Este capítulo está basado en Éxodo 15:22; 16 y 18.
Desde el mar Rojo, las huestes de Israel reanudaron la marcha guiadas otra vez por la columna de nube. El panorama que los rodeaba era de lo más lúgubre: estériles y desoladas montañas, áridas llanuras, y el mar que se extendía a lo lejos, con sus riberas cubiertas de los cuerpos de sus enemigos. No obstante, estaban llenos de regocijo porque se sabían libres, y todo pensamiento de descontento se había acallado.
Pero durante tres días de marcha no pudieron encontrar agua. La provisión que habían traído estaba agotada. No había nada que apagara la sed abrasadora mientras avanzaban lenta y penosamente a través de las llanuras calcinadas por el sol. Moisés, que conocía esa región, sabía lo que los demás ignoraban, que en Mara, el lugar más cercano donde hallarían fuentes, el agua no era apta para beber. Con gran ansiedad observaba la nube guiadora. Con el corazón desfalleciente oyó el regocijado grito: “¡Agua, agua!” que resonaba por todas las filas. Los hombres, las mujeres y los niños con alegre prisa se agolparon alrededor de la fuente, cuando, he aquí, un grito de angustia salió de la hueste. El agua era amarga.
En su horror y desesperación reprocharon a Moisés por haberlos dirigido por ese camino, sin recordar que la divina presencia, mediante aquella misteriosa nube, era quien los había estado guiando tanto a él como a ellos mismos. En su tristeza por la desesperación del pueblo, Moisés hizo lo que ellos se habían olvidado de hacer; imploró fervorosamente la ayuda de Dios. “Y Jehová le mostró un árbol, el cual metídolo que hubo dentro de las aguas, las aguas se endulzaron.” Éxodo 15:25. Allí se le prometió a Israel por medio de Moisés: “Si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios, e hicieres lo recto delante de sus ojos, y dieres oído a sus mandamientos, y guardares todos sus estatutos, ninguna enfermedad de las que envié a los Egipcios te enviaré a ti; porque yo soy Jehová tu Sanador.” Vers. 26.
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De Mara el pueblo se encaminó hacia Elim, “donde había doce fuentes de aguas, y setenta palmas.” Vers. 27. Allí permanecieron varios días antes de internarse en el desierto de Sin. Cuando hacía un mes que estaban ausentes de Egipto, establecieron su primer campamento en el desierto. Sus provisiones alimenticias se estaban agotando. Había escasez de hierba en el desierto, y sus rebaños comenzaban a disminuir. ¿Cómo podía suministrarse alimento a esta enorme multitud? Las dudas se apoderaron de sus corazones, y otra vez murmuraron. Hasta los jefes y ancianos del pueblo se unieron para quejarse contra los caudillos señalados por Dios: “Ojalá hubiéramos muerto por mano de Jehová en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos a las ollas de las carnes, cuando comíamos pan en hartura; pues nos habéis sacado a este desierto, para matar de hambre a toda esta multitud.” Véase Exodo 16-18.
Hasta entonces no habían sufrido de hambre; sus necesidades habían sido suplidas, pero temían por el futuro. No podían concebir cómo esta enorme multitud podría subsistir en su viaje por el desierto, y en su imaginación veían a sus hijos muriendo de hambre. El Señor permitió que se vieran cercados de dificultades, y que sus provisiones alimenticias disminuyeran, para que sus corazones se dirigieran hacia el que hasta entonces había sido su Libertador. Si en su necesidad clamaban a él, todavía les otorgaría señales manifiestas de su amor y cuidado. Les había prometido que si obedecían sus mandamientos, ninguna enfermedad los afligiría, y fué una pecaminosa incredulidad el suponer que ellos o sus hijos pudiesen morir de hambre.
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El Señor les había prometido ser su Dios, hacerlos su pueblo, y guiarlos a una tierra grande y buena; pero siempre estaban dispuestos a desmayar ante cada obstáculo que encontraban en su marcha hacia aquel lugar. De manera maravillosa los había librado de su esclavitud de Egipto, para elevarlos y ennoblecerlos, y hacerlos objeto de alabanza en la tierra. Pero era necesario que ellos hicieran frente a dificultades y que soportaran privaciones.
Dios estaba elevándolos del estado de degradación, y preparándolos para ocupar un puesto honorable en el concierto de las naciones, a fin de encomendarles importantes cometidos sagrados. Si en vista de todo lo que había hecho por ellos, hubiesen tenido fe en él, habrían soportado alegremente las incomodidades, privaciones y hasta los verdaderos sufrimientos; pero no estaban dispuestos a confiar en Dios más allá de lo que podían presenciar en las continuas evidencias de su poder. Olvidaron su amarga servidumbre en Egipto. Olvidaron las bondades y el poder que Dios había manifestado en su favor al liberarlos de la esclavitud. Olvidaron cómo sus hijos se habían salvado cuando el ángel exterminador dió muerte a todos los primogénitos de Egipto. Olvidaron la gran demostración del poder divino en el mar Rojo. Olvidaron que mientras ellos habían cruzado con felicidad el sendero abierto especialmente para ellos, los ejércitos enemigos, al intentar perseguirlos, se habían hundido en las aguas del mar. Veían y sentían tan sólo las incomodidades y pruebas que estaban soportando, y en lugar de decir: “Dios ha hecho grandes cosas con nosotros, ya que habiendo sido esclavos, nos hace una nación grande,” hablaban de las durezas del camino, y se preguntaban cuándo terminaría su tedioso peregrinaje.
La historia de la vida de Israel en el desierto fué escrita para beneficio del Israel de Dios hasta el fin del tiempo. El relato de cómo trató Dios a los peregrinos en todas sus idas y venidas por el desierto, en su exposición al hambre, a la sed y al cansancio, y en las destacadas manifestaciones de su poder para aliviarlos, está lleno de advertencias e instrucciones para su pueblo de todas las edades. Las variadas experiencias de los hebreos eran una escuela destinada a prepararlos para su prometido hogar en Canaán. Dios quiere que su pueblo de estos días repase con corazón humilde y espíritu dócil las pruebas a través de las cuales el Israel antiguo tuvo que pasar, para que le ayuden en su preparación para la Canaán celestial.
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Muchos recuerdan a los israelitas de antaño, y se maravillan de su incredulidad y murmuración, creyendo que ellos no habrían sido tan ingratos; pero cuando se prueba su fe, aun en las menores dificultades, no manifiestan más fe o paciencia que los antiguos israelitas. Cuando se los coloca en situaciones estrechas, murmuran contra los medios que Dios eligió para purificarlos. Aunque se suplan sus necesidades presentes, muchos se niegan a confiar en Dios para el futuro, y viven en constante ansiedad por temor a que los alcance la pobreza, y que sus hijos tengan que sufrir a causa de ellos. Algunos están siempre en espera del mal, o agrandan de tal manera las dificultades que realmente existen, que sus ojos se incapacitan para ver las muchas bendiciones que demandan su gratitud. Los obstáculos que encuentran, en vez de guiarlos a buscar la ayuda de Dios, única fuente de fortaleza, los separan de él, porque despiertan inquietud y quejas.
¿Hacemos bien en ser tan incrédulos? ¿Por qué hemos de ser ingratos y desconfiados? Jesús es nuestro amigo; todo el cielo está interesado en nuestro bienestar; y nuestra ansiedad y temor apesadumbran al Santo Espíritu de Dios. No debemos abandonarnos a la ansiedad que nos irrita y desgasta, y que en nada nos ayuda a soportar las pruebas. No debe darse lugar a esa desconfianza en Dios que nos lleva a hacer de la preparación para las necesidades futuras el objeto principal de la vida, como si nuestra felicidad dependiera de las cosas terrenales. No es voluntad de Dios que su pueblo esté cargado de preocupaciones. Pero nuestro Señor no nos dice que no habrá peligros en nuestro camino. No es su propósito sacar a su pueblo del mundo de pecado e iniqui dad, sino que nos señala un refugio siempre seguro. Invita a los cansados y agobiados: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, que yo os haré descansar.” Mateo 11:28. Deponed el yugo de la ansiedad y de los cuidados mundanales que habéis colocado sobre vuestra cabeza, y “llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas.” Vers. 29. Podemos encontrar descanso y paz en Dios, echando toda nuestra solicitud en él, porque él tiene cuidado de nosotros. 1 Pedro 5:7.
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Dice el apóstol Pablo: “Mirad, hermanos, que en ninguno de vosotros haya corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios vivo.” Hebreos 3:12. En vista de todo lo que Dios ha hecho por nosotros, nuestra fe debiera ser fuerte, activa y duradera. En vez de murmurar y quejarnos, el lenguaje de nuestros corazones debiera ser: “Bendice, alma mía, a Jehová; y bendigan todas mis entrañas su santo nombre. Bendice, alma mía, a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios.” Salmos 103:1, 2.
Dios no había olvidado las necesidades de Israel. Dijo a Moisés: “He aquí yo os haré llover pan del cielo.” Y mandó al pueblo recoger una provisión diaria, y doble cantidad el día sexto, para que se cumpliese la observancia sagrada del sábado.
Moisés aseguró a la congregación que sus necesidades serían satisfechas: “Jehová os dará a la tarde carne para comer, y a la mañana pan en hartura; por cuanto Jehová ha oído vuestras murmuraciones.” Y agregó: “Nosotros, ¿qué somos? vuestras murmuraciones no son contra nosotros, sino contra Jehová.” Además le mandó a Aarón que les dijera: “Acercaos a la presencia de Jehová; que él ha oído vuestras murmuraciones.”
Mientras Aarón hablaba, “miraron hacia el desierto, y he aquí la gloria de Jehová, que apareció en la nube.” Un resplandor que nunca antes habían visto simbolizaba la divina presencia. Mediante manifestaciones dirigidas a sus sentidos, iban a obtener un conocimiento de Dios. A fin de que obedecieran a su voz y temieran su nombre, se les iba a enseñar que el Altísimo era su jefe, y no meramente Moisés, que era un hombre.
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Al caer la noche, todo el campamento estuvo rodeado de enormes bandadas de codornices, suficientes para suplir las demandas de toda la multitud. Y por la mañana “he aquí sobre la haz del desierto una cosa menuda, redonda, menuda como una helada sobre la tierra.” “Y era como simiente de culantro, blanco.” El pueblo lo llamó maná. Moisés dijo: Este “es el pan que Jehová os da para comer.” El pueblo recogió el maná, y encontraron que había abundante provisión para todos. “Molían en molinos, o majaban en morteros, y lo cocían en caldera, o hacían de él tortas;” y era “su sabor como de hojuelas con miel.” Números 11:8. Se les ordenó recoger diariamente un gomer* para cada persona; y de él no habían de dejar nada para el otro día. Algunos trataron de guardar una provisión para el día siguiente, pero hallaron entonces que ya no era bueno para comer. La provisión para el día debía juntarse por la mañana; pues todo lo que permanecía en el suelo era derretido por el sol.
Al recoger el maná, algunos llevaban más y otros menos de la cantidad indicada; pero “medíanlo por gomer, y no sobraba al que había recogido mucho, ni faltaba al que había recogido poco.” Una explicación de estas palabras, así como también la lección práctica que se deriva de ellas, la da el apóstol Pablo en su segunda epístola a los corintios. Dice: “Porque no digo esto para que haya para otros desahogo, y para vosotros apretura; sino para que en este tiempo, con igualdad, vuestra abundancia supla la falta de ellos, para que también la abundancia de ellos supla vuestra falta, porque haya igualdad; como está escrito: El que recogió mucho, no tuvo más; y el que poco, no tuvo menos.” 2 Corintios 8:13-15.
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Al sexto día el pueblo recogió dos gomeres por persona. Los jefes inmediatamente hicieron saber a Moisés lo que había pasado. Su contestación fué: “Esto es lo que ha dicho Jehová: Mañana es el santo sábado, el reposo de Jehová: lo que hubiereis de cocer, cocedlo hoy, y lo que hubiereis de cocinar, cocinadlo; y todo lo que os sobrare, guardadlo para mañana.” Así lo hicieron, y vieron que no se echó a perder. Y Moisés dijo: “Comedlo hoy, porque hoy es sábado de Jehová: hoy no hallaréis en el campo. En los seis días lo recogeréis; mas el séptimo día es sábado, en el cual no se hallará.”
Dios requiere que hoy su santo día se observe tan sagradamente como en el tiempo de Israel. El mandamiento que se dió a los hebreos debe ser considerado por todos los cristianos como una orden de parte de Dios para ellos. El día anterior al sábado debe ser un día de preparación a fin de que todo esté listo para sus horas sagradas. En ningún caso debemos permitir que nuestros propios negocios ocupen el tiempo sagrado. Dios ha mandado que se atienda a los que sufren y a los enfermos; el trabajo necesario para darles bienestar es una obra de misericordia, y no es una violación del sábado; pero todo trabajo innecesario debe evitarse. Muchos, por descuido, postergan hasta el principio del sábado cosas pequeñas que pudieron haberse hecho en el día de preparación. Tal cosa no debe ocurrir. El trabajo que no se hizo antes del principio del sábado debe quedar sin hacerse hasta que pase ese día. Este procedimiento fortalecería la memoria de los olvidadizos, y les ayudaría a realizar sus tareas en los seis días de trabajo.
Cada semana, durante su largo peregrinaje en el desierto, los israelitas presenciaron un triple milagro que debía inculcarles la santidad del sábado: cada sexto día caía doble cantidad de maná, nada caía el día séptimo, y la porción necesaria para el sábado se conservaba dulce sin descomponerse, mientras que si se guardaba los otros días, se descomponía.
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En las circunstancias relacionadas con el envío del maná, tenemos evidencia conclusiva de que el sábado no fué instituído, como muchos alegan, cuando la ley se dió en el Sinaí. Antes de que los israelitas llegaran al Sinaí, comprendían perfectamente que tenían la obligación de guardar el sábado. Al tener que recoger cada viernes doble porción de maná en preparación para el sábado, día en que no caía, la naturaleza sagrada del día de descanso les era recordada de continuo. Y cuando parte del pueblo salió en sábado a recoger maná, el Señor preguntó: “¿Hasta cuándo no querréis guardar mis mandamientos y mis leyes?”
“Así comieron los hijos de Israel maná cuarenta años, hasta que entraron en la tierra habitada: maná comieron hasta que llegaron al término de la tierra de Canaán.” Durante cuarenta años se les recordó diariamente mediante esta milagrosa provisión, el infaltable cuidado y el tierno amor de Dios. Conforme a las palabras del salmista, Dios les dió “trigo del cielo; pan de ángeles comió el hombre” (Salmos 78:24, 25, VM); es decir, alimentos provistos para ellos por los ángeles. Sostenidos por el “trigo del cielo,” recibían diariamente la lección de que, teniendo la promesa de Dios, estaban tan seguros contra la necesidad como si estuviesen rodeados de los undosos trigales de las fértiles llanuras de Canaán.
El maná que caía del cielo para el sustento de Israel era un símbolo de Aquel que vino de Dios a dar vida al mundo. Dijo Jesús: “Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y son muertos. Este es el pan que desciende del cielo…. Si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo.” Juan 6:48-51. Y entre las bendiciones prometidas al pueblo de Dios para la vida futura, se escribió: “Al que venciere, daré a comer del maná escondido.” Apocalipsis 2:17.
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Después de salir del desierto de Sin, los israelitas acamparon en Refidín. Allí no había agua, y de nuevo desconfiaron de la providencia de Dios. En su ceguedad y presunción el pueblo fué a Moisés con la exigencia: “Danos agua que bebamos.” Pero Moisés no perdió la paciencia. “¿Por qué altercáis conmigo? ¿por qué tentáis a Jehová?” Ellos exclamaron airados: “¿Por qué nos hiciste subir de Egipto, para matarnos de sed a nosotros, y a nuestros hijos, y a nuestros ganados?”
