Este capítulo está basado en Éxodo 5.
Habiendo recibido instrucciones de los ángeles, Aarón salió a recibir a su hermano, de quien había estado tanto tiempo separado. Se encontraron en las soledades del desierto cerca de Horeb. Allí conversaron, y “contó Moisés a Aarón todas las palabras de Jehová que le enviaba, y todas las señales que le había dado.” Juntos hicieron el viaje a Egipto; y habiendo llegado a la tierra de Gosén, procedieron a reunir a los ancianos de Israel. Aarón les explicó cómo Dios se había comunicado con Moisés, y éste reveló al pueblo las señales que Dios le había dado. “Y el pueblo creyó: oyendo que Jehová había visitado los hijos de Israel, y que había visto su aflicción, inclináronse y adoraron.” Éxodo 4:28, 31.
A Moisés se le había dado también un mensaje para el rey. Los dos hermanos entraron en el palacio de Faraón como embajadores del Rey de reyes, y hablaron en su nombre: “Jehová, el Dios de Israel, dice así: Deja ir a mi pueblo a celebrarme fiesta en el desierto.” (Véase Exodo 5-11.)
“¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz?—preguntó el monarca quien añadió:—Yo no conozco a Jehová, ni tampoco dejaré ir a Israel.”
A esto contestaron ellos: “El Dios de los Hebreos nos ha encontrado: iremos, pues, ahora, camino de tres días por el desierto, y sacrificaremos a Jehová nuestro Dios; porque no venga sobre nosotros con pestilencia o con espada.”
Ya el rey había oído hablar de ellos y del interés que estaban despertando entre el pueblo. Se encendió su ira y les dijo: “Moisés y Aarón, ¿por qué hacéis cesar al pueblo de su obra? Idos a vuestros cargos.” Ya el reino había sufrido una gran pérdida debido a la intervención de estos forasteros. Al pensar en ello, añadió: “He aquí el pueblo de la tierra es ahora mucho, y vosotros les hacéis cesar de sus cargos.”
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En su servidumbre los israelitas habían perdido hasta cierto punto el conocimiento de la ley de Dios, y se habían apartado de sus preceptos. El sábado había sido despreciado por la generalidad, y las exigencias de los “comisarios de tributos” habían hecho imposible su observancia. Pero Moisés había mostrado a su pueblo que la obediencia a Dios era la primera condición para su liberación; y los esfuerzos hechos para restaurar la observancia del sábado habían llegado a los oídos de sus opresores. (Véase el Apéndice, nota 4.)
El rey, muy airado, sospechaba que los israelitas tenían el propósito de rebelarse contra su servicio. El descontento era el resultado de la ociosidad; trataría de que no tuviesen tiempo para dedicarlo a proyectos peligrosos. Inmediatamente dictó medidas para hacer más severa su servidumbre y aplastar el espíritu de independencia. El mismo día, ordenó hacer aun más cruel y opresivo su trabajo.
En aquel país el material de construcción más común eran los ladrillos secados al sol; las paredes de los mejores edificios se construían de este material, y luego se recubrían de piedra; y la fabricación de los ladrillos requería un gran número de siervos. Como el barro se mezclaba con paja, para que se adhiriera bien, se requerían grandes cantidades de este último elemento; el rey ordenó ahora que no se suministrara más paja; que los obreros debían buscarla ellos mismos, y esto exigiéndoseles que produjeran la misma cantidad de ladrillos.
Esta orden causó gran consternación entre los israelitas por todos los ámbitos del país. Los comisarios egipcios habían nombrado a capataces hebreos para dirigir el trabajo del pueblo, y estos capataces eran responsables de la producción de los que estaban bajo su cuidado. Cuando la exigencia del rey se puso en vigor, el pueblo se diseminó por todo el país para recoger rastrojo en vez de paja; pero les fué imposible realizar la cantidad de trabajo acostumbrada. A causa del fracaso, los capataces hebreos fueron azotados cruelmente.
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Estos capataces creyeron que su opresión venía de sus comisarios, y no del rey mismo; y se presentaron ante éste con sus quejas. Su protesta fué recibida por Faraón con un denuesto: “Estáis ociosos, sí, ociosos, y por eso decís: Vamos, y sacrifiquemos a Jehová.” Se les ordenó regresar a su trabajo, con la declaración de que de ninguna manera se aligerarían sus cargas. Al volver, encontraron a Moisés y a Aarón y clamaron ante ellos: “Mire Jehová sobre vosotros, y juzgue; pues habéis hecho heder nuestro olor delante de Faraón y de sus siervos, dándoles el cuchillo en las manos para que nos maten.”
Cuando Moisés oyó estos reproches se afligió mucho. Los sufrimientos del pueblo habían aumentado en gran manera. Por toda la tierra se elevó un grito de desesperación de ancianos y jóvenes, y todos se unieron para culparlo a él por el desastroso cambio de su condición. Con amargura de alma Moisés clamó a Dios: “Señor ¿por qué afliges a este pueblo? ¿para qué me enviaste? Porque desde que yo vine a Faraón para hablarle en tu nombre, ha afligido a este pueblo; y tú tampoco has librado a tu pueblo.” La contestación fué: “Ahora verás lo que yo haré a Faraón; porque con mano fuerte los ha de dejar ir, y con mano fuerte los ha de echar de su tierra.” Otra vez le recordó el pacto hecho con sus padres, y le aseguró que sería cumplido.
Durante todos los años de servidumbre pasados en Egipto, había habido entre los israelitas algunos que se habían mantenido fieles a la adoración de Jehová. Estos se preocupaban profundamente cuando veían a sus hijos presenciar diariamente las abominaciones de los paganos, y aun postrarse ante sus falsos dioses. En su dolor clamaban al Señor pidiéndole liberación del yugo egipcio, para poder librarse de la influencia corruptora de la idolatría. No ocultaban su fe, sino que declaraban a los egipcios que el objeto de su adoración era el Hacedor del cielo y de la tierra, el único Dios verdadero y viviente. Y repasaban las evidencias de su existencia y poder, desde la creación hasta los días de Jacob. Así tuvieron los egipcios oportunidad de conocer la religión de los hebreos; pero desdeñaron que sus esclavos los instruyeran y trataron de seducir a los adoradores de Dios prometiéndoles recompensas, y al fracasar esto, empleaban las amenazas y crueldades.
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Los ancianos de Israel trataron de sostener la desfalleciente fe de sus hermanos, repitiéndoles las promesas hechas a sus padres, y las palabras proféticas con que, antes de su muerte, José predijo la liberación de su pueblo de Egipto. Algunos escucharon y creyeron. Otros, mirando las circunstancias que los rodeaban, se negaron a tener esperanza. Los egipcios, al saber lo que pasaba entre sus siervos, se mofaron de sus esperanzas y desdeñosamente negaron el poder de su Dios. Les señalaron su situación de pueblo esclavo, y dijeron burlonamente: “Si vuestro Dios es justo y misericordioso y posee más poder que los dioses de Egipto, ¿por qué no os libra?” Los egipcios se jactaban de su propia situación. Adoraban deidades que los israelitas llamaban dioses falsos, y no obstante eran una nación rica y poderosa. Afirmaban que sus dioses los habían bendecido con prosperidad, y les habían dado a los israelitas como siervos, y se vanagloriaban de su poder de oprimir y destruir a los adoradores de Jehová. Faraón mismo se jactó de que el Dios de los hebreos no podía librarlos de su mano.
Tales palabras destruyeron las esperanzas de muchos israelitas. Les parecía que su caso era como lo presentaban los egipcios. Es verdad que eran esclavos, y habían de sufrir todo lo que sus crueles comisarios quisieran imponerles. Sus hijos habían sido apresados y muertos, y la vida misma les era una carga. No obstante, adoraban al Dios del cielo. Si Jehová estuviese sobre todos los otros dioses, ciertamente no permitiría que fueran siervos de los idólatras. Pero los que eran fieles comprendieron que por haberse apartado Israel de Dios, y por su inclinación a casarse con idólatras y dejarse llevar a la idolatría, el Señor había permitido que llegaran a ser esclavos; y confiadamente aseguraron a sus hermanos que Dios pronto rompería el yugo del opresor.
