En todo el trato que Dios tuvo con su pueblo, se nota, entremezclada con su amor y misericordia, la evidencia más sorprendente de su justicia estricta e imparcial. Queda patente en la historia del pueblo hebreo. Dios había otorgado grandes bendiciones a Israel. Su amor bondadoso hacia él se describe de la siguiente manera conmovedora: “Como el águila despierta su nidada, revolotea sobre sus pollos, extiende sus alas, los toma, los lleva sobre sus plumas: Jehová solo le guió.” Deuteronomio 32:11, 12. ¡Y sin embargo, cuán presta y severa retribución les infligía por sus transgresiones!
El amor infinito de Dios se manifestó en la dádiva de su Hijo unigénito para redimir la familia humana perdida. Cristo vino a la tierra con el objeto de revelar al hombre el carácter de su Padre, y su vida rebosó de actos de ternura y de compasión divinas. Sin embargo, Cristo mismo declara: “Hasta que perezca el cielo y la tierra, ni una jota ni un tilde perecerá de la ley.” Mateo 5:18. La misma voz que suplica con paciencia y amor al pecador para que venga a él y encuentre perdón y paz, ordenará, en el juicio, a quienes rechazaron su misericordia: “Apartaos de mí, malditos.” Mateo 25:41. En toda la Biblia, se representa a Dios, no sólo como un padre tierno, sino también como un juez justo. Aunque se deleita en manifestar misericordia, y “perdona la iniquidad, la rebelión, y el pecado,” de “ningún modo justificará al malvado.” Éxodo 34:7.
El gran Soberano de todas las naciones había declarado que Moisés no habría de introducir a la congregación de Israel en la buena tierra, y la súplica fervorosa del siervo de Dios no pudo conseguir que su sentencia se revocara. El sabía que había de morir. Sin embargo, no había vacilado un solo momento en su cuidado de Israel. Con toda fidelidad, había procurado preparar a la congregación para su entrada en la herencia prometida. A la orden divina, Moisés y Josué fueron al tabernáculo, mientras que la columna de nube descendía y se asentaba sobre la puerta. Allí el pueblo le fué encargado solemnemente a Josué. La obra de Moisés como jefe de Israel había terminado. Y a pesar de esto, se olvidó de sí mismo en su interés por su pueblo. En presencia de la multitud congregada, Moisés, en nombre de Dios, dirigió a su sucesor estas palabras de aliento santo: “Esfuérzate y anímate, que tú meterás los hijos de Israel en la tierra que les juré, y yo seré contigo.” Deuteronomio 31:23. Luego se volvió hacia los ancianos y príncipes del pueblo, y les encargó solemnemente que acatasen fielmente las instrucciones de Dios que él les había comunicado.
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Mientras el pueblo miraba a aquel anciano, que tan pronto le sería quitado, recordó con nuevo y profundo aprecio su ternura paternal, sus sabios consejos y sus labores incansables. ¡Cuán a menudo, cuando sus pecados habían merecido los justos castigos de Dios, las oraciones de Moisés habían prevalecido para salvarlos! La tristeza que sentían era intensificada por el remordimiento. Recordaban con amargura que su propia iniquidad había inducido a Moisés al pecado por el cual tenía que morir.
La remoción de su amado jefe iba a ser para Israel un castigo mucho más severo que cualquier otro que pudieran haber recibido sobreviviendo él y continuando su misión. Dios quería hacerles sentir que no debían hacer la vida de su futuro jefe tan difícil como se la habían hecho a Moisés. Dios habla a su pueblo mediante las bendiciones que le otorga, y cuando éstas no son apreciadas, le habla suprimiendo las bendiciones, para inducirlo a ver sus pecados, y a volverse hacia él de todo corazón.
