Este capítulo está basado en Números 20.
De la roca que Moisés hirió, brotó primeramente el arroyo de agua viva que refrescó a Israel en el desierto. Durante todas sus peregrinaciones, doquiera fuese necesario, un milagro de la misericordia de Dios les proporcionó agua. Pero las aguas no siguieron fluyendo de Horeb. Dondequiera que les hacía falta agua en su peregrinaje, fluía de las hendiduras de las rocas y corría al lado de su campamento.
Cristo era quien, por el poder de su palabra, hacía fluir el arroyo refrescante para Israel. “Bebían de la piedra espiritual que los seguía, y la piedra era Cristo.” El era la fuente de todas las bendiciones, tanto temporales como también espirituales. Cristo, la Roca verdadera, los acompañó en toda su peregrinación. “No tuvieron sed cuando los llevó por los desiertos; hízoles correr agua de la piedra; cortó la peña, y corrieron aguas.” “Abrió la peña, y fluyeron aguas; corrieron por los secadales como un río.” 1 Corintios 10:4; Isaías 48:21; Salmos 105:41.
La roca herida era una figura de Cristo, y mediante este símbolo se enseñan las más preciosas verdades espirituales. Así como las aguas vivificadoras fluían de la roca herida, de Cristo, “herido de Dios y abatido,” “herido … por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados,” fluye la corriente de la salvación para una raza perdida. Como la roca fué herida una vez, así también Cristo había de ser “ofrecido una vez para agotar los pecados de muchos.” Isaías 53:4, 5; Hebreos 9:28. Nuestro Salvador no había de ser sacrificado una segunda vez; y solamente es necesario para los que buscan las bendiciones de su gracia que las pidan en el nombre de Jesús, exhalando los deseos de su corazón en oración penitente. La tal oración presentará al Señor de los ejércitos las heridas de Jesús, y entonces brotará de nuevo la sangre vivificante, simbolizada por la corriente de agua viva que fluía para Israel.
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Una vez establecidos en Canaán, los israelitas se acostumbraron a celebrar con demostraciones de gran regocijo el flujo del agua de la roca en el desierto. En la época de Cristo esta celebración se había convertido en una ceremonia muy impresionante. Se realizaba en ocasión de la fiesta de las cabañas, cuando el pueblo de todo el país se congregaba en Jerusalén. Durante los siete días de la fiesta los sacerdotes salían cada día acompañados de música y del coro de los levitas, a sacar en un recipiente de oro agua de la fuente de Siloé. Iban seguidos por grandes multitudes de adoradores, de los cuales tantos como podían acercarse al agua bebían de ella, mientras se elevaban los acordes llenos de júbilo: “Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salud.” Isaías 12:3. Luego el agua sacada por los sacerdotes era conducida al templo en medio de la algazara de las trompetas y de los cantos solemnes: “Nuestros pies estuvieron en tus puertas, oh Jerusalem.” Salmos 122:2. El agua se derramaba sobre el altar del holocausto, mientras que repercutían los cantos de alabanza y las multitudes se unían en coros triunfales acompañados por instrumentos de música y trompetas de tono profundo.
El Salvador utilizó este servicio simbólico para dirigir la atención del pueblo a las bendiciones que él había venido a traerles. “En el postrer día grande de la fiesta” se oyó su voz en tono que resonó por todos los ámbitos del templo, diciendo: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, ríos de agua viva correrán de su vientre.” “Y esto—dice Juan—dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él.” Juan 7:37-39. El agua refrescante que brota en tierra seca y estéril, hace florecer el desierto y fluye para dar vida a los que perecen, es un emblema de la gracia divina que sólo Cristo puede conceder, y que, como agua viva, purifica, refrigera y fortalece el alma. Aquel en quien mora Cristo tiene dentro de sí una fuente eterna de gracia y fortaleza. Jesús alegra la vida y alumbra el sendero de todos aquellos que le buscan de todo corazón. Su amor, recibido en el corazón, se manifestará en buenas obras para la vida eterna. Y no sólo bendice al alma de la cual brota, sino que la corriente viva fluirá en palabras y acciones justas, para refrescar a los sedientos que la rodean.
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Cristo empleó la misma figura en su conversación con la mujer de Samaria al lado del pozo de Jacob: “Mas el que bebiere del agua que yo le daré, para siempre no tendrá sed; mas el agua que yo le daré, será en él una fuente de agua que salte para vida eterna.” Juan 4:14. Cristo combina los dos símbolos. El es la roca y es el agua viva.
