Este capítulo está basado en Josué 9 y 10.
De siquem los israelitas volvieron a su campamento de Gilgal. Allí los visitó poco después una embajada extraña, que deseaba pactar un tratado con ellos. Los embajadores manifestaron que venían de tierras lejanas, cosa que parecía confirmar su apariencia. Llevaban ropas viejas y raídas; sus sandalias estaban recosidas; sus provisiones de boca estaban mohosas, y sus odres, rasgados y remendados, como si se los hubiera reparado apresuradamente durante el viaje.
En su lejana tierra, situada, según ellos, más allá de los límites de Palestina, sus conciudadanos habían oído hablar de las maravillas que Dios había obrado por su pueblo, y los habían mandado a hacer alianza con Israel. A los hebreos se les había advertido especialmente que no se aliaran en manera alguna con los idólatras de Canaán, y se despertó una duda en la mente de los jefes acerca de si los extraños decían la verdad o no. “Quizás vosotros habitáis en medio de nosotros,” dijeron. A esto los embajadores sólo contestaron: “Nosotros somos tus siervos.” Véase Josué 9, 10. Pero cuando Josué les preguntó directamente: “¿Quién sois vosotros y de dónde venís?” ellos repitieron la contestación anterior, y agregaron en prueba de su sinceridad: “Este nuestro pan tomamos caliente de nuestras casas para el camino el día que salimos para venir a vosotros; y helo aquí ahora que está seco y mohoso. Estos cueros de vino también los henchimos nuevos; helos aquí ya rotos: también estos nuestros vestidos y nuestros zapatos están ya viejos a causa de lo muy largo del camino.”
Estas explicaciones prevalecieron. Los hebreos “no preguntaron a la boca de Jehová. Y Josué hizo paz con ellos, y concertó con ellos que les dejaría la vida: también los príncipes de la congregación les juraron.” Así se concertó la alianza. Tres días después se descubrió la verdad. “Oyeron como eran sus vecinos, y que habitaban en medio de ellos.” Sabiendo que les era imposible resistir a los hebreos, los gabaonitas habían recurrido a esa estratagema para conservar la vida.
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Fué grande la indignación de los israelitas cuando supieron que se los había engañado. Y esta indignación aumentó cuando después de tres días de viaje, llegaron a las ciudades de los gabaonitas, cerca del centro del país. “Toda la congregación murmuraba contra los príncipes;” pero éstos rehusaron quebrantar la alianza que habían hecho a pesar de que fué lograda por fraude, porque habían “jurado por Jehová Dios de Israel.” “Y no los hirieron los hijos de Israel.” Los gabaonitas se habían comprometido solemnemente a renunciar a la idolatría, y a aceptar el culto de Jehová; y al perdonarles la vida, no se violaba el mandamiento de Dios que ordenaba la destrucción de los cananeos idólatras. De manera que por su juramento los hebreos no se habían comprometido a cometer pecado. Y aunque el juramento se había obtenido por engaño no debía ser violado. La obligación incurrida al empeñar uno su palabra, con tal que no sea para cometer un acto malo o ilícito, debe tenerse por sagrada. Ninguna consideración de ganancia material, venganza o interés personal, puede afectar la inviolabilidad de un juramento o promesa. “Los labios mentirosos son abominación a Jehová.” “Subirá al monte de Jehová” y “estará en lugar de su santidad” el que “habiendo jurado en daño suyo, no por eso muda.” Proverbios 12:22; Salmos 24:3; 15:4.
A los gabaonitas se les permitió vivir, pero se los destinó a prestar servidumbre en el santuario, a desempeñar todos los trabajos inferiores. “Y constituyólos Josué aquel día por leñadores y aguadores para la congregación y para el altar de Jehová.” Ellos aceptaron agradecidos esta imposición, y sabiendo que eran culpables, se conformaron con comprar su vida bajo cualesquiera condiciones. “Henos aquí en tu mano—dijeron a Josué:—lo que te pareciere bueno y recto hacer de nosotros, hazlo.” Durante muchos siglos sus descendientes estuvieron vinculados con el servicio del santuario.
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El territorio de los gabaonitas comprendía cuatro ciudades. El pueblo no estaba bajo la soberanía de un rey, sino que lo gobernaban ancianos o senadores. Gabaón, la más importante de sus ciudades, “era una gran ciudad, como una de las ciudades reales,” “y todos sus hombres fuertes.” El hecho de que el pueblo de esa ciudad recurriera a una argucia tan humillante para salvar la vida, demuestra cuánto terror inspiraban los israelitas a los habitantes de Canaán.
Pero les hubiera salido mejor a los gabaonitas si hubieran tratado honradamente con Israel. Aunque su sumisión a Jehová les permitió conservar la vida, su engaño sólo les reportó deshonra y servidumbre. Dios había estatuído que todos los que renunciaran al paganismo, y se unieran con los israelitas, habían de participar de las bendiciones del pacto. Quedaban incluídos en la expresión “el extranjero que peregrina entre vosotros,” y con pocas excepciones esta clase había de gozar iguales favores y privilegios que Israel. El mandamiento de Dios fué:
“Y cuando el extranjero morare contigo en vuestra tierra, no le oprimiréis. Como a un natural de vosotros tendréis al extranjero que peregrinare entre vosotros; y ámalo como a ti mismo.” Levítico 19:33, 34. Con respecto a la pascua y al ofrecimiento de sacrificios se había ordenado: “Un mismo estatuto tendréis, vosotros de la congregación y el extranjero que con vosotros mora; … como vosotros, así será el peregrino delante de Jehová.” Números 15:15.
Tales eran las condiciones en las cuales los gabaonitas podrían haber sido recibidos de no haber mediado el engaño al cual habían recurrido. Ser hechos leñadores y aguadores por todas las generaciones no era poca humillación para aquellos ciudadanos de una ciudad real, donde todos los hombres eran “fuertes.” Pero habían adoptado el manto de la pobreza con fines de engaño, y les quedó como insignia de servidumbre perpetua. A través de todas las generaciones, esta servidumbre iba a atestiguar el aborrecimiento en que Dios tiene la mentira.
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La sumisión de Gabaón a los israelitas desalentó a los reyes de Canaán. Tomaron inmediatamente medidas para vengarse de los que habían hecho la paz con los invasores. Bajo la dirección de Adonisedec, rey de Jerusalén, cinco de los reyes cananeos se confederaron contra Gabaón. Sus movimientos fueron rápidos. Los gabaonitas no estaban preparados para defenderse y enviaron un mensaje a Josué que estaba en Gilgal: “No encojas tus manos de tus siervos; sube prestamente a nosotros para guardarnos y ayudarnos: