Este capítulo está basado en Éxodo 19 a 24.
Poco tiempo después de acampar junto al Sinaí, se le indicó a Moisés que subiera al monte a encontrarse con Dios. Trepó solo el escabroso y empinado sendero, y llegó cerca de la nube que señalaba el lugar donde estaba Jehová. Israel iba a entrar ahora en una relación más estrecha y más peculiar con el Altísimo, iba a ser recibido como iglesia y como nación bajo el gobierno de Dios. El mensaje que se le dió a Moisés para el pueblo fué el siguiente: “Vosotros visteis lo que hice a los Egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí. Ahora pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros seréis mi reino de sacerdotes, y gente santa.” (Véase Exodo 19-25.)
Moisés regresó al campamento, y reuniendo a los ancianos de Israel, les repitió el mensaje divino. Su contestación fué: “Todo lo que Jehová ha dicho haremos.” Así concertaron un solemne pacto con Dios, prometiendo aceptarle como su Soberano, por lo cual se convirtieron, en sentido especial, en súbditos de su autoridad.
Nuevamente el caudillo ascendió a la montaña; y el Señor le dijo: “He aquí, yo vengo a ti en una nube espesa, para que el pueblo oiga mientras yo hablo contigo, y también para que te crean para siempre.” Cuando encontraban dificultades en su camino, se sentían tentados a murmurar contra Moisés y Aarón y a acusarlos de haber sacado las huestes de Israel de Egipto para destruirlas. El Señor iba a honrar a Moisés ante ellas, para inducir al pueblo a confiar en sus instrucciones y a cumplirlas.
Dios se propuso hacer de la ocasión en que iba a pronunciar su ley una escena de imponente grandeza, en consonancia con el exaltado carácter de esa ley. El pueblo debía comprender que todo lo relacionado con el servicio de Dios debe considerarse con gran reverencia. El Señor dijo a Moisés: “Ve al pueblo, y santifícalos hoy y mañana, y laven sus vestidos; y estén apercibidos para el día tercero, porque al tercer día Jehová descenderá, a ojos de todo el pueblo, sobre el monte de Sinaí.” Durante esos días, todos debían dedicar su tiempo a prepararse solemnemente para aparecer ante Dios. Sus personas y sus ropas debían estar libres de toda impureza. Y cuando Moisés les señalara sus pecados, ellos debían humillarse, ayunar y orar, para que sus corazones pudieran ser limpiados de iniquidad.
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Se hicieron los preparativos conforme al mandato; y obedeciendo otra orden posterior, Moisés mandó colocar una barrera alrededor del monte, para que ni las personas ni las bestias entraran al sagrado recinto. Quien se atreviera siquiera a tocarlo, moriría instantáneamente.
A la mañana del tercer día, cuando los ojos de todo el pueblo estaban vueltos hacia el monte, la cúspide se cubrió de una espesa nube, que se fué tornando más negra y más densa, y descendió hasta que toda la montaña quedó envuelta en tinieblas y en pavoroso misterio. Entonces se escuchó un sonido como de trompeta, que llamaba al pueblo a encontrarse con Dios; y Moisés los condujo hasta el pie del monte. De la espesa obscuridad surgían vívidos relámpagos, mientras el fragor de los truenos retumbaba en las alturas circundantes. “Y todo el monte de Sinaí humeaba, porque Jehová había descendido sobre él en fuego: y el humo de él subía como el humo de un horno, y todo el monte se estremeció en gran manera.” “Y el parecer de la gloria de Jehová era como un fuego abrasador en la cumbre del monte,” ante los ojos de la multitud allí congregada. “Y el sonido de la bocina iba esforzándose en extremo.” Tan terribles eran las señales de la presencia de Jehová que las huestes de Israel temblaron de miedo, y cayeron sobre sus rostros ante el Señor. Aun Moisés exclamó: “Estoy asombrado y temblando.” Hebreos 12:21.