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Los hebreos habían esperado obtener su libertad sin ninguna prueba especial de su fe, sin penurias ni sufrimientos verdaderos. Pero aun no estaban preparados para la liberación. Tenían poca fe en Dios, y no querían soportar con paciencia sus aflicciones hasta que él creyera conveniente obrar por ellos. Muchos se conformaban con permanecer en la servidumbre, antes que enfrentar las dificultades que acompañarían el traslado a una tierra extraña; y los hábitos de algunos se habían hecho tan parecidos a los de los egipcios que preferían vivir en Egipto. Por lo tanto, el Señor no los liberó mediante la primera manifestación de su poder ante Faraón. Rigió los acontecimientos para que se desarrollara más plenamente el espíritu tiránico del rey egipcio, y para revelarse a su pueblo. Cuando vieran su justicia, su poder y su amor, elegirían dejar a Egipto y entregarse a su servicio. La tarea de Moisés habría sido mucho menos difícil de no haber sido que muchos israelitas se habían corrompido tanto que no querían abandonar Egipto.
El Señor le indicó a Moisés que volviera ante el pueblo y le repitiera la promesa de la liberación, con nuevas garantías del favor divino. Hizo lo que se le mandó; pero ellos no quisieron prestarle atención. Dice la Escritura: “Mas ellos no escuchaban, … a causa de la congoja de espíritu, y de la dura servidumbre.” De nuevo llegó el mensaje divino a Moisés: “Entra, y habla a Faraón rey de Egipto, que deje ir de su tierra a los hijos de Israel.” Desalentado contestó: “He aquí los hijos de Israel no me escuchan: ¿cómo pues me escuchará Faraón?” Se le dijo que llevara a Aarón consigo, y que se presentara ante Faraón, para pedir otra vez “que deje ir de su tierra a los hijos de Israel.”
Se le dijo que el monarca no cedería hasta que Dios visitara con sus juicios a Egipto y sacara a Israel mediante una señalada manifestación de su poder. Antes de enviar cada plaga, Moisés había de describir su naturaleza y sus efectos, para que el rey se salvara de ella si quería. Todo castigo despreciado sería seguido de uno más severo, hasta que su orgulloso corazón se humillara, y reconociera al Hacedor del cielo y de la tierra como el Dios verdadero y viviente. El Señor iba a dar a los egipcios la oportunidad de ver cuán vana era la sabiduría de sus hombres fuertes, cuán débil el poder de sus dioses, que se oponían a los mandamientos de Jehová. Castigaría al pueblo egipcio por su idolatría, y anularía las supuestas bendiciones que decían recibir de sus dioses inanimados. Dios glorificaría su propio nombre para que otras naciones oyeran de su poder y temblaran ante sus prodigios, y para que su pueblo se apartara de la idolatría y le tributara verdadera adoración.
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Otra vez Moisés y Aarón entraron en los señoriales salones del rey de Egipto. Allí, rodeados de altas columnas y relucientes adornos, de bellas pinturas y esculturas de los dioses paganos, ante el monarca del reino más poderoso de aquel entonces, estaban de pie los dos representantes de la raza esclavizada, con el objeto de repetir el mandato de Dios que requería que Israel fuese librado. El rey exigió un milagro, como evidencia de su divina comisión. Moisés y Aarón habían sido instruidos acerca de cómo proceder en caso de que se hiciese tal demanda, de manera que Aarón tomó la vara y la arrojó al suelo ante Faraón. Ella se convirtió en serpiente. El monarca hizo llamar a sus “sabios y encantadores,” y “echó cada uno su vara, las cuales se volvieron culebras: mas la vara de Aarón devoró las varas de ellos.” Entonces el rey, más decidido que antes, declaró que sus magos eran iguales en poder a Moisés y Aarón; denuncio a los siervos del Señor como impostores, y se sintió seguro al resistir sus demandas. Sin embargo, aunque menospreció su mensaje, el poder divino le impidió que les hiciese daño.
Fué la mano de Dios, y no la influencia ni el poder de origen humano que poseyeran Moisés y Aarón, lo que obró los milagros hechos ante Faraón. Aquellas señales y maravillas tenían el propósito de convencer a Faraón de que el gran “YO SOY” había enviado a Moisés, y que era deber del rey permitir a Israel que saliera para servir al Dios viviente. Los magos también hicieron señales y maravillas; pues no obraban por su propia habilidad solamente, sino mediante el poder de su dios, Satanás, quien les ayudaba a falsificar la obra de Jehová.
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Los magos no convirtieron sus varas en verdaderas serpientes; ayudados por el gran engañador, produjeron esa apariencia mediante la magia. Estaba más allá del poder de Satanás cambiar las varas en serpientes vivas. El príncipe del mal, aunque posee toda la sabiduría y el poder de un ángel caído, no puede crear o dar vida; esta prerrogativa pertenece sólo a Dios. Pero Satanás hizo todo lo que estaba a su alcance. Produjo una falsificación. Para la vista humana las varas se convirtieron en serpientes. Así lo creyeron Faraón y su corte. Nada había en su apariencia que las distinguiese de la serpiente producida por Moisés. Aunque el Señor hizo que la serpiente verdadera se tragara a las falsas, Faraón no lo consideró como obra del poder de Dios, sino como resultado de una magia superior a la de sus siervos.
Faraón deseaba justificar la terquedad que manifestaba al resistirse al divino mandato, y buscó algún pretexto para menospreciar los milagros que Dios había hecho por medio de Moisés. Satanás le dió exactamente lo que quería. Mediante la obra que realizó por intermedio de los magos, hizo aparecer ante los egipcios a Moisés y Aarón como simples magos y hechiceros, y dió así a entender que su demanda no merecía el respeto debido al mensaje de un ser superior. En esta forma la falsificación satánica logró su propósito; envalentonó a los egipcios en su rebelión y provocó el endurecimiento del corazón de Faraón contra la convicción del Espíritu Santo. Satanás también esperaba turbar la fe de Moisés y de Aarón en el origen divino de su misión, a fin de que sus propios instrumentos prevaleciesen. No quería que los hijos de Israel fuesen libertados de su servidumbre, para servir al Dios viviente.
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Pero el príncipe del mal tenía todavía un objeto más profundo al hacer sus maravillas por medio de los magos. El sabía muy bien que Moisés, al romper el yugo de la servidumbre de los hijos de Israel, prefiguraba a Cristo, quien había de quitar el yugo del pecado de sobre la familia humana. Sabía que cuando Cristo apareciese, haría grandes milagros para mostrar al mundo que Dios le había enviado. Satanás tembló por su poder. Falsificando la obra que Dios hacía por medio de Moisés, esperaba no sólo impedir la liberación de Israel, sino ejercer además una influencia que a través de las edades venideras destruiría la fe en los milagros de Cristo. Satanás trata constantemente de falsificar la obra de Jesús, para establecer su propio poder y sus pretensiones. Induce a los hombres a explicar los milagros de Cristo como si fueran resultado de la habilidad y del poder humanos. De esa manera destruye en muchas mentes la fe en Cristo como Hijo de Dios, y las lleva a rechazar los bondadosos ofrecimientos de misericordia hechos mediante el plan de redención.
A Moisés y Aarón se les indicó que a la mañana siguiente se dirigieran a la ribera del río, adonde solía ir el rey. Como las crecientes del Nilo eran la fuente del alimento y la riqueza de todo Egipto, se adoraba a este río como a un dios, y el monarca iba allá diariamente a cumplir sus devociones. En ese lugar los dos hermanos le repitieron su mensaje, y después, alargando la vara, hirieron el agua. La sagrada corriente se convirtió en sangre, los peces murieron, y el río se tornó hediondo. El agua que estaba en las casas, y la provisión que se guardaba en las cisternas también se transformó en sangre. Pero “los encantadores de Egipto hicieron lo mismo.” “Y tornando Faraón volvióse a su casa, y no puso su corazón aun en esto.” La plaga duró siete días, pero sin efecto alguno.
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Nuevamente se alzó la vara sobre las aguas, y del río salieron ranas que se esparcieron por toda la tierra. Invadieron las casas, donde tomaron posesión de las alcobas, y aun de los hornos y las artesas. Este animal era considerado por los egipcios como sagrado, y no querían destruirlo. Pero las viscosas ranas se volvieron intolerables. Pululaban hasta en el palacio de Faraón, y el rey estaba impaciente por alejarlas de allí. Los magos habían aparentado producir ranas, pero no pudieron quitarlas. Al verlo, Faraón fué humillado. Llamó a Moisés y a Aarón y dijo: “Orad a Jehová que quite las ranas de mí y de mi pueblo; y dejaré ir al pueblo, para que sacrifique a Jehová.” Luego de recordar al rey su jactancia anterior, le pidieron que designara el tiempo en que debieran orar para que desapareciera la plaga. Faraón designó el día siguiente, con la secreta esperanza de que en el intervalo las ranas desapareciesen por sí solas, librándolo de esa manera de la amarga humillación de someterse al Dios de Israel. La plaga, sin embargo, continuó hasta el tiempo señalado, en el cual en todo Egipto murieron las ranas, pero permanecieron sus cuerpos putrefactos corrompiendo la atmósfera.
