mi padre?”
Sus hermanos permanecieron inmóviles, mudos de temor y asombro. ¡El gobernador de Egipto era su hermano José, a quien por envidia habían querido asesinar, y a quien por fin habían vendido como esclavo! Todos los tormentos que le habían hecho sufrir pasaron ante ellos. Recordaron cómo habían menospreciado sus sueños, y cómo habían luchado por evitar que se cumplieran. Sin embargo, habían participado en el cumplimiento de esos sueños; y ahora estaban por completo en su poder, y sin duda alguna, él se vengaría del daño que había sufrido.
Viendo su confusión, les dijo amablemente: “Llegaos ahora a mí,” y cuando se acercaron, él prosiguió: “Yo soy José vuestro hermano el que vendisteis para Egipto. Ahora pues, no os entristezcáis, ni os pese de haberme vendido acá; que para preservación de vida me envió Dios delante de vosotros.” Considerando que ya habían sufrido ellos lo suficiente por su crueldad hacia él, noblemente trató de desvanecer sus temores y de reducir la amargura de su remordimiento.
“Que ya ha habido dos años de hambre en medio de la tierra—continuó José,—y aun quedan cinco años en que ni habrá arada ni siega. Y Dios me envió delante de vosotros, para que vosotros quedaseis en la tierra, y para daros vida por medio de grande salvamento. Así pues, no me enviasteis vosotros acá, sino Dios, que me ha puesto por padre de Faraón, y por señor de toda su casa, y por gobernador en toda la tierra de Egipto. Daos priesa, id a mi padre y decidle: Así dice tu hijo José: Dios me ha puesto por señor de todo Egipto; ven a mí, no te detengas: y habitarás en la tierra de Gosén, y estarás cerca de mí, tú y tus hijos, y los hijos de tus hijos, tus ganados y tus vacas, y todo lo que tienes. Y allí te alimentaré, pues aun quedan cinco años de hambre, porque no perezcas de pobreza tú y tu casa, y todo lo que tienes: y he aquí, vuestros ojos ven, y los ojos de mi hermano Benjamín, que mi boca os habla.” “Y echóse sobre el cuello de Benjamín su hermano, y lloró; y también Benjamín lloró sobre su cuello. Y besó a todos sus hermanos, y lloró sobre ellos: y después sus hermanos hablaron con él.” Confesaron humildemente su pecado, y le pidieron perdón. Durante mucho tiempo habían sufrido ansiedad y remordimiento, y ahora se regocijaron de que José estuviera vivo.
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La noticia de lo que había ocurrido llegó pronto a oídos del rey, quien, anheloso de manifestar su gratitud a José, confirmó la invitación del gobernador a su familia, diciendo: “El bien de la tierra de Egipto será vuestro.” Los hermanos de José fueron enviados con gran provisión de alimentos y carruajes, y todo lo necesario para trasladar a Egipto a todas sus familias y las personas que dependían de ellas. José hizo regalos más valiosos a Benjamín que a los otros hermanos. Luego, temiendo que sobrevinieran disputas entre ellos durante el viaje de regreso, cuando estaban por partir les dió el encargo: “No riñáis por el camino.”
Los hijos de Jacob volvieron a su padre con la grata noticia: “José vive aún, y él es señor en toda la tierra de Egipto.” Al principio el anciano se sintió abrumado. No podía creer lo que oía; pero al ver la larga caravana de carros y animales cargados, y a Benjamín otra vez con él, se convenció, y en la plenitud de su regocijo, exclamó: “Basta; José mi hijo vive todavía: iré, y le veré antes que yo muera.”
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Quedaba otro acto de humillación para los diez hermanos. Confesaron a su padre el engaño y la crueldad que durante tantos años habían amargado la vida de él y la de ellos. Jacob no los había creído capaces de tan vil pecado, pero vió que todo había sido dirigido para bien, y perdonó y bendijo a sus descarriados hijos.
