Este capítulo está basado en Éxodo 1.
Para proveerse de alimentos durante el tiempo de hambre, el pueblo egipcio había vendido a la corona su ganado y sus tierras, y finalmente se habían comprometido a una servidumbre perpetua. Pero José proveyó sabiamente para su liberación; les permitió que fuesen arrendatarios del rey, quien seguía conservando las tierras y a quien le pagaban un tributo anual de un quinto de los productos de su trabajo.
Pero los hijos de Jacob no necesitaban someterse a tales condiciones. A causa de los servicios que José había prestado a la nación egipcia, no solamente se les otorgó una parte del país para que moraran allí, sino que fueron exonerados del pago de impuestos, y se les proveyó liberalmente de los alimentos necesarios mientras duró el hambre. El rey reconoció públicamente que gracias a la misericordiosa intervención del Dios de José, Egipto gozaba de abundancia mientras otras naciones estaban pereciendo de hambre. Vió también que la administración de José había enriquecido grandemente el reino, y su gratitud rodeó a la familia de Jacob con el favor real.
Pero con el correr del tiempo, el gran hombre a quien Egipto debía tanto, y la generación bendecida por su obra, descendieron al sepulcro. Y “levantóse entretanto un nuevo rey sobre Egipto, que no conocía a José.” (Véase Exodo 1-4.) No era que ignorase los servicios prestados por José a la nación; pero no quiso reconocerlos, y hasta donde le fué posible, trató de enterrarlos en el olvido. “El cual dijo a su pueblo: He aquí, el pueblo de los hijos de Israel es mayor y más fuerte que nosotros: ahora, pues, seamos sabios para con él, porque no se multiplique, y acontezca que viniendo guerra, él también se junte con nuestros enemigos, y pelee contra nosotros, y se vaya de la tierra.”
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Los israelitas se habían hecho ya muy numerosos. “Crecieron, y multiplicaron, y fueron aumentados y corroborados en extremo; y llenóse la tierra de ellos.” Gracias al cuidado protector de José y al favor del rey que gobernaba en aquel entonces, se habían diseminado rápidamente por el país. Pero se habían mantenido como una raza distinta, sin tener nada en común con los egipcios en sus costumbres o en su religión; y su número creciente excitaba el recelo del rey y su pueblo, pues temían que en caso de guerra se uniesen con los enemigos de Egipto. Sin embargo, las leyes prohibían que fueran expulsados del país. Muchos de ellos eran obreros capacitados y entendidos, y contribuían grandemente a la riqueza de la nación; el rey los necesitaba para la construcción de sus magníficos palacios y templos. Por lo tanto, los equiparó con los egipcios que se habían vendido con sus posesiones al reino. Poco después puso sobre ellos “comisarios de tributos” y completó su esclavitud. “Y los Egipcios hicieron servir a los hijos de Israel con dureza: y amargaron su vida con dura servidumbre, en hacer barro y ladrillo, y en toda labor del campo, y en todo su servicio, al cual los obligaban con rigorismo.” “Empero cuanto más los oprimían, tanto más se multiplicaban y crecían.”
El rey y sus consejeros habían esperado someter a los israelitas mediante trabajos arduos, y de esa manera disminuir su número y sofocar su espíritu independiente. Al fracasar en el logro de sus propósitos, usaron medidas mucho más crueles. Se ordenó a las mujeres cuya profesión les daba la oportunidad de hacerlo, que dieran muerte a los niños varones hebreos en el momento de nacer. Satanás fué el instigador de este plan. Sabía que entre los israelitas había de levantarse un libertador; y al inducir al rey a destruir a los niños varones, esperaba derrotar el propósito divino. Pero esas mujeres temían a Dios, y no osaron cumplir tan cruel mandato. El Señor aprobó su conducta, y las hizo prosperar. El rey, disgustado por el fracaso de su propósito, dió a la orden un carácter más urgente y general. Pidió a toda la nación que buscara y diera muerte a sus víctimas desamparadas. “Entonces Faraón mandó a todo su pueblo, diciendo: Echad en el río todo hijo que naciere, y a toda hija reservad la vida.”
