Este capítulo está basado en Éxodo 25 a 40; Levítico 4 y 16.
Mientras Moisés estaba en el monte, Dios le ordenó: “Hacerme han un santuario, y yo habitaré entre ellos” (Éxodo 25:8); y le dió instrucciones completas para la construcción del tabernáculo. A causa de su apostasía, los israelitas habían perdido el derecho a la bendición de la presencia divina, y por el momento hicieron imposible la construcción del santuario de Dios entre ellos. Pero después que les fuera devuelto el favor del Cielo, el gran caudillo procedió a ejecutar la orden divina.
Ciertos hombres escogidos fueron especialmente dotados por Dios con habilidad y sabiduría para la construcción del sagrado edificio. Dios mismo le dió a Moisés el plano con instrucciones detalladas acerca del tamaño y forma, así como de los materiales que debían emplearse y de todos los objetos y muebles que había de contener. Los dos lugares santos hechos a mano, habían de ser “figura del verdadero,” “figuras de las cosas celestiales” (Hebreos 9:24, 23), es decir, una representación, en miniatura, del templo celestial donde Cristo, nuestro gran Sumo Sacerdote, después de ofrecer su vida como sacrificio, habría de interceder en favor de los pecadores. Dios presentó ante Moisés en el monte una visión del santuario celestial, y le ordenó que hiciera todas las cosas de acuerdo con el modelo que se le había mostrado. Todas estas instrucciones fueron escritas cuidadosamente por Moisés, quien las comunicó a los jefes del pueblo.
Para la construcción del santuario fué necesario hacer grandes y costosos preparativos; hacía falta gran cantidad de los materiales más preciosos y caros; no obstante, el Señor sólo aceptó ofrendas voluntarias. “Di a los hijos de Israel que tomen para mí ofrenda: de todo varón que la diere de su voluntad, de corazón, tomaréis mi ofrenda.” Éxodo 25:2. Tal fué la orden divina que Moisés repitió a la congregación. La devoción a Dios y un espíritu de sacrificio fueron los primeros requisitos para construir la morada del Altísimo.
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Todo el pueblo respondió unánimemente. “Y vino todo varón a quien su corazón estimuló, y todo aquel a quien su espíritu le dió voluntad, y trajeron ofrenda a Jehová para la obra del tabernáculo del testimonio, y para toda su fábrica, y para las sagradas vestiduras. Y vinieron así hombres como mujeres, todo voluntario de corazón, y trajeron cadenas y zarcillos, sortijas y brazaletes, y toda joya de oro; y cualquiera ofrecía ofrenda de oro a Jehová.
“Todo hombre que se hallaba con jacinto, o púrpura, o carmesí, o lino fino, o pelo de cabras, o cueros rojos de carneros, o cueros de tejones, lo traía. Cualquiera que ofrecía ofrenda de plata o de metal, traía a Jehová la ofrenda: y todo el que se hallaba con madera de Sittim, traíala para toda la obra del servicio.
“Además todas las mujeres sabias de corazón hilaban de sus manos, y traían lo que habían hilado: cárdeno, o púrpura, o carmesí, o lino fino. Y todas las mujeres cuyo corazón las levantó en sabiduría, hilaron pelos de cabras.
“Y los príncipes trajeron piedras de ónix, y las piedras de los engastes para el ephod y el racional; y la especia aromática y aceite, para la luminaria, y para el aceite de la unción, y para el perfume aromático.” Éxodo 35:21-28.
Mientras se llevaba a cabo la construcción del santuario, el pueblo, fuesen ancianos o jóvenes, adultos, mujeres o niños, continuaron trayendo sus ofrendas hasta que los encargados de la obra vieron que ya tenían lo suficiente, y aun más de lo que podrían usar. Y Moisés hizo proclamar por todo el campamento: “Ningún hombre ni mujer haga más obra para ofrecer para el santuario. Y así fué el pueblo impedido de ofrecer.” Éxodo 36:6.
