Este capítulo está basado en Josué 5 a 6.
Los hebreos habían entrado en la tierra de Canaán, pero no la habían subyugado; y a juzgar por las apariencias humanas, habría de ser larga y difícil la lucha para apoderarse de la tierra. La habitaba una raza poderosa, dispuesta a oponerse a la invasión de su territorio. Las varias tribus estaban unidas por su temor a un peligro común. Sus caballos y sus carros de guerra construídos de hierro, su conocimiento del terreno y su preparación bélica les daban una gran ventaja. Además, la tierra estaba resguardada por fortalezas, por “ciudades grandes y encastilladas hasta el cielo.” Deuteronomio 9:1. Sólo con la garantía de una fuerza que no era la suya, podían alentar los israelitas la esperanza de obtener éxito en el conflicto inminente.
Una de las mayores fortalezas de la tierra, la grande y rica ciudad de Jericó, se hallaba frente a ellos, a poca distancia de su campamento de Gilgal. Situada en la margen de una llanura feraz en que abundaban los ricos y diversos productos de los trópicos, esta ciudad orgullosa, cuyos palacios y templos eran morada del lujo y del vicio, desafiaba al Dios de Israel desde sus macizos baluartes. Jericó era una de las sedes principales de la idolatría, y se dedicaba especialmente al culto de Astarté, diosa de la luna. Allí se concentraban todos los ritos más viles y degradantes de la religión de los cananeos. El pueblo de Israel que tenía aun fresco el recuerdo de las consecuencias terribles del pecado que cometiera en Beth-peor, no podía contemplar esta ciudad pagana sino con repugnancia y horror.
Josué veía que la toma de Jericó debía ser el primer paso en la conquista de Canaán. Pero ante todo buscó una garantía de la dirección divina; y ella le fué concedida. Habiéndose retirado del campamento para meditar y pedir en oración que el Dios de Israel fuera delante de su pueblo, vió a un guerrero armado, de alta estatura y aspecto imponente, “el cual tenía una espada desnuda en su mano.” A la pregunta desafiante de Josué: “¿Eres de los nuestros, o de nuestros enemigos?” contestó: “No; mas Príncipe del ejército de Jehová, ahora he venido.” Véase Josué 5-7. La misma orden que se había dado a Moisés en Horeb: “Quita tus zapatos de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es” reveló el carácter verdadero del misterioso forastero. Era Cristo, el Sublime, quien estaba delante del jefe de Israel. Dominado por santo temor, Josué cayó sobre su rostro, adoró, y tras oír la promesa: “Mira, yo he entregado en tu mano a Jericó y a su rey, con sus varones de guerra,” recibió instrucciones respecto a la toma de la ciudad.
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En obediencia al mandamiento divino, Josué reunió los ejércitos de Israel. No debían emprender asalto alguno. Sólo debían marchar alrededor de la ciudad, llevando el arca de Dios y tocando las bocinas. En primer lugar, venían los guerreros, o sea un cuerpo de varones escogidos, no para vencer con su propia habilidad y valentía, sino por obediencia a las instrucciones dadas por Dios. Seguían siete sacerdotes con trompetas. Luego el arca de Dios, rodeada de una aureola de gloria divina, era llevada por sacerdotes ataviados con las vestiduras de su santo cargo. Seguía el ejército de Israel, con cada tribu bajo su estandarte. Tal era la procesión que rodeaba la ciudad condenada. No se oía otro sonido que el de los pasos de aquella hueste numerosa, y el solemne tañido de las trompetas que repercutía entre las colinas y resonaba por las calles de Jericó. Una vez dada la vuelta, el ejército volvía silenciosamente a sus tiendas, y el arca se colocaba nuevamente en su sitio en el tabernáculo.
Con asombro y alarma, los centinelas de la ciudad observaban cada movimiento, y lo referían a las autoridades. No comprendían el significado de todo este despliegue; pero al ver a aquella hueste numerosa marchar cada día alrededor de su ciudad, con el arca santa y los sacerdotes que la acompañaban, el misterio de la escena infundió terror en el corazón tanto de los sacerdotes como del pueblo. Volvieron a inspeccionar sus fuertes defensas, seguros de que podrían resistir con éxito el ataque más vigoroso. Muchos se burlaban de la idea de que estas demostraciones singulares pudieran hacerles daño. Otros eran presa de pavor al ver la procesión que cada día cercaba la ciudad. Recordaban que una vez las aguas del mar Rojo se habían dividido ante este pueblo, y que acababa de abrírseles el paso a través del Jordán. No sabían qué otros milagros podría hacer Dios por ellos.