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Mientras este decreto estaba en vigencia, les nació un hijo a Amrán y Jocabed, israelitas devotos de la tribu de Leví. El niño era hermoso, y los padres, creyendo que el tiempo de la liberación de Israel se acercaba y que Dios iba a suscitar un libertador para su pueblo, decidieron que el niño no fuera sacrificado. La fe en Dios fortaleció sus corazones, y “no temieron el mandamiento del rey.”
La madre logró ocultar al niño durante tres meses. Entonces viendo que ya no podía esconderlo con seguridad, preparó una arquilla de juncos, la impermeabilizó con pez y betún, y colocando al niño en ella, la depositó en un carrizal de la orilla del río. No se atrevió a permanecer allí para cuidarla ella misma, por temor a que se perdiera tanto la vida del niño como la suya, pero María, la hermana del niño, quedó allí cerca, aparentando indiferencia, pero vigilando ansiosamente para ver qué sería de su hermanito. Y había otros observadores. Las fervorosas oraciones de la madre habían confiado a su hijo al cuidado de Dios; e invisibles ángeles vigilaban la humilde cuna. Ellos dirigieron a la hija de Faraón hacia aquel sitio. La arquilla llamó su atención, y cuando vió al hermoso niño una sola mirada le bastó para leer su historia. Las lágrimas del pequeño despertaron su compasión, y sus simpatías se conmovieron al pensar en la madre desconocida que había apelado a este medio para preservar la vida de su precioso hijo. Decidió salvarlo adoptándole como hijo suyo.
María había estado observando secretamente todos los movimientos; así que viendo que trataban al niño tiernamente, se aventuró a acercarse y por último preguntó a la princesa: “¿Iré a llamarte un ama de las Hebreas, para que te críe este niño?” Se le autorizó a que lo hiciera.
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La hermana se apresuró a llevar a su madre la feliz noticia, y sin tardanza se presentó con ella ante la hija de Faraón. “Lleva este niño, y críamelo, y yo te lo pagaré,” dijo la princesa.
Dios había oído las oraciones de la madre; su fe fué premiada. Con profunda gratitud emprendió su tarea, que ahora no entrañaba peligro. Aprovechó fielmente la oportunidad de educar a su hijo para Dios. Estaba segura de que había sido preservado para una gran obra, y sabía que pronto debería entregarlo a su madre adoptiva, y se vería rodeado de influencias que tenderían a apartarlo de Dios. Todo esto la hizo más diligente y cuidadosa en su instrucción que en la de sus otros hijos. Trató de inculcarle la reverencia a Dios y el amor a la verdad y a la justicia, y oró fervorosamente que fuese preservado de toda influencia corruptora. Le mostró la insensatez y el pecado de la idolatría, y desde muy temprana edad le enseñó a postrarse y orar al Dios viviente, el único que podía oírle y ayudarle en toda emergencia.
La madre retuvo a Moisés tanto tiempo como pudo, pero se vió obligada a entregarlo cuando tenía como doce años de edad. De su humilde cabaña fué llevado al palacio real, y la hija de Faraón lo prohijó. Pero en Moisés no se borraron las impresiones que había recibido en su niñez. No podía olvidar las lecciones que aprendió junto a su madre. Le fueron un escudo contra el orgullo, la incredulidad y los vicios que florecían en medio del esplendor de la corte.
