Historia de los Patriarcas y Profetas: Capítulo 33 – Del Sinaí a Cades

Este capítulo está basado en Números 11 y 12.

La construcción del tabernáculo no principió sino cuando hubo transcurrido cierto tiempo después de la llegada de Israel al Sinaí; y la sagrada estructura se levantó por primera vez al principio del segundo año después de la salida. Siguió luego la consagración de los sacerdotes, la celebración de la Pascua, el censo del pueblo y la realización de varios arreglos esenciales para su sistema civil o religioso, así que Israel pasó casi un año en el campamento del Sinaí. Allí su culto tomó una forma más precisa y definitiva. Se le dieron las leyes que habían de regir la nación, y se verificó una organización más eficiente en preparación para su entrada en la tierra de Canaán.

El gobierno de Israel se caracterizaba por la organización más cabal, tan admirable por su esmero como por su sencillez. El orden tan señaladamente puesto de manifiesto en la perfección y disposición de todas las obras creadas por Dios se veía también en la economía hebrea. Dios era el centro de la autoridad y del gobierno, el soberano de Israel. Moisés se destacaba como el caudillo visible que Dios había designado para administrar las leyes en su nombre. Posteriormente, se escogió de entre los ancianos de las tribus un consejo de setenta hombres para que asistiera a Moisés en la administración de los asuntos generales de la nación. En seguida venían los sacerdotes, quienes consultaban al Señor en el santuario. Había jefes, o príncipes, que gobernaban sobre las tribus. Bajo éstos había “jefes de millares, jefes de cientos, y jefes de cincuenta, y cabos de diez” (Deuteronomio 1:15), y por último, funcionarios que se podían emplear en tareas especiales.

El campamento hebreo se ordenaba en exacta disposición. Quedaba repartido en tres grandes divisiones, cada una de las cuales tenía señalado su sitio en el campamento. En el centro estaba el tabernáculo, la morada del Rey invisible. Alrededor asentaban los sacerdotes y los levitas. Más allá de éstos acampaban las demás tribus.

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A los levitas se les confiaba el cuidado del tabernáculo y todo lo que se relacionaba con él, tanto en el campamento como cuando se viajaba. Cuando se levantaba el campamento para reanudar la marcha, eran ellos quienes desarmaban la sagrada tienda; y cuando se llegaba adonde se había de hacer alto, ellos debían levantarla. A ninguna persona de otra tribu se le permitía acercarse so pena de muerte. Los levitas estaban repartidos en tres divisiones, descendientes de los tres hijos de Leví, y cada una tenía asignadas su obra y posición especiales. Frente al tabernáculo, y cercanas a él, estaban las tiendas de Moisés y Aarón. Al sur estaban los coatitas, que tenían la obligación de cuidar del arca y del resto del mobiliario; al norte, estaban los meraritas, quienes tenían a su cargo las columnas, los zócalos, las tablas, etc.; atrás estaban los gersonitas a quienes se les había confiado el cuidado de los velos y del cortinado en general.

Se especificaba también la posición de cada tribu. Cada uno tenía que marchar y acampar al lado de su propia bandera, tal como lo había ordenado el Señor: “Los hijos de Israel acamparán cada uno junto a su bandera, según las enseñas de las casas de sus padres;” “de la manera que asientan el campo, así caminarán, cada uno en su lugar, junto a sus banderas.” Números 2:2, 17. A la “multitud mixta” que había acompañado a Israel desde Egipto no se le permitía ocupar los mismos cuarteles que las tribus, sino que había de habitar en las afueras del campamento; y sus hijos habían de quedar excluídos de la comunidad hasta la tercera generación. Deuteronomio 23:7, 8.

Se mandó que se observara una limpieza escrupulosa así como también un orden estricto en todo el campamento y sus inmediaciones. Se impusieron meticulosas medidas sanitarias. La entrada al campamento estaba prohibida a toda persona que por cualquier causa fuese considerada inmunda. Estas medidas eran indispensables para conservar la salud de aquella enorme multitud; y era necesario también que reinase perfecto orden y pureza para que Israel pudiese gozar de la presencia de un Dios santo. Así declaró: “Jehová tu Dios anda por medio de tu campo, para librarte y entregar tus enemigos delante de ti; por tanto será tu real santo.” Vers. 14.

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En todo el peregrinaje de Israel, “el arca de la alianza de Jehová fué delante de ellos, … buscándoles lugar de descanso.” Números 10:33. Llevada por los hijos de Coat, el arca sagrada que contenía la santa ley de Dios había de encabezar la vanguardia. Delante de ella iban Moisés y Aarón; y los sacerdotes, llevando trompetas de plata, se estacionaban cerca. Estos sacerdotes recibían instrucciones de Moisés, y a su vez las comunicaban al pueblo por medio de sus trompetas. Los jefes de cada compañía tenían obligación de dar instrucciones definitivas con respecto a todos los movimientos que habían de hacerse, tal como se los indicaban las trompetas. Al que dejaba de cumplir con las instrucciones dadas, se le castigaba con la muerte.

Dios es un Dios de orden. Todo lo que se relaciona con el cielo está en orden perfecto; la sumisión y una disciplina cabal distinguen los movimientos de la hueste angélica. El éxito sólo puede acompañar al orden y a la acción armónica. Dios exige orden y sistema en su obra en nuestros días tanto como los exigía en los días de Israel. Todos los que trabajan para él han de actuar con inteligencia, no en forma negligente o al azar. El quiere que su obra se haga con fe y exactitud, para que pueda poner sobre ella el sello de su aprobación.

Dios mismo dirigió a los israelitas en todos sus viajes. El sitio en que habían de acampar les era indicado por el descenso de la columna de nube; y mientras habían de permanecer en el campamento, la nube se mantenía asentada sobre el tabernáculo. Cuando era tiempo de que continuaran su viaje, la columna se levantaba en lo alto sobre la sagrada tienda. Una invocación solemne distinguía tanto el alto como la partida de los israelitas. “Y fué, que en moviendo el arca, Moisés decía: Levántate, Jehová, y sean disipados tus enemigos, y huyan de tu presencia los que te aborrecen. Y cuando ella asentaba, decía: Vuelve, Jehová, a los millares de millares de Israel.” Vers. 35, 36.

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Una distancia de sólo once días de viaje mediaba entre el Sinaí y Cades, en la frontera de Canaán; y fué con la esperanza de entrar rápidamente en la buena tierra cómo las huestes de Israel reanudaron su marcha cuando la nube dió por último la señal para seguir hacia adelante. Jehová había obrado maravillas al sacarlos de Egipto y ¿qué bendiciones no podrían esperar, ahora que habían pactado formalmente aceptarle como su Soberano, y habían sido reconocidos como el pueblo escogido del Altísimo?

No obstante, a muchos les costaba abandonar el sitio donde habían acampado por tan largo tiempo. Habían llegado casi a considerarlo como su hogar. Al abrigo de aquellas murallas de granito, Dios había reunido a su pueblo aparte de todas las demás naciones, para repetirle su santa ley. Se deleitaban en mirar el sagrado monte, en cuyos picos blanquecinos y cumbres estériles la divina gloria se había manifestado ante ellos tantas veces. Ese escenario estaba tan íntimamente asociado con la presencia de Dios y de los santos ángeles que les parecía demasiado sagrado para abandonarlo irreflexiva o siquiera alegremente.

A la señal de los trompeteros, sin embargo, todo el campamento se puso en marcha, llevando el tabernáculo en medio, ocupando cada tribu su sitio señalado, bajo su propia bandera. Todos los ojos miraron ansiosamente para ver en qué dirección les guiaría la nube. Cuando se movió hacia el este, donde sólo había sierras negras y desoladas, un sentimiento de tristeza y de duda se apoderó de muchos corazones.

A medida que avanzaban, el camino se les hizo más escabroso. Iba por hondonadas pedregosas y páramos estériles. Alrededor de ellos estaba el gran desierto, estaban en “una tierra desierta y despoblada, por tierra seca y de sombra de muerte, por una tierra por la cual no pasó varón, ni allí habitó hombre.” Jeremías 2:6. Los desfiladeros rocallosos, tanto los lejanos como los cercanos, estaban repletos de hombres, mujeres y niños, con bestias y carros, e hileras interminables de rebaños y manadas. El progreso de su marcha era necesariamente lento y trabajoso; y después de haber estado acampadas por tanto tiempo, las multitudes no estaban preparadas para soportar los peligros y las incomodidades de la jornada.

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Después de tres días de viaje, se oyeron quejas. Estas se originaron entre la turba mixta que abarcaba a mucha gente que no estaba completamente unida a Israel, sino que se mantenía siempre alerta para notar cualquier motivo de crítica. A los quejosos no los satisfacía la dirección que se seguía en la marcha, y constantemente censuraban la manera en que Moisés los dirigía, aunque sabían que, como ellos mismos, él seguía la nube orientadora. El desafecto es contagioso y pronto cundió por todo el campamento.

Nuevamente comenzaron a clamar pidiendo carne para comer. A pesar de que se les había suministrado maná en abundancia, no estaban satisfechos. Durante su esclavitud en Egipto, los israelitas se habían visto obligados a sustentarse con una alimentación común y sencilla, pero su apetito aguzado por las privaciones y el trabajo rudo la encontraba sabrosa. Pero muchos de los egipcios que estaban ahora entre ellos, estaban acostumbrados a un régimen de lujo; y éstos fueron los primeros en quejarse. Cuando estaba por darles maná, un poco antes de que llegara Israel al Sinaí, Dios les concedió carne en respuesta a sus clamores; pero se la suministró por un día solamente.

Dios podría haberles suplido carne tan fácilmente como les proporcionaba maná; pero para su propio bien se les impuso una restricción. Dios se proponía suplirles alimentos más apropiados a sus necesidades que el régimen estimulante al que muchos se habían acostumbrado en Egipto. Su apetito pervertido debía ser corregido y devuelto a una condición más saludable a fin de que pudieran hallar placer en el alimento que originalmente se proveyó para el hombre: los frutos de la tierra, que Dios dió a Adán y a Eva en el Edén. Por este motivo quedaron los israelitas en gran parte privados de alimentos de origen animal.

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Satanás los tentó para que consideraran esta restricción como cruel e injusta. Les hizo codiciar las cosas prohibidas, porque vió que la complacencia desenfrenada del apetito tendería a producir sensualidad, y por estos medios le resultaría más fácil dominarlos. El autor de las enfermedades y las miserias asaltará a los hombres donde pueda alcanzar más éxito. Mayormente por las tentaciones dirigidas al apetito, ha logrado inducir a los hombres a pecar desde la época en que indujo a Eva a comer el fruto prohibido, y por este mismo medio indujo a Israel a murmurar contra Dios. Porque favorece efectivamente a la satisfacción de las pasiones bajas, la intemperancia en el comer y en el beber prepara el camino para que los hombres menosprecien todas las obligaciones morales. Cuando la tentación los asalta, tienen muy poca fuerza de resistencia.

Dios sacó a los israelitas de Egipto para establecerlos en la tierra de Canaán, como un pueblo puro, santo y feliz. En el logro de este propósito les hizo pasar por un curso de disciplina, tanto para su propio bien como para el de su posteridad. Si hubieran querido dominar su apetito en obediencia a las sabias restricciones de Dios, no se habría conocido debilidad ni enfermedad entre ellos; sus descendientes habrían poseído fuerza física y espiritual. Habrían tenido percepciones claras y precisas de la verdad y del deber, discernimiento agudo y sano juicio. Pero no quisieron someterse a las restricciones y a los mandamientos de Dios, y esto les impidió, en gran parte, llegar a la alta norma que él deseaba que ellos alcanzasen, y recibir las bendiciones que él estaba dispuesto a concederles.