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Durante seis días, la hueste de Israel dió una vuelta por día alrededor de la ciudad. Llegó el séptimo día, y al primer rayo del sol naciente, Josué movilizó los ejércitos del Señor. Les dió la orden de marchar siete veces alrededor de Jericó, y cuando oyesen el fuerte tañido de las trompetas, gritasen en alta voz, porque Dios les había dado la ciudad.
Solemnemente el inmenso ejército marchó alrededor de las murallas condenadas. Reinaba el silencio; sólo se oía el paso lento y uniforme de muchos pies y el sonido ocasional de las trompetas, que perturbaba la tranquilidad de la madrugada.
Las murallas macizas de piedra sólida parecían desafiar el asedio de los hombres. Los que vigilaban en las murallas observaron con temor creciente, que cuando terminó la primera vuelta, se realizó la segunda, y luego la tercera, la cuarta, la quinta y la sexta. ¿Qué objeto podrían tener estos movimientos misteriosos? ¿Qué gran acontecimiento estaría a punto de producirse? No tuvieron que esperar mucho tiempo. Cuando acabó la séptima vuelta, la larga procesión hizo alto. Las trompetas, que por algún tiempo habían callado, prorrumpieron ahora en un ruido atronador que hizo temblar la tierra misma. Las paredes de piedra sólida, con sus torres y almenas macizas, se estremecieron y se levantaron de sus cimientos, y con grande estruendo cayeron desplomadas a tierra en ruinas. Los habitantes de Jericó quedaron paralizados de terror, y los ejércitos de Israel penetraron en la ciudad y tomaron posesión de ella.
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Los israelitas no habían ganado la victoria por sus propias fuerzas; la victoria había sido totalmente del Señor; y como primicias de la tierra, la ciudad, con todo lo que ella contenía, debía dedicarse como sacrificio a Dios. Debía recalcarse en la mente de los israelitas que en la conquista de Canaán ellos no habían de pelear por sí mismos, sino como simples instrumentos para ejecutar la voluntad de Dios; no habían de procurar riquezas o exaltación personal, sino la gloria de Jehová su Rey. Antes de la toma de Jericó se les había dado la orden: “La ciudad será anatema a Jehová, ella con todas las cosas que están en ella.” “Guardaos vosotros del anatema, que ni toquéis, ni toméis alguna cosa del anatema, porque no hagáis anatema el campo de Israel, y lo turbéis.”
Todos los habitantes de la ciudad, con toda alma viviente que contenía, “hombres y mujeres, mozos y viejos, hasta los bueyes, y ovejas, y asnos” fueron pasados a cuchillo. Sólo la fiel Rahab, con todos los de su casa, se salvó, en cumplimiento de la promesa hecha por los espías. La ciudad misma fué incendiada; sus palacios y sus templos, sus magníficas moradas, con todo su moblaje de lujo, las ricas cortinas y la costosa indumentaria, todo fué entregado a las llamas. Lo que no pudo ser destruído por el fuego, “toda la plata, y el oro, y vasos de metal y de hierro,” había de dedicarse al servicio del tabernáculo. El sitio mismo de la ciudad fué maldito; jamás se había de construir a Jericó como fortaleza; una amenaza de severos castigos pesaba sobre cualquiera que intentase restaurar las murallas destruídas por el poder divino. Se hizo la solemne declaración en presencia de todo Israel: “Maldito delante de Jehová el hombre que se levantare y reedificare esta ciudad de Jericó. En su primogénito eche sus cimientos, y en su menor asiente sus puertas.”
