Este capítulo está basado en Josué 8.
Una vez ejecutada la sentencia dictada contra Acán, Josué recibió la orden de convocar a todos los guerreros, y nuevamente avanzar contra Hai. El poder de Dios estaba con su pueblo, y pronto estuvieron en posesión de la ciudad.
Se suspendieron entonces las operaciones militares, para que todo Israel participara en un servicio religioso solemne. El pueblo anhelaba establecerse en Canaán; aun no tenían casas ni tierras para sus familiares, y para lograrlas tenían que desalojar a los cananeos; pero esta obra importante había de postergarse, pues un deber superior exigía su atención inmediata.
Antes de tomar posesión de su herencia, debían renovar su pacto de lealtad con Dios. En las últimas instrucciones dadas a Moisés, se ordenó dos veces que se realizase una convocación de todas las tribus en los montes de Ebal y Gerizim para reconocer solemnemente la ley de Dios. En acatamiento de estas órdenes, todos los de la congregación, no solamente los hombres, sino también las “mujeres y niños, y extranjeros que andaban entre ellos” (Josué 8:30-35), dejaron su campamento de Gilgal, y atravesaron la tierra de sus enemigos hasta el valle de Siquem, casi al centro del país. Aunque rodeados de enemigos no vencidos todavía, estaban seguros bajo la protección de Dios siempre que le fueran fieles. Entonces, como en los días de Jacob, “el terror de Dios fué sobre las ciudades que había en sus alrededores” (Génesis 35:5), y los hebreos no fueron molestados.
El sitio designado para este solemne servicio les era ya sagrado por su relación con la historia de sus padres. Allí había levantado Abrahán su primer altar a Jehová en la tierra de Canaán. Allí habían hincado sus tiendas tanto Abrahán como Jacob. Allí había comprado este último el campo en el cual las tribus habían de dar sepultura al cuerpo de José. Allí también estaba el pozo que Jacob había cavado, y la encina bajo la cual éste había enterrado los ídolos de su casa.
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El punto escogido era uno de los más bellos de Palestina, y muy digno de ser el lugar donde se había de representar esta escena grandiosa e imponente. Entre las colinas áridas se extendía el atrayente y primoroso valle, cuyos campos verdes salpicados de olivares y enjoyados de flores silvestres eran regados por arroyos provenientes de manantiales vivos. Allí el Ebal y el Gerizim, en ambos lados opuestos del valle, parecen acercarse el uno al otro y sus estribaciones forman un púlpito natural, pues las palabras pronunciadas desde uno de ellos se oyen perfectamente en el otro, mientras que las laderas de las montañas ofrecen suficiente espacio para una vasta congregación.
De acuerdo con las indicaciones dadas a Moisés, se erigió un monumento de enormes piedras sobre el monte Ebal. Sobre estas piedras, revocadas previamente con argamasa, se escribió la ley, no solamente los diez preceptos pronunciados desde el Sinaí y esculpidos en las tablas de piedra, sino también las leyes que fueron comunicadas a Moisés y escritas por él en un libro. A un lado de este monumento se construyó un altar de piedra sin labrar, sobre el cual se ofrecieron sacrificios al Señor. El hecho de que se haya construído el altar en Ebal, el monte sobre el cual recayó la maldición, resulta muy significativo, pues daba a entender que por haber violado la ley de Dios, Israel había provocado su ira, y que ésta le alcanzaría de inmediato si no fuera por la expiación de Cristo, representada por el altar del sacrificio.
Seis de las tribus—todas ellas descendientes de Lea y Raquel—se situaron en el monte de Gerizim; mientras que las tribus descendientes de las siervas, juntamente con las de Rubén y Zabulón, se colocaron en el monte Ebal, y los sacerdotes que llevaban el arca ocuparon el valle que quedaba entre las tribus. Se pidió silencio mediante el toque de la trompeta anunciadora; y luego en la profunda quietud reinante y en presencia de la enorme congregación, Josué, de pie al lado del arca santa, leyó las bendiciones que habían de seguir a la obediencia de la ley de Dios. Todas las tribus del monte Gerizim respondieron: Amén. Leyó después las maldiciones, y las tribus que estaban en el monte Ebal, indicaron de igual manera su asentimiento, uniéndose miles y miles de voces como una sola en la respuesta solemne. A continuación vino la lectura de la ley de Dios, juntamente con los estatutos y juicios que les habían sido entregados por Moisés.
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Israel había recibido la ley directamente de los labios de Dios en el Sinaí; y sus santos preceptos, escritos por su propia mano, se conservaban aún en el arca. Ahora se la había escrito nuevamente donde todos podían leerla. Todos podían ver por sus propios ojos las condiciones del pacto que había de regir su posesión de Canaán. Todos habían de indicar que aceptaban los términos y estipulaciones del pacto, y dar su asentimiento a las bendiciones o maldiciones que entrañaría su observancia o su descuido. La ley no sólo fué escrita sobre las piedras conmemorativas, sino que también fué leída por el mismo Josué en alta voz a oídos de todo Israel. No habían transcurrido muchas semanas desde que Moisés les había dado en discursos todo el libro de Deuteronomio; sin embargo, ahora Josué leyó nuevamente la ley.
No sólo los hombres de Israel, sino también las mujeres y los niños, escucharon la lectura de la ley; pues era importante que todos conocieran su deber y lo cumplieran. Dios le había ordenado a Israel con respecto a sus estatutos: “Pondréis estas mis palabras en vuestro corazón y en vuestra alma, y las ataréis por señal en vuestra mano, y serán por frontales entre vuestros ojos. Y las enseñaréis a vuestros hijos, hablando de ellas; … para que sean aumentados vuestros días, y los días de vuestros hijos, sobre la tierra que juró Jehová a vuestros padres que les había de dar, como los días de los cielos sobre la tierra.” Deuteronomio 11:18-21.
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Cada séptimo año toda la ley había de leerse ante toda la congregación de Israel, tal como Moisés lo había ordenado: “Al cabo del séptimo año, en el año de la remisión, en la fiesta de las Cabañas, cuando viniere todo Israel a presentarse delante de Jehová tu Dios en el lugar que él escogiere, leerás esta ley delante de todo Israel a oídos de ellos. Harás congregar el pueblo, varones y mujeres y niños, y tus extranjeros que estuvieren en tus ciudades, para que oigan y aprendan, y teman a Jehová vuestro Dios, y cuiden de poner por obra todas las palabras de esta ley: y los hijos de ellos que no supieron oigan, y aprendan a temer a Jehová vuestro Dios todos los días que viviereis sobre la tierra, para ir a la cual pasáis el Jordán para poseerla.” Deuteronomio 31:10-13.
Satanás procura siempre pervertir lo que Dios ha dicho, a fin de cegar la mente y obscurecer el entendimiento, y así inducir a los hombres a pecar. Por esta razón es Dios tan explícito y presenta sus exigencias con tanta claridad que nadie necesita equivocarse. Dios procura constantemente atraer a los hombres a sí mismo y ponerlos bajo su protección, para que Satanás no ejerza sobre ellos su poder cruel y engañoso. Condescendió a hablarles con su propia voz, y a escribir con su propia mano los oráculos vivientes. Y estas palabras bienaventuradas, todas henchidas de vida y luminosas de verdad, son confiadas a los hombres como una guía perfecta. Debido a que Satanás está tan listo para arrebatar la mente y apartar los afectos de las promesas del Señor y sus exigencias, se necesita la mayor diligencia para grabarlas en la mente y el corazón.
Los maestros religiosos debieran prestar mayor atención a la obra de instruir al pueblo en los hechos y las lecciones de la historia bíblica, y asimismo en las advertencias y los requisitos del Señor. Todas estas cosas deben presentarse en lenguaje sencillo, adaptado a la comprensión de los niños. Cuidar de que los jóvenes reciban instrucción en las Escrituras debe ser parte de la obra de los ministros y de los padres de familia.
Los padres de familia pueden y deben interesar a sus hijos en los variados conocimientos que se encuentran en las sagradas páginas. Pero si quieren interesar a sus hijos e hijas en la Palabra de Dios, ellos mismos deben sentir interés por ella. Deben familiarizarse con sus enseñanzas, y así como Dios lo ordenó a Israel, hablar de ellas, “ora sentado en tu casa, o andando por el camino, cuando te acuestes, y cuando te levantes.” Deuteronomio 11:19. Los que quieran que sus hijos amen y reverencien a Dios deben hablar de su bondad, majestad y poder según se revelan en su Palabra y en las obras de la creación.
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Cada capítulo y cada versículo de la Biblia es una comunicación directa de Dios a los hombres. Debiéramos atar sus preceptos en nuestras manos como señales y como frontales entre nuestros ojos. Si se los estudia y obedece, conducirán al pueblo de Dios, como fueron conducidos los israelitas por la columna de nube durante el día y la columna de fuego durante la noche.