¡Cuán extensa en sus resultados fué la influencia de aquella sola mujer hebrea, a pesar de ser una esclava desterrada! Toda la vida de Moisés y la gran misión que cumplió como caudillo de Israel dan fe de la importancia de la obra de una madre piadosa. Ninguna otra tarea se puede igualar a ésta. En un grado sumo, la madre modela con sus manos el destino de sus hijos. Influye en las mentes y los caracteres, y obra no sólo para el presente sino también para la eternidad. Siembra la semilla que germinará y dará fruto, ya sea para bien o para mal. La madre no tiene que pintar una forma bella sobre un lienzo, ni cincelarla en un mármol, sino que tiene que grabar la imagen divina en el alma humana. Muy especialmente durante los años tiernos de los hijos, descansa sobre ella la responsabilidad de formar su carácter. Las impresiones que en ese tiempo se hacen sobre sus mentes que están en proceso de desarrollo, permanecerán a través de toda su vida. Los padres debieran dirigir la instrucción y la educación de sus hijos mientras son niños, con el propósito de que sean piadosos. Son puestos bajo nuestro cuidado para que los eduquemos, no como herederos del trono de un imperio terrenal, sino como reyes para Dios, que han de reinar al través de las edades sempiternas.
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Comprenda toda madre que su tiempo no tiene precio; su obra ha de probarse en el solemne día de la rendición de cuentas. Entonces se hallará que muchos fracasos y crímenes de los hombres y mujeres fueron resultado de la ignorancia y negligencia de quienes debieron haber guiado sus pies infantiles por el camino recto. Entonces se hallará que muchos de los que beneficiaron al mundo con la luz del genio, la verdad y santidad, recibieron de una madre cristiana y piadosa los principios que fueron la fuente de su influencia y éxito.
En la corte de Faraón, Moisés recibió la más alta educación civil y militar. El monarca había decidido hacer de su nieto adoptivo el sucesor del trono, y el joven fué educado para esa alta posición. “Y fué enseñado Moisés en toda la sabiduría de los egipcios; y era poderoso en sus dichos y hechos.” Hechos 7:22. Su habilidad como caudillo militar le convirtió en el favorito del ejército egipcio, y la generalidad le consideraba como un personaje notable. Satanás había sido derrotado en sus propósitos. El mismo decreto que condenaba a muerte a los niños hebreos había sido usado por Dios para educar y adiestrar al futuro caudillo de su pueblo.
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A los ancianos de Israel les comunicaron los ángeles que la época de su liberación se acercaba, y que Moisés era el hombre que Dios emplearía para realizar esta obra. Los ángeles también instruyeron a Moisés, diciéndole que Jehová le había elegido para poner fin a la servidumbre de su pueblo. Suponiendo Moisés que los hebreos habían de obtener su libertad mediante la fuerza de las armas, esperaba dirigir las huestes hebreas contra los ejércitos egipcios, y teniendo esto en cuenta, fué cuidadoso con sus afectos, para evitar que por apego a su madre adoptiva o a Faraón no se sintiese libre para hacer la voluntad de Dios.
De conformidad con las leyes de Egipto, todos los que ocupaban el trono de los Faraones debían llegar a ser miembros de la casta sacerdotal; y Moisés, como presunto heredero, debía ser iniciado en los misterios de la religión nacional. Se responsabilizó de esto a los sacerdotes. Pero aunque era celoso e incansable estudiante, no pudieron inducirle a la adoración de los dioses. Fué amenazado con la pérdida de la corona, y se le advirtió que sería desheredado por la princesa si insistía en su apego a la fe hebrea. Pero permaneció inconmovible en su determinación de no rendir homenaje a otro Dios que el Hacedor del cielo y de la tierra. Razonó con los sacerdotes y los adoradores de los dioses egipcios, mostrándoles la insensatez de su veneración supersticiosa hacia objetos inanimados. Nadie pudo refutar sus argumentos o cambiar su propósito; sin embargo, por un tiempo su firmeza fué tolerada a causa de su elevada posición, y por el favor que le dispensaban tanto el rey como el pueblo.
“Por fe Moisés, hecho ya grande, rehusó ser llamado hijo de la hija de Faraón; escogiendo antes ser afligido con el pueblo de Dios, que gozar de comodidades temporales de pecado. Teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los Egipcios; porque miraba la remuneración.” Hebreos 11:24-26. Moisés estaba capacitado para destacarse entre los grandes de la tierra, para brillar en las cortes del reino más glorioso, y para empuñar el cetro de su poder. Su grandeza intelectual lo distingue entre los grandes de todas las edades, y no tiene par como historiador, poeta, filósofo, general y legislador. Con el mundo a su alcance, tuvo fuerza moral para rehusar las halagüeñas perspectivas de riqueza, grandeza y fama, “escogiendo antes ser afligido con el pueblo de Dios, que gozar de comodidades temporales de pecado.”