Cuando se los había abastecido abundantemente de alimentos, recordaron con vergüenza su incredulidad y sus murmuraciones, y prometieron que en el futuro confiarían en el Señor; pero pronto olvidaron su promesa, y fracasaron en la primera prueba de su fe. La columna de nube que los dirigía, parecía esconder un terrible misterio. Y Moisés, ¿quién era él? preguntaban, ¿y cuál sería su objeto al sacarlos de Egipto? La sospecha y la desconfianza llenaron sus corazones, y osadamente le acusaron de proyectar matarlos a ellos y a sus hijos mediante privaciones y penurias, con el objeto de enriquecerse con los bienes de ellos. En la confusión de la ira y la indignación que los dominó, estuvieron a punto de apedrear a Moisés.
Angustiado, Moisés clamó al Señor: “¿Qué haré con este pueblo?” Se le dijo que, llevando la vara con que había hecho milagros en Egipto, y acompañado de los ancianos, se presentara ante el pueblo. Y el Señor le dijo: “He aquí que yo estoy delante de ti allí sobre la peña en Horeb; y herirás la peña, y saldrán de ella aguas, y beberá el pueblo.” Moisés obedeció y brotaron las aguas en una corriente viva que proporcionó agua en abundancia a todo el campamento. En vez de mandar a Moisés que levantara su vara para traer sobre los promotores de aquella inicua murmuración alguna terrible plaga como las de Egipto, el Señor, en su gran misericordia, usó la vara como instrumento de liberación.
“Hendió las peñas en el desierto: y dióles a beber como de grandes abismos; pues sacó de la peña corrientes, e hizo descender aguas como ríos.” Salmos 78:15, 16. Moisés hirió la peña, pero fué el Hijo de Dios, el que, escondido en la columna de nube, estaba junto a Moisés e hizo brotar las vivificadoras corrientes de agua. No sólo Moisés y los ancianos, sino también toda la multitud que estaba de pie a lo lejos, presenciaron la gloria del Señor; pero si se hubiese apartado la columna de nube, habrían perecido a causa del terrible fulgor de Aquel que estaba en ella.
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La sed llevó al pueblo a tentar a Dios, diciendo: “¿Está, pues, Jehová entre nosotros, o no?” Si el Señor nos ha traído aquí, ¿por qué no nos da el agua como nos da el pan? Al manifestarse de esa manera, aquélla era una incredulidad criminal, y Moisés temió que los juicios de Dios cayeran sobre el pueblo. Y como recuerdo de ese pecado llamó a aquel sitio: Masa, “tentación;” y Meriba, “rencilla.”
Un nuevo peligro los amenazaba ahora. A causa de su murmuración contra el Señor, él permitió que fuesen atacados por sus enemigos. Los amalecitas, tribu feroz y guerrera que habitaba aquella región, salió contra ellos, y atacó a los que, desfallecidos y cansados, habían quedado rezagados. Moisés, sabiendo que la masa del pueblo no estaba preparada para la batalla, mandó a Josué que escogiera de entre las diferentes tribus un cuerpo de soldados, y que al día siguiente los capitaneara contra el enemigo, mientras él mismo estaría en una altura cercana con la vara de Dios en la mano.
Al siguiente día Josué y su compañía atacaron al enemigo, mientras Moisés, Aarón y Hur se situaron en una colina que dominaba el campo de batalla. Con los brazos extendidos hacia el cielo, y con la vara de Dios en su diestra, Moisés oró por el éxito de los ejércitos de Israel. Mientras proseguía la batalla, se notó que siempre que sus manos estaban levantadas, Israel triunfaba; pero cuando las bajaba, el enemigo prevalecía. Cuando Moisés se fatigó, Aarón y Hur sostuvieron sus manos hasta que, al ponerse el sol, el enemigo huyó.