Muy pronto el padre y los hijos, con sus familias, sus rebaños y manadas, y muchos asistentes, se pusieron en camino a Egipto. Viajaron con corazón regocijado, y cuando llegaron a Beerseba el patriarca ofreció sacrificios de agradecimiento, e imploró al Señor que les otorgase una garantía de que iría con ellos. En una visión nocturna recibió la divina palabra: “No temas de descender a Egipto, porque yo te pondré allí en gran gente. Yo descenderé contigo a Egipto, y yo también te haré volver.”
La promesa: “No temas de descender a Egipto, porque yo te pondré allí en gran gente,” era muy significativa. Se había prometido que su posteridad sería tan numerosa como las estrellas; pero hasta entonces el pueblo elegido había aumentado lentamente. Y la tierra de Canaán no ofrecía en ese tiempo campo propicio para el desarrollo de la nación que se había predicho. Estaba en posesión de tribus paganas poderosas que no habrían de ser desalojadas hasta “la cuarta generación.” De haber quedado allí, para convertirse en un pueblo numeroso, los descendientes de Israel hubiesen tenido que expulsar a los habitantes de la tierra o dispersarse entre ellos. Conforme a la disposición divina, no podían hacer lo primero; y si se mezclaban con los cananeos, se expondrían a ser seducidos por la idolatría. Egipto, sin embargo, ofrecía las condiciones necesarias para el cumplimiento del propósito divino. Se les ofrecía allí un sector del país bien regado y fértil, con todas las ventajas necesarias para un rápido aumento. Y la antipatía que habían de encontrar en Egipto debido a su ocupación, pues “los Egipcios abominan todo pastor de ovejas,” les permitiría seguir siendo un pueblo distinto y separado, y serviría para impedirles que participaran en la idolatría egipcia.
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Al llegar a Egipto, la compañía se dirigió a la tierra de Gosén. Allí fué José en su carro oficial, acompañado de un séquito principesco. Olvidó el esplendor de su ambiente y la dignidad de su posición; un solo pensamiento llenaba su mente, un anhelo conmovía su corazón. Cuando divisó la llegada de los viajeros, no pudo ya reprimir el amor cuyos anhelos había sofocado durante tan largos años. Saltó de su carro, y corrió a dar la bienvenida a su padre. “Echóse sobre su cuello, y lloró sobre su cuello bastante. Entonces Israel dijo a José: Muera yo ahora, ya que he visto tu rostro, pues aun vives.”
José llevó a cinco de sus hermanos para presentarlos a Faraón, y para que se les diera la tierra en que iban a establecer sus hogares. La gratitud hacia su primer ministro induciría al monarca a honrarlos con nombramientos para ocupar cargos oficiales; pero José, leal al culto de Jehová, trató de salvar a sus hermanos de las tentaciones a que se expondrían en una corte pagana; por consiguiente, les aconsejó que cuando el rey les preguntase, le dijesen francamente su ocupación. Los hijos de Jacob siguieron este consejo, teniendo cuidado también de manifestar que habían venido a morar temporalmente en la tierra, y no a permanecer allí, reservándose de esa manera el derecho de marcharse cuando lo desearan. El rey les asignó un lugar, como había ofrecido, en lo mejor del país, en la tierra de Gosén.
Poco tiempo después, José llevó también a su padre para presentarlo al rey. El patriarca era extraño al ambiente de las cortes reales; pero en medio de las sublimes escenas de la naturaleza había tenido comunión con el Monarca más poderoso; y ahora con consciente superioridad, alzó las manos y bendijo a Faraón.
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En su primer saludo a José, Jacob habló como si con esta conclusión jubilosa de su largo dolor y ansiedad, estuviese listo para morir. Pero todavía se le otorgaron diecisiete años en el quieto retiro de Gosén. Estos años fueron un feliz contraste con los que los habían precedido. Jacob vió en sus hijos evidencias de un verdadero arrepentimiento. Vió a su familia rodeada de todas las condiciones necesarias para convertirse en una gran nación; y su fe se afirmó en la segura promesa de su futuro establecimiento en Canaán. El mismo estaba rodeado de todas las demostraciones de amor y favor que el primer ministro de Egipto podía dispensar; y feliz en la compañía de su hijo por tanto tiempo perdido, descendió quieta y apaciblemente al sepulcro.
