Este capítulo está basado en Números 20:14 y 21.
El campamento de Israel en Cades estaba a poca distancia de los límites de Edom, y tanto Moisés como el pueblo tenían muchos deseos de cruzar ese territorio para ir a la tierra prometida; así que, tal como Dios les había mandado, enviaron este mensaje al rey de Edom:
“Así dice Israel tu hermano: Tú has sabido todo el trabajo que nos ha venido: cómo nuestros padres descendieron a Egipto, y estuvimos en Egipto largo tiempo, y los Egipcios nos maltrataron, y a nuestros padres; y clamamos a Jehová, el cual oyó nuestra voz, y envió ángel, y sacónos de Egipto; y he aquí estamos en Cades, ciudad al extremo de tus confines: rogámoste que pasemos por tu tierra; no pasaremos por labranza, ni por viña, ni beberemos agua de pozos: por el camino real iremos, sin apartarnos a la diestra ni a la siniestra, hasta que hayamos pasado tu término.” Números 20:14-20.
Como contestación a esta petición cortés, recibieron una negativa amenazadora: “No pasarás por mi país, de otra manera saldré contra ti armado.”
Sorprendidos por esta negativa, los jefes de Israel enviaron otra súplica al rey, con la promesa: “Por el camino seguido iremos; y si bebiéremos tus aguas yo y mis ganados, daré el precio de ellas: ciertamente sin hacer otra cosa, pasaré de seguida.”
La contestación fué: “No pasarás.” Ya había grupos de edomitas armados en los pasos dificultosos, de manera que cualquier avance pacífico en esa dirección era imposible, y se les había prohibido a los hebreos recurrir a la fuerza para lograr su fin. Tenían que hacer un largo rodeo alrededor de la tierra de Edom.
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Si, cuando se le probó, el pueblo hubiera confiado en Dios, el Capitán de la hueste de Jehová la habría guiado a través de Edom, y el temor de ella se habría apoderado de los habitantes de la tierra, de tal manera que, en vez de manifestarles hostilidad, les hubieran hecho favores. Pero los israelitas no obraron inmediatamente según la palabra de Dios, y mientras se quejaban y murmuraban, pasó la oportunidad preciosa. Cuando por último estuvieron dispuestos a presentar su petición al rey, recibieron una negativa. Desde que salieron de Egipto, Satanás estuvo empeñado en poner obstáculos y tentaciones en su camino, para que no llegaran a heredar la tierra de Canaán. Y por su propia incredulidad le habían permitido varias veces que resistiese a los propósitos de Dios.
Es importante creer en la palabra de Dios y actuar de acuerdo a ella en seguida, mientras los ángeles están esperando para obrar en nuestro favor. Los ángeles malos están siempre listos para disputar todo paso hacia adelante. Y cuando la providencia de Dios manda a sus hijos que avancen, cuando él está dispuesto a hacer grandes cosas para ellos, Satanás los tienta a que desagraden al Señor por su vacilación y tardanza; trata de encender un espíritu de contienda y de despertar murmuraciones o incredulidad, a fin de privarlos de las bendiciones que Dios desea otorgarles. Los siervos de Dios deben ser como milicianos, siempre dispuestos a avanzar tan pronto como su providencia les abra el camino. Cualquier tardanza que haya de su parte da tiempo a que Satanás obre para derrotarlos.