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Dice el salmista: “Pues tentaron a Dios en su corazón, pidiendo comida a su gusto. Y hablaron contra Dios, diciendo: ¿Podrá poner mesa en el desierto? He aquí ha herido la peña, y corrieron aguas, y arroyos salieron ondeando: ¿podrá también dar pan? ¿aparejará carne a su pueblo? Por tanto oyó Jehová, e indignóse.” Salmos 78:18-21. Las murmuraciones y las asonadas habían sido frecuentes durante el trayecto del mar Rojo al Sinaí, pero porque se compadecía de su ignorancia y su ceguedad Dios no castigó el pecado de ellos con sus juicios. Pero desde entonces se les había revelado en Horeb. Habían recibido mucha luz, pues habían visto la majestad, el poder y la misericordia de Dios; y por su incredulidad y descontento incurrieron en gran culpabilidad. Además, habían pactado aceptar a Jehová como su rey y obedecer su autoridad. Sus murmuraciones eran ahora rebelión, y como tal habían de recibir pronto y señalado castigo, si se quería preservar a Israel de la anarquía y la ruina. “Enardecióse su furor, y encendióse en ellos fuego de Jehová y consumió el un cabo del campo.” Véase Números 11. Los más culpables de los quejosos quedaron muertos, fulminados por el rayo de la nube.

Aterrorizado, el pueblo suplicó a Moisés que implorase al Señor en su favor. Así lo hizo, y el fuego se extinguió. En memoria de este castigo Moisés llamó aquel sitio Taberah, “incendio.”

Pero la iniquidad empeoró pronto. En vez de llevar a los sobrevivientes a la humillación y al arrepentimiento, este temible castigo no pareció tener en ellos otro fruto que intensificar las murmuraciones. Por todas partes el pueblo se reunía a la puerta de sus tiendas, llorando y lamentándose. “Y el vulgo que había en medio tuvo un vivo deseo, y volvieron, y aun lloraron los hijos de Israel, y dijeron: ¡Quién nos diera a comer carne! Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto de balde, de los cohombros, y de los melones, y de los puerros, y de las cebollas, y de los ajos: y ahora nuestra alma se seca; que nada sino maná ven nuestros ojos.” Así manifestaron su descontento con los alimentos que su Creador les proporcionaba. No obstante, tenían pruebas constantes de que ese alimento se adaptaba a sus necesidades; pues a pesar de las tribulaciones que soportaban, no había una sola persona débil en todas las tribus.

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El corazón de Moisés desfalleció. Había suplicado que Israel no fuese destruído, aun cuando esa destrucción habría permitido que su propia posteridad se convirtiese en una gran nación. En su amor por los hijos de Israel, había pedido que su propio nombre fuese borrado del libro de la vida antes de que se los dejara perecer. Lo había arriesgado todo por ellos, y ésta era su respuesta. Le achacaban todas las tribulaciones que pasaban, aun los sufrimientos imaginarios, y sus murmuraciones inicuas hacían doblemente pesada la carga de cuidado y responsabilidad bajo la cual vacilaba. En su angustia llegó hasta sentirse tentado a desconfiar de Dios. Su oración fué casi una queja: “¿Por qué has hecho mal a tu siervo? ¿y por qué no he hallado gracia en tus ojos, que has puesto la carga de todo este pueblo sobre mí? … ¿De dónde tengo yo carne para dar a todo este pueblo? porque lloran a mí, diciendo: Danos carne que comamos. No puedo yo solo soportar a todo este pueblo, que me es pesado en demasía.”