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Al sostener Aarón y Hur las manos de Moisés, mostraron al pueblo que su deber era apoyarlo en su ardua labor mientras recibía las palabras de Dios para transmitírselas a ellos. Y lo que hizo Moisés también fué muy significativo, pues les demostró que su destino estaba en las manos de Dios; mientras el pueblo confiara en el Señor, él combatiría por ellos y dominaría a sus enemigos; pero cuando no se apoyaran en él, cuando confiaran en su propia fortaleza, entonces serían aun más débiles que los que no tenían el conocimiento de Dios, y sus enemigos triunfarían sobre ellos.
Como los hebreos triunfaban cuando Moisés elevaba las manos al cielo e intercedía por ellos, así también triunfará el Israel de Dios cuando mediante la fe se apoye en la fortaleza de su poderoso Ayudador. No obstante, el poder divino ha de combinarse con el esfuerzo humano. Moisés no creyó que Dios vencería a sus enemigos mientras Israel permaneciese inactivo. Mientras el gran jefe imploraba al Señor, Josué y sus valientes soldados estaban haciendo cuanto podían para rechazar a los enemigos de Israel y de Dios.
Después de la derrota de los amalecitas, Dios mandó a Moisés: “Escribe esto para memoria en un libro, y di a Josué que del todo tengo de raer la memoria de Amalec de debajo del cielo.” Un poco antes de su muerte, el gran caudillo dió a su pueblo el solemne encargo: “Acuérdate de lo que te hizo Amalec en el camino, cuando salisteis de Egipto: que te salió al camino, y te desbarató la retaguardia de todos los flacos que iban detrás de ti, cuando tú estabas cansado y trabajado; y no temió a Dios…. Raerás la memoria de Amalec de debajo del cielo: no te olvides.” Deuteronomio 25:17-19. Tocante a este pueblo impío declaró el Señor: “La mano de Amalec se levanta contra el trono de Jehová.” Éxodo 17:16 (VM).
Los amalecitas no desconocían el carácter de Dios ni su soberanía, pero en vez de temerle, se habían empeñado en desafiar su poder. Las maravillas hechas por Moisés ante los egipcios fueron tema de burla para los amalecitas, y se mofaron de los temores de los pueblos circunvecinos. Habían jurado por sus dioses que destruirían a los hebreos de tal manera que ninguno escapase, y se jactaban de que el Dios de Israel sería impotente para resistirles. Los israelitas no les habían perjudicado ni amenazado. En ninguna forma habían provocado el ataque. Para manifestar su odio y su desafío a Dios, los amalecitas trataron de destruir al pueblo escogido.
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Durante mucho tiempo habían sido pecadores arrogantes, y sus crímenes clamaban a Dios exigiendo venganza; sin embargo, su misericordia todavía los llamaba al arrepentimiento; pero cuando cayeron sobre las cansadas e indefensas filas de Israel, sellaron la suerte de su propia nación. El cuidado de Dios se manifiesta en favor de los más débiles de sus hijos. Ningún acto de crueldad u opresión hacia ellos se pasa por alto en el cielo. La mano de Dios se extiende como un escudo sobre todos los que le aman y temen; cuídense los hombres de no herir esa mano; porque ella blande la espada de la justicia.
No muy lejos del sitio donde los israelitas estaban entonces acampados se hallaba la casa de Jetro, el suegro de Moisés. Jetro había oído hablar de la liberación de los hebreos, y fué a visitarlos, para llevar a la presencia de Moisés su esposa y sus dos hijos. El gran jefe supo, mediante mensajeros, que su familia se acercaba y salió con regocijo a recibirla. Terminados los primeros saludos, la condujo a su tienda. Moisés había hecho regresar a su familia cuando iba a cumplir su peligrosa tarea de sacar a los israelitas de Egipto, pero ahora nuevamente podría gozar del alivio y el consuelo de su compañía. Relató a Jetro la manera en que Dios había obrado maravillosamente en favor de Israel, y el patriarca se regocijó y bendijo al Señor, y se unió a Moisés y a los ancianos para ofrecer sacrificios y celebrar una fiesta solemne en conmemoración de la misericordia de Dios.