Cuando sintió que se aproximaba la muerte, mandó llamar a José. Aferrándose siempre con firmeza a la promesa de Dios referente a la posesión de Canaán, dijo: “Ruégote que no me entierres en Egipto. Mas cuando durmiere con mis padres, llevarme has de Egipto, y me sepultarás en el sepulcro de ellos.” José prometió hacerlo, pero Jacob no estaba satisfecho con esto; le pidió que le jurara solemnemente que le enterraría junto a sus padres en la cueva de Macpela.
Otro asunto importante exigía atención; los hijos de José habían de ser formalmente recibidos entre los hijos de Israel. A la última entrevista con su padre, José llevó consigo a Efraín y Manasés. Estos jóvenes estaban ligados por parte de su madre a la orden más alta del sacerdocio egipcio; y si ellos eligieran unirse a los egipcios, la posición de su padre les abriría el camino a la opulencia y la distinción. Pero José deseaba que ellos se unieran a su propio pueblo. Manifestó su fe en la promesa del pacto, en favor de sus hijos, renunciando a todos los honores de la corte egipcia a cambio de un lugar entre las despreciadas tribus de pastores a quienes se habían confiado los oráculos de Dios.
Dijo Jacob: “Y ahora tus dos hijos Ephraim y Manasés, que te nacieron en la tierra de Egipto, antes que viniese a ti a la tierra de Egipto, míos son; como Rubén y Simeón, serán míos.” Habían de ser adoptados como sus propios hijos, y llegarían a ser jefes de tribus separadas. De esa manera uno de los privilegios de la primogenitura, perdida por Rubén, había de recaer en José; a saber, una porción doble en Israel.
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La vista de Jacob estaba debilitada por la edad, y no se había dado cuenta de la presencia de los jóvenes; pero al ver sus siluetas, dijo: “¿Quiénes son éstos?” Al saberlo, agregó: “Allégalos ahora a mí, y los bendeciré.” Al acercársele, el patriarca los abrazó y los besó, poniendo sus manos solemnemente sobre sus cabezas para bendecirlos. Entonces pronunció la oración: “El Dios en cuya presencia anduvieron mis padres Abraham e Isaac, el Dios que me mantiene desde que yo soy hasta este día, el Angel que me liberta de todo mal, bendiga a estos mozos: y mi nombre sea llamado en ellos, y el nombre de mis padres Abraham e Isaac: y multipliquen en gran manera en medio de la tierra.” No había ya en él espíritu de autoindependencia, ni confianza en los arteros poderes humanos. Dios había sido su guardador y su sostén. No se quejó de los malos días pasados. Ya no consideraba sus pruebas y dolores como cosas que habían obrado contra él. Su memoria sólo evocó la misericordia y las bondades del que había estado con él durante toda su peregrinacion.
Terminada la bendición, dejando para las generaciones venideras que iban a pasar por largos años de esclavitud y dolor este testimonio de su fe, Jacob le aseguró a su hijo: “He aquí, yo muero, mas Dios será con vosotros, y os hará volver a la tierra de vuestros padres.”
Por fin todos los hijos de Jacob se reunieron alrededor de su lecho de muerte. Jacob llamó a sus hijos y dijo: “Juntaos y oíd, hijos de Jacob; y escuchad a vuestro padre Israel.” “Y os declararé lo que os ha de acontecer en los postreros días.” A menudo había pensado ansiosamente en el futuro de sus hijos, y había tratado de concebir un cuadro de la historia de las diferentes tribus. Ahora, mientras sus hijos esperaban su última bendición, el Espíritu de la inspiración se posó sobre él; y se presentó ante él en profética visión el futuro de sus descendientes. Uno después de otro, mencionó los nombres de sus hijos, describió el carácter de cada uno, y predijo brevemente la historia futura de sus tribus.
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“Rubén, tú eres mi primogénito, Mi fortaleza, y el principio de mi vigor; Principal en dignidad, principal en poder.”
Así describió el padre la que debió haber sido la posición de Rubén como hijo primogénito; pero el grave pecado que cometiera en Edar le había hecho indigno de la bendición de la primogenitura. Jacob continuó:
“Corriente como las aguas, no seas el principal.”