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Las murmuraciones de los israelitas y cómo Dios castigó sus pecados, fueron registrados como advertencia para las futuras generaciones. Y su devoción, su celo y liberalidad, son un ejemplo digno de imitarse. Todos los que aman el culto de Dios y aprecian la bendición de su santa presencia, mostrarán el mismo espíritu de sacrificio en la preparación de una casa donde él pueda reunirse con ellos. Desearán traer al Señor una ofrenda de lo mejor que posean. La casa que se construya para Dios no debe quedar endeudada, pues con ello Dios sería deshonrado. Debiera darse voluntariamente una cantidad suficiente para llevar a cabo la obra, para que los que la construyen puedan decir, como dijeron los constructores del tabernáculo: “No traigáis ya ofrendas.”
El tabernáculo fué construído desarmable, de modo que los israelitas pudieran llevarlo en su peregrinaje. Era por consiguiente, pequeño, de sólo cincuenta y cinco pies de largo por dieciocho de ancho y alto. No obstante, era una construcción magnífica. La madera que se empleó en el edificio y en sus muebles era de acacia, la menos susceptible al deterioro de todas las que había en el Sinaí. Las paredes consistían en tablas colocadas verticalmente, fijadas en basas de plata y aseguradas por columnas y travesaños; y todo estaba cubierto de oro, lo cual hacía aparecer al edificio como de oro macizo. El techo estaba formado de cuatro juegos de cortinas; el de más adentro era “de lino torcido, cárdeno, y púrpura, y carmesí: y … querubines de obra delicada” (Éxodo 26:1); los otros tres eran de pelo de cabras, de cueros de carnero teñidos de rojo y de cueros de tejones, arreglados de tal manera que ofrecían completa protección.
El edificio se dividía en dos secciones mediante una bella y rica cortina, o velo, suspendida de columnas doradas; y una cortina semejante a la anterior cerraba la entrada de la primera sección. Tanto estos velos como la cubierta interior que formaba el techo, eran de los más magníficos colores, azul, púrpura y escarlata, bellamente combinados, y tenían, recamados con hilos de oro y plata, querubines que representaban la hueste de los ángeles asociados con la obra del santuario celestial, y que son espíritus ministradores del pueblo de Dios en la tierra.
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El santo tabernáculo estaba colocado en un espacio abierto llamado atrio, rodeado por cortinas de lino fino que colgaban de columnas de metal. La entrada a este recinto se hallaba en el extremo oriental. Estaba cerrada con cortinas de riquísima tela hermosamente trabajadas aunque inferiores a las del santuario. Como estas cortinas del atrio eran sólo de la mitad de la altura de las paredes del tabernáculo, el edificio podía verse perfectamente desde afuera.
En el atrio, y cerca de la entrada, se hallaba el altar de bronce del holocausto. En este altar se consumían todos los sacrificios que debían ofrecerse por fuego al Señor, y sobre sus cuernos se rociaba la sangre expiatoria. Entre el altar y la puerta del tabernáculo estaba la fuente, también de metal. Había sido hecha con los espejos donados voluntariamente por las mujeres de Israel. En la fuente los sacerdotes debían lavarse las manos y los pies cada vez que entraban en el departamento santo, o cuando se acercaban al altar para ofrecer un holocausto al Señor.
En el primer departamento, o lugar santo, estaban la mesa para el pan de la proposición, el candelero o la lámpara y el altar del incienso. La mesa del pan de la proposición estaba hacia el norte. Así como su cornisa decorada, estaba revestida de oro puro. Sobre esta mesa los sacerdotes debían poner cada sábado doce panes, arreglados en dos pilas y rociados con incienso. Por ser santos, los panes que se quitaban, debían ser comidos por los sacerdotes. Al sur, estaba el candelero de siete brazos, con sus siete lámparas. Sus brazos estaban decorados con flores exquisitamente labradas y parecidas a lirios; el conjunto estaba hecho de una pieza sólida de oro. Como no había ventanas en el tabernáculo, las lámparas nunca se extinguían todas al mismo tiempo, sino que ardían día y noche. Exactamente frente al velo que separaba el lugar santo del santísimo y de la inmediata presencia de Dios, estaba el altar de oro del incienso. Sobre este altar el sacerdote debía quemar incienso todas las mañanas y todas las tardes; sobre sus cuernos se aplicaba la sangre de la víctima de la expiación, y el gran día de la expiación era rociado con sangre. El fuego que estaba sobre este altar fué encendido por Dios mismo, y se mantenía como sagrado. Día y noche, el santo incienso difundía su fragancia por los recintos sagrados del tabernáculo y por sus alrededores.