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Entonces los truenos cesaron; ya no se oyó la trompeta; y la tierra quedó quieta. Hubo un plazo de solemne silencio y entonces se oyó la voz de Dios. Rodeado de un séquito de ángeles, el Señor, envuelto en espesa obscuridad, habló desde el monte y dió a conocer su ley. Moisés, al describir la escena, dice: “Jehová vino de Sinaí, y de Seir les esclareció; resplandeció del monte de Parán, y vino con diez mil santos: a su diestra la ley de fuego para ellos. Aun amó los pueblos; todos sus santos en tu mano: ellos también se llegaron a tus pies: recibieron de tus dichos.” Deuteronomio 33:2, 3.
Jehová se reveló, no sólo en su tremenda majestad como juez y legislador, sino también como compasivo guardián de su pueblo: “Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de siervos.” Aquel a quien ya conocían como su guía y libertador, quien los había sacado de Egipto, abriéndoles un camino en la mar, derrotando a Faraón y a sus huestes, quien había demostrado que estaba por sobre los dioses de Egipto, era el que ahora proclamaba su ley.
La ley no se proclamó en esa ocasión para beneficio exclusivo de los hebreos. Dios los honró haciéndolos guardianes y custodios de su ley; pero habían de tenerla como un santo legado para todo el mundo. Los preceptos del Decálogo se adaptan a toda la humanidad, y se dieron para la instrucción y el gobierno de todos. Son diez preceptos, breves, abarcantes, y autorizados, que incluyen los deberes del hombre hacia Dios y hacia sus semejantes; y todos se basan en el gran principio fundamental del amor. “Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de todas tus fuerzas, y de todo tu entendimiento; y a tu prójimo como a ti mismo.” Lucas 10:27; véase también Deuteronomio 6:4, 5; Levítico 19:18. En los diez mandamientos estos principos se expresan en detalle, y se presentan en forma aplicable a la condición y circunstancias del hombre.
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“No tendrás otros dioses delante de mí.”*
Jehová, el eterno, el que posee existencia propia, el no creado, el que es la fuente de todo y el que lo sustenta todo, es el único que tiene derecho a la veneración y adoración supremas. Se prohibe al hombre dar a cualquier otro objeto el primer lugar en sus afectos o en su servicio. Cualquier cosa que nos atraiga y que tienda a disminuir nuestro amor a Dios, o que impida que le rindamos el debido servicio es para nosotros un dios.
“No harás para ti imagen de escultura, ni figura alguna de las cosas que hay arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni de las que hay en las aguas debajo de la tierra. No las adorarás ni rendirás culto.”
Este segundo mandamiento prohibe adorar al verdadero Dios mediante imágenes o figuras. Muchas naciones paganas aseveraban que sus imágenes no eran más que figuras o símbolos mediante los cuales adoraban a la Deidad; pero Dios declaró que tal culto es un pecado. El tratar de representar al Eterno mediante objetos materiales degrada el concepto que el hombre tiene de Dios. La mente, apartada de la infinita perfección de Jehová, es atraída hacia la criatura más bien que hacia el Creador, y el hombre se degrada a sí mismo en la medida en que rebaja su concepto de Dios.
“Yo soy el Señor Dios tuyo, el fuerte, el celoso.” La relación estrecha y sagrada de Dios con su pueblo se representa mediante el símbolo del matrimonio. Puesto que la idolatría es adulterio espiritual, el desagrado de Dios bien puede llamarse celos.
“Que castigo la maldad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación, de aquellos, digo, que me aborrecen.” Es inevitable que los hijos sufran las consecuencias de la maldad de sus padres, pero no son castigados por la culpa de sus padres, a no ser que participen de los pecados de éstos. Sin embargo, generalmente los hijos siguen los pasos de sus padres. Por la herencia y por el ejemplo, los hijos llegan a ser participantes de los pecados de sus progenitores. Las malas inclinaciones, el apetito pervertido, la moralidad depravada, además de las enfermedades y la degeneración física, se transmiten como un legado de padres a hijos, hasta la tercera y cuarta generación. Esta terrible verdad debiera tener un poder solemne para impedir que los hombres sigan una conducta pecaminosa.
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“Y que uso de misericordia hasta millares de generaciones con los que me aman y guardan mis mandamientos.” El segundo mandamiento, al prohibir la adoración de falsos dioses, demanda que se adore al Dios verdadero. Y a los que son fieles en servir al Señor se les promete misericordia, no sólo hasta la tercera y cuarta generación, que es el tiempo que su ira amenaza a los que le odian, sino hasta la milésima generación.