El sacerdocio fué otorgado a Leví, el reino y la promesa mesiánica a Judá, y la doble porción de la herencia a José. Nunca ascendió la tribu de Rubén a una posición eminente en Israel; no fué tan numerosa como la de Judá, la de José, o la de Dan; y se contó entre las primeras que fueron llevadas en cautiverio.
Simeón y Leví seguían en edad a Rubén. Ambos se habían unido en su crueldad contra los siquemitas, y también habían sido los más culpables en la venta de José. Acerca de ellos se declaró:
“Yo los apartaré en Jacob, Y los esparciré en Israel.”
Cuando se hizo el censo de Israel poco antes de su entrada a Canaán, la tribu de Simeón resultó la más pequeña. Moisés, en su última bendición, no aludió a Simeón. Al establecerse en Canaán, esta tribu recibió sólo una pequeña porción de la parte de Judá, y las familias que después se hicieron poderosas formaron distintas colonias, y se establecieron fuera de las fronteras de la tierra santa. Leví tampoco recibió herencia, excepto cuarenta y ocho ciudades diseminadas en diferentes partes de la tierra. En el caso de esta tribu, sin embargo, su fidelidad a Jehová, cuando las otras tribus apostataron, mereció que fuera apartada para el servicio sagrado del santuario, y de esa manera la maldición se trocó en bendición.
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Las más altas bendiciones de la primogenitura se transfirieron a Judá. El significado del nombre, que quiere decir alabanza, se describe en la historia profética de esta tribu:
“Judá, alabarte han tus hermanos: Tu mano en la cerviz de tus enemigos: Los hijos de tu padre se inclinarán a ti. Cachorro de león Judá: De la presa subiste, hijo mío: Encorvóse, echóse como león, así como león viejo; ¿Quién lo despertará? No será quitado el cetro de Judá, Y el legislador de entre sus pies, Hasta que venga Shiloh; Y a él se congregarán los pueblos.”
El león, rey de la selva, es símbolo apropiado de la tribu de la cual descendió David, y del hijo de David, Shiloh, el verdadero “león de la tribu de Judá,” ante quien todos los poderes se inclinarán finalmente, y a quien todas las naciones rendirán homenaje.
Para la mayoría de sus hijos Jacob predijo un futuro próspero. Finalmente llegó al nombre de José, y el corazón del padre desbordó al invocar las bendiciones sobre “el Nazareo de sus hermanos.”
“Ramo fructífero José, Ramo fructífero junto a fuente, Cuyos vástagos se extienden sobre el muro. Y causáronle amargura, y asaeteáronle, Y aborreciéronle los archeros: Mas su arco quedó en fortaleza, Y los brazos de sus manos se corroboraron Por las manos del Fuerte de Jacob, (De allí el pastor y la piedra de Israel,) Del Dios de tu padre, el cual te ayudará, Y del Omnipotente, el cual te bendecirá Con bendiciones de los cielos de arriba, Con bendiciones del abismo que está abajo, Con bendiciones del seno y de la matriz. Las bendiciones de tu padre fueron mayores Que las bendiciones de mis progenitores: Hasta el término de los collados eternos Serán sobre la cabeza de José, Y sobre la mollera del Nazareo de sus hermanos.”
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Jacob había sido siempre un hombre de profundos y ardientes afectos; su amor por sus hijos era fuerte y tierno, y el testimonio que dió de ellos en su lecho de muerte no fué expresión de parcialidad ni resentimiento. Había perdonado a todos, y los amó a todos hasta el fin. Su ternura paternal se habría expresado sólo en palabras de ánimo y de esperanza; pero el poder de Dios se posó sobre él, y bajo la influencia de la inspiración fué constreñido a declarar la verdad, por penosa que fuera.
Una vez pronunciadas las últimas bendiciones, Jacob repitió el encargo referente al sitio de su entierro: “Yo voy a ser reunido con mi pueblo: sepultadme con mis padres … en la cueva que está en el campo de Macpela…. Allí sepultaron a Abraham y a Sara su mujer; allí sepultaron a Isaac y a Rebeca su mujer; allí también sepulté yo a Lea.” De esta manera el último acto de su vida fué manifestar su fe en la promesa de Dios.