Las mismas figuras, bellas y expresivas, se conservan en toda la Biblia. Muchos siglos antes que viniera Cristo, Moisés le señaló como la roca de la salvación de Israel (Deuteronomio 32:15); el salmista cantó sus loores, y le llamó “roca mía y redentor mío,” “la roca de mi fortaleza,” “peña más alta que yo,” “mi roca y mi fortaleza,” “roca de mi corazón y mi porción,” la “roca de mi confianza.” En los cánticos de David su gracia es presentada como “aguas de reposo” en “delicados pastos,” hacia los cuales el Pastor divino guía su rebaño. Y también dice: “Tú los abrevarás del torrente de tus delicias. Porque contigo está el manantial de la vida.” Y el sabio declara: “Arroyo revertiente” es “la fuente de la sabiduría.” Para Jeremías, Cristo es la “fuente de agua viva;” para Zacarías un “manantial abierto … para el pecado y la inmundicia.” Salmos 19:14; 62:7; 61:2; 71:3; 73:26; 94:22; 23:2; 36:8, 9; Proverbios 18:4; Jeremías 2:13; Zacarías 13:1.
Isaías lo describe como “la Roca de la eternidad,” como “sombra de gran peñasco en tierra calurosa.” Y al anotar la preciosa promesa evoca el recuerdo del arroyo vivo que fluía para Israel: “Los afligidos y menesterosos buscan las aguas, que no hay; secóse de sed su lengua; yo Jehová los oiré, yo el Dios de Israel no los desampararé.” “Porque yo derramaré aguas sobre el secadal, y ríos sobre la tierra árida.” “Porque aguas serán cavadas en el desierto, y torrentes en la soledad.” Se extiende la invitación “a todos los sedientos: Venid a las aguas.” Y esta invitación se repite en las últimas páginas de la santa Palabra. El río del agua de vida, “resplandeciente como cristal,” emana del trono de Dios y del Cordero; y la misericordiosa invitación repercute a través de los siglos: “El que tiene sed, venga: y el que quiere, tome del agua de la vida de balde.” Isaías 26:4 (VM); 32:2; 41:17; 44:3; 35:6; 55:1; Apocalipsis 22:17.
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Precisamente antes de que la hueste hebrea llegara a Cades, dejó de fluir el arroyo de agua viva que por tantos años había brotado y corrido a un lado del campamento. El Señor quería probar de nuevo a su pueblo. Quería ver si habría de confiar en su providencia o imitaría la incredulidad de sus padres.
Tenían ahora a la vista las colinas de Canaán. Unos pocos días de camino los llevarían a las fronteras de la tierra prometida. Se hallaban a poca distancia de Edom, la tierra que pertenecía a los descendientes de Esaú, a través de la cual pasaba la ruta hacia Canaán. A Moisés se le había dado la orden: “Volveos al aquilón. Y manda al pueblo, diciendo: Pasando vosotros por el término de vuestros hermanos los hijos de Esaú, que habitan en Seír, ellos tendrán miedo de vosotros…. Compraréis de ellos por dinero las viandas, y comeréis; y también compraréis de ellos el agua, y beberéis.” Deuteronomio 2:3-6. Estas instrucciones debieran haber bastado para explicarles por qué se les había cortado la provisión de agua: estaban por cruzar un país bien regado y fértil, en camino directo hacia la tierra de Canaán. Dios les había prometido que pasarían sin molestias por Edom, y que tendrían oportunidad de comprar alimentos y agua suficiente para suplir a toda la hueste. La cesación del milagroso flujo de agua debiera haber sido motivo de regocijo, una señal de que la peregrinación por el desierto había terminado. Lo habrían comprendido si no los hubiera cegado la incredulidad. Pero lo que debió ser evidencia de que se cumplía la promesa de Dios, se hizo motivo de duda y murmuración. El pueblo pareció haber renunciado a toda esperanza de que Dios lo pondría en posesión de la tierra de Canaán, y clamó por las bendiciones del desierto.
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Antes de que Dios les permitiese entrar en la tierra de Canaán, los israelitas debían demostrar que creían en su promesa. El agua dejó de fluir antes que llegaran a Edom. Tuvieron pues, por lo menos durante un corto tiempo, oportunidad de andar por la fe en vez de andar confiados en lo que veían. Pero la primera prueba despertó el mismo espíritu turbulento y desagradecido que habían manifestado sus padres. En cuanto se oyó clamar por agua en el campamento, se olvidaron de la mano que durante tantos años había suplido sus necesidades, y en lugar de pedir ayuda a Dios, murmuraron contra él, exclamando en su desesperación: “¡Ojalá que nosotros hubiéramos muerto cuando perecieron nuestros hermanos delante de Jehová!” Números 20:1-13. Es decir que desearon haberse contado entre los que fueron destruidos en la rebelión de Coré.