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Más allá del velo interior estaba el lugar santísimo que era el centro del servicio de expiación e intercesión, y constituía el eslabón que unía el cielo y la tierra. En este departamento estaba el arca, que era un cofre de madera de acacia, recubierto de oro por dentro y por fuera, y que tenía una cornisa de oro encima. Era el repositorio de las tablas de piedra, en las cuales Dios mismo había grabado los diez mandamientos. Por consiguiente, se lo llamaba arca del testamento de Dios, o arca de la alianza, puesto que los diez mandamientos eran la base de la alianza hecha entre Dios e Israel.
La cubierta del arca sagrada se llamaba “propiciatorio.” Estaba hecha de una sola pieza de oro, y encima tenía dos querubines de oro, uno en cada extremo. Un ala de cada ángel se extendía hacia arriba, mientras la otra permanecía plegada sobre el cuerpo (véase Ezequiel 1:11) en señal de reverencia y humildad. La posición de los querubines, con la cara vuelta el uno hacia el otro y mirando reverentemente hacia abajo sobre el arca, representaba la reverencia con la cual la hueste celestial mira la ley de Dios y su interés en el plan de redención.
Encima del propiciatorio estaba la “shekinah,” o manifestación de la divina presencia; y desde en medio de los querubines Dios daba a conocer su voluntad. Los mensajes divinos eran comunicados a veces al sumo sacerdote mediante una voz que salía de la nube. Otras veces caía una luz sobre el ángel de la derecha, para indicar aprobación o aceptación, o una sombra o nube descansaba sobre el ángel de la izquierda, para revelar desaprobación o rechazo.
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La ley de Dios, guardada como reliquia dentro del arca, era la gran regla de la rectitud y del juicio. Esa ley determinaba la muerte del transgresor; pero encima de la ley estaba el propiciatorio, donde se revelaba la presencia de Dios y desde el cual, en virtud de la expiación, se otorgaba perdón al pecador arrepentido. Así, en la obra de Cristo en favor de nuestra redención, simbolizada por el servicio del santuario, “la misericordia y la verdad se encontraron: la justicia y la paz se besaron.” Salmos 85:10.
No hay palabras que puedan describir la gloria de la escena que se veía dentro del santuario, con sus paredes doradas que reflejaban la luz de los candeleros de oro, los brillantes colores de las cortinas ricamente bordadas con sus relucientes ángeles, la mesa y el altar del incienso refulgentes de oro; y más allá del segundo velo, el arca sagrada, con sus querubines místicos, y sobre ella la santa “shekinah,” manifestación visible de la presencia de Jehová; pero todo esto era apenas un pálido reflejo de las glorias del templo de Dios en el cielo, que es el gran centro de la obra que se hace en favor de la redención del hombre.
Se necesitó alrededor de medio año para construir el tabernáculo. Cuando se terminó, Moisés examinó toda la obra de los constructores, comparándola con el modelo que se le enseñó en el monte y con las instrucciones que había recibido de Dios. “Y vió Moisés toda la obra, y he aquí que la habían hecho como Jehová había mandado; y bendíjolos.” Éxodo 39:43. Con anhelante interés las multitudes de Israel se agolparon para ver el sagrado edificio. Mientras contemplaban la escena con reverente satisfacción, la columna de nube descendió sobre el santuario, y lo envolvió. “Y la gloria de Jehová hinchió el tabernáculo.” Éxodo 40:34. Hubo una revelación de la majestad divina, y por un momento ni siquiera Moisés pudo entrar. Con profunda emoción, el pueblo vió la señal de que la obra de sus manos era aceptada. No hubo demostraciones de regocijo en alta voz. Una solemne reverencia se apoderó de todos. Pero la alegría de sus corazones se manifestó en lágrimas de felicidad, y susurraron fervientes palabras de gratitud porque Dios había condescendido a morar con ellos.