Aquel mismo día Moisés recibió la siguiente orden: “Sube … al monte Nebo, … y mira la tierra de Canaán que yo doy por heredad a los hijos de Israel; y muere en el monte al cual subes, y sé reunido a tus pueblos.” Deuteronomio 32:49, 50. A menudo había abandonado Moisés el campamento, en acatamiento de las órdenes divinas, con el objeto de tener comunión con Dios; pero ahora había de partir en una nueva y misteriosa misión. Tenía que salir y entregar su vida en las manos de su Creador. Moisés sabía que había de morir solo; a ningún amigo terrenal se le permitiría asistirle en sus últimas horas. La escena que le esperaba tenía un carácter misterioso y pavoroso que le oprimía el corazón. La prueba más severa consistió en separarse del pueblo que estaba bajo su cuidado y al cual amaba, el pueblo con el cual había identificado todo su interés durante tanto tiempo. Pero había aprendido a confiar en Dios, y con fe incondicional se encomendó a sí mismo y a su pueblo al amor y la misericordia de Dios.
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Por última vez, Moisés se presentó en la asamblea de su pueblo. Nuevamente el Espíritu de Dios se posó sobre él, y en el lenguaje más sublime y conmovedor pronunció una bienaventuranza sobre cada una de las tribus, concluyendo con una bendición general:
“Ninguno hay como el Dios de Jesurún, el que viene cabalgando sobre los cielos en tu auxilio, y en su majestad sobre las nubes. Tu refugio es el Dios de los siglos, y por debajo tienes los brazos sempiternos: y él mismo echa delante de ti al enemigo, y dice: ¡Destruye! Mas Israel habita confiado; la fuente de Jacob habitará sola, en una tierra de trigo y de vino; tus cielos también destilarán el rocío. ¡Dichoso eres, oh Israel! ¡quién como tú, oh pueblo salvado en Jehová, el escudo de tu auxilio!” Deuteronomio 33:26-29 (VM).
Moisés se apartó de la congregación, y se encaminó silencioso y solitario hacia la ladera del monte para subir “al monte de Nebo, a la cumbre de Pisga.” Deuteronomio 34:7. De pie en aquella cumbre solitaria, contempló con ojos claros y penetrantes el panorama que se extendía ante él. Allá a lo lejos, al occidente, se extendían las aguas azules del mar Grande; al norte, el monte Hermón se destacaba contra el cielo; al este, estaba la planicie de Moab, y más allá se extendía Basán, escenario del triunfo de Israel; y muy lejos hacia el sur, se veía el desierto de sus largas peregrinaciones.
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En completa soledad, Moisés repasó las vicisitudes y penurias de su vida desde que se apartó de los honores cortesanos y de su posible reinado en Egipto, para echar su suerte con el pueblo escogido de Dios. Evocó aquellos largos años que pasó en el desierto cuidando los rebaños de Jetro; la aparición del Angel en la zarza ardiente y la invitación que se le diera de librar a Israel. Volvió a presenciar, por el recuerdo, los grandes milagros que el poder de Dios realizó en favor del pueblo escogido, y la misericordia longánime que manifestó el Señor durante los años de peregrinaje y rebelión. A pesar de todo lo que Dios había hecho en favor del pueblo, a pesar de sus propias oraciones y labores, solamente dos de todos los adultos que componían el vasto ejército que salió de Egipto, fueron hallados bastante fieles para entrar en la tierra prometida. Mientras Moisés examinaba el resultado de sus arduas labores, casi le pareció haber vivido en vano su vida de pruebas y sacrificios. No se arrepentía, sin embargo, de haber llevado tal carga. Sabía que Dios mismo le había asignado su misión y su obra. Cuando se le llamó por vez primera para que acaudillara a Israel y lo sacara de la servidumbre, quiso eludir la responsabilidad; pero desde que inició la obra, nunca depuso la carga. Aun cuando Dios propuso relevarle a él, y destruir al rebelde Israel, Moisés no pudo consentir en ello. Aunque sus pruebas habían sido grandes, había recibido demostraciones especiales del favor de Dios; había obtenido gran experiencia durante la estada en el desierto, al presenciar las manifestaciones del poder y la gloria de Dios y al sentir la comunión de su amor; comprendía que había decidido con prudencia al preferir sufrir aflicciones con el pueblo de Dios más bien que gozar de los placeres del pecado durante algún tiempo.