El Señor pudo haber convertido las ranas en polvo en un momento, pero no lo hizo, no fuese que una vez eliminadas, el rey y su pueblo dijeran que había sido el resultado de hechicerías y encantamientos como los que hacían los magos. Cuando las ranas murieron, fueron juntadas en montones. Con esto, el rey y todo Egipto tuvieron una evidencia que su vana filosofía no podía contradecir, vieron que esto no era obra de magia, sino un castigo enviado por el Dios del cielo.
“Y viendo Faraón que le habían dado reposo, agravó su corazón.” Entonces, en virtud del mandamiento de Dios, Aarón alargó la mano, y el polvo de la tierra se convirtió en piojos por todos los ámbitos de Egipto. Faraón llamó a sus magos para que hiciesen lo mismo, pero no pudieron. La obra de Dios se manifestó entonces superior a la de Satanás. Los magos mismos reconocieron: “Dedo de Dios es este.” Pero el rey aun permaneció inconmovible.
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Las súplicas y amonestaciones no tuvieron ningún efecto, y se impuso otro castigo. Se predijo la fecha en que había de suceder para que no se dijera que había acontecido por casualidad. Las moscas llenaron las casas y lo invadieron todo, “y la tierra fué corrompida a causa de ellas.” Estas moscas eran grandes y venenosas y sus picaduras eran muy dolorosas para hombres y animales. Como se había pronosticado, esta plaga no se extendió a la tierra de Gosén.
Faraón ofreció entonces permitir a los israelitas que hiciesen sacrificios en Egipto; pero ellos se negaron a aceptar tales condiciones. “No conviene—dijo Moisés—que hagamos así, porque sacrificaríamos a Jehová nuestro Dios la abominación de los egipcios. He aquí, si sacrificáramos la abominación de los egipcios delante de ellos, ¿no nos apedrearían?” Los animales que los hebreos tendrían que sacrificar eran considerados sagrados por los egipcios; y era tal la reverencia en que los tenían, que aun el matar a uno accidentalmente era crimen punible de muerte. Sería imposible para los hebreos adorar en Egipto sin ofender a sus amos.
Moisés volvió a pedir al monarca que se les permitiese internarse tres días de camino en el desierto. El rey consintió, y rogó a los siervos de Dios que implorasen que la plaga fuese quitada. Ellos prometieron hacerlo, pero le advirtieron que no los tratara engañosamente. Se detuvo la plaga, pero el corazón del rey se había endurecido por la rebelión pertinaz, y todavía se negó a ceder.
Siguió un golpe más terrible; la peste atacó a todo el ganado egipcio que estaba en los campos. Tanto los animales sagrados como las bestias de carga, las vacas, bueyes, ovejas, caballos, camellos y asnos, todos fueron destruídos. Se había dicho claramente que los hebreos serían exonerados; y Faraón, al enviar mensajeros a las casas de los israelitas, comprobó la veracidad de esta declaración de Moisés. “Del ganado de los hijos de Israel no murió uno.” Todavía el rey se mantenía obstinado.
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Se le ordenó entonces a Moisés que tomase cenizas del horno y que las esparciese hacia el cielo delante de Faraón. Este acto fué profundamente significativo. Cuatrocientos años antes, Dios había mostrado a Abrahán la futura opresión de su pueblo, bajo la figura de un horno humeante y una lámpara encendida. Había declarado que visitaría con sus juicios a sus opresores, y que sacaría a los cautivos con grandes riquezas. En Egipto los israelitas habían languidecido durante mucho tiempo en el horno de la aflicción. Este acto de Moisés les garantizaba que Dios recordaba su pacto y que había llegado el momento de la liberación.
Cuando se esparcieron las cenizas hacia el cielo, las diminutas partículas se diseminaron por toda la tierra de Egipto, y doquiera cayeran producían granos, “tumores apostemados así en los hombres, como en las bestias.” Hasta entonces los sacerdotes y los magos habían alentado a Faraón en su obstinación, pero ahora el castigo los había alcanzado también a ellos. Atacados por una enfermedad repugnante y dolorosa, ya no pudieron luchar contra el Dios de Israel, y el poder del que habían alardeado los hizo despreciables. Toda la nación vió cuán insensato era confiar en los magos, ya que ni siquiera podían protegerse a sí mismos.