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En virtud de las instrucciones divinas, se apartó a la tribu de Leví para el servicio del santuario. En tiempos anteriores, cada hombre era sacerdote de su propia casa. En los días de Abrahán, por derecho de nacimiento, el sacerdocio recaía en el hijo mayor. Ahora, en vez del primogénito de todo Israel, el Señor aceptó a la tribu de Leví para la obra del santuario. Mediante este señalado honor, Dios manifestó su aprobación por la fidelidad de los levitas, tanto por haberse adherido a su servicio como por haber ejecutado sus juicios cuando Israel apostató al rendir culto al becerro de oro. El sacerdocio, no obstante, se restringió a la familia de Aarón. Aarón y sus hijos fueron los únicos a quienes se les permitía ministrar ante el Señor; al resto de la tribu se le encargó el cuidado del tabernáculo y su mobiliario; además debían ayudar a los sacerdotes en su ministerio, pero no podían ofrecer sacrificios, ni quemar incienso, ni mirar los santos objetos hasta que estuviesen cubiertos.
Se designó para los sacerdotes un traje especial, que concordaba con su oficio. “Y harás vestidos sagrados a Aarón tu hermano, para honra y hermosura” (Éxodo 28:2), fué la instrucción divina que se le dió a Moisés. El hábito del sacerdote común era de lino blanco tejido de una sola pieza. Se extendía casi hasta los pies, y estaba ceñido en la cintura por una faja de lino blanco bordada de azul, púrpura y rojo. Un turbante de lino, o mitra, completaba su vestidura exterior.
Ante la zarza ardiente se le ordenó a Moisés que se quitase las sandalias, porque la tierra en que estaba era santa. Tampoco los sacerdotes debían entrar en el santuario con el calzado puesto. Las partículas de polvo pegadas a él habrían profanado el santo lugar. Debían dejar los zapatos en el atrio antes de entrar en el santuario, y también tenían que lavarse tanto las manos como los pies antes de servir en el tabernáculo o en el altar del holocausto. En esa forma se enseñaba constantemente que los que quieran acercarse a la presencia de Dios deben apartarse de toda impureza.
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Las vestiduras del sumo sacerdote eran de costosa tela de bellísima hechura, como convenía a su elevada jerarquía. Además del traje de lino del sacerdote común, llevaba una túnica azul, también tejida de una sola pieza. El borde del manto estaba adornado con campanas de oro y granadas de color azul, púrpura y escarlata. Sobre esto llevaba el efod, vestidura más corta, de oro, azul, púrpura, escarlata y blanco, rodeada por una faja de los mismos colores, hermosamente elaborada. El efod no tenía mangas, y en sus hombreras bordadas con oro, tenía engarzadas dos piedras de ónix, que llevaban los nombres de las doce tribus de Israel.
Sobre el efod estaba el racional, la más sagrada de las vestiduras sacerdotales. Era de la misma tela que el efod. De forma cuadrada, medía un palmo, y colgaba de los hombros mediante un cordón azul prendido en argollas de oro. El ribete estaba formado por una variedad de piedras preciosas, las mismas que forman los doce fundamentos de la ciudad de Dios. Dentro del ribete había doce piedras engarzadas en oro, arregladas en hileras de a cuatro, que, como las de los hombros, tenían grabados los nombres de las tribus. Las instrucciones del Señor fueron: “Y llevará Aarón los nombres de los hijos de Israel en el racional del juicio sobre su corazón, cuando entrare en el santuario, para memoria delante de Jehová continuamente.” Éxodo 28:29. Así también Cristo, el gran Sumo Sacerdote, al ofrecer su sangre ante el Padre en favor de los pecadores, lleva sobre el corazón el nombre de toda alma arrepentida y creyente. El salmista dice: “Aunque afligido yo y necesitado, Jehová pensará de mí.” Salmos 40:17.
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A la derecha y a la izquierda del racional había dos piedras grandes y de mucho brillo. Se llamaban Urim y Tumim. Mediante ellas se revelaba la voluntad de Dios al sumo sacerdote. Cuando se llevaban asuntos ante el Señor para que él los decidiera, si un nimbo iluminaba la piedra de la derecha era señal de aprobación o consentimiento divinos, mientras que si una nube obscurecía la piedra de la izquierda, era evidencia de negación o desaprobación.