“No tomarás en vano el nombre del Señor tu Dios: porque no dejará el Señor sin castigo al que tomare en vano el nombre del Señor Dios suyo.”
Este mandamiento no sólo prohibe el jurar en falso y las blasfemias tan comunes, sino también el uso del nombre de Dios de una manera frívola o descuidada, sin considerar su tremendo significado. Deshonramos a Dios cuando mencionamos su nombre en la conversación ordinaria, cuando apelamos a él por asuntos triviales, cuando repetimos su nombre con frecuencia y sin reflexión. “Santo y terrible es su nombre.” Salmos 111:9. Todos debieran meditar en su majestad, su pureza, y su santidad, para que el corazón comprenda su exaltado carácter; y su santo nombre se pronuncie con respeto y solemnidad.
“Acuérdate de santificar el día de sábado. Los seis días trabajarás, y harás todas tus labores: mas el día séptimo es sábado, o fiesta del Señor Dios tuyo. Ningún trabajo harás en él, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu criado, ni tu criada, ni tus bestias de carga, ni el extranjero que habita dentro de tus puertas o poblaciones. Por cuanto el Señor en seis días hizo el cielo, y la tierra, y el mar, y todas las cosas que hay en ellos, y descansó en el día séptimo: por esto bendijo el Señor el día sábado, y le santificó.”
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Aquí no se presenta el sábado como una institución nueva, sino como establecido en el tiempo de la creación del mundo. Hay que recordar y observar el sábado como monumento de la obra del Creador. Al señalar a Dios como el Hacedor de los cielos y de la tierra, el sábado distingue al verdadero Dios de todos los falsos dioses. Todos los que guardan el séptimo día demuestran al hacerlo que son adoradores de Jehová. Así el sábado será la señal de lealtad del hombre hacia Dios mientras haya en la tierra quien le sirva.
El cuarto mandamiento es, entre todos los diez, el único que contiene tanto el nombre como el título del Legislador. Es el único que establece por autoridad de quién se dió la ley. Así, contiene el sello de Dios, puesto en su ley como prueba de su autenticidad y de su vigencia.
Dios ha dado a los hombres seis días en que trabajar, y requiere que su trabajo sea hecho durante esos seis días laborables. En el sábado pueden hacerse las obras absolutamente necesarias y las de misericordia. A los enfermos y dolientes hay que cuidarlos todos los días, pero se ha de evitar rigurosamente toda labor innecesaria. “Si retrajeres del sábado tu pie, de hacer tu voluntad en mi día santo, y al sábado llamares delicias, santo, glorioso de Jehová; y lo venerares, no haciendo tus caminos, ni buscando tu voluntad.” Isaías 58:13. No acaba aquí la prohibición. “Ni hablando tus palabras,” dice el profeta.
Los que durante el sábado hablan de negocios o hacen proyectos, son considerados por Dios como si realmente realizaran transacciones comerciales. Para santificar el sábado, no debiéramos siquiera permitir que nuestros pensamientos se detengan en cosas de carácter mundanal. Y el mandamiento incluye a todos los que están dentro de nuestras puertas. Los habitantes de la casa deben dejar sus negocios terrenales durante las horas sagradas. Todos debieran estar unidos para honrar a Dios y servirle voluntariamente en su santo día.
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“Honra a tu padre y a tu madre, para que vivas largos años sobre la tierra que te ha de dar el Señor Dios tuyo.”
Se debe a los padres mayor grado de amor y respeto que a ninguna otra persona. Dios mismo, que les impuso la responsabilidad de guiar las almas puestas bajo su cuidado, ordenó que durante los primeros años de la vida, los padres estén en lugar de Dios respecto a sus hijos. El que desecha la legítima autoridad de sus padres, desecha la autoridad de Dios. El quinto mandamiento no sólo requiere que los hijos sean respetuosos, sumisos y obedientes a sus padres, sino que también los amen y sean tiernos con ellos, que alivien sus cuidados, que escuden su reputación, y que les ayuden y consuelen en su vejez. También encarga sean considerados con los ministros y gobernantes, y con todos aquellos en quienes Dios ha delegado autoridad.