Pero el corazón de Faraón seguía endureciéndose. Entonces el Señor le envió un mensaje que decía: “Yo enviaré esta vez todas mis plagas a tu corazón, sobre tus siervos, y sobre tu pueblo, para que entiendas que no hay otro como yo en toda la tierra … y a la verdad yo te he puesto para declarar en ti mi potencia.” No era que Dios le hubiese dado vida para este fin, sino que su providencia había dirigido los acontecimientos para colocarlo en el trono en el tiempo mismo de la liberación de Israel. Aunque por sus crímenes, este arrogante tirano había perdido todo derecho a la misericordia de Dios, se le había preservado la vida para que mediante su terquedad el Señor manifestara sus maravillas en la tierra de Egipto.
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La disposición de los acontecimientos depende de la providencia de Dios. El pudo haber colocado en el trono a un rey más misericordioso, que no hubiera osado resistir las poderosas manifestaciones del poder divino. Pero en ese caso los propósitos del Señor no se hubieran cumplido. Permitió que su pueblo experimentara la terrible crueldad de los egipcios, para que no fuesen engañados por la degradante influencia de la idolatría. En su trato con Faraón, el Señor manifestó su odio por la idolatría, y su firme decisión de castigar la crueldad y la opresión.
Dios había declarado tocante a Faraón: “Yo empero endureceré su corazón, de modo que no dejará ir al pueblo.” Éxodo 4:21. No fué ejercido un poder sobrenatural para endurecer el corazón del rey. Dios dió a Faraón las evidencias más notables de su divino poder; pero el monarca se negó obstinadamente a aceptar la luz. Toda manifestación del poder infinito que él rechazara le empecinó más en su rebelión. El principio de rebelión que el rey sembró cuando rechazó el primer milagro, produjo su cosecha. Al mantener su terquedad y aumentarla gradualmente, su corazón se endureció más y más, hasta que fué llamado a contemplar el rostro frío de su primogénito muerto.
Dios habla a los hombres por medio de sus siervos, dándoles amonestaciones y advertencias y censurando el pecado. Da a cada uno oportunidad de corregir sus errores antes de que se arraiguen en el carácter; pero si uno se niega a corregirse, el poder divino no se interpone para contrarrestar la tendencia de su propia acción. La persona encuentra que le es más fácil repetirla. Va endureciendo su corazón contra la influencia del Espíritu Santo. Al rechazar después la luz se coloca en una posición en la cual aun una influencia mucho más fuerte será ineficaz para producir una impresión permanente.
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El que cedió una vez a la tentación cederá con más facilidad la segunda vez. Toda repetición del pecado aminora la fuerza para resistir, ciega los ojos y ahoga la convicción. Toda simiente de complacencia propia que se siembre dará fruto. Dios no obra milagros para impedir la cosecha. “Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará.” Gálatas 6:7. El que manifiesta una temeridad incrédula e indiferencia hacia la verdad divina, no cosecha sino lo que sembró. Es así como las multitudes escuchan con obstinada indiferencia las verdades que una vez conmovieron sus almas. Sembraron descuido y resistencia a la verdad, y eso es lo que recogen.
Los que están tratando de tranquilizar una conciencia culpable con la idea de que pueden cambiar su mala conducta cuando quieran, de que pueden jugar con las invitaciones de la misericordia, y todavía seguir siendo impresionados, lo hacen por su propia cuenta y riesgo. Ponen toda su influencia del lado del gran rebelde, y creen que en un momento de suma necesidad, cuando el peligro los rodee, podrán cambiar de jefe sin dificultad. Pero esto no puede realizarse tan fácilmente. La experiencia, la educación, la práctica de una vida de pecaminosa complacencia, amoldan tan completamente el carácter que impiden recibir entonces la imagen de Jesús. Si la luz no hubiese alumbrado su senda, su situación habría sido diferente. La misericordia podría interponerse, y darles oportunidad de aceptar sus ofrecimientos; pero después que la luz haya sido rechazada y menospreciada durante mucho tiempo será, por fin, retirada.