La mitra del sumo sacerdote consistía en un turbante de lino blanco, que tenía una plaquita de oro sostenida por una cinta azul, con la inscripción: “Santidad a Jehová.” Todo lo relacionado con la indumentaria y la conducta de los sacerdotes había de ser tal, que inspirara en el espectador el sentimiento de la santidad de Dios, de lo sagrado de su culto y de la pureza que se exigía a los que se allegaban a su presencia.
No sólo el santuario mismo, sino también el ministerio de los sacerdotes, debía servir “de bosquejo y sombra de las cosas celestiales.” Hebreos 8:5. Por eso era de suma importancia; y el Señor, por medio de Moisés, dió las instrucciones más claras y precisas acerca de cada uno de los puntos de este culto simbólico.
El ministerio del santuario consistía en dos partes: un servicio diario y otro anual. El servicio diario se efectuaba en el altar del holocausto en el atrio del tabernáculo, y en el lugar santo; mientras que el servicio anual se realizaba en el lugar santísimo.
Ningún ojo mortal excepto el del sumo sacerdote debía mirar el interior del lugar santísimo. Sólo una vez al año podía entrar allí el sumo sacerdote, y eso después de la preparación más cuidadosa y solemne. Temblando, entraba para presentarse ante Dios, y el pueblo en reverente silencio esperaba su regreso, con los corazones elevados en fervorosa oración para pedir la bendición divina. Ante el propiciatorio, el sumo sacerdote hacía expiación por Israel; y en la nube de gloria, Dios se encontraba con él. Si su permanencia en dicho sitio duraba más del tiempo acostumbrado, el pueblo sentía temor de que, a causa de los pecados de ellos o de él mismo, le hubiese muerto la gloria del Señor.
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El servicio diario consistía en el holocausto matutino y el vespertino, en el ofrecimiento del incienso en el altar de oro y de los sacrificios especiales por los pecados individuales. Además, había sacrificios para los sábados, las lunas nuevas y las fiestas especiales.
Cada mañana y cada tarde, se ofrecía, sobre el altar un cordero de un año, con las oblaciones apropiadas de presentes, para simbolizar la consagración diaria a Dios de toda la nación y su constante dependencia de la sangre expiatoria de Cristo. Dios les indicó expresamente que toda ofrenda presentada para el servicio del santuario debía ser “sin defecto.” Éxodo 12:5. Los sacerdotes debían examinar todos los animales que se traían como sacrificio, y rechazar los defectuosos. Sólo una ofrenda “sin defecto” podía simbolizar la perfecta pureza de Aquel que había de ofrecerse como “cordero sin mancha y sin contaminación.” 1 Pedro 1:19.
El apóstol Pablo señala estos sacrificios como una ilustración de lo que los seguidores de Cristo han de llegar a ser. Dice: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro racional culto.” Romanos 12:1. Hemos de entregarnos al servicio de Dios, y debiéramos tratar de hacer esta ofrenda tan perfecta como sea posible. Dios no quedará satisfecho sino con lo mejor que podamos ofrecerle. Los que le aman de todo corazón, desearán darle el mejor servicio de su vida, y constantemente tratarán de poner todas las facultades de su ser en perfecta armonía con las leyes que nos habilitan para hacer la voluntad de Dios.
Al presentar la ofrenda del incienso, el sacerdote se acercaba más directamente a la presencia de Dios que en ningún otro acto de los servicios diarios. Como el velo interior del santuario no llegaba hasta el techo del edificio, la gloria de Dios, que se manifestaba sobre el propiciatorio, era parcialmente visible desde el lugar santo. Cuando el sacerdote ofrecía incienso ante el Señor, miraba hacia el arca; y mientras ascendía la nube de incienso, la gloria divina descendía sobre el propiciatorio y henchía el lugar santísimo, y a menudo llenaba tanto las dos divisiones del santuario que el sacerdote se veía obligado a retirarse hasta la puerta del tabernáculo. Así como en ese servicio simbólico el sacerdote miraba por medio de la fe el propiciatorio que no podía ver, así ahora el pueblo de Dios ha de dirigir sus oraciones a Cristo, su gran Sumo Sacerdote, quien invisible para el ojo humano, está intercediendo en su favor en el santuario celestial.