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La destrucción total de los habitantes de Jericó no fué sino el cumplimiento de las órdenes dadas previamente por medio de Moisés con respecto a las naciones de los habitantes de Canaán: “Del todo las destruirás.” “De las ciudades de estos pueblos, … ninguna persona dejarás con vida.” Deuteronomio 7:2; 20:16. Muchos consideran estos mandamientos como contrarios al espíritu de amor y de misericordia ordenado en otras partes de la Biblia; pero eran en verdad dictados por la sabiduría y bondad infinitas. Dios estaba por establecer a Israel en Canaán, para desarrollarlo en una nación y un gobierno que fuesen una manifestación de su reino en la tierra. No sólo habían de ser los israelitas herederos de la religión verdadera, sino que habían de difundir sus principios por todos los ámbitos del mundo. Los cananeos se habían entregado al paganismo más vil y degradante; y era necesario limpiar la tierra de lo que con toda seguridad habría de impedir que se cumplieran los bondadosos propósitos de Dios.
A los habitantes de Canaán se les habían otorgado amplias oportunidades de arrepentirse. Cuarenta años antes, la apertura del mar Rojo y los juicios caídos sobre Egipto habían atestiguado el poder supremo del Dios de Israel. Y ahora la derrota de los reyes de Madián, Galaad y Basán, había recalcado aún más que Jehová superaba a todos los dioses. Los juicios que cayeron sobre Israel a causa de su participación en los ritos abominables de Baal-peor, habían demostrado cuán santo es el carácter de Jehová y cuánto aborrece la impureza. Los habitantes de Jericó conocían todos estos acontecimientos, y eran muchos los que, aunque se negaban a obedecerla, participaban de la convicción de Rahab, de que Jehová, el Dios de Israel, era “Dios arriba en el cielo y abajo en la tierra.” Como los antediluvianos, los cananeos vivían sólo para blasfemar contra el Cielo y corromper la tierra. Tanto el amor como la justicia exigían la pronta ejecución de estos rebeldes contra Dios y enemigos del hombre.
¡Cuán fácilmente derribaron los ejércitos celestiales las murallas de Jericó, orgullosa ciudad cuyos baluartes, cuarenta años antes, habían aterrado a los espías incrédulos! El Poderoso de Israel había dicho: “He entregado en tu mano a Jericó.” Y contra esa palabra fueron impotentes las fuerzas humanas.
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“Por fe cayeron los muros de Jericó.” Hebreos 11:30. El Capitán de las huestes del Señor se comunicaba únicamente con Josué; no se revelaba a toda la congregación, y a ésta le tocaba creer o no creer en las palabras de Josué, obedecer los mandamientos que daba en el nombre del Señor, o negar su autoridad. No podían ver el ejército de ángeles que les asistían a ellos bajo la jefatura del Hijo de Dios. Hubieran podido discurrir: “¡Cuán poco sentido tienen estos movimientos y cuán ridículo es dar diariamente la vuelta alrededor de las murallas de la ciudad y tocar las bocinas de cuernos de carneros! Esto no puede tener efecto alguno sobre estas altas fortificaciones.” Pero el plan mismo de continuar con esta ceremonia durante tanto tiempo antes de la caída final de las murallas, dió a los israelitas ocasión para desarrollar su fe. Había de hacerles comprender que su fuerza no dependía de la sabiduría del hombre, ni de su poder, sino únicamente del Dios de su salvación. Debían acostumbrarse así a confiar enteramente en su Jefe divino.
Dios hará cosas maravillosas por los que confían en él. El motivo porque los que profesan ser sus hijos no tienen más fuerza consiste en que confían demasiado en su propia sabiduría, y no le dan al Señor ocasión de revelar su poder en favor de ellos. El ayudará a sus hijos creyentes en toda emergencia, si ponen toda su confianza en él y le obedecen fielmente.
Poco después de la caída de Jericó, Josué decidió atacar a Hai, ciudad pequeña situada entre las hondonadas a pocos kilómetros al oeste del valle del Jordán. Los espías que se enviaron a este sitio trajeron el informe de que los habitantes eran pocos, y que bastaría una fuerza pequeña para conquistarla.
La gran victoria que Dios había ganado por ellos había llenado de confianza propia a los israelitas. Por el hecho de que les había prometido la tierra de Canaán, se sentían seguros y perdieron de vista que sólo la divina ayuda podía darles éxito. Aun Josué hizo sus planes para la conquista de Hai sin pedir el consejo de Dios.
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Los israelitas habían comenzado a ensalzar su propia fuerza y a mirar despectivamente a sus enemigos. Esperaban obtener la victoria con facilidad, y creyeron que bastarían tres mil hombres para tomar el lugar. Estos se precipitaron al ataque sin tener la seguridad de que Dios estaría con ellos. Avanzaron hasta muy cerca de las puertas de la ciudad, tan sólo para encontrarse con la más resuelta resistencia. Dominados por el pánico que les infundieron el crecido número y la preparación esmerada de sus enemigos, huyeron confusamente por la escarpada bajada. Los cananeos los persiguieron vivamente; “y siguiéronlos desde la puerta, … y los rompieron en la bajada.” Aunque la pérdida fué pequeña en cuanto al número de hombres, pues sólo treinta y seis hombres perecieron, la derrota descorazonó a toda la congregación. “Por lo que se disolvió el corazón del pueblo, y vino a ser como agua.” Era la primera vez que se habían encontrado con los cananeos en batalla campal, y si habían huído ante los defensores de esa ciudad pequeña, ¿cuál sería el resultado de las grandes batallas que les esperaban? Josué consideró su fracaso como una expresión del desagrado de Dios, y con angustia y aprensión “rompió sus vestidos, postróse en tierra sobre su rostro delante del arca de Jehová hasta la tarde, él y los ancianos de Israel; y echaron polvo sobre sus cabezas.”
“¡Ah, Señor Jehová!—exclamaba—¿Por qué hiciste pasar a este pueblo el Jordán, para entregarnos en las manos de los Amorrheos, que nos destruyan? … ¡Ay Señor! ¿qué diré, ya que Israel ha vuelto las espaldas delante de sus enemigos? Porque los cananeos y todos los moradores de la tierra oirán, y nos cercarán y raerán nuestro nombre de sobre la tierra; entonces ¿qué harás tú a tu grande nombre?”
La contestación que recibió de Jehová fué: “Levántate; ¿por qué te postras así sobre tu rostro? Israel ha … quebrantado mi pacto que yo les había mandado.” El momento requería medidas rápidas y resueltas, y no desesperación y lamentos. Había un pecado secreto en el campamento, y era preciso buscarlo y eliminarlo antes que la presencia y la bendición del Señor pudieran acompañar a su pueblo. “No seré más con vosotros, si no destruyereis el anatema de en medio de vosotros.”
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Uno de los designados para ejecutar los juicios de Dios había desobedecido su mandamiento y toda la nación era responsable de la culpa del transgresor: “Pues aun han tomado del anatema, y hasta han hurtado, y también han mentido.” Se le indicó a Josué cómo había de descubrir y castigar al criminal. Este se había de determinar por medio de la suerte. No se señaló directamente al pecador, sino que el asunto permaneció en duda por algún tiempo, a fin de que el pueblo se percatase de su responsabilidad por los pecados que existían en su medio, y se sintiese inducido a escudriñar sus corazones y a humillarse delante de Dios.
Temprano por la mañana Josué reunió al pueblo “por sus tribus,” y comenzó la solemne e impresionante ceremonia. Paso a paso proseguía la investigación. La temible prueba se estrechaba cada vez más. Primero la tribu, luego la familia, después la casa, y por fin se consideró al hombre, y Acán, hijo de Carmi, de la tribu de Judá, fué señalado por el dedo de Dios como perturbador de Israel.
Para establecer su culpabilidad en forma indisputable, que no dejase motivo alguno para pensar que se lo había condenado injustamente, Josué exhortó solemnemente a Acán para que reconociera la verdad. El miserable culpable hizo una confesión completa de su falta: “Verdaderamente yo he pecado contra Jehová el Dios de Israel…. Vi entre los despojos un manto babilónico muy bueno, y doscientos siclos de plata, y un changote de oro de peso de cincuenta siclos; lo cual codicié, y tomé: y he aquí que está escondido debajo de tierra en el medio de mi tienda.” Se enviaron en seguida a su tienda mensajeros que cavaron la tierra en el sitio indicado, y “he aquí estaba escondido en su tienda, y el dinero debajo de ello: y tomándolo de en medio de la tienda, trajéronlo a Josué y a todos los hijos de Israel, y pusiéronlo delante de Jehová.”
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La sentencia fué pronunciada y ejecutada inmediatamente. “¿Por qué nos has turbado?—dijo Josué.—Túrbete Jehová en este día.” Como el pueblo había sido hecho responsable del pecado de Acán y había sufrido en consecuencia, debía ahora, por medio de sus representantes, tomar parte en el castigo. “Y todo Israel le mató a pedradas.” (V.M.)