Este es, dice el apóstol, “el primer mandamiento con promesa.” Efesios 6:2. Para Israel, que esperaba entrar pronto en Canaán, esto significaba la promesa de que los obedientes vivirían largos años en aquella buena tierra; pero tiene un significado más amplio, pues incluye a todo el Israel de Dios, y promete la vida eterna sobre la tierra, cuando ésta sea librada de la maldición del pecado.
“No matarás.”
Todo acto de injusticia que contribuya a abreviar la vida, el espíritu de odio y de venganza, o el abrigar cualquier pasión que se traduzca en hechos perjudiciales para nuestros semejantes o que nos lleve siquiera a desearles mal, pues “cualquiera que aborrece a su hermano, es homicida” (1 Juan 3:15), todo descuido egoísta que nos haga olvidar a los menesterosos y dolientes, toda satisfacción del apetito, o privación innecesaria, o labor excesiva que tienda a perjudicar la salud; todas estas cosas son, en mayor o menor grado, violaciones del sexto mandamiento.
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“No fornicarás.”
Este mandamiento no sólo prohibe las acciones impuras, sino también los pensamientos y los deseos sensuales, y toda práctica que tienda a excitarlos. Exige pureza no sólo de la vida exterior, sino también en las intenciones secretas y en las emociones del corazón. Cristo, al enseñar cuán abarcante es la obligación de guardar la ley de Dios, declaró que los malos pensamientos y las miradas concupiscentes son tan ciertamente pecados como el acto ilícito.
“No hurtarás.”
Esta prohibición incluye tanto los pecados públicos como los privados. El octavo mandamiento condena el robo de hombres y el tráfico de esclavos, y prohibe las guerras de conquista. Condena el hurto y el robo. Exige estricta integridad en los más mínimos pormenores de los asuntos de la vida. Prohibe la excesiva ganancia en el comercio, y requiere el pago de las deudas y de salarios justos. Implica que toda tentativa de sacar provecho de la ignorancia, debilidad, o desgracia de los demás, se anota como un fraude en los registros del cielo.
“No levantarás falso testimonio contra tu prójimo.”
La mentira acerca de cualquier asunto, todo intento o propósito de engañar a nuestro prójimo, están incluídos en este mandamiento. La falsedad consiste en la intención de engañar. Mediante una mirada, un ademán, una expresión del semblante, se puede mentir tan eficazmente como si se usaran palabras. Toda exageración intencionada, toda insinuación o palabras indirectas dichas con el fin de producir un concepto erróneo o exagerado, hasta la exposición de los hechos de manera que den una idea equivocada, todo esto es mentir. Este precepto prohibe todo intento de dañar la reputación de nuestros semejantes por medio de tergiversaciones o suposiciones malintencionadas, mediante calumnias o chismes. Hasta la supresión intencional de la verdad, hecha con el fin de perjudicar a otros, es una violación del noveno mandamiento.
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“No codiciarás la casa de tu prójimo: ni desearás su mujer, ni esclavo, ni esclava, ni buey, ni asno, ni cosa alguna de las que le pertenecen.”
El décimo mandamiento ataca la raíz misma de todos los pecados, al prohibir el deseo egoísta, del cual nace el acto pecaminoso. El que, obedeciendo a la ley de Dios, se abstiene de abrigar hasta el deseo pecaminoso de poseer lo que pertenece a otro, no será culpable de un mal acto contra sus semejantes.
Tales fueron los sagrados preceptos del Decálogo, pronunciados entre truenos y llamas, y en medio de un despliegue maravilloso del poder y de la majestad del gran Legislador. Dios acompañó la proclamación de su ley con manifestaciones de su poder y su gloria, para que su pueblo no olvidara nunca la escena, y para que abrigara profunda veneración hacia el Autor de la ley, Creador de los cielos y de la tierra. También quería revelar a todos los hombres la santidad, la importancia y la perpetuidad de su ley.