En las instrucciones que se le dieron primeramente a Moisés tocante al paso de los israelitas por Edom, después de declarar que los edomitas les tendrían temor, el Señor prohibió a su pueblo que se valiera de esta ventaja. No debían los hebreos saquear a Edom por el hecho de que los favorecía el poder de Dios y de que los temores de los edomitas hacían de ellos una presa fácil. El mandamiento que se les dió fué: “Vosotros guardaos mucho: no os metáis con ellos; que no os daré de su tierra ni aun la holladura de la planta de un pie; porque yo he dado por heredad a Esaú el monte de Seír.” Deuteronomio 2:4, 5. Los edomitas eran descendientes de Abrahán e Isaac, y por amor a estos siervos suyos, Dios había sido favorable a los hijos de Esaú. Les había dado el monte de Seír como posesión, y no se los había de perturbar a menos que por sus pecados se colocaran fuera del alcance de su misericordia. Los hebreos habían de desposeer y destruir totalmente a los habitantes de Canaán, que habían colmado la medida de sus iniquidades; pero los edomitas vivían todavía su tiempo de gracia, por lo cual debían ser tratados misericordiosamente. Dios se complace en la misericordia y manifiesta su compasión antes de aplicar sus juicios. Enseñó a los israelitas a pasar sin hacer daño a Edom, antes de exigirles que destruyeran a los habitantes de Canaán.
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Los antepasados de Edom y de Israel eran hermanos, y debieran haber reinado entre ellos la bondad y la cortesía fraternal. Se les prohibió a los israelitas que vengaran entonces o en cualquier momento futuro, la afrenta que se les había hecho al negarles el paso por la tierra. No debían contar con poseer parte alguna de la tierra de Edom. Aunque los israelitas eran el pueblo escogido y favorecido de Dios, debían obedecer todas las restricciones que él les imponía. Dios les había prometido una buena herencia; pero no habían de creer por eso que ellos eran los únicos que tenían derechos en la tierra, ni tratar de expulsar a todos los demás. Se les ordenó que al tratar con los edomitas no les hiciesen injusticia. Habían de comerciar con ellos, comprarles lo que necesitaran y pagar puntualmente por todo lo que recibieran. Como aliciente para que Israel confiara en Dios y obedeciera a su palabra, se le recordó: “Jehová tu Dios te ha bendecido en toda obra de tus manos,… y ninguna cosa te ha faltado.” Deuteronomio 2:7. Israel no dependía de los edomitas, pues tenía un Dios rico y abundante en recursos. Nada debía procurar de ellos por la fuerza o el fraude, sino que más bien en todas sus relaciones debía poner en práctica este principio de la ley divina: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.”
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Si los hebreos hubiesen cruzado Edom como Dios se había propuesto, su paso habría resultado en una bendición, no sólo para ellos, sino también para los habitantes de la tierra; pues les habría permitido conocer al pueblo de Dios y su culto, y ver cómo el Dios de Jacob había prosperado a los que le amaban y le temían. Pero la incredulidad de Israel había impedido todo esto. Dios le había dado al pueblo agua en contestación a sus clamores, pero hubo de dejar que de su incredulidad proviniera su castigo. Nuevamente debían cruzar el desierto y saciar su sed en la fuente milagrosa que no habrían necesitado más si tan sólo hubieran confiado en él.
Las huestes de Israel se encaminaron, pues, nuevamente hacia el sur por tierras estériles, que les parecían aún más áridas después de haber obtenido vislumbres de los campos verdes entre las colinas y los valles de Edom. En la sierra que domina este sombrío desierto, se levanta el monte Hor, en cuya cima había de morir y ser sepultado Aarón. Cuando los israelitas llegaron a este monte, recibió Moisés la siguiente orden divina: “Toma a Aarón y a Eleazar su hijo, y hazlos subir al monte de Hor, y haz desnudar a Aarón sus vestidos, y viste de ellos a Eleazar su hijo; porque Aarón será reunido a sus pueblos, y allí morirá.” Números 20:22-29.
Juntos los dos ancianos, acompañados del hombre más joven, ascendieron trabajosamente a la cumbre del monte. La cabeza de Moisés y de Aarón estaban ya blancas con la nieve de ciento veinte inviernos. Su vida larga y llena de acontecimientos se había distinguido por las pruebas más profundas y los mayores honores que jamás le hayan tocado en suerte a ser humano alguno. Eran hombres de gran capacidad natural, y todas sus facultades habían sido desarrolladas, exaltadas y dignificadas por su comunión constante con el Infinito. Habían dedicado toda su vida a trabajar desinteresadamente para Dios y sus semejantes; sus semblantes daban evidencia de mucho poder intelectual, firmeza, nobleza de propósitos y fuertes afectos.