El Señor oyó su oración, y le ordenó convocar a setenta hombres de entre los ancianos de Israel, hombres no sólo entrados en años, sino que poseyeran dignidad, sano juicio y experiencia. “Y tráelos—dijo—a la puerta del tabernáculo del testimonio, y esperen allí contigo. Y yo descenderé y hablaré allí contigo; y tomaré del espíritu que está en ti, y pondré en ellos; y llevarán contigo la carga del pueblo, y no la llevarás tú solo.”

El Señor permitió a Moisés que él mismo escogiera los hombres más fieles y eficientes para que compartieran la responsabilidad con él. La influencia de ellos serviría para refrenar la violencia del pueblo y reprimir la insurrección; no obstante, graves males resultarían eventualmente del ascenso de ellos. Nunca habrían sido escogidos si Moisés hubiera manifestado una fe correspondiente a las pruebas que había presenciado del poder y de la bondad de Dios. Pero había exagerado sus propios servicios y cargas, y casi había perdido de vista el hecho de que no era sino el instrumento por medio del cual Dios había obrado. No tenía excusa por haber participado, aun en mínimo grado, del espíritu de murmuración que era la maldición de Israel. Si hubiera confiado por completo en Dios, el Señor le habría guiado continuamente, y le habría dado fortaleza para toda emergencia.

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A Moisés se le dieron instrucciones para que preparara al pueblo para lo que Dios iba a hacer en su favor. “Santificaos para mañana, y comeréis carne: pues que habéis llorado en oídos de Jehová, diciendo: ¡Quién nos diera a comer carne! ¡cierto mejor nos iba en Egipto! Jehová, pues, os dará carne, y comeréis. No comeréis un día, ni dos días, ni cinco días, ni diez días, ni veinte días; sino hasta un mes de tiempo, hasta que os salga por las narices, y os sea en aborrecimiento: por cuanto menospreciasteis a Jehová que está en medio de vosotros, y llorasteis delante de él, diciendo: ¿Para qué salimos acá de Egipto?”

“Seiscientos mil de a pie es el pueblo en medio del cual yo estoy—dijo Moisés;—y tú dices: Les daré carne, y comerán el tiempo de un mes. ¿Se han de degollar para ellos ovejas y bueyes que les basten? ¿o se juntarán para ellos todos los peces de la mar para que tengan abasto?”

Dios le reprendió así por su falta de confianza: “¿Hase acortado la mano de Jehová? ahora verás si te sucede mi dicho, o no.”

Moisés repitió al pueblo las palabras del Señor, y le anunció el nombramiento de los setenta ancianos. Las instrucciones que el gran jefe les dió a estos hombres escogidos podrían muy bien servir como modelo de integridad judicial para los jueces y legisladores de los tiempos modernos: “Oíd entre vuestros hermanos, y juzgad justamente entre el hombre y su hermano, y el que le es extranjero. No tengáis respeto de personas en el juicio: así al pequeño como el grande oiréis: no tendréis temor de ninguno, porque el juicio es de Dios.” Deuteronomio 1:16, 17.

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Luego Moisés hizo comparecer a los setenta ante el tabernáculo. “Entonces Jehová descendió en la nube, y hablóle; y tomó del espíritu que estaba en él, y púsolo en los setenta varones ancianos; y fué que, cuando posó sobre ellos el espíritu, profetizaron, y no cesaron.” Como los discípulos en el día de Pentecostés, fueron “investidos de potencia de lo alto.” Lucas 24:49. Plugo al Señor prepararlos así para su obra, y honrarlos en presencia del pueblo, para que se estableciera confianza en ellos como hombres escogidos divinamente para participar con Moisés en el gobierno de Israel.

Nuevamente se manifestó el espíritu elevado y desinteresado del gran caudillo. Dos de los setenta ancianos, teniéndose humildemente por indignos de un cargo de tanta responsabilidad, no habían concurrido con sus hermanos ante el tabernáculo; pero el Espíritu de Dios descendió sobre ellos donde estaban, y ellos también ejercieron el don de profecía. Cuando se le informó esto a Josué, quiso poner coto a esta irregularidad, temiendo que pudiera fomentar la división. Celoso por el honor de su jefe, dijo: “Señor mío Moisés, impídelos.” Pero él contestó: “¿Tienes tú celos por mí? mas ojalá que todo el pueblo de Jehová fuesen profetas, que Jehová pusiera su espíritu sobre ellos.”