Durante su estada en el campamento, Jetro vió lo pesadas que eran las cargas que recaían sobre Moisés. Era una tarea tremenda la de mantener el orden y la disciplina entre aquella vasta multitud ignorante y sin experiencia. Moisés era su jefe y legislador reconocido, y atendía no sólo a los intereses y deberes generales del pueblo, sino también a las disputas que surgían entre ellos. Había estado haciéndolo porque le daba la oportunidad de instruirlos; o de declararles, como dijo, “las ordenanzas de Dios y sus leyes.” Pero Jetro objetó diciendo: “Desfallecerás del todo, tú, y también este pueblo que está contigo; porque el negocio es demasiado pesado para ti; no podrás hacerlo tú solo.” Y aconsejó a Moisés que constituyera a personas capacitadas como “caporales sobre mil, sobre ciento, sobre cincuenta y sobre diez.” Debían ser “varones de virtud, temerosos de Dios, varones de verdad, que aborrezcan la avaricia.” Habrían de juzgar los asuntos de menor importancia, mientras que los casos más difíciles e importantes continuarían trayéndose a Moisés, quien iba a estar por el pueblo, “delante de Dios, y—dijo Jetro—somete tú los negocios a Dios. Y enseña a ellos las ordenanzas y las leyes, y muéstrales el camino por donde anden, y lo que han de hacer.” Este consejo fué aceptado, y no sólo alivió a Moisés, sino que también estableció mejor orden entre el pueblo.
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El Señor había honrado grandemente a Moisés, y había hecho maravillas por su mano; pero el hecho de que había sido escogido para instruir a otros, no le indujo a creer que él mismo no necesitaba instrucción. El escogido caudillo de Israel escuchó de buena gana las amonestaciones del piadoso sacerdote de Madián, y adoptó su plan como una sabia disposición.
De Refidín, el pueblo continuó su viaje, siguiendo el movimiento de la columna de nube. Su itinerario los había conducido a través de estériles llanuras, escarpadas pendientes y desfiladeros rocosos. A menudo mientras atravesaban los arenosos desiertos, habían divisado ante ellos, como enormes baluartes, montes escabrosos que, levantándose directamente frente a su camino, parecían impedirles el paso. Pero cuando se acercaban, aparecían salidas aquí y allá en la muralla de la montaña, y otra llanura se presentaba ante su vista. Por uno de estos profundos y arenosos pasos iban ahora. Era una escena grandiosa e imponente. Entre los peñascos que se elevaban a centenares de pies a cada lado, fluía la corriente de las huestes de Israel con sus ganados y ovejas, como un torrente vivo que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
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Y entonces con solemne majestad, el monte Sinaí levantó ante ellos su maciza frente. La columna de nube se posó sobre su cumbre, y el pueblo levantó sus tiendas en la llanura. Allí habían de morar durante casi un año. De noche la columna de fuego les aseguraba la protección divina, y al amanecer mientras dormitaban todavía, el pan del cielo caía suavemente sobre el campamento.
El alba doraba las obscuras cumbres de las montañas y los áureos rayos solares que herían los profundos desfiladeros parecieron a aquellos cansados viajeros como rayos de gracia enviados desde el trono de Dios. Por todas partes, inmensas y escabrosas alturas, en su solitaria grandeza parecían hablarles de la perpetuidad y la majestad eternas. Todos quedaron embargados por un sentimiento de solemnidad y santo respeto. Fueron constreñidos a reconocer su propia ignorancia y debilidad en presencia de Aquel que “pesó los montes con balanza, y con peso los collados.” Isaías 40:12.
Allí Israel había de recibir la revelación más maravillosa que Dios haya dado jamás a los hombres. Allí el Señor reunió a su pueblo para hacerle presente la santidad de sus exigencias, para anunciar con su propia voz su santa ley. Cambios grandes y radicales se habían de efectuar en ellos; pues las influencias envilecedoras de la servidumbre y del largo contacto con la idolatría habían dejado su huella en sus costumbres y en su carácter. Dios estaba obrando para elevarlos a un nivel moral más alto, dándoles mayor conocimiento de sí mismo.