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Durante muchos años, Moisés y Aarón habían caminado juntos, ayudándose mutuamente en sus cuidados y en sus labores. Juntos habían arrostrado innumerables peligros, y habían compartido la señalada bendición de Dios; pero ya había llegado la hora en que debían separarse. Marchaban lentamente, pues cada momento que pasaban en su compañía mutua les resultaba sumamente precioso. El ascenso era escarpado y penoso; y durante sus frecuentes paradas para descansar, conversaban en perfecta comunión acerca del pasado y del futuro. Ante ellos, hasta donde se perdía la vista, se extendía el escenario de su peregrinación por el desierto. Abajo, en la llanura, acampaban los vastos ejércitos de Israel, a los cuales estos hombres escogidos habían dedicado la mejor parte de su vida; por cuyo bienestar habían sentido tan profundo interés y habían hecho tan grandes sacrificios. En algún sitio más allá de las montañas de Edom, estaba la senda que conducía a la tierra prometida, aquella tierra de cuyas bendiciones Moisés y Aarón no gozarían. Ningún sentimiento rebelde había en su corazón. Ninguna murmuración salió de sus labios, aunque una tristeza solemne embargó sus semblantes cuando recordaron lo que les impedía llegar a la herencia de sus padres.
La obra de Aarón en favor de Israel había terminado. Cuarenta años antes, a la edad de ochenta y tres años, Dios le había llamado para que se uniera a Moisés en su grande e importante misión. Había cooperado con su hermano en la obra de sacar a los hijos de Israel de Egipto. Había sostenido las manos del gran jefe cuando los ejércitos hebreos luchaban denodadamente con Amalec. Se le había permitido ascender al monte Sinaí, aproximarse a la presencia de Dios y contemplar la divina gloria. El Señor había conferido el sacerdocio a la familia de Aarón, y le había honrado con la santa consagración de sumo sacerdote. Le había mantenido en su santo cargo mediante las pavorosas manifestaciones del juicio divino en la destrucción de Coré y su grupo. Gracias a la intercesión de Aarón se detuvo la plaga. Cuando sus dos hijos fueron muertos por haber desacatado el expreso mandamiento de Dios, él no se rebeló ni siquiera murmuró. No obstante, la foja de servicios de su vida noble había sido manchada. Aarón cometió un grave pecado cuando cedió a los clamores del pueblo e hizo el becerro de oro en el Sinaí; y otra vez cuando se unió a María en un arrebato de envidia y murmuración contra Moisés. Y junto con Moisés ofendió al Señor en Cades cuando violaron la orden de hablar a la roca para que diese agua.
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Dios quería que estos grandes caudillos de su pueblo representasen a Cristo. Aarón llevaba el nombre de Israel en su pecho. Comunicaba al pueblo la voluntad de Dios. Entraba al lugar santísimo el día de la expiación, “no sin sangre,” como mediador en pro de todo Israel. De esa obra pasaba a bendecir a la congregación, como Cristo vendrá a bendecir a su pueblo que le espera, cuando termine la obra expiatoria que está haciendo en su favor. El exaltado carácter de aquel santo cargo como representante de nuestro gran Sumo Sacerdote, fué lo que hizo tan grave el pecado de Aarón en Cades.
Con profunda tristeza, Moisés despojó a Aarón de sus santas vestiduras y se las puso a Eleazar, quien llegó a ser así sucesor de su padre por nombramiento divino. A causa del pecado que cometió en Cades, se le negó a Aarón el privilegio de oficiar como sumo sacerdote de Dios en Canaán, de ofrecer el primer sacrificio en la buena tierra, y de consagrar así la herencia de Israel. Moisés había de continuar llevando su carga de conducir al pueblo hasta los mismos límites de Canaán. Había de llegar a ver la tierra prometida, pero no había de entrar en ella. Si estos siervos de Dios, cuando estaban frente a la roca de Cades, hubieran soportado sin murmuración alguna la prueba a que allí se los sometió, ¡cuán diferente habría sido su futuro! Jamás puede deshacerse una mala acción. Puede suceder que el trabajo de toda una vida no recobre lo que se perdió en un solo momento de tentación o aun de negligencia.