Un viento fuerte, que sopló entonces de la mar, trajo bandadas de codornices, “y dejólas sobre el real, un día de camino de la una parte, y un día de camino de la otra, en derredor del campo, y casi dos codos sobre la haz de la tierra.” Todo aquel día y aquella noche, y el siguiente día, el pueblo trabajó recogiendo el alimento que milagrosamente se le había provisto. Recogieron grandes cantidades de codornices. “El que menos, recogió diez homeres.” [V.M.] Se conservó por desecamiento todo lo que no era necesario para el consumo del momento, de manera que la provisión, tal como Dios lo había prometido, fué suficiente para todo un mes.

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Dios dió a los israelitas lo que no era para su mayor beneficio porque habían insistido en desearlo; no querían conformarse con las cosas que mejor podían aprovecharles. Sus deseos rebeldes fueron satisfechos, pero se les dejó que sufrieran las consecuencias. Comieron desenfrenadamente y sus excesos fueron rápidamente castigados. “Hirió Jehová al pueblo con una muy grande plaga.” Muchos fueron postrados por fiebres calcinantes, mientras que los más culpables de entre ellos fueron heridos apenas probaron los alimentos que habían codiciado.

En Haseroth, el siguiente sitio en donde acamparon después de salir de Taberah, una prueba aun mayor le esperaba a Moisés. Aarón y María habían ocupado una posición encumbrada en la dirección de los asuntos de Israel. Ambos tenían el don de profecía, y ambos habían estado asociados divinamente con Moisés en el libramiento de los hebreos. “Envié delante de ti a Moisés, y a Aarón, y a María” (Miqueas 6:4), declaró el Señor por medio del profeta Miqueas. En temprana edad María había revelado su fuerza de carácter, cuando siendo niña vigiló a la orilla del Nilo el cesto en que estaba escondido el niño Moisés. Su dominio propio y su tacto habían contribuído a salvar la vida del libertador del pueblo. Ricamente dotada en cuanto a la poesía y la música, María había dirigido las mujeres de Israel en los cantos de alabanza y las danzas en las playas del mar Rojo. Ocupaba el segundo puesto después de Moisés y Aarón en los afectos del pueblo y los honores otorgados por el Cielo. Pero el mismo mal que causó la primera discordia en el cielo, brotó en el corazón de esta mujer de Israel, y no faltó quien simpatizara con ella en su desafecto.

Ni María ni Aarón fueron consultados en el nombramiento de los setenta ancianos, y esto despertó sus celos contra Moisés. Durante la visita de Jetro, mientras los israelitas iban hacia el Sinaí, la pronta aceptación por Moisés de los consejos de su suegro hizo temer a Aarón y María que la influencia que ejercía sobre el gran caudillo superase a la propia. En la organización del consejo de los ancianos, creyeron que tanto su posición como su autoridad habían sido menospreciadas. Nunca habían conocido María y Aarón la carga de cuidado y responsabilidad que había pesado sobre Moisés. No obstante, por haber sido escogidos para ayudarle, se consideraban copartícipes con él de la carga de dirigir al pueblo, y estimaban innecesario el nombramiento de más asistentes.

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Moisés comprendía la importancia de la gran obra que se le había encomendado como ningún otro hombre la comprendió jamás. Se daba cuenta de su propia debilidad, e hizo a Dios su consejero. Aarón se tenía en mayor estima y confiaba menos en Dios. Había fracasado cuando se le había encomendado responsabilidad; y reveló la debilidad de su carácter por su baja condescendencia en el asunto del culto idólatra en el Sinaí. Pero María y Aarón, cegados por los celos y la ambición, perdieron esto de vista. Dios había honrado altamente a Aarón al designar su familia para los cargos sagrados del sacerdocio; sin embargo, aun esto contribuía ahora a intensificar su deseo de exaltación. “Y dijeron: ¿Solamente por Moisés ha hablado Jehová? ¿no ha hablado también por nosotros?” Véase Números 12. Creyéndose igualmente favorecidos por Dios, pensaron que tenían derecho a la misma posición y autoridad que Moisés.