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Moisés había sido instruido tocante al galardón final que será dado a los humildes y obedientes siervos de Dios, y en comparación con el cual la ganancia mundanal se hundía en su propia insignificancia. El magnífico palacio de Faraón y el trono del monarca fueron ofrecidos a Moisés para seducirle; pero él sabía que los placeres pecaminosos que hacen a los hombres olvidarse de Dios imperaban en sus cortes señoriales. Vió más allá del esplendoroso palacio, más allá de la corona de un monarca, los altos honores que se otorgarán a los santos del Altísimo en un reino que no tendrá mancha de pecado. Vió por la fe una corona imperecedera que el Rey del cielo colocará en la frente del vencedor. Esta fe le indujo a apartarse de los señores de esta tierra, y a unirse con la nación humilde, pobre y despreciada que había preferido obedecer a Dios antes que servir al pecado.
Moisés permaneció en la corte hasta los cuarenta años de edad. Con frecuencia pensaba en la abyecta condición de su pueblo, y visitaba a sus hermanos sujetos a servidumbre, y los animaba con la seguridad de que Dios obraría su liberación. A menudo, provocado al resentimiento por las escenas de injusticia y opresión que veía, anhelaba vengar sus males. Un día, en una de sus visitas, al ver que un egipcio golpeaba a un israelita, se arrojó sobre aquél y le dió muerte. No hubo testigos del hecho, excepto el israelita, y Moisés sepultó inmediatamente el cuerpo en la arena. Habiendo demostrado que estaba listo para apoyar la causa de su pueblo, esperaba verlo levantarse para recobrar su libertad. “Pero él pensaba que sus hermanos entendían que Dios les había de dar salud por su mano; mas ellos no lo habían entendido.” Hechos 7:25. Aun no estaban preparados para la libertad.
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Al siguiente día Moisés vió a dos hebreos que reñían entre sí, uno de ellos era evidentemente culpable. Moisés le reprendió, y el hombre, oponiéndosele, le negó el derecho a intervenir y le acusó así vilmente de un crimen: “¿Quién te ha puesto a ti por príncipe y juez sobre nosotros? ¿piensas matarme como mataste al egipcio?”
Todo el asunto, exagerado en sumo grado, se supo rápidamente entre los egipcios, y hasta llegó a oídos de Faraón. Se le dijo al rey que este acto era muy significativo; que Moisés tenía el propósito de acaudillar a su pueblo contra los egipcios; que quería derrocar el gobierno y ocupar el trono; y que no habría seguridad para el reino mientras él viviese. El monarca decidió en seguida que debía morir. Reconociendo su peligro, Moisés huyó hacia Arabia.
El Señor dirigió su marcha, y encontró asilo en casa de Jetro, sacerdote y príncipe de Madián que también adoraba a Dios. Después de un tiempo, Moisés se casó con una de las hijas de Jetro; y allí, al servicio de su suegro como pastor de ovejas, permaneció por espacio de cuarenta años.
Al dar muerte al egipcio, Moisés había caído en el mismo error que cometieron tan a menudo sus antepasados; es decir, había intentado realizar por sí mismo lo que Dios había prometido hacer. Dios no se proponía libertar a su pueblo mediante la guerra, como pensó Moisés, sino por su propio gran poder, para que la gloria fuese atribuída sólo a él. No obstante, aun de este acto apresurado se valió el Señor para cumplir sus propósitos. Moisés no estaba preparado para su gran obra. Aun tenía que aprender la misma lección de fe que se les había enseñado a Abrahán y a Jacob, es decir, a no depender, para el cumplimiento de las promesas de Dios, de la fuerza y sabiduría humanas, sino del poder divino. Había otras lecciones que Moisés había de recibir en medio de la soledad de las montañas. En la escuela de la abnegación y las durezas había de aprender a ser paciente y a temperar sus pasiones. Antes de poder gobernar sabiamente, debía ser educado en la obediencia. Antes de poder enseñar el conocimiento de la divina voluntad a Israel, su propio corazón debía estar en plena armonía con Dios. Mediante su propia experiencia debía prepararse para ejercer un cuidado paternal sobre todos los que necesitasen su ayuda.