Después se levantó sobre él un enorme montón de piedras, como testimonio del pecado y su castigo. “Por esto fué llamado aquel lugar el Valle de Acor,” lo que quiere decir “turbación.” En el libro de las Crónicas se asentó así su recuerdo: “Acar, el perturbador de Israel.” 1 Crónicas 2:7 (VM).
Acán cometió su pecado en desafío de las advertencias más directas y solemnes y de las manifestaciones más poderosas de la omnipotencia de Dios. Se había proclamado a todo Israel: “Guardaos vosotros del anatema, … porque no hagáis anatema el campo de Israel.” Se le dió este mandamiento inmediatamente después del milagroso cruce del Jordán, después que el pacto de Dios fuera reconocido mediante la circuncisión del pueblo, y después que se observara la pascua y apareciera el Angel del pacto, el Capitán de la hueste del Señor. Se había producido luego la caída de Jericó, evidencia de la destrucción que sobrevendrá infaliblemente a todos los transgresores de la ley de Dios. El hecho de que el poder divino era lo único que había dado la victoria a Israel y éste no había alcanzado, por lo tanto, la posesión de Jericó por sus propias fuerzas, daba un peso solemne al mandamiento que prohibía tomar despojos. Por el poder de su palabra, Dios había derrocado esta fortaleza; la conquista era suya, y sólo a él debía dedicarse la ciudad con todo lo que contenía.
Entre los millones de Israel, sólo hubo un hombre que, en aquella hora solemne de triunfo y castigo, osó violar el mandamiento de Dios. La vista de aquel costoso manto babilónico despertó la codicia de Acán; y aun frente a la muerte que por su causa arrostraba, lo llamó “manto babilónico muy bueno.” Un pecado le había llevado a cometer otro, y se adueñó del oro y la plata dedicados al tesoro del Señor; le robó a Dios parte de las primicias de la tierra de Canaán.
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El pecado mortal que condujo a Acán a la ruina tuvo su origen en la codicia, que es, entre todos los pecados, el más común y el que se considera con más liviandad. Mientras que otros pecados se averigüan y se castigan, ¡cuán raro es que se censure siquiera la violación del décimo mandamiento! La historia de Acán nos enseña la enormidad de ese pecado y cuáles son sus terribles consecuencias.
La codicia es un mal que se desarrolla gradualmente. Acán albergó avaricia en su corazón hasta que ella se hizo hábito en él y le ató con cadenas casi imposibles de romper. Aunque fomentaba este mal, le habría horrorizado el pensamiento de que pudiera acarrear un desastre para Israel; pero el pecado embotó su percepción, y cuando le sobrevino la tentación cayó fácilmente.
¿No se cometen aun hoy pecados semejantes a ése, y frente a advertencias tan solemnes y explícitas como las dirigidas a los israelitas? Se nos prohibe tan expresamente albergar la codicia como se le prohibió a Acán que tomara despojos en Jericó. Dios declara que la codicia o avaricia es idolatría. Se nos amonesta: “No podéis servir a Dios y a Mammón.” “Mirad, y guardaos de toda avaricia.” “Ni aun se nombre entre vosotros.” Colosenses 3:5; Mateo 6:24; Lucas 12:15; Efesios 5:3. Tenemos ante nosotros la terrible suerte que corrieron Acán, Judas, Ananías y Safira. Y aun antes de estos casos tenemos el de Lucifer, aquel “hijo de la mañana” que, codiciando una posición más elevada, perdió para siempre el resplandor y la felicidad del cielo. Y no obstante, a pesar de todas estas advertencias, la codicia reina por todas partes.
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Por doquiera se ve su viscosa huella. Crea descontento y disensión en las familias; despierta en los pobres envidia y odio contra los ricos; e induce a éstos a tratar cruelmente a los pobres. Es un mal que existe no sólo en las esferas seglares del mundo, sino también en la iglesia. ¡Cuán común es encontrar entre sus miembros egoísmo, avaricia, ambición, descuido de la caridad y retención de los “diezmos y las primicias”! Entre los miembros de la iglesia que gozan del respeto y la consideración de los demás hay, desgraciadamente, muchos Acanes. Más de un hombre asiste ostentosamente al culto y se sienta a la mesa del Señor, mientras que entre sus bienes se ocultan ganancias ilícitas, cosas que Dios maldijo. A cambio de un buen manto babilónico, muchos sacrifican la aprobación de la conciencia y su esperanza del cielo. Muchos truecan su integridad y su capacidad para ser útiles, por un saco de monedas de plata. Los clamores de los pobres que sufren son desoídos; se le ponen obstáculos a la luz del Evangelio; existen prácticas que provocan el desprecio de los mundanos y desmienten la profesión cristiana; y sin embargo, el codicioso continúa amontonando tesoros. “¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado” (Malaquías 3:8), dice el Señor.
El pecado de Acán atrajo el desastre sobre toda la nación. Por el pecado de un hombre, el desagrado de Dios descansará sobre toda su iglesia hasta que la transgresión sea buscada, descubierta y eliminada. La influencia que más ha de temer la iglesia no es la de aquellos que se le oponen abiertamente, ni la de los incrédulos y blasfemadores, sino la de los cristianos profesos e inconsecuentes. Estos son los que impiden que bajen las bendiciones del Dios de Israel y acarrean debilidad entre su pueblo.
Cuando la iglesia se encuentra en dificultades, cuando existen frialdad y decadencia espiritual, y se da lugar a que triunfen los enemigos de Dios, traten entonces sus miembros de averiguar si hay o no un Acán en el campamento, en vez de cruzarse de brazos y lamentarse de su triste situación. Con humillación y con escudriñamiento de corazón, procure cada uno descubrir los pecados ocultos que vedan la presencia de Dios.
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Acán reconoció su culpabilidad, pero lo hizo cuando ya era muy tarde para que su confesión le beneficiara. Había visto los ejércitos de Israel regresar de Hai derrotados y desalentados; pero no se había adelantado a confesar su pecado. Había visto a Josué y a los ancianos de Israel postrarse en tierra con indecible congoja. Si hubiera hecho su confesión entonces, habría dado cierta prueba de verdadero arrepentimiento; pero siguió guardando silencio. Había escuchado la proclamación de que se había cometido un gran delito, y hasta había oído definir claramente su carácter. Pero sus labios quedaron sellados. Luego se realizó la solemne investigación. ¡Cómo se estremeció de terror su alma cuando vió que se señalaba a su tribu, luego su familia y finalmente su casa! Pero ni aun entonces dejó oír su confesión, hasta que el dedo de Dios le tocó, por así decirlo. Entonces, cuando su pecado ya no pudo ocultarse, reconoció la verdad. ¡Cuán a menudo se hacen semejantes confesiones! Hay una enorme diferencia entre admitir los hechos una vez probados, y confesar los pecados que sólo nosotros y Dios conocemos. Acán no hubiera confesado su pecado si con ello no hubiera esperado evitar las consecuencias.
Pero su confesión sólo sirvió para demostrar que su castigo era justo. No se había arrepentido en verdad de su pecado; no había sentido contrición, ni cambiado de propósito, ni aborrecía lo malo. Así también formularán sus confesiones los culpables cuando estén delante del tribunal de Dios, después que cada caso haya sido decidido para la vida o para la muerte. Las consecuencias que incumban a cada pecador le arrancarán un reconocimiento de su pecado. Lo impondrá a su alma el espantoso sentido de condenación y la horrenda expectativa del juicio. Pero las tales confesiones no pueden salvar al pecador.
Como Acán, muchos se sienten seguros mientras pueden ocultar sus transgresiones a sus semejantes, y se lisonjean de que Dios no es tan estricto que note la iniquidad. Demasiado tarde, sus pecados los denunciarán en aquel día cuando ya no podrán ser expiados con sacrificio ni ofrenda. Cuando se abran los registros del cielo, el Juez no declarará con palabras su culpa a los hombres, sino que le bastará con lanzar una mirada penetrante, que evocará vívidamente toda acción y toda transacción de la vida, en la memoria del obrador de iniquidad. La persona no tendrá que ser buscada por su tribu y luego su familia, como en tiempo de Josué, sino que sus propios labios confesarán su vergüenza. Los pecados ocultos al conocimiento de los hombres serán entonces proclamados al mundo entero.