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Mientras repasaba lo que había experimentado como jefe del pueblo de Dios, veía que un solo acto malo manchaba su foja de servicios. Sentía que si tan sólo se pudiera borrar esa transgresión, ya no rehuiría la muerte. Se le aseguró que todo lo que Dios pedía era arrepentimiento y fe en el sacrificio prometido, y nuevamente Moisés confesó su pecado e imploró perdón en el nombre de Jesús.
Se le presentó luego una visión panorámica de la tierra de promisión. Cada parte del país quedó desplegada ante sus ojos, no en realce débil e incierto en la vaga lejanía, sino en lineamientos claros y bellos que se destacaban ante sus ojos encantados. En esta escena se le presentó esa tierra, no con el aspecto que tenía entonces sino como había de llegar a ser bajo la bendición de Dios cuando estuviese en posesión de Israel. Le pareció estar contemplando un segundo Edén. Había allí montañas cubiertas de cedros del Líbano, colinas que asumían el color gris de sus olivares y la fragancia agradable de la viña, anchurosas y verdes planicies esmaltadas de flores y fructíferas; aquí se veían las palmeras de los trópicos, allá los undosos campos de trigo y cebada, valles asoleados en los que se oía la música del murmullo armonioso de los arroyos y los dulces trinos de las aves, buenas ciudades y bellos jardines, lagos ricos en “la abundancia de los mares,” rebaños que pacían en las laderas de las colinas, y hasta entre las rocas los dulces tesoros de las abejas silvestres. Era ciertamente una tierra semejante a la que Moisés, inspirado por el Espíritu de Dios, le había descrito a Israel: “Bendita de Jehová su tierra, por los regalos de los cielos, por el rocío, y por el abismo que abajo yace, y por los regalados frutos del sol, … y por la cumbre de los montes antiguos, … y por los regalos de la tierra y su plenitud.” Deuteronomio 33:13-16.
Moisés vió al pueblo escogido establecido en Canaán, cada tribu en posesión de su propia heredad. Alcanzó a divisar su historia después que se establecieran en la tierra prometida; la larga y triste historia de su apostasía y castigo se extendió ante él. Vió a esas tribus dispersadas entre los paganos a causa de sus pecados, y a Israel privado de la gloria, con su bella ciudad en ruinas, y su pueblo cautivo en tierras extrañas. Los vió restablecidos en la tierra de sus mayores, y por último, dominados por Roma.
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Se le permitió mirar a través de los tiempos futuros y contemplar el primer advenimiento de nuestro Salvador. Vió al niño Jesús en Belén. Oyó las voces de la hueste angélica prorrumpir en alborozada canción de alabanza a Dios y de paz en la tierra. Divisó en el firmamento la estrella que guiaba a los magos del oriente hacia Jesús, y un torrente de luz inundó su mente cuando recordó aquellas palabras proféticas: “Saldrá Estrella de Jacob, y levantaráse cetro de Israel.” Números 24:17. Contempló la vida humilde de Cristo en Nazaret; su ministerio de amor, simpatía y sanidades, y cómo le rechazaba y despreciaba una nación orgullosa e incrédula. Atónito escuchó como ensalzaban jactanciosamente la ley de Dios mientras que menospreciaban y desechaban a Aquel que había dado la ley. Vió cómo en el Monte de los Olivos, Jesús se despedía llorando de la ciudad de su amor. Mientras Moisés veía cómo era finalmente rechazado aquel pueblo tan altamente bendecido del cielo, aquel pueblo en favor del cual él había trabajado, orado y hecho sacrificios, por el cual él había estado dispuesto a que se borrara su nombre del libro de la vida; mientras oía las tristes palabras: “He aquí vuestra casa os es dejada desierta” (Mateo 23:38), el corazón se le oprimió de angustia, y su simpatía con el pesar del Hijo de Dios hizo caer amargas lágrimas de sus ojos.