Sus clamores se dirigían contra Moisés y contra Aarón: “¿Por qué hiciste venir la congregación de Jehová a este desierto, para que muramos aquí nosotros y nuestras bestias? ¿Y por qué nos has hecho subir de Egipto, para traernos a este mal lugar? No es lugar de sementera, de higueras, de viñas, ni granadas: ni aun de agua para beber.”
Los jefes fueron a la puerta del tabernáculo, y se postraron. Nuevamente “la gloria de Jehová apareció sobre ellos,” y Moisés recibió la orden: “Toma la vara, y reune la congregación, tú y Aarón tu hermano, y hablad a la peña en ojos de ellos; y ella dará su agua, y les sacarás agua de la peña.”
Los dos hermanos se presentaron ante el pueblo, llevando Moisés la vara de Dios en la mano. Ambos eran ya hombres muy ancianos. Habían sobrellevado mucho tiempo la rebelión y la testarudez de Israel; pero ahora por último aun la paciencia de Moisés se agotó. “Oíd ahora, rebeldes—exclamó:—¿os hemos de hacer salir aguas de esta peña?” Y en vez de hablar a la roca, como Dios le había mandado, la hirió dos veces con la vara.
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El agua brotó en abundancia para satisfacer a la hueste. Pero se había cometido un gran agravio. Moisés había hablado, movido por la irritación; sus palabras expresaban la pasión humana más bien que una santa indignación porque Dios había sido deshonrado. “Oíd ahora, rebeldes,” había dicho. La acusación era veraz, pero ni aun la verdad debe decirse apasionada o impacientemente. Cuando Dios le había mandado a Moisés que acusara a los israelitas de rebelión, las palabras habían sido dolorosas para él y difíciles de soportar para ellos; sin embargo, Dios le había sostenido a él para dar el mensaje. Pero cuando se arrogó la responsabilidad de acusarlos, contristó al Espíritu de Dios y sólo le hizo daño al pueblo. Evidenció su falta de paciencia y de dominio propio. Así dió al pueblo oportunidad de dudar de que sus procedimientos anteriores hubieran sido dirigidos por Dios, y de excusar sus propios pecados. Tanto Moisés como los hijos de Israel habían ofendido a Dios. Su conducta, dijeron ellos, había merecido desde un principio crítica y censura. Ahora habían encontrado el pretexto que deseaban para rechazar todas las reprensiones que Dios les había mandado por medio de su siervo.
Moisés demostró que desconfiaba de Dios. “¿Os hemos de hacer salir aguas de esta peña?” preguntó él, como si el Señor no fuera a cumplir lo que había prometido. “No creísteis en mí, para santificarme en ojos de Israel,” dijo el Señor a los dos hermanos. Cuando el agua dejó de fluir y al oír las murmuraciones y la rebelión del pueblo, vaciló la fe de ambos en el cumplimiento de las promesas de Dios. La primera generación había sido condenada a perecer en el desierto a causa de su incredulidad; pero se veía el mismo espíritu en sus hijos. ¿Dejarían éstos también de recibir la promesa? Cansados y desalentados, Moisés y Aarón no habían hecho esfuerzo alguno para detener la corriente del sentimiento popular. Si ellos mismos hubiesen manifestado una fe firme en Dios, habrían podido presentar el asunto al pueblo en forma tal que lo hubiera capacitado para soportar esta prueba. Por el ejercicio rápido y decisivo de la autoridad que se les había otorgado como magistrados, habrían sofocado la murmuración. Era su deber hacer todo lo que estuviese a su alcance por crear un estado mejor de cosas entre el pueblo antes de pedir a Dios que hiciera la obra por ellos. Si en Cades se hubiese evitado a tiempo la murmuración, ¡cuántos males subsiguientes se habrían evitado!
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Por su acto temerario Moisés restó fuerza a la lección que Dios se proponía enseñar. Siendo la roca un símbolo de Cristo, había sido herida una vez, como Cristo había de ser ofrecido una vez. La segunda vez bastaba hablar a la roca, así como ahora sólo tenemos que pedir las bendiciones en el nombre de Jesús. Al herir la roca por segunda vez, se destruyó el significado de esta bella figura de Cristo.