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El hecho de que faltaran del campamento los dos grandes jefes, y de que los acompañara Eleazar, quien, como era bien sabido, había de ser el sucesor de Aarón en el santo cargo, despertó un sentimiento de aprensión; y se aguardó con ansiedad el regreso de ellos. Cuando uno miraba en derredor suyo en aquella enorme congregación, veía que casi todos los adultos que salieron de Egipto habían perecido en el desierto. Un presentimiento tenebroso embargó a todos cuando recordaron la sentencia pronunciada contra Moisés y Aarón. Algunos estaban al tanto del objeto de aquel viaje misterioso a la cima del monte Hor, y su preocupación por sus jefes era intensificada por los amargos recuerdos y las acusaciones que se dirigían a sí mismos.
Por fin, columbraron las siluetas de Moisés y Eleazar, que descendían lentamente por la ladera del monte; pero Aarón no los acompañaba. Eleazar tenía puestas las vestiduras sacerdotales y ello mostraba que había sucedido a su padre en el santo cargo. Cuando el pueblo, con pesadumbre en el corazón, se congregó alrededor de su jefe, Moisés explicó que Aarón había muerto en sus brazos en el monte Hor, y que allá se le había dado sepultura. La congregación prorrumpió en llanto y en lamentación, pues todos amaban de corazón a Aarón, aunque tan a menudo le habían causado dolor. “Hiciéronle duelo por treinta días todas las familias de Israel.” Números 20:29.
Con respecto al entierro del sumo sacerdote de Israel las Escrituras relatan sencillamente: “Allí murió Aarón, y allí fué sepultado.” Deuteronomio 10:6. ¡Qué contraste tan notable hay entre este entierro, llevado a cabo de conformidad al mandamiento expreso de Dios, con los que se acostumbran hoy día! En los tiempos modernos las exequias de un hombre que ocupó una posición elevada son a menudo motivo de demostraciones pomposas y extravagantes. Cuando murió Aarón, uno de los hombres más ilustres que alguna vez hayan vivido, presenciaron su muerte y asistieron a su entierro solamente dos de sus deudos más cercanos. Y aquella tumba solitaria en la cumbre de Hor quedó vedada para siempre a los ojos de Israel. No se honra a Dios en las grandes demostraciones que se hacen a veces a los muertos y en los gastos extravagantes en que se incurre para devolver sus cuerpos al polvo.
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Toda la congregación lloró a Aarón, pero nadie pudo sentir la pérdida tan agudamente como Moisés. La muerte de Aarón recordaba vigorosamente a Moisés que su propio fin se aproximaba; pero por corto que fuera el tiempo que aun le tocara permanecer en la tierra, sentía profundamente la pérdida de su constante compañero, del que por tantos largos años había compartido sus gozos y sus tristezas, sus esperanzas y sus temores. Moisés debía ahora continuar la obra solo; pero sabía que Dios era su amigo, y en él se apoyó tanto más.
Poco tiempo después de dejar el monte de Hor, los israelitas sufrieron una derrota en el combate que sostuvieron contra Arad, uno de los reyes cananeos. Pero como pidieron fervientemente la ayuda de Dios, se les otorgó el apoyo divino, y sus enemigos fueron derrotados. La victoria, en vez de inspirarles gratitud e inducirlos a reconocer cuánto dependían de Dios, los volvió jactanciosos y seguros de sí mismos. Pronto se entregaron de nuevo a su viejo hábito de murmurar. Estaban ahora descontentos porque no se había permitido a los ejércitos de Israel que avanzaran sobre Canaán inmediatamente después de su rebelión al oír el informe de los espías, casi cuarenta años antes. Consideraban su larga estada en el desierto como una tardanza innecesaria y argüían que habrían podido vencer a sus enemigos tan fácilmente antes como ahora.