Siguió al Salvador a Getsemaní y contempló su agonía en el huerto, y cómo era entregado, escarnecido, flagelado y crucificado. Moisés vió que así como él había alzado la serpiente en el desierto, habría de ser levantado el Hijo de Dios, para que todo aquel que en él creyere “no se pierda, sino que tenga vida eterna.” Juan 3:15. El dolor, la indignación y el horror embargaron el corazón de Moisés cuando vió la hipocresía y el odio satánico que la nación judía manifestaba contra su Redentor, el poderoso Angel que había ido delante de sus mayores. Oyó el grito agonizante de Jesús: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Le vió cuando yacía en la tumba nueva de José de Arimatea. Las tinieblas de la desesperación parecían envolver el mundo, pero miró otra vez, y le vió salir vencedor de la tumba y ascender a los cielos escoltado por los ángeles que le adoraban, y encabezando una multitud de cautivos. Vió las relucientes puertas abrirse para recibirle, y la hueste celestial dar en canciones de triunfo la bienvenida a su Jefe supremo. Y allí se le reveló que él mismo sería uno de los que servirían al Salvador y le abriría las puertas eternas. Mientras miraba la escena, su semblante irradiaba un santo resplandor. ¡Cuán insignificantes le parecían las pruebas y los sacrificios de su vida, cuando los comparaba con los del Hijo de Dios! ¡Cuán ligeros en contraste con el “sobremanera alto y eterno peso de gloria!” 2 Corintios 4:17. Se regocijó porque se le había permitido participar, aunque fuera en pequeño grado, de los sufrimientos de Cristo.
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Vió Moisés cómo los discípulos de Jesús salían a predicar el Evangelio a todo el mundo. Vió que a pesar de que el pueblo de Israel “según la carne” no había alcanzado el alto destino al cual Dios lo había llamado y en su incredulidad no había sido la luz del mundo, y aunque había desechado la misericordia de Dios y perdido todo derecho a sus bendiciones como pueblo escogido, Dios no había desechado, sin embargo, la simiente de Abrahán y habían de cumplirse los propósitos gloriosos cuyo cumplimiento él había emprendido por medio de Israel. Todos los que llegasen a ser por Cristo hijos de la fe habían de ser contados como simiente de Abrahán; serían herederos de las promesas del pacto; como Abrahán serían llamados a cumplir y comunicar al mundo la ley de Dios y el Evangelio de su Hijo. Moisés vió cómo, por medio de los discípulos de Cristo, la luz del Evangelio irradiaría y alumbraría al “pueblo asentado en tinieblas” (Mateo 4:16), y también cómo miles acudirían de las tierras de los gentiles al resplandor de su nacimiento. Y al contemplar esto, se regocijó por el crecimiento y la prosperidad de Israel.
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Luego pasó otra escena ante sus ojos. Se le había mostrado la obra que iba a hacer Satanás al inducir a los judíos a rechazar a Cristo, mientras profesaban honrar la ley de su Padre. Vió ahora al mundo cristiano dominado por idéntico engaño al profesar que aceptaba a Cristo mientras que, por otro lado, rechazaba la ley de Dios. Había oído a los sacerdotes y ancianos clamar frenéticos: “¡Quita, quita, crucifícale!” Oyó luego a los maestros que profesaban el cristianismo gritar: “¡Afuera con la ley!” Vió cómo el sábado era pisoteado y se establecía en su lugar una institución espuria. Nuevamente Moisés se llenó de asombro y horror. ¿Cómo podían los que creían en Cristo desechar la ley que había sido pronunciada por su propia voz en el monte sagrado? ¿Cómo podía cualquiera que temiera a Dios hacer a un lado la ley que es el fundamento de su gobierno en el cielo y en la tierra? Con gozo vió Moisés que la ley de Dios seguía siendo honrada y exaltada por un pequeño grupo de fieles. Vió la última gran lucha de las potencias terrenales para destruir a los que guardan la ley de Dios. Miró anticipadamente el momento cuando Dios se levantará para castigar a los habitantes de la tierra por su iniquidad, y cuando los que temieron su nombre serán escudados y ocultados en el día de su ira. Escuchó el pacto de paz que Dios hará con los que hayan guardado su ley, cuando deje oír su voz desde su santa morada y tiemblen los cielos y la tierra. Vió la segunda venida de Cristo en gloria, a los muertos resucitar para recibir la vida eterna, y a los santos vivos trasladados sin ver la muerte, para ascender juntos con cantos de alabanza y alegría a la ciudad eterna de Dios.