Cediendo al espíritu de desafecto, María halló motivo de queja en cosas que Dios había sobreseído especialmente. El matrimonio de Moisés la había disgustado. El hecho de que había elegido esposa en otra nación, en vez de tomarla de entre los hebreos, ofendía a su familia y al orgullo nacional. Se la trataba a Séfora con un menosprecio mal disimulado.

Aunque se la llama “mujer cusita” (V.M.) o “etíope,” la esposa de Moisés era de origen madianita, y por lo tanto, descendiente de Abrahán. En su aspecto personal difería de los hebreos en que era un tanto más morena. Aunque no era israelita, Séfora adoraba al Dios verdadero. Era de un temperamento tímido y retraído, tierno y afectuoso, y se afligía mucho en presencia de los sufrimientos. Por ese motivo cuando Moisés fué a Egipto, consintió él en que ella regresara a Madián. Quería evitarle la pena que le significaría presenciar los juicios que iban a caer sobre los egipcios.

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Cuando Séfora se reunió con su marido en el desierto, vió que las cargas que llevaba estaban agotando sus fuerzas, y comunicó sus temores a Jetro, quien sugirió que se tomasen medidas para aliviarle. Esta era la razón principal de la antipatía de María hacia Séfora. Herida por el supuesto desdén infligido a ella y a Aarón, y considerando a la esposa de Moisés como causante de la situación, concluyó que la influencia de ella le había impedido a Moisés que los consultara como lo había hecho antes. Si Aarón se hubiese mantenido firme de parte de lo recto, habría impedido el mal; pero en vez de mostrarle a María lo pecaminoso de su conducta, simpatizó con ella, prestó oídos a sus quejas, y así llegó a participar de sus celos.

Moisés soportó sus acusaciones en silencio paciente y sin queja. Fué la experiencia que adquiriera durante los muchos años de trabajo y espera en Madián, el espíritu de humildad y longanimidad que cultivara allí, lo que preparó a Moisés para arrostrar con paciencia la incredulidad y la murmuración del pueblo, y el orgullo y la envidia de los que hubieran debido ser sus asistentes firmes y resueltos. “Y aquel varón Moisés era muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra,” y por este motivo Dios le otorgó más de su sabiduría y dirección que a todos los demás. Dice la Escritura: “Encaminará a los humildes por el juicio, y enseñará a los mansos su carrera.” Salmos 25:9. Los mansos son dirigidos por el Señor, porque son dóciles y dispuestos a recibir instrucción. Tienen un deseo sincero de saber y hacer la voluntad de Dios. Esta es la promesa del Salvador: “El que quisiere hacer su voluntad, conocerá de la doctrina si viene de Dios.” Juan 7:17. Y declara por medio del apóstol Santiago: “Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, demándela a Dios, el cual da a todos abundantemente, y no zahiere; y le será dada.” Santiago 1:5. Pero la promesa es solamente para los que quieran seguirle del todo. Dios no fuerza la voluntad de nadie; por consiguiente, no puede conducir a los que son demasiado orgullosos para recibir instrucción, que se empeñan en hacer su propia voluntad. Acerca de quien adolezca duplicidad mental, es decir quien procura seguir los dictados de su propia voluntad, mientras profesa seguir la voluntad de Dios, se ha escrito: “No piense pues el tal hombre que recibirá ninguna cosa del Señor.” Vers. 7.

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Dios había escogido a Moisés y le había investido de su Espíritu; y por su murmuración María y Aarón se habían hecho culpables de deslealtad, no sólo hacia el que fuera designado como su jefe sino también hacia Dios mismo. Los murmuradores sediciosos fueron convocados al tabernáculo y careados con Moisés. “Entonces Jehová descendió en la columna de la nube, y púsose a la puerta del tabernáculo, y llamó a Aarón y a María.” No negaron sus aseveraciones acerca de las manifestaciones del don de profecía por su intermedio; Dios podía haberles hablado en visiones y sueños. Pero a Moisés, a quien el Señor mismo declaró “fiel en toda mi casa,” se le había otorgado una comunión más estrecha. Con él Dios hablaba “boca a boca.” “¿Por qué pues no tuvisteis temor de hablar contra mi siervo Moisés? Entonces el furor de Jehová se encendió en ellos; y fuése.” La nube desapareció del tabernáculo como señal del desagrado de Dios, y María fué castigada. Quedó “leprosa como la nieve.” A Aarón se le perdonó el castigo, pero el de María fué una severa reprensión para él. Entonces, humillado hasta el polvo el orgullo de ambos, Aarón confesó el pecado que habían cometido e imploró al Señor que no dejara perecer a su hermana por aquel azote repugnante y fatal. En respuesta a las oraciones de Moisés, se limpió la lepra de María. Sin embargo, ella fué excluída del campo durante siete días. Tan sólo cuando quedó desterrada del campamento volvió el símbolo del favor de Dios a posarse sobre el tabernáculo. En consideración a su elevada posición, y en señal de pesar por el golpe que ella había recibido, todo el pueblo permaneció en Haseroth, en espera de su regreso.

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Esta manifestación del desagrado del Señor tenía por objeto advertir a todo Israel que pusiera coto al creciente espíritu de descontento y de insubordinación. Si el descontento y la envidia de María no hubiesen recibido una señalada reprensión, habrían resultado en grandes males. La envidia es una de las peores características satánicas que puedan existir en el corazón humano, y es una de las más funestas en sus consecuencias. Dice el sabio: “Cruel es la ira, e impetuoso el furor; mas ¿quién parará delante de la envidia?” Proverbios 27:4. Fué la envidia la que causó la primera discordia en el cielo, y el albergarla ha obrado males indecibles entre los hombres. “Porque donde hay envidia y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa.” Santiago 3:16.

No debemos considerar como cosa baladí el hablar mal de los demás, ni constituirnos nosotros mismos en jueces de sus motivos o acciones. “El que murmura del hermano, y juzga a su hermano, este tal murmura de la ley, y juzga a la ley; pero si tú juzgas a la ley, no eres guardador de la ley, sino juez.” Santiago 4:11. Sólo hay un Juez, “el cual también aclarará lo oculto de las tinieblas, y manifestará los intentos de los corazones.” 1 Corintios 4:5. Y todo el que se encargue de juzgar y condenar a sus semejantes usurpa la prerrogativa del Creador.

La Biblia nos enseña en forma especial que prestemos cuidado a no acusar precipitadamente a los llamados por Dios para que actúen como sus embajadores. El apóstol Pedro, al describir una clase de pecadores empedernidos, los llama “atrevidos, contumaces, que no temen decir mal de las potestades superiores: como quiera que los mismos ángeles, que son mayores en fuerza y en potencia, no pronuncian juicio de maldición contra ellas delante del Señor.” 2 Pedro 2:10, 11. Y Pablo, en sus instrucciones dadas a los que dirigen las iglesias, dice: “Contra el anciano no recibas acusación sino con dos o tres testigos.” 1 Timoteo 5:19. El que impuso a ciertos hombres la pesada carga de ser dirigentes y maestros de su pueblo, hará a éste responsable de la manera en que trate a sus siervos. Hemos de honrar a quienes Dios honró. El castigo que cayó sobre María debe servir de reprensión para todos los que, cediendo a los celos, murmuren contra aquellos sobre quienes Dios puso la pesada carga de su obra.

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