Se amenazó a Faraón con una plaga de granizo y se le advirtió: “Envía, pues, a recoger tu ganado, y todo lo que tienes en el campo; porque todo hombre o animal que se hallare en el campo, y no fuere recogido a casa, el granizo descenderá sobre él, y morirá.” La lluvia o el granizo eran en Egipto una cosa inusitada, y, tormenta como la predicha, nunca antes se había visto. La noticia se extendió rápidamente, y todos los que creyeron la palabra del Señor reunieron su ganado, mientras los que menospreciaron la advertencia lo dejaron en el campo. En esa forma, en medio de un castigo se manifestó la misericordia de Dios, se probó a las personas, y se mostró cuántos habían sido llevados a temer a Dios mediante la manifestación de su poder.
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La tormenta llegó según lo predicho: truenos, granizo y fuego mezclados, “tan grande, cual nunca hubo en toda la tierra de Egipto desde que fué habitada. Y aquel granizo hirió en toda la tierra de Egipto todo lo que estaba en el campo, así hombres como bestias; asimismo hirió el granizo toda la hierba del campo, y desgajó todos los árboles del país.” La ruina y la desolación marcaron la senda del ángel destructor. Sólo se salvó la región de Gosén. Se demostró a los egipcios que la tierra está bajo el dominio del Dios viviente, que los elementos responden a su voz, y que la única seguridad consiste en obedecerle.
Todo Egipto tembló ante el tremendo juicio divino. Faraón llamó aprisa a los dos hermanos y dijo: “He pecado esta vez. Jehová es justo, y yo y mi pueblo impíos. Orad a Jehová: y cesen los truenos de Dios y el granizo; y yo os dejaré ir, y no os detendréis más.” Moisés contestó: “En saliendo yo de la ciudad extenderé mis manos a Jehová, y los truenos cesarán, y no habrá más granizo; para que sepas que de Jehová es la tierra. Mas yo sé que ni tú ni tus siervos temeréis todavía la presencia del Dios Jehová.”
Moisés sabía que la lucha aun no había terminado. Las confesiones de Faraón así como sus promesas no eran efecto de un cambio radical en su mente o en su corazón, sino que eran arrancadas por el terror y la angustia. No obstante, Moisés prometió responder a su súplica, pues no deseaba darle oportunidad de continuar en su terquedad. El profeta, sin hacer caso de la furia de la tempestad, salió y Faraón y toda su hueste fueron testigos del poder de Jehová para preservar a su mensajero. Habiendo salido fuera de la ciudad, Moisés “extendió sus manos a Jehová, y cesaron los truenos y el granizo; y la lluvia no cayó más sobre la tierra.” Pero tan pronto como el rey se hubo tranquilizado de sus temores, su corazón volvió a su perversidad.
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Entonces el Señor dijo a Moisés: “Entra a Faraón; porque yo he agravado su corazón, y el corazón de sus siervos, para dar entre ellos estas mis señales; y para que cuentes a tus hijos y a tus nietos las cosas que yo hice en Egipto, y mis señales que dí entre ellos, y para que sepáis que yo soy Jehová.”
El Señor estaba manifestando su poder, para afirmar la fe de Israel en él como único Dios verdadero y viviente. Daría inequívocas pruebas de la diferencia que hacía entre ellos y los egipcios, y haría que todas las naciones supiesen que los hebreos, a quienes ellos habían despreciado y oprimido, estaban bajo la protección del Cielo.
Moisés advirtió al monarca que si se empeñaba en su obstinación, se enviaría una plaga de langostas, que cubrirían la faz de la tierra, y comerían todo lo verde que aun quedaba; llenarían las casas, y aun el palacio mismo; tal plaga sería, dijo, “cual nunca vieron tus padres ni tus abuelos, desde que ellos fueron sobre la tierra hasta hoy.”
Los consejeros de Faraón quedaron horrorizados. La nación había sufrido una gran pérdida con la muerte de su ganado. Mucha gente había sido muerta por el granizo. Los bosques estaban desgajados, y las cosechas destruídas. Rápidamente perdían todo lo que habían ganado con el trabajo de los hebreos. Toda la tierra estaba amenazada por el hambre. Los príncipes y los cortesanos se agolparon alrededor del rey, y airadamente preguntaron: “¿Hasta cuándo nos ha de ser éste por lazo? Deja ir a estos hombres, para que sirvan a Jehová su Dios; ¿aun no sabes que Egipto está destruído?”