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El incienso, que ascendía con las oraciones de Israel, representaba los méritos y la intercesión de Cristo, su perfecta justicia, la cual por medio de la fe es acreditada a su pueblo, y es lo único que puede hacer el culto de los seres humanos aceptable a Dios. Delante del velo del lugar santísimo, había un altar de intercesión perpetua; y delante del lugar santo, un altar de expiación continua. Había que acercarse a Dios mediante la sangre y el incienso, pues estas cosas simbolizaban al gran Mediador, por medio de quien los pecadores pueden acercarse a Jehová, y por cuya intervención tan sólo puede otorgarse misericordia y salvación al alma arrepentida y creyente.
Mientras de mañana y de tarde los sacerdotes entraban en el lugar santo a la hora del incienso, el sacrificio diario estaba listo para ser ofrecido sobre el altar de afuera, en el atrio. Esta era una hora de intenso interés para los adoradores que se congregaban ante el tabernáculo. Antes de allegarse a la presencia de Dios por medio del ministerio del sacerdote, debían hacer un ferviente examen de sus corazones y luego confesar sus pecados. Se unían en oración silenciosa, con los rostros vueltos hacia el lugar santo. Así sus peticiones ascendían con la nube de incienso, mientras la fe aceptaba los méritos del Salvador prometido al que simbolizaba el sacrificio expiatorio.
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Las horas designadas para el sacrificio matutino y vespertino se consideraban sagradas, y llegaron a observarse como momentos dedicados al culto por toda la nación judía. Y cuando en tiempos posteriores los judíos fueron diseminados como cautivos en distintos países, aun entonces a la hora indicada dirigían el rostro hacia Jerusalén, y elevaban sus oraciones al Dios de Israel. En esta costumbre, los cristianos tienen un ejemplo para su oración matutina y vespertina. Si bien Dios condena la mera ejecución de ceremonias que carezcan del espíritu de culto, mira con gran satisfacción a los que le aman y se postran de mañana y tarde, para pedir el perdón de los pecados cometidos y las bendiciones que necesitan.
El pan de la proposición se conservaba siempre ante la presencia del Señor como una ofrenda perpetua. De manera que formaba parte del sacrificio diario, y se llamaba “el pan de la proposición” o el pan de la presencia, porque estaba siempre ante el rostro del Señor. Éxodo 25:30. Era un reconocimiento de que el hombre depende de Dios tanto para su alimento temporal como para el espiritual, y de que se lo recibe únicamente en virtud de la mediación de Cristo. En el desierto Dios había alimentado a Israel con el pan del cielo, y el pueblo seguía dependiendo de su generosidad, tanto en lo referente a las bendiciones temporales como a las espirituales. El maná, así como el pan de la proposición, simbolizaba a Cristo, el pan viviente, quien está siempre en la presencia de Dios para interceder por nosotros. El mismo dijo: “Yo soy el pan vivo que he descendido del cielo.” Juan 6:48-51. Sobre el pan se ponía incienso. Cuando se cambiaba cada sábado, para reemplazarlo por pan fresco, el incienso se quemaba sobre el altar como recordatorio delante de Dios.
La parte más importante del servicio diario era la que se realizaba en favor de los individuos. El pecador arrepentido traía su ofrenda a la puerta del tabernáculo, y colocando la mano sobre la cabeza de la víctima, confesaba sus pecados; así, en un sentido figurado, los trasladaba de su propia persona a la víctima inocente. Con su propia mano mataba entonces el animal, y el sacerdote llevaba la sangre al lugar santo y la rociaba ante el velo, detrás del cual estaba el arca que contenía la ley que el pecador había violado. Con esta ceremonia y en un sentido simbólico, el pecado era trasladado al santuario por medio de la sangre. En algunos casos no se llevaba la sangre al lugar santo (véase el Apéndice, nota 9); sino que el sacerdote debía comer la carne, tal como Moisés ordenó a los hijos de Aarón, diciéndoles: “Dióla él a vosotros para llevar la iniquidad de la congregación.” Levítico 10:17. Las dos ceremonias simbolizaban igualmente el traslado del pecado del hombre arrepentido al santuario.
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Tal era la obra que se hacía diariamente durante todo el año. Con el traslado de los pecados de Israel al santuario, los lugares santos quedaban manchados, y se hacía necesaria una obra especial para quitar de allí los pecados. Dios ordenó que se hiciera expiación para cada una de las sagradas divisiones lo mismo que para el altar. Así “lo limpiará, y lo santificará de las inmundicias de los hijos de Israel.” Levítico 16:19.