El pueblo de Israel estaba anonadado de terror. El inmenso poder de las declaraciones de Dios parecía superior a lo que sus temblorosos corazones podían soportar. Cuando se les presentó la gran norma de la justicia divina, comprendieron como nunca antes el carácter ofensivo del pecado y de su propia culpabilidad ante los ojos de un Dios santo. Huyeron del monte con miedo y santo respeto. La multitud clamó a Moisés: “Habla tú con nosotros, que nosotros oiremos; mas no hable Dios con nosotros, porque no muramos.” Su caudillo respondió: “No temáis; que por probaros vino Dios, y porque su temor esté en vuestra presencia para que no pequéis.” El pueblo, sin embargo, permaneció a la distancia, presenciando la escena con terror, mientras Moisés “se llegó a la oscuridad, en la cual estaba Dios.”
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La mente del pueblo, cegada y envilecida por la servidumbre y el paganismo, no estaba preparada para apreciar plenamente los abarcantes principios de los diez preceptos de Dios. Para que las obligaciones del Decálogo pudieran ser mejor comprendidas y ejecutadas, se añadieron otros preceptos, que ilustraban y aplicaban los principios de los diez mandamientos. Estas leyes se llamaron “derechos,” porque fueron trazadas con infinita sabiduría y equidad, y porque los magistrados habían de juzgar según ellas. A diferencia de los diez mandamientos, estos “derechos” fueron dados en privado a Moisés, quien había de comunicarlos al pueblo.
La primera de estas leyes se refería a los siervos. En los tiempos antiguos algunas veces los criminales eran vendidos como esclavos por los jueces; en algunos casos los deudores eran vendidos por sus acreedores; y la pobreza obligaba a algunas personas a venderse a sí mismas o a sus hijos. Pero un hebreo no se podía vender como esclavo por toda la vida. El término de su servicio se limitaba a seis años; en el séptimo año había de ser puesto en libertad. El robo de hombres, el homicido intencional y la rebelión contra la autoridad de los padres, habían de castigarse con la muerte. Era permitido tener esclavos de origen no israelita, pero la vida y las personas de ellos se protegían con todo rigor. El matador de un esclavo debía ser castigado; y cuando el esclavo sufría algún perjuicio a manos de su amo, aunque no fuera más que la pérdida de un diente, tenía derecho a la libertad.
Los israelitas mismos habían sido siervos poco antes, y ahora que iban a tener siervos, debían guardarse de dar rienda suelta al espíritu de crueldad que los había hecho sufrir a ellos bajo sus amos egipcios. El recuerdo de su propia amarga servidumbre debía capacitarlos para comprender la situación del siervo, para ser bondadosos y compasivos, y tratar a los otros como ellos quisieran ser tratados.
Los derechos de las viudas y los huérfanos se salvaguardaban en forma especial y se recomendaba una tierna consideración hacia ellos por su condición desamparada. “Si tú llegas a afligirle, y él a mí clamare, ciertamente oiré yo su clamor—declaró el Señor;—y mi furor se encenderá, y os mataré a cuchillo, y vuestras mujeres serán viudas, y huérfanos vuestros hijos.” Los extranjeros que se unieran con Israel debían ser protegidos del agravio o la opresión. “Y no angustiarás al extranjero: pues vosotros sabéis cómo se halla el alma del extranjero, ya que extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto.”
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Se prohibió tomar usura de los pobres. Si a un pobre se le quitaba su vestido o su frazada como prenda, se le habían de devolver al anochecer. El culpable de un robo, tenía que devolver el doble.
Se ordenó que se respetara a los jueces y a los jefes; y a los jueces se les prohibió pervertir el derecho, ayudar a una causa falsa, o aceptar sobornos. Se prohibieron la calumnia y la difamación, y se ordenó obrar con bondad, hasta para con los enemigos personales.
Nuevamente se le recordó al pueblo su sagrada obligación de observar el sábado. Se designaron fiestas anuales, en las cuales todos los hombres de la nación debían congregarse ante el Señor, y llevarle sus ofrendas de gratitud, y las primicias de la abundancia que él les diera. Fué declarado el objeto de todos estos reglamentos: no servirían meramente para ejercer una soberanía arbitraria, sino para el bien de Israel. El Señor dijo: “Habéis de serme varones santos,” dignos de ser reconocidos por un Dios santo.