Otra escena aún se abre ante sus ojos: la tierra libertada de la maldición, más hermosa que la tierra de promisión cuya belleza fuera desplegada a su vista tan breves momentos antes. Ya no hay pecado, y la muerte no puede entrar en ella. Allí las naciones de los salvos y bienaventurados hallan una patria eterna. Con alborozo indecible, Moisés mira la escena, el cumplimiento de una liberación aun más gloriosa que cuanto hayan imaginado sus esperanzas más halagüeñas. Habiendo terminado para siempre su peregrinación, el Israel de Dios entró por fin en la buena tierra.
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Otra vez se desvaneció la visión, y los ojos de Moisés se posaron sobre la tierra de Canaán tal como se extendía en lontananza. Luego, como un guerrero cansado, se acostó para reposar. “Y murió allí Moisés siervo de Jehová, en la tierra de Moab, conforme al dicho de Jehová. Y enterróle en el valle, en tierra de Moab, enfrente de Bethpeor; y ninguno sabe su sepulcro hasta hoy.” Deuteronomio 34:5, 6. Muchos de los que no habían querido obedecer los consejos de Moisés mientras él estaba con ellos, hubieran estado en peligro de cometer idolatría con respecto a su cuerpo muerto, si hubieran sabido donde estaba sepultado. Por este motivo quedó ese sitio oculto para los hombres. Pero los ángeles de Dios enterraron el cuerpo de su siervo fiel, y vigilaron la tumba solitaria.
“Y nunca más se levantó profeta en Israel como Moisés, a quien haya conocido Jehová cara a cara; en todas las señales y prodigios que le envió Jehová a hacer; … y en toda aquella mano esforzada, y en todo el espanto grande que causó Moisés a ojos de todo Israel.” Vers. 10-12.
Si la vida de Moisés no se hubiera manchado con aquel único pecado que cometió al no dar a Dios la gloria de sacar agua de la roca en Cades, él habría entrado en la tierra prometida y habría sido trasladado al cielo sin ver la muerte. Pero no hubo de permanecer mucho tiempo en la tumba. Cristo mismo, acompañado de los ángeles que enterraron a Moisés, descendió del cielo para llamar al santo que dormía. Satanás se había regocijado por el éxito que obtuviera al inducir a Moisés a pecar contra Dios y a caer así bajo el dominio de la muerte. El gran adversario sostenía que la sentencia divina: “Polvo eres, y al polvo serás tornado” (Génesis 3:19), le daba posesión de los muertos. Nunca había sido quebrantado el poder de la tumba, y él reclamaba a todos los que estaban en ella como cautivos suyos que nunca habían de ser libertados de su lóbrega prisión.
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Por primera vez Cristo iba a dar vida a uno de los muertos. Cuando el Príncipe de la vida y los ángeles resplandecientes se aproximaron a la tumba, Satanás temió perder su hegemonía. Con sus ángeles malos, se aprestó a disputar la invasión del territorio que llamaba suyo. Se jactó de que el siervo de Dios había llegado a ser su prisionero. Declaró que ni siquiera Moisés había podido guardar la ley de Dios; que se había atribuído la gloria que pertenecía a Jehová—es decir que había cometido el mismo pecado que hiciera desterrar a Satanás del cielo,—y por su transgresión había caído bajo el dominio de Satanás. El gran traidor reiteró los cargos originales que había lanzado contra el gobierno divino, y repitió sus quejas de que Dios había sido injusto con él.