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El ser humano se habría evitado ese largo período de trabajo y obscuridad, por considerarlo como una gran pérdida de tiempo. Pero la Sabiduría infinita determinó que el que había de ser el caudillo de su pueblo pasara cuarenta años haciendo el humilde trabajo de pastor. Así desarrolló hábitos de atento cuidado, olvido de sí mismo y tierna solicitud por su rebaño, que le prepararon para ser el compasivo y paciente pastor de Israel. Ninguna ventaja que la educación o la cultura humanas pudiesen otorgar, podría haber substituído a esta experiencia.
Moisés había aprendido muchas cosas que debía olvidar. Las influencias que le habían rodeado en Egipto, el amor a su madre adoptiva, su propia elevada posición como nieto del rey, el libertinaje que reinaba por doquiera, el refinamiento, la sutileza y el misticismo de una falsa religión, el esplendor del culto idólatra, la solemne grandeza de la arquitectura y de la escultura; todo esto había dejado una profunda impresión en su mente entonces en desarrollo, y hasta cierto punto había amoldado sus hábitos y su carácter. El tiempo, el cambio de ambiente y la comunión con Dios podían hacer desaparecer estas impresiones. Exigiría de parte de Moisés mismo casi una lucha a muerte renunciar al error y aceptar la verdad; pero Dios sería su ayudador cuando el conflicto fuese demasiado severo para sus fuerzas humanas.
En todos los escogidos por Dios para llevar a cabo alguna obra para él, se notó el elemento humano. Sin embargo, no fueron personas de hábitos y caracteres estereotipados, que se conformaran con permanecer en esa condición. Deseaban fervorosamente obtener sabiduría de Dios, y aprender a servirle. Dice el apóstol: “Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, demándela a Dios, el cual da a todos abundantemente, y no zahiere; y le será dada.” Santiago 1:5. Pero Dios no dará luz divina al hombre mientras éste se halle contento con permanecer en las tinieblas. Para recibir ayuda de Dios, el hombre debe reconocer su debilidad y deficiencia; debe esforzarse por realizar el gran cambio que ha de verificarse en él; debe comprender el valor de la oración y del esfuerzo perseverantes. Los malos hábitos y costumbres deben desterrarse; y sólo mediante un decidido esfuerzo por corregir estos errores y someterse a los sanos principios, se puede alcanzar la victoria. Muchos no llegan a la posición que podrían ocupar porque esperan que Dios haga por ellos lo que él les ha dado poder para hacer por sí mismos. Todos los que están capacitados para ser de utilidad deben ser educados mediante la más severa disciplina mental y moral; y Dios les ayudará, uniendo su poder divino al esfuerzo humano.
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Enclaustrado dentro de los baluartes que formaban las montañas, Moisés estaba solo con Dios. Los magníficos templos de Egipto ya no le impresionaban con su falsedad y superstición. En la solemne grandeza de las colinas sempiternas percibía la majestad del Altísimo, y por contraste, comprendía cuán impotentes e insignificantes eran los dioses de Egipto. Por doquiera veía escrito el nombre del Creador. Moisés parecía encontrarse ante su presencia, eclipsado por su poder. Allí fueron barridos su orgullo y su confianza propia. En la austera sencillez de su vida del desierto, desaparecieron los resultados de la comodidad y el lujo de Egipto. Moisés llegó a ser paciente, reverente y humilde, “muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra” (Números 12:3), y sin embargo, era fuerte en su fe en el poderoso Dios de Jacob.