Estos “derechos” debían ser escritos por Moisés y junto con los diez mandamientos, para cuya explicación fueron dados, debían ser cuidadosamente atesorados como fundamento de la ley nacional y como condición del cumplimiento de las promesas de Dios a Israel.
Se le dió entonces el siguiente mensaje de parte de Jehová: “He aquí yo envío el Angel delante de ti para que te guarde en el camino, y te introduzca en el lugar que yo he preparado. Guárdate delante de él, y oye su voz; no le seas rebelde; porque él no perdonará vuestra rebelión: porque mi nombre está en él. Pero si en verdad oyeres su voz, e hicieres todo lo que yo te dijere, seré enemigo a tus enemigos, y afligiré a los que te afligieren.”
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Durante todo el peregrinaje de Israel, Cristo, desde la columna de nube y fuego, fué su guía. Mientras tenían símbolos que señalaban al Salvador que vendría, también tenían un Salvador presente, que daba mandamientos al pueblo por medio de Moisés y que les fué presentado como el único medio de bendición.
Al descender del monte, Moisés “contó al pueblo todas las palabras de Jehová, y todos los derechos: y todo el pueblo respondió a una voz, y dijeron: Ejecutaremos todas las palabras que Jehová ha dicho.” Esta promesa, junto con las palabras del Señor que ellos se comprometían a obedecer, fueron escritas por Moisés en un libro.
Entonces se procedió a ratificar el pacto. Se construyó un altar al pie del monte, y junto a él se levantaron doce columnas “según las doce tribus de Israel,” como testimonio de que aceptaban su pacto. En seguida, jóvenes escogidos para ese servicio, presentaron sacrificios a Dios.
Después de rociar el altar con la sangre de las ofrendas, Moisés tomó “el libro de la alianza, y leyó a oídos del pueblo.” En esta forma fueron repetidas solemnemente las condiciones del pacto, y todos quedaron en libertad de decidir si querían cumplirlas o no. Antes habían prometido obedecer la voz de Dios; pero desde entonces habían oído pronunciar su ley; y se les habían detallado sus principios, para que ellos supieran cuánto abarcaba ese pacto. Nuevamente el pueblo contestó a una voz: “Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos.” “Porque habiendo leído Moisés todos los mandamientos de la ley a todo el pueblo, tomando la sangre de los becerros y de los machos cabríos, … roció al mismo libro, y también a todo el pueblo, diciendo: Esta es la sangre del testamento que Dios ha mandado.” Hebreos 9:19, 20.
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Ahora se habían de hacer los arreglos para el establecimiento completo de la nación escogida bajo la soberanía de Jehová como rey. Moisés había recibido el mandato: “Sube a Jehová, tú, y Aarón, Nadab, y Abiú, y setenta de los ancianos de Israel; y os inclinaréis desde lejos. Mas Moisés solo se llegará a Jehová.” Mientras el pueblo oraba al pie del monte, estos hombres escogidos fueron llamados al monte. Los setenta ancianos habían de ayudar a Moisés en el gobierno de Israel, y Dios puso sobre ellos su Espíritu, y los honró con la visión de su poder y grandeza. “Y vieron al Dios de Israel; y había debajo de sus pies como un embaldosado de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno.” No contemplaron la Deidad, pero vieron la gloria de su presencia. Antes de esa oportunidad aquellos hombres no hubieran podido soportar semejante escena; pero la manifestación del poder de Dios los había llevado a un arrepentimiento reverente; habían contemplado su gloria, su pureza, y su misericordia, hasta que pudieron acercarse al que había sido el tema de sus meditaciones.
Moisés y “Josué su ministro” fueron llamados entonces a reunirse con Dios. Y como habían de permanecer ausentes por algún tiempo, el jefe nombró a Aarón y a Hur para que, ayudados por los ancianos, actuaran en su lugar. “Entonces Moisés subió al monte, y una nube cubrió el monte. Y la gloria de Jehová reposó sobre el monte Sinaí.”