Mientras continuaban su viaje hacia el sur, hubieron de pasar por un valle ardiente y arenoso, sin sombra ni vegetación. El camino parecía largo y trabajoso, y sufrían de cansancio y de sed. Nuevamente no pudieron soportar la prueba de su fe y paciencia. Al pensar a todas horas sólo en la fase triste y tenebrosa de cuanto experimentaban, se fueron separando más y más de Dios. Perdieron de vista el hecho de que si no hubieran murmurado cuando el agua dejó de fluir en Cades, Dios les habría evitado el viaje alrededor de Edom. Dios les deseaba cosas mejores. Debieran haber llenado su corazón de gratitud hacia él porque les había infligido tan ligero castigo por su pecado. En vez de hacerlo, se jactaron diciendo que si Dios y Moisés no hubiesen intervenido, ahora estarían en posesión de la tierra prometida. Después de acarrearse dificultades que les hicieron la suerte mucho más difícil de lo que Dios se había propuesto, le culparon a él de todas sus desgracias. Sintieron amargura con respecto al trato de Dios con ellos, y por último, sintieron descontento por todo. Egipto les parecía más halagüeño y deseable que la libertad y la tierra a la cual Dios les conducía.
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Cuando los israelitas daban rienda suelta a su espíritu de descontento, llegaban hasta encontrar faltas en las mismas bendiciones que recibían: “Y habló el pueblo contra Dios y Moisés: ¿Por qué nos hicisteis subir de Egipto para que muramos en este desierto? que ni hay pan, ni agua, y nuestra alma tiene fastidio de este pan tan liviano.” Números 21:5.
Moisés indicó fielmente al pueblo la magnitud de su pecado. Era tan sólo el poder de Dios lo que les había conservado la vida en el “desierto grande y espantoso, de serpientes ardientes, y de escorpiones, y de sed, donde ningún agua había.” Deuteronomio 8:15. Cada día de su peregrinación habían sido guardados por un milagro de la divina misericordia. En toda la ruta en que Dios los había conducido, habían encontrado agua para los sedientos, pan del cielo que les mitigara el hambre, y paz y seguridad bajo la sombra de la nube de día y el resplandor de la columna de fuego de noche. Los ángeles les habían asistido mientras subían las alturas rocosas o transitaban por los ásperos senderos del desierto. No obstante las penurias que habían soportado, no había una sola persona débil en todas sus filas. Los pies no se les habían hinchado en sus largos viajes, ni sus ropas habían envejecido. Dios había subyugado y dominado ante su paso las fieras y los reptiles ponzoñosos del bosque y del desierto. Si a pesar de todos estos notables indicios de su amor el pueblo continuaba quejándose, el Señor iba a retirarle su protección hasta cuando llegara a apreciar su misericordioso cuidado y se volviera hacia él, arrepentido y humillado.
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Porque había estado escudado por el poder divino, Israel no se había dado cuenta de los innumerables peligros que lo habían rodeado continuamente. En su ingratitud e incredulidad había declarado que deseaba la muerte, y ahora el Señor permitió que la muerte le sobreviniera. Las serpientes venenosas que pululaban en el desierto eran llamadas serpientes ardientes a causa de los terribles efectos de su mordedura, pues producía una inflamación violenta y la muerte al poco rato. Cuando la mano protectora de Dios se apartó de Israel, muchísimas personas fueron atacadas por estos reptiles venenosos.