Los últimos años de Jacob le proporcionaron un atardecer tranquilo y descansado después de un inquieto y fatigoso día. Se habían juntado obscuras nubes sobre su camino; sin embargo, la puesta de su sol fué clara, y el fulgor del cielo iluminó la hora de su partida. Dice la Escritura: “Al tiempo de la tarde habrá luz.” “Considera al íntegro, y mira al justo: que la postrimería de cada uno de ellos es paz.” Zacarías 14:7; Salmos 37:37.
Jacob había pecado, y había sufrido hondamente. Había tenido que pasar muchos años de trabajo, cuidado y dolor desde el día en que su gran pecado le obligó a huir de las tiendas de su padre.
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Había sido fugitivo sin hogar, separado de su madre a quien nunca volvió a ver; trabajó siete años por la que amó, sólo para ser vilmente defraudado; trabajó veinte años al servicio de un pariente codicioso y rapaz; vió aumentar su riqueza y crecer a sus hijos en su derredor, pero halló poco regocijo en su contenciosa y dividida familia; se sintió dolorido por la vergüenza de su hija, por la venganza de los hermanos de ésta, por la muerte de Raquel, por el monstruoso delito de Rubén, por el pecado de Judá, por el cruel engaño y la malicia perpetrada en José. ¡Cuán negra y larga es la lista de iniquidades expuestas a la vista! Vez tras vez había cosechado el fruto de aquella primera mala acción. Vez tras vez vió repetidos entre sus hijos los pecados de los cuales él mismo había sido culpable. Pero aunque la disciplina había sido amarga, había cumplido su obra. El castigo, aunque doloroso, había producido el “fruto apacible de justicia.” Hebreos 12:11.
La inspiración registra fielmente las faltas de los hombres buenos que fueron distinguidos por el favor de Dios; en realidad, sus defectos resaltaban más que sus virtudes. Muchos se han preguntado el porqué de esto, y ha sido motivo de que el infiel se burle de la Biblia. Pero una de las evidencias más poderosas de la veracidad de la Escritura consiste en que ella no hermosea las acciones de sus personajes principales ni tampoco oculta sus pecados. Las mentes de los hombres están tan sujetas a prejuicios que no es posible que la historia humana sea absolutamente imparcial. Si la Biblia hubiera sido escrita por personas no inspiradas, habría presentado indudablemente el carácter de sus hombres distinguidos bajo un aspecto más favorable. Pero tal como es, nos proporciona un relato correcto de sus vidas.
Los hombres a quienes Dios favoreció, y a quienes confió grandes responsabilidades, fueron a veces vencidos por la tentación y cometieron pecados, tal como nosotros hoy luchamos, vacilamos y frecuentemente caemos en el error. Sus vidas, con todos sus defectos y extravíos, están ante nosotros, para que nos sirvan de aliento y amonestación. Si se los hubiera presentado como personas intachables, nosotros, con nuestra naturaleza pecaminosa, podríamos desesperar por nuestros errores y fracasos. Pero viendo cómo lucharon otros con desalientos como los nuestros, cómo cayeron en la tentación como nos ha ocurrido a nosotros, y cómo, sin embargo, se reanimaron y llegaron a triunfar mediante la gracia de Dios, nos sentimos alentados en nuestra lucha por la justicia. Así como ellos, aunque vencidos algunas veces, recuperaron lo perdido y fueron bendecidos por Dios, también nosotros podemos ser vencedores mediante el poder de Jesús. Por otro lado, la narración de sus vidas puede servirnos de amonestación. Muestra que de ninguna manera justifica Dios al culpable. Ve el pecado que haya en aquellos a quienes más favoreció, y lo castiga en ellos aun más severamente que en los que tienen menos luz y responsabilidad.