Se llamó nuevamente a Moisés y a Aarón, y el monarca les dijo: “Andad, servid a Jehová vuestro Dios. ¿Quién y quién son los que han de ir?”
La contestación fué: “Hemos de ir con nuestros niños y con nuestros viejos, con nuestros hijos y con nuestras hijas: con nuestras ovejas y con nuestras vacas hemos de ir, porque tenemos solemnidad de Jehová.”
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El rey se llenó de ira. “Así sea Jehová con vosotros—vociferó—como yo os dejaré ir a vosotros y a vuestros niños: mirad como el mal está delante de vuestro rostro. No será así: id ahora vosotros los varones, y servid a Jehová: pues esto es lo que vosotros demandasteis. Y echáronlos de delante de Faraón.”
El monarca había tratado de destruir a los israelitas mediante trabajos forzados, pero ahora aparentaba tener profundo interés en su bienestar y tierno cuidado por sus pequeñuelos. Su verdadero objeto era retener a las mujeres y los niños como garantía del regreso de los hombres.
Moisés entonces extendió su vara por sobre la tierra, y sopló un viento del este, y trajo langostas. “En gran manera grave: antes de ella no hubo langosta semejante, ni después de ella vendrá otra tal.” Llenaron el cielo hasta que la tierra se obscureció, y devoraron toda cosa verde que quedaba.
Faraón hizo venir inmediatamente a los profetas y les dijo: “He pecado contra Jehová vuestro Dios, y contra vosotros. Mas ruego ahora que perdones mi pecado solamente esta vez, y que oréis a Jehová vuestro Dios que quite de mí solamente esta muerte.” Así lo hicieron, y un fuerte viento del occidente se llevó las langostas hacia el mar Rojo. Pero aun así el rey persistió en su terca resolución.
El pueblo egipcio estaba a punto de desesperar. Las plagas que ya habían sufrido parecían casi insoportables, y estaban llenos de pánico por temor del futuro. La nación había adorado a Faraón como representante de su dios, pero ahora muchos estaban convencidos de que él se estaba oponiendo a Uno que hacía de todos los poderes de la naturaleza los ministros de su voluntad. Los esclavos hebreos, tan milagrosamente favorecidos, comenzaban a confiar en su liberación. Sus comisarios no osaban oprimirlos como hasta entonces. Por todo Egipto existía un secreto temor de que la raza esclavizada pudiese levantarse y vengar sus agravios. Por doquiera los hombres preguntaban con el aliento en suspenso: ¿Qué seguirá después?
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De repente una obscuridad se asentó sobre la tierra, tan densa y negra que parecía que se podía palpar. No sólo quedó la gente privada de luz, sino que también la atmósfera se puso muy pesada, de tal manera que era difícil respirar. “Ninguno vió a su prójimo, ni nadie se levantó de su lugar en tres días; mas todos los hijos de Israel tenían luz en sus habitaciones.” El sol y la luna eran para los egipcios objetos de adoración; en estas tinieblas misteriosas tanto la gente como sus dioses fueron heridos por el poder que había patrocinado la causa de los siervos. (Véase el Apéndice, nota 5.) Sin embargo, por espantoso que fuera, este castigo evidenciaba la compasión de Dios y su falta de voluntad para destruir. Estaba dando a la gente tiempo para reflexionar y arrepentirse antes de enviarles la última y más terrible de las plagas.
Por último, el temor arrancó a Faraón una concesión más. Al fin del tercer día de tinieblas, llamó a Moisés, y le dió su consentimiento para que saliera el pueblo, con tal de que los rebaños y las manadas permanecieran. “No quedará ni una uña—contestó el decidido hebreo;—porque … no sabemos con qué hemos de servir a Jehová, hasta que lleguemos allá.” La ira del rey estalló desenfrenadamente y gritó: “Retírate de mí: guárdate que no veas más mi rostro, porque en cualquier día que vieres mi rostro, morirás.” La contestación fué: “Bien has dicho; no veré más tu rostro.”
“Moisés era muy gran varón en la tierra de Egipto, a los ojos de los siervos de Faraón, y a los ojos del pueblo.” Moisés era considerado como persona venerable por los egipcios. El rey no se atrevió a hacerle daño, pues la gente le consideraba como el único ser capaz de quitar las plagas. Deseaban que se permitiese a los israelitas salir de Egipto. Fueron el rey y los sacerdotes los que se opusieron hasta el último momento a las demandas de Moisés.