A medida que pasaban los años y erraba con sus rebaños por lugares solitarios, meditando acerca de la condición oprimida en que vivía su pueblo, Moisés repasaba el trato de Dios hacia sus padres, las promesas que eran la herencia de la nación elegida, y sus oraciones en favor de Israel ascendían día y noche. Los ángeles celestiales derramaban su luz en su derredor. Allí, bajo la inspiración del Espíritu Santo, escribió el libro de Génesis. Los largos años que pasó en medio de las soledades del desierto fueron ricos en bendiciones, no sólo para Moisés y su pueblo, sino también para el mundo de todas las edades subsiguientes.
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“Y aconteció que después de muchos días murió el rey de Egipto, y los hijos de Israel suspiraron a causa de la servidumbre, y clamaron: y subió a Dios el clamor de ellos con motivo de su servidumbre. Y oyó Dios el gemido de ellos, y acordóse de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob. Y miró Dios a los hijos de Israel, y reconociólos Dios.” La época de la liberación de Israel había llegado. Pero el propósito de Dios había de cumplirse de tal manera que mostrara la insignificancia del orgullo humano. El libertador había de ir adelante como humilde pastor con sólo un cayado en la mano; pero Dios haría de ese cayado el símbolo de su poder.
Un día, mientras apacentaba sus rebaños cerca de Horeb, “monte de Dios,” Moisés vió arder una zarza; sus ramas, su follaje, su tallo, todo ardía, y sin embargo, no parecía consumirse. Se aproximó para ver esa maravillosa escena, cuando una voz procedente de las llamas le llamó por su nombre. Con labios trémulos contestó: “Heme aquí.” Se le amonestó a no acercarse irreverentemente: “Quita tus zapatos de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es…. Yo soy el Dios de tu padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob.” Era el que, como Angel del pacto, se había revelado a los padres en épocas pasadas. “Entonces Moisés cubrió su rostro, porque tuvo miedo de mirar a Dios.”
La humildad y la reverencia deben caracterizar el comportamiento de todos los que se allegan a la presencia de Dios. En el nombre de Jesús podemos acercarnos a él con confianza, pero no debemos hacerlo con la osadía de la presunción, como si el Señor estuviese al mismo nivel que nosotros. Algunos se dirigen al Dios grande, todopoderoso y santo, que habita en luz inaccesible, como si se dirigieran a un igual o a un inferior. Hay quienes se comportan en la casa de Dios como no se atreverían a hacerlo en la sala de audiencias de un soberano terrenal. Los tales debieran recordar que están ante la vista de Aquel a quien los serafines adoran, y ante quien los ángeles cubren su rostro. A Dios se le debe reverenciar grandemente; todo el que verdaderamente reconozca su presencia se inclinará humildemente ante él, y como Jacob cuando contempló la visión de Dios, exclamará: “¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo.” Génesis 28:17.
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Mientras Moisés esperaba ante Dios con reverente temor, las palabras continuaron: “Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues tengo conocidas sus angustias: y he descendido para librarlos de mano de los Egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel…. Ven por tanto ahora, y enviarte he a Faraón, para que saques a mi pueblo, los hijos de Israel, de Egipto.”
Sorprendido y asustado por este mandato, Moisés retrocedió diciendo: “¿Quién soy yo, para que vaya a Faraón, y saque de Egipto a los hijos de Israel?” La contestación fué: “Yo seré contigo; y esto te será por señal de que yo te he enviado: luego que hubieres sacado este pueblo de Egipto, serviréis a Dios sobre este monte.”
Moisés pensó en las dificultades que habría de encontrar, en la ceguedad, la ignorancia y la incredulidad de su pueblo, entre el cual muchos casi no conocían a Dios. Dijo: “He aquí que llego yo a los hijos de Israel, y les digo, El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros; si ellos me preguntaren: ¿Cuál es su nombre? ¿qué les responderé?” La contestación fué: “YO SOY EL QUE SOY.” “Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me ha enviado a vosotros.”