Una vez al año, en el gran día de la expiación, el sacerdote entraba en el lugar santísimo para limpiar el santuario. La obra que se llevaba a cabo allí completaba el ciclo anual de ceremonias.
El día de la expiación, se llevaban dos machos cabríos a la puerta del tabernáculo, y se echaba suerte sobre ellos, “la una suerte por Jehová, y la otra suerte por Azazel.” Vers. 8. El macho cabrío sobre el cual caía la primera suerte debía matarse como ofrenda por el pecado del pueblo. Y el sacerdote había de llevar la sangre más allá del velo, y rociarla sobre el propiciatorio. “Y limpiará el santuario, de las inmundicias de los hijos de Israel y de sus rebeliones, y de todos sus pecados: de la misma manera hará también al tabernáculo del testimonio, el cual reside entre ellos en medio de sus inmundicias.” Vers. 16.
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“Y pondrá Aarón ambas manos suyas sobre la cabeza del macho cabrío vivo, y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, y todas sus rebeliones, y todos sus pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del macho cabrío, y lo enviará al desierto por mano de un hombre destinado para esto. Y aquel macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra inhabitada: y dejará ir el macho cabrío por el desierto.” Vers. 21, 22. Sólo después de haberse alejado al macho cabrío de esta manera, se consideraba el pueblo libre de la carga de sus pecados. Todo hombre había de contristar su alma mientras se verificaba la obra de expiación. Todos los negocios se suspendían, y toda la congregación de Israel pasaba el día en solemne humillación delante de Dios, en oración, ayuno y profundo análisis del corazón.
Mediante este servicio anual le eran enseñadas al pueblo importantes verdades acerca de la expiación. En la ofrenda por el pecado que se ofrecía durante el año, se había aceptado un substituto en lugar del pecador; pero la sangre de la víctima no había hecho completa expiación por el pecado. Sólo había provisto un medio en virtud del cual el pecado se transfería al santuario. Al ofrecerse la sangre, el pecador reconocía la autoridad de la ley, confesaba la culpa de su transgresión y expresaba su fe en Aquel que había de quitar los pecados del mundo; pero no quedaba completamente exonerado de la condenación de la ley.
El día de la expiación, el sumo sacerdote, llevando una ofrenda por la congregación, entraba en el lugar santisímo con la sangre, y la rociaba sobre el propiciatorio, encima de las tablas de la ley. En esa forma los requerimientos de la ley, que exigían la vida del pecador, quedaban satisfechos. Entonces, en su carácter de mediador, el sacerdote tomaba los pecados sobre sí mismo, y salía del santuario llevando sobre sí la carga de las culpas de Israel. A la puerta del tabernáculo ponía las manos sobre la cabeza del macho cabrío símbolo de Azazel, y confesaba “sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, y todas sus rebeliones, y todos sus pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del macho cabrío.” Y cuando el macho cabrío que llevaba estos pecados era conducido al desierto, se consideraba que con él se alejaban para siempre del pueblo. Tal era el servicio verificado como “bosquejo y sombra de las cosas celestiales.” Hebreos 8:5.
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Como se ha dicho, el santuario terrenal fué construído por Moisés, conforme al modelo que se le mostró en el monte. “Era figura de aquel tiempo presente, en el cual se ofrecían presentes y sacrificios.” Los dos lugares santos eran “figuras de las cosas celestiales.” Cristo, nuestro gran Sumo Sacerdote, es el “ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que el Señor asentó, y no hombre.” Hebreos 9:9, 23; 8:2. Cuando en visión se le mostró al apóstol Juan el templo de Dios que está en el cielo, vió allí “siete lámparas de fuego … ardiendo delante del trono.” Vió también a un ángel “teniendo un incensario de oro; y le fué dado mucho incienso para que lo añadiese a las oraciones de todos los santos sobre el altar de oro que estaba delante del trono.” Apocalipsis 4:5; 8:3. Se le permitió al profeta contemplar el lugar santo del santuario celestial; y vió allí “siete lámparas de fuego ardiendo” y “el altar de oro,” representados por el candelero de oro y el altar del incienso o perfume en el santuario terrenal. Nuevamente “el templo de Dios fué abierto en el cielo” (Apocalipsis 11:19), y vió el lugar santísimo detrás del velo interior. Allí contempló “el arca de su testamento,” representada por el arca sagrada construida por Moisés para guardar la ley de Dios.