Hubo entonces terror y confusión en todo el campamento. En casi todas las tiendas había muertos o moribundos. Nadie estaba seguro. A menudo rasgaban el silencio de la noche gritos penetrantes que anunciaban nuevas víctimas. Todos estaban atareados para asistir a los dolientes, o con cuidado angustioso trataban de proteger a los que aun no habían sido heridos. Ninguna murmuración salía ahora de sus labios. Cuando comparaban sus dificultades y pruebas anteriores con los sufrimientos por los cuales estaban pasando ahora, aquéllas les parecían baladíes.
El pueblo se humilló entonces ante Dios. Muchos se acercaron a Moisés para hacerle sus confesiones y súplicas. “Pecado hemos—dijeron—por haber hablado contra Jehová, y contra ti.” Números 21:7-9. Poco antes le habían acusado de ser su peor enemigo, la causa de todas sus angustias y aflicciones. Pero aun antes que las palabras dejaran sus labios, sabían perfectamente que los cargos eran falsos; y tan pronto como llegaron las verdaderas dificultades, corrieron hacia él como a la única persona que podía interceder ante Dios por ellos. “Ruega a Jehová—clamaron—que quite de nosotros estas serpientes.”
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Dios le ordenó a Moisés que hiciese una serpiente de bronce semejante a las vivas, y que la levantara ante el pueblo. Todos los que habían sido picados habían de mirarla y encontrarían alivio. Hizo lo que se le había mandado, y por todo el campamento cundió la grata noticia de que todos los que habían sido mordidos podían mirar la serpiente de bronce, y vivir. Muchos habían muerto ya, y cuando Moisés hizo levantar la serpiente en un poste, hubo quienes se negaron a creer que con sólo mirar aquella imagen metálica se iban a curar. Estos perecieron en la incredulidad. No obstante, hubo muchos que tuvieron fe en lo provisto por Dios. Padres, madres, hermanos y hermanas se dedicaban afanosamente a ayudar a sus deudos dolientes y moribundos a fijar los ojos lánguidos en la serpiente. Si ellos, aunque desfallecientes y moribundos, podían mirarla una vez, se restablecían por completo.
La gente sabía perfectamente que en aquella serpiente de bronce no había poder alguno para ocasionar un cambio tal en los que la miraban. La virtud curativa venía únicamente de Dios. En su sabiduría eligió esta manera de manifestar su poder. Mediante este procedimiento sencillo se le hizo comprender al pueblo que esta calamidad le había sobrecogido como consecuencia directa de sus pecados. También se le aseguró que mientras obedecieran a Dios no tenían motivo de temor; pues él los preservaría de todo mal.
El alzamiento de la serpiente de bronce tenía por objeto enseñar una lección importante a los israelitas. No podían salvarse del efecto fatal del veneno que había en sus heridas. Solamente Dios podía curarlos. Se les pedía, sin embargo, que demostraran su fe en lo provisto por Dios. Debían mirar para vivir. Su fe era lo aceptable para Dios, y la demostraban mirando la serpiente. Sabían que no había virtud en la serpiente misma, sino que era un símbolo de Cristo; y se les inculcaba así la necesidad de tener fe en los méritos de él. Hasta entonces muchos habían llevado sus ofrendas a Dios, creyendo que con ello expiaban ampliamente sus pecados. No dependían del Redentor que había de venir, de quien estas ofrendas y sacrificios no eran sino una figura o sombra. El Señor quería enseñarles ahora que en sí mismos sus sacrificios no tenían más poder ni virtud que la serpiente de bronce, sino que, como ella, estaban destinados a dirigir su espíritu a Cristo, el gran sacrificio propiciatorio.
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“Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que en él creyere, no se pierda, sino que tenga vida eterna.” Juan 3:14, 15. Todos los que hayan existido alguna vez en la tierra han sentido la mordedura mortal de “la serpiente antigua, que se llama Diablo y Satanás.” Apocalipsis 12:9. Los efectos fatales del pecado pueden eliminarse tan sólo mediante lo provisto por Dios. Los israelitas salvaban su vida mirando la serpiente levantada en el desierto. Aquella mirada implicaba fe. Vivían porque creían la palabra de Dios, y confiaban en los medios provistos para su restablecimiento. Así también puede el pecador mirar a Cristo, y vivir. Recibe el perdón por medio de la fe en el sacrificio expiatorio. En contraste con el símbolo inerte e inanimado, Cristo tiene poder y virtud en sí para curar al pecador arrepentido.