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Se le ordenó a Moisés que reuniera primero a los ancianos de Israel, a los más nobles y rectos de entre ellos, a los que habían lamentado durante mucho tiempo su servidumbre, y que les declarase el mensaje de Dios, con la promesa de la liberación. Después había de ir con los ancianos ante el rey, y decirle: “Jehová, el Dios de los Hebreos, nos ha encontrado; por tanto nosotros iremos ahora camino de tres días por el desierto, para que sacrifiquemos a Jehová nuestro Dios.”
A Moisés se le había prevenido que Faraón se opondría a la súplica de permitir la salida de Israel. Sin embargo, el ánimo del siervo de Dios no debía decaer; porque el Señor haría de ésta, una ocasión para manifestar su poder ante los egipcios y ante su pueblo. “Empero yo extenderé mi mano, y heriré a Egipto con todas mis maravillas que haré en él, y entonces os dejará ir.”
También se le dieron instrucciones acerca de las medidas que había de tomar para el viaje. El Señor declaró: “Yo daré a este pueblo gracia en los ojos de los Egipcios, para que cuando os partiereis, no salgáis vacíos: sino que demandará cada mujer a su vecina y a su huéspeda vasos de plata, vasos de oro, y vestidos.” Los egipcios se habían enriquecido mediante el trabajo exigido injustamente a los israelitas, y como éstos habían de emprender su viaje hacia su nueva morada, era justo que reclamaran la remuneración de sus años de trabajo. Por lo tanto habían de pedir artículos de valor, que pudieran transportarse fácilmente, y Dios les daría favor ante los egipcios. Los poderosos milagros realizados para su liberación iban a infundir terror entre los opresores, de tal manera que lo solicitado por los siervos sería otorgado.
Moisés veía ante sí dificultades que le parecían insalvables. ¿Qué prueba podría dar a su pueblo de que realmente iba como enviado de Dios? “He aquí—dijo—que ellos no me creerán, ni oirán mi voz; porque dirán: No te ha aparecido Jehová.” Entonces Dios le dió una evidencia que apelaba a sus propios sentidos. Le dijo que arrojara su vara al suelo. Al hacerlo, “convirtióse en una serpiente” (V.M., véase el Apéndice, nota 3), “y Moisés huía de ella.” Dios le ordenó que la tomara, y en su mano “tornóse vara.” Le mandó que pusiese su mano en su seno. Obedeció y “he aquí que su mano estaba leprosa como la nieve.” Cuando le dijo que volviera a ponerla en su seno, al sacarla encontró que se había vuelto de nuevo como la otra. Mediante estas señales, el Señor aseguró a Moisés que su propio pueblo, así como también Faraón, se convencerían de que Uno más poderoso que el rey de Egipto se manifestaba entre ellos.
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Pero el siervo de Dios todavía estaba anonadado por la obra extraña y maravillosa que se le pedía que hiciera. Acongojado y temeroso, alegó como excusa su falta de elocuencia. Dijo: “¡Ay Señor! yo no soy hombre de palabras de ayer ni de anteayer, ni aun desde que tú hablas a tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua.” Había estado tanto tiempo alejado de los egipcios que ya no tenía un conocimiento claro de su idioma ni lo usaba con soltura como cuando estaba entre ellos.
El Señor le dijo: “¿Quién dió la boca al hombre? ¿no soy yo Jehová?” Y se le volvió a asegurar la ayuda divina: “Ahora pues, ve, que yo seré en tu boca, y te enseñaré lo que hayas de hablar.”
Pero Moisés insistió en que se escogiera a una persona más competente. Estas excusas procedían al principio de su humildad y timidez; pero una vez que el Señor le hubo prometido quitar todas las dificultades y darle éxito, toda evasiva o queja referente a su falta de preparación demostraba falta de confianza en Dios. Entrañaba un temor de que Dios no tuviera capacidad para prepararlo para la gran obra a la cual le había llamado, o que había cometido un error en la selección del hombre.