Moisés hizo el santuario terrenal, “según la forma que había visto.” Pablo declara que “el tabernáculo y todos los vasos del ministerio,” después de haber sido hechos, eran símbolos de “las cosas celestiales.” Hechos 7:44; Hebreos 9:21, 23. Y Juan dice que vió el santuario celestial. Aquel santuario, en el cual oficia Jesús en nuestro favor, es el gran original, del cual el santuario construído por Moisés era una copia.
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Ningún edificio terrenal podría representar la grandeza y la gloria del templo celestial, la morada del Rey de reyes donde “millares de millares” le sirven y “millones de millones” están delante de él (Daniel 7:10), de aquel templo henchido de la gloria del trono eterno, donde los serafines, sus guardianes resplandecientes, se cubren el rostro en su adoración. Sin embargo, las verdades importantes acerca del santuario celestial y de la gran obra que allí se efectúa en favor de la redención del hombre debían enseñarse mediante el santuario terrenal y sus servicios.
Después de su ascensión, nuestro Salvador iba a principiar su obra como nuestro Sumo Sacerdote. El apóstol Pablo dice: “No entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el mismo cielo para presentarse ahora por nosotros en la presencia de Dios.” Hebreos 9:24. Como el ministerio de Cristo iba a consistir en dos grandes divisiones, ocupando cada una un período de tiempo y teniendo un sitio distinto en el santuario celestial, asimismo el culto simbólico consistía en el servicio diario y el anual, y a cada uno de ellos se dedicaba una sección del tabernáculo.
Como Cristo, después de su ascensión, compareció ante la presencia de Dios para ofrecer su sangre en beneficio de los creyentes arrepentidos, así el sacerdote rociaba en el servicio diario la sangre del sacrificio en el lugar santo en favor de los pecadores.
Aunque la sangre de Cristo habría de librar al pecador arrepentido de la condenación de la ley, no había de anular el pecado; éste queda registrado en el santuario hasta la expiación final; así en el símbolo, la sangre de la víctima quitaba el pecado del arrepentido, pero quedaba en el santuario hasta el día de la expiación.
En el gran día del juicio final, los muertos han de ser juzgados “por las cosas que” están “escritas en los libros, según sus obras.” Apocalipsis 20:12. Entonces en virtud de la sangre expiatoria de Cristo, los pecados de todos los que se hayan arrepentido sinceramente serán borrados de los libros celestiales. En esta forma el santuario será liberado, o limpiado, de los registros del pecado. En el símbolo, esta gran obra de expiación, o el acto de borrar los pecados, estaba representada por los servicios del día de la expiación, o sea de la purificación del santuario terrenal, la cual se realizaba en virtud de la sangre de la víctima y por la eliminación de los pecados que lo manchaban.
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Así como en la expiación final los pecados de los arrepentidos han de borrarse de los registros celestiales, para no ser ya recordados, en el símbolo terrenal eran enviados al desierto y separados para siempre de la congregación.
Puesto que Satanás es el originador del pecado, el instigador directo de todos los pecados que causaron la muerte del Hijo de Dios, la justicia exige que Satanás sufra el castigo final. La obra de Cristo en favor de la redención del hombre y la purificación del pecado del universo, será concluida quitando el pecado del santuario celestial y colocándolo sobre Satanás, quien sufrirá el castigo final. Así en el servicio simbólico, el ciclo anual del ministerio se completaba con la purificación del santuario y la confesión de los pecados sobre la cabeza del macho cabrío símbolo de Azazel.
De este modo, en el servicio del tabernáculo, y en el del templo que posteriormente ocupó su lugar, se enseñaban diariamente al pueblo las grandes verdades relativas a la muerte y al ministerio de Cristo, y una vez al año sus pensamientos eran llevados hacia los acontecimientos finales de la gran controversia entre Cristo y Satanás, y hacia la purificación final del universo, que lo limpiará del pecado y de los pecadores.