Durante seis días la nube cubrió el monte como una demostración de la presencia especial de Dios; sin embargo, no dió ninguna revelación de sí mismo ni comunicación de su voluntad. Durante ese tiempo Moisés permaneció en espera de que se le llamara a presentarse en la cámara de la presencia del Altísimo. Se le había ordenado: “Sube a mí al monte, y espera allá.” Y aunque en esto se probaban su paciencia y su obediencia, no se cansó de esperar ni abandonó su puesto. Este plazo de espera fué para él un tiempo de preparación, de íntimo examen de conciencia. Aun este favorecido siervo de Dios no podía acercarse inmediatamente a la presencia divina ni soportar la manifestación de su gloria. Hubo de emplear seis días de constante dedicación a Dios mediante el examen de su corazón, la meditación y la oración, antes de estar preparado para comunicarse directamente con su Hacedor.
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El séptimo día, que era sábado, Moisés fué llamado a la nube. Esa espesa nube se abrió a la vista de todo Israel, y la gloria del Señor brotó como un fuego devorador. “Y entró Moisés en medio de la nube, y subió al monte: y estuvo Moisés en el monte cuarenta días y cuarenta noches.” Los cuarenta días de permanencia en el monte no incluyeron los seis de preparación. Durante esos seis días, Josué había estado con Moisés, y juntos comieron maná y bebieron del “arroyo que descendía del monte.” Deuteronomio 9:21. Pero Josué no entró con Moisés en la nube; permaneció afuera, y continuó comiendo y bebiendo diariamente mientras esperaba el regreso de Moisés; pero éste ayunó durante los cuarenta días completos.
Durante su estada en el monte, Moisés recibió instrucciones referentes a la construcción de un santuario en el cual la divina presencia se manifestaría de manera especial. “Hacerme han un santuario, y yo habitaré entre ellos,” fué el mandato de Dios. Por tercera vez, fué ordenada la observancia del sábado. “Señal es para siempre entre mí y los hijos de Israel;” declaró el Señor, “para que sepáis que yo soy Jehová que os santifico. Así que guardaréis el sábado, porque santo es a vosotros…. Porque cualquiera que hiciere obra alguna en él, aquella alma será cortada de en medio de sus pueblos.” Éxodo 31:17, 13, 14.
Acababan de darse instrucciones para la inmediata construcción del tabernáculo para el servicio de Dios; y era posible que el pueblo creyese que, debido a que el objeto perseguido era la gloria de Dios, y debido a la gran necesidad que tenían de un lugar para rendir culto a Dios, era justificable que trabajaran en esa construcción durante el sábado. Para evitarles este error, se les dió la amonestación. Ni aun la santidad y urgencia de aquella obra dedicada a Dios debía llevarlos a infringir su santo día de reposo.
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Desde entonces en adelante el pueblo había de ser honrado por la presencia permanente de su Rey. “Habitaré entre los hijos de Israel, y seré su Dios,” “y el lugar será santificado con mi gloria,” fué la garantía dada a Moisés. Éxodo 29:45, 43.
Como símbolo de la autoridad de Dios y condensación de su voluntad, se le dió a Moisés una copia del Decálogo, escrita por el dedo de Dios mismo en dos tablas de piedra (Deuteronomio 9:10; Éxodo 32:15, 16), que debían guardarse como algo sagrado en el santuario: el cual, una vez hecho, iba a ser el centro visible del culto de la nación.
De una raza de esclavos, los israelitas fueron ascendidos sobre todos los pueblos, para ser el tesoro peculiar del Rey de reyes. Dios los separó del mundo, para confiarles una responsabilidad sagrada. Los hizo depositarios de su ley, y era su propósito preservar entre los hombres el conocimiento de sí mismo por medio de ellos. En esa forma la luz del cielo había de alumbrar a todo un mundo que estaba envuelto en tinieblas, y se oiría una voz que invitaría a todos los pueblos a dejar su idolatría y servir al Dios viviente. Si eran fieles a su responsabilidad, los israelitas llegarían a ser una potencia en el mundo. Dios sería su defensa y los elevaría sobre todas las otras naciones. Su luz y su verdad serían reveladas por medio de ellos, y se destacarían bajo su santa y sabia soberanía como un ejemplo de la superioridad de su culto sobre toda forma de idolatría.