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Después del entierro de Jacob, el temor se volvió a apoderar del corazón de los hermanos de José. No obstante la bondad de éste hacia ellos, la conciencia culpable los hizo desconfiados y suspicaces. Tal vez José había postergado su venganza por consideración a su padre, y ahora les impondría el largamente aplazado castigo por su crimen. No se atrevieron a comparecer personalmente ante él, sino que le enviaron un mensaje: “Tu padre mandó antes de su muerte, diciendo: Así diréis a José: Ruégote que perdones ahora la maldad de tus hermanos y su pecado, porque mal te trataron: por tanto ahora te rogamos que perdones la maldad de los siervos del Dios de tu padre.” Este mensaje conmovió a José y le hizo derramar lágrimas, así que, animados por esto, sus hermanos fueron y se postraron ante él, diciéndole: “Henos aquí por tus siervos.” El amor de José hacia sus hermanos era profundo y desinteresado, y sintió dolor ante la idea de que le creyeran capaz de abrigar un espíritu vengativo contra ellos. “No temáis—dijo él:—¿estoy yo en lugar de Dios? Vosotros pensasteis mal sobre mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo. Ahora, pues, no tengáis miedo; yo os sustentaré a vosotros y a vuestros hijos.”
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La vida de José ilustra la vida de Cristo. Fué la envidia la que impulsó a los hermanos de José a venderlo como esclavo. Esperaban impedir que llegase a ser superior a ellos. Y cuando fué llevado a Egipto, se vanagloriaron de que ya no serían molestados con sus sueños y de que habían eliminado toda posibilidad de que éstos se cumplieran. Pero su proceder fué contrarrestado por Dios y él lo hizo servir para cumplir el mismo acontecimiento que trataban de impedir. De la misma manera los sacerdotes y dirigentes judíos sintieron celos de Cristo y temieron que desviaría de ellos la atención del pueblo. Le dieron muerte para impedir que llegase a ser rey, pero al obrar así provocaron ese mismo resultado.
Mediante su servidumbre en Egipto, José se convirtió en el salvador de la familia de su padre. No obstante, este hecho no aminoró la culpa de sus hermanos. Asimismo la crucifixión de Cristo por sus enemigos le hizo Redentor de la humanidad, Salvador de la raza perdida y soberano de todo el mundo; pero el crimen de sus asesinos fué tan execrable como si la mano providencial de Dios no hubiese dirigido los acontecimientos para su propia gloria y para bien de los hombres.
Así como José fué vendido a los paganos por sus propios hermanos, Cristo fué vendido a sus enemigos más enconados por uno de sus discípulos. José fué acusado falsamente y arrojado en una prisión por su virtud; asimismo Cristo fué menospreciado y rechazado porque su vida recta y abnegada reprendía el pecado; y aunque no fué culpable de mal alguno, fué condenado por el testimonio de testigos falsos. La paciencia y la mansedumbre de José bajo la injusticia y la opresión, el perdón que otorgó espontáneamente y su noble benevolencia para con sus hermanos inhumanos, representan la paciencia sin quejas del Salvador en medio de la malicia y el abuso de los impíos, y su perdón que otorgó no sólo a sus asesinos, sino también a todos los que se alleguen a él confesando sus pecados y buscando perdón.
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José vivió cincuenta y cuatro años después de la muerte de su padre. Alcanzó a ver “los hijos de Ephraim, hasta la tercera generación: también los hijos de Machir, hijo de Manasés, fueron criados sobre las rodillas de José.” Presenció el aumento y la prosperidad de su pueblo, y durante todos estos años su fe en la divina restauración de Israel a la tierra prometida fué inconmovible.
Cuando vió que se acercaba su fin, llamó a todos sus parientes. Aunque había sido tan honrado en la tierra de los Faraones, Egipto no era para él más que el lugar de su destierro; lo último que hizo fué indicar que había echado su suerte con Israel. Sus últimas palabras fueron: “Dios ciertamente os visitará, y os hará subir de aquesta tierra a la tierra que juró a Abraham, a Isaac, y a Jacob.” E hizo jurar solemnemente a los hijos de Israel que llevarían sus huesos consigo a la tierra de Canaán.
“Y murió José de edad de ciento y diez años; y embalsamáronlo, y fué puesto en un ataúd en Egipto.” A través de los siglos de trabajo que siguieron, aquel ataúd, recuerdo de las postreras palabras de José, daba testimonio a Israel de que ellos eran sólo peregrinos en Egipto, y les ordenaba que cifraran sus esperanzas en la tierra prometida, pues el tiempo de la liberación llegaría con toda seguridad.