Más aún, Moisés y Aarón se habían arrogado un poder que sólo pertenece a Dios. La necesidad de que Dios interviniera daba gran solemnidad a la ocasión, y los jefes de Israel debieran haberse valido de ella para inculcar en la gente reverencia hacia Dios y fortalecer su fe en el poder y la bondad de Dios. Cuando exclamaron airadamente: “¿Os hemos de hacer salir aguas de esta peña?” se pusieron en lugar de Dios, como si dispusieran de poder ellos mismos, seres sujetos a las debilidades y pasiones humanas. Abrumado por la continua murmuración y rebelión del pueblo, Moisés perdió de vista a su Ayudador Omnipotente, y sin la fuerza divina se le dejó manchar su foja de servicios por una manifestación de debilidad humana. El hombre que hubiera podido conservarse puro, firme y desinteresado hasta el final de su obra, fué vencido por último. Dios quedó deshonrado ante la congregación de Israel, cuando debió ser engrandecido y ensalzado.
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En esta ocasión, Dios no dictó juicios contra los impíos cuyo procedimiento inicuo había provocado tanta ira en Moisés y Aarón. Toda la reprensión cayó sobre los dos jefes. Los que representaban a Dios no le habían honrado. Moisés y Aarón se habían sentido agraviados, y no habían tenido en cuenta que las murmuraciones del pueblo no eran contra ellos, sino contra Dios. Por mirar a sí mismos y apelar a sus propias simpatías, habían caído inconscientemente en pecado, y no expusieron al pueblo la gran culpabilidad en que había incurrido ante Dios.
Amargo y profundamente humillante fué el juicio que se pronunció en seguida. “Jehová dijo a Moisés y a Aarón: Por cuanto no creísteis en mí, para santificarme en ojos de los hijos de Israel, por tanto, no meteréis esta congregación en la tierra que les he dado.” Juntamente con el rebelde Israel, habrían de morir antes de que se cruzara el Jordán. Si Moisés y Aarón se hubieran tenido en alta estima o si hubieran dado rienda suelta a un espíritu apasionado frente a la amonestación y reprensión divinas, su culpa habría sido mucho mayor. Pero no se los podía acusar de haber pecado intencionada y deliberadamente; habían sido vencidos por una tentación repentina, y su contrición fué inmediata y de todo corazón. El Señor aceptó su arrepentimiento, aunque, a causa del daño que su pecado pudiera ocasionar entre el pueblo, no podía remitir el castigo.
Moisés no ocultó su sentencia, sino que le dijo al pueblo que por no haber atribuído la gloria a Dios, no lo podría introducir en la tierra prometida. Lo invitó a que notara cuán severo era el castigo que se le infligía, y luego considerara cómo debía de juzgar Dios sus murmuraciones y su modo de atribuir a un simple hombre los juicios que habían merecido todos por sus pecados. Les explicó cómo había suplicado a Dios que le remitiera la sentencia y ello le había sido negado. “Mas Jehová se había enojado contra mí por causa de vosotros—dijo,—por lo cual no me oyó.” Deuteronomio 3:26.
Cada vez que se vieran en dificultad o prueba, los israelitas habían estado dispuestos a culpar a Moisés por haberlos sacado de Egipto, como si Dios no hubiese intervenido en el asunto. Durante toda su peregrinación, cuando se quejaban de las dificultades del camino y murmuraban contra sus jefes, Moisés les decía: “Vuestra murmuración se dirige contra Dios. El, y no yo, es quien os libró.” Pero con sus palabras precipitadas ante la roca: “¿Os hemos de hacer salir aguas?” admitía virtualmente el cargo que ellos le hacían, y con ello los habría de confirmar en su incredulidad y justificaría sus murmuraciones. El.Señor quería eliminar para siempre de su mente esta impresión al prohibir a Moisés que entrara en la tierra prometida. Ello probaba en forma inequívoca que su caudillo no era Moisés, sino el poderoso Angel de quien el Señor había dicho: “He aquí yo envío el Angel delante de ti para que te guarde en el camino, y te introduzca en el lugar que yo he preparado. Guárdate delante de él, y oye su voz … porque mi nombre está en él.” Éxodo 23:20, 21.
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“Jehová se había enojado contra mí por causa de vosotros,” dijo Moisés. Todos los ojos de Israel estaban fijos en Moisés, y su pecado arrojaba una sombra sobre Dios, que le había escogido como jefe de su pueblo. Toda la congregación sabía de la transgresión; y si se la hubiera pasado por alto como cosa sin importancia, se habría creado la impresión de que bajo una gran provocación la incredulidad y la impaciencia podían excusarse entre aquellos que ocupaban elevados cargos de responsabilidad. Pero cuando se declaró que, a causa de aquel pecado único, Moisés y Aarón no habrían de entrar en Canaán, el pueblo se dió cuenta de que Dios no hace acepción de personas, sino que ciertamente castiga al transgresor.
La historia de Israel debía escribirse para la instrucción y advertencia de las generaciones venideras. Los hombres de todos los tiempos habrían de ver en el Dios del cielo a un Soberano imparcial que en ningún caso justifica el pecado. Pero pocos se dan cuenta de la excesiva gravedad del pecado. Los hombres se lisonjean de que Dios es demasiado bueno para castigar al transgresor. Sin embargo, a la luz de la historia bíblica es evidente que la bondad de Dios y su amor le compelen a tratar el pecado como un mal fatal para la paz y la felicidad del universo.
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Ni siquiera la integridad y la fidelidad de Moisés pudieron evitarle la retribución que merecía su culpa. Dios había perdonado al pueblo transgresiones mayores; pero no podía tratar el pecado de los caudillos como el de los acaudillados. Había honrado a Moisés por sobre todos los hombres de la tierra. Le había revelado su gloria, y por su intermedio había comunicado sus estatutos a Israel. El hecho de que Moisés había gozado de grandes luces y conocimientos, agravaba tanto más su pecado. La fidelidad de tiempos pasados no expiará una sola mala acción. Cuanto mayores sean las luces y los privilegios otorgados al hombre, tanto mayor será su responsabilidad, tanto más graves sus fracasos y faltas, y tanto mayor su castigo.
Según el juicio humano, Moisés no era culpable de un gran crimen; su pecado era una falta común. El salmista dice que “habló inconsideradamente con sus labios.” Salmos 106:33 (VM). En opinión de los hombres, ello puede parecer cosa ligera; pero si Dios trató tan severamente este pecado en su siervo más fiel y honrado, no lo disculpará ciertamente en otros. El espíritu de ensalzamiento propio, la inclinación a censurar a nuestros hermanos, desagrada sumamente a Dios. Los que se dejan dominar por estos males arrojan dudas sobre la obra de Dios, y dan a los escépticos motivos para disculpar su incredulidad. Cuanto más importante sea el cargo de uno, y tanto mayor sea su influencia, tanto más necesitará cultivar la paciencia y la humildad.
Si los hijos de Dios, especialmente los que ocupan puestos de responsabilidad, se dejan inducir a atribuirse la gloria que sólo a Dios se debe, Satanás se regocija. Ha ganado una victoria. Así fué cómo él cayó, y así es cómo obtiene el mayor éxito en sus tentaciones para arruinar a otros. Para ponernos precisamente en guardia contra sus artimañas, Dios nos ha dado en su Palabra muchas lecciones que recalcan el peligro del ensalzamiento propio. No hay en nuestra naturaleza impulso alguno ni facultad mental o tendencia del corazón, que no necesite estar en todo momento bajo el dominio del Espíritu de Dios. No hay bendición alguna otorgada por Dios al hombre, ni prueba permitida por él, que Satanás no pueda ni desee aprovechar para tentar, acosar y destruir el alma, si le damos la menor ventaja. En consecuencia, por grande que sea la luz espiritual de uno, por mucho que goce del favor y de las bendiciones divinas, debe andar siempre humildemente ante el Señor, y suplicar con fe a Dios que dirija cada uno de sus pensamientos y domine cada uno de sus impulsos.
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Todos los que profesan la vida piadosa tienen la más sagrada obligación de guardar su espíritu y de dominarse ante las mayores provocaciones. Las cargas impuestas a Moisés eran muy grandes; pocos hombres fueron jamás probados tan severamente como lo fué él; sin embargo, ello no excusó su pecado. Dios proveyó ampliamente en favor de sus hijos; y si ellos confían en su poder, nunca serán juguete de las circunstancias. Ni aun las mayores tentaciones pueden excusar el pecado. Por intensa que sea la presión ejercida sobre el alma, la transgresión es siempre un acto nuestro. No puede la tierra ni el infierno obligar a nadie a que haga el mal. Satanás nos ataca en nuestros puntos débiles, pero no es preciso que nos venza. Por severo o inesperado que sea el asalto, Dios ha provisto ayuda para nosotros, y mediante su poder podemos ser vencedores.