Dios le indicó a Moisés que se uniese a su hermano mayor, Aarón, quien, debido a que había estado usando diariamente la lengua egipcia, podía hablarla perfectamente. Se le dijo que Aarón vendría a su encuentro. Las siguientes palabras del Señor fueron una orden perentoria: “Tú hablarás a él, y pondrás en su boca las palabras, y yo seré en tu boca y en la suya, y os enseñaré lo que hayáis de hacer. Y él hablará por ti al pueblo; y él te será a ti en lugar de boca, y tú serás para él en lugar de Dios. Y tomarás esta vara en tu mano, con la cual harás las señales.” Moisés no pudo oponerse más; pues todo fundamento para las excusas había desaparecido.
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El mandato divino halló a Moisés sin confianza en sí mismo, tardo para hablar y tímido. Estaba abrumado con el sentimiento de su incapacidad para ser el portavoz de Dios ante Israel. Pero una vez aceptada la tarea, la emprendió de todo corazón, poniendo toda su confianza en el Señor. La grandeza de su misión exigía que ejercitara las mejores facultades de su mente. Dios bendijo su pronta obediencia, y llegó a ser elocuente, confiado, sereno y apto para la mayor obra jamás dada a hombre alguno. Este es un ejemplo de lo que hace Dios para fortalecer el carácter de los que confían plenamente en él, y sin reserva alguna cumplen sus mandatos.
El hombre obtiene poder y eficiencia cuando acepta las responsabilidades que Dios deposita en él, y procura con toda su alma la manera de capacitarse para cumplirlas bien. Por humilde que sea su posición o por limitada que sea su habilidad, el tal logrará verdadera grandeza si, confiando en la fortaleza divina, procura realizar su obra con fidelidad. Si Moisés hubiera dependido de su propia fuerza y sabiduría, y se hubiera mostrado deseoso de aceptar el gran encargo, habría revelado su entera ineptitud para tal obra. El hecho de que un hombre comprenda sus debilidades prueba por lo menos que reconoce la magnitud de la obra que se le asignó y que hará de Dios su consejero y fortaleza.
Moisés regresó a casa de su suegro, y le expresó su deseo de visitar a sus hermanos en Egipto. Jetro le dió su consentimiento y su bendición diciéndole: “Ve en paz.” Con su esposa y sus hijos, Moisés emprendió el viaje. No se atrevió a dar a conocer su misión, por temor a que su suegro no permitiese a su esposa y a sus hijos acompañarle. Pero antes de llegar a Egipto, Moisés mismo pensó que para la seguridad de ellos convenía hacerlos regresar a su morada en Madián.
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Un secreto temor a Faraón y a los egipcios, cuya ira se había encendido contra él hacía cuarenta años, había hecho que Moisés se sintiera aun menos dispuesto a volver a Egipto; pero una vez que principió a cumplir el mandato divino, el Señor le reveló que sus enemigos habían muerto.
Mientras se alejaba de Madián, Moisés tuvo una terrible y sorprendente manifestación del desagrado del Señor. Se le apareció un ángel en forma amenazadora, como si fuera a destruirle inmediatamente. No le dió ninguna explicación; pero Moisés recordó que había desdeñado uno de los requerimientos de Dios, y cediendo a la persuasión de su esposa, había dejado de cumplir el rito de la circuncisión en su hijo menor. No había cumplido con la condición que podía dar a su hijo el derecho a recibir las bendiciones del pacto de Dios con Israel, y tal descuido de parte del jefe elegido no podía menos que menoscabar ante el pueblo la fuerza de los preceptos divinos. Séfora, temiendo que su esposo fuese muerto, realizó ella misma el rito, y entonces el ángel permitió a Moisés continuar la marcha. En su misión ante Faraón, Moisés iba a exponerse a un gran peligro; su vida podría conservarse sólo mediante la protección de los santos ángeles. Pero no estaría seguro mientras tuviera un deber conocido sin cumplir, pues los ángeles de Dios no podrían escudarle.
En el tiempo de la angustia que vendrá inmediatamente antes de la venida de Cristo, los justos serán resguardados por el ministerio de los santos ángeles; pero no habrá seguridad para el transgresor de la ley de Dios. Los ángeles no podrán entonces proteger a los que estén menospreciando uno de los preceptos divinos.