Cristo no se rebajó a entrar en controversia con Satanás. Podría haber presentado contra él la obra cruel que sus engaños habían realizado en el cielo, al ocasionar la ruina de un gran número de sus habitantes. Podría haber señalado las mentiras que había dicho en el Edén y que habían hecho pecar a Adán e introducido la muerte entre el género humano. Podría haberle recordado a Satanás que él era quien había inducido a Israel a murmurar y a rebelarse hasta agotar la paciencia longánime de su jefe, y sorprendiéndolo en un momento de descuido, le había arrastrado a cometer el pecado que lo había puesto en las garras de la muerte. Pero Cristo lo confió todo a su Padre, diciendo: “¡El Señor te reprenda!” Judas 9. El Salvador no entró en disputa con su adversario, sino que en ese mismo momento y lugar comenzó a quebrantar el poder del enemigo caído y a dar la vida a los muertos. Satanás tuvo allí una evidencia incontrovertible de la supremacía del Hijo de Dios. La resurrección quedó asegurada para siempre. Satanás fué despojado de su presa; los justos muertos volverían a vivir.
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Como consecuencia del pecado, Moisés había caído bajo el dominio de Satanás. Por sus propios méritos era legalmente cautivo de la muerte; pero resucitó para la vida inmortal, por el derecho que tenía a ella en nombre del Redentor. Moisés salió de la tumba glorificado, y ascendió con su Libertador a la ciudad de Dios.
Nunca, hasta que se ejemplificaron en el sacrificio de Cristo, se manifestaron la justicia y el amor de Dios más señaladamente que en sus relaciones con Moisés. Dios le vedó la entrada a Canaán para enseñar una lección que nunca debía olvidarse; a saber, que él exige una obediencia estricta y que los hombres deben cuidar de no atribuirse la gloria que pertenece a su Creador. No podía conceder a Moisés lo que pidiera al rogar que le dejara participar en la herencia de Israel; pero no olvidó ni abandonó a su siervo. El Dios del cielo comprendía los sufrimientos que Moisés había soportado; había observado todos los actos de su fiel servicio a través de los largos años de conflicto y prueba. En la cumbre de Pisga, Dios llamó a Moisés a una herencia infinitamente más gloriosa que la Canaán terrenal.
En el monte de la transfiguración, Moisés estuvo presente con Elías, quien había sido trasladado. Fueron enviados como portadores de la luz y la gloria del Padre para su Hijo. Y así se cumplió por fin la oración que elevara Moisés tantos siglos antes. Estaba en el “buen monte,” dentro de la heredad de su pueblo, testificando en favor de Aquel en quien se concentraban todas las promesas de Israel. Tal es la última escena revelada al ojo mortal con referencia a la historia de aquel hombre tan altamente honrado por el cielo.
Moisés fué un tipo o figura de Cristo. El mismo había declarado a Israel: “Profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo, te levantará Jehová tu Dios; a él oiréis.” Deuteronomio 18:15. Dios tuvo a bien disciplinar a Moisés en la escuela de la aflicción y la pobreza, antes de que estuviera preparado para conducir las huestes de Israel hacia la Canaán terrenal. El Israel de Dios, que viaja hacia la Canaán celestial, tiene un Capitán que no necesitó enseñanzas humanas que le prepararan para su misión de conductor divino; no obstante fué perfeccionado por el sufrimiento; “porque en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados.” Hebreos 2:10, 18. Nuestro Redentor no manifestó las imperfecciones ni las debilidades humanas; pero murió a fin de obtener nuestro derecho a entrar en la tierra prometida.
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“Moisés a la verdad fué fiel sobre toda su casa, como siervo, para testificar lo que se había de decir; mas Cristo como hijo, sobre su casa; la cual casa somos nosotros, si hasta el cabo retuviéremos firme la confianza y la gloria de la esperanza.” Hebreos 3:5, 6.