Aunque el pecador no puede salvarse a sí mismo, tiene sin embargo algo que hacer para conseguir la salvación. “Al que a mí viene, no le echo fuera.” Juan 6:37. Pero debemos ir a él; y cuando nos arrepentimos de nuestros pecados, debemos creer que nos acepta y nos perdona. La fe es el don de Dios, pero el poder para ejercitarla es nuestro. La fe es la mano de la cual se vale el alma para asir los ofrecimientos divinos de gracia y misericordia.
Nada excepto la justicia de Cristo puede hacernos merecedores de una sola de las bendiciones del pacto de la gracia. Muchos son los que durante largo plazo han deseado obtener estas bendiciones, pero no las han recibido, porque han creído que podían hacer algo para hacerse dignos de ellas. No apartaron las miradas de sí mismos ni creyeron que Jesús es un Salvador absoluto. No debemos pensar que nuestros propios méritos nos han de salvar; Cristo es nuestra única esperanza de salvación. “Y en ningún otro hay salud; porque no hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.” Hechos 4:12.
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Cuando confiamos plenamente en Dios, cuando dependemos de los méritos de Jesús como Salvador que perdona los pecados, recibimos toda la ayuda que podamos desear. Nadie mire a sí mismo, como si tuviera poder para salvarse. Precisamente porque no podíamos salvarnos, Jesús murió por nosotros. En él se cifra nuestra esperanza, nuestra justificación y nuestra justicia. Cuando vemos nuestra naturaleza pecaminosa, no debemos abatirnos ni temer que no tenemos Salvador, ni dudar de su misericordia hacia nosotros. En ese mismo momento, nos invita a ir a él con nuestra debilidad, y ser salvos.
Muchos de los israelitas no vieron ayuda en el remedio que el Cielo había designado. Por todas partes, los rodeaban los muertos y moribundos, y sabían que, sin la ayuda divina, su propia suerte estaba sellada; pero continuaban lamentándose y quejándose de sus heridas, de sus dolores, de su muerte segura hasta que sus fuerzas se agotaron, hasta que los ojos se les pusieron vidriosos, cuando podían haber sido curados instantáneamente. Si conocemos nuestras necesidades, no debemos dedicar todas nuestras fuerzas a lamentarnos acerca de ellas. Aunque nos demos cuenta de nuestra condición impotente sin Cristo, no debemos ceder al desaliento, sino depender de los méritos del Salvador crucificado y resucitado. Miremos y viviremos. Jesús ha empeñado su palabra; salvará a todos los que acudan a él. Aunque muchos millones de los que necesitan curación rechazarán la misericordia que les ofrece, a ninguno de los que confían en sus méritos lo dejará perecer.
Muchos no quieren aceptar a Cristo antes que todo el misterio del plan de la redención les resulte claro. Se niegan a mirar con fe, a pesar de que ven que miles han mirado a la cruz de Cristo y sentido la eficacia de esa mirada. Muchos andan errantes, por los intrincados laberintos de la filosofía, en busca de razones y evidencias que jamás encontrarán, mientras que rechazan la evidencia que Dios ha tenido a bien darles. Se niegan a caminar en la luz del Sol de Justicia, hasta que se les explique la razón de su resplandor. Todos los que insistan en seguir este camino dejarán de llegar al conocimiento de la verdad. Jamás eliminará Dios todos los motivos de duda. Da suficiente evidencia en que basar la fe, y si esta evidencia no se acepta, la mente es dejada en tinieblas. Si los que eran mordidos por las serpientes se hubieran detenido a dudar y deliberar antes de consentir en mirar, habrían perecido. Es nuestro deber primordial mirar; y la mirada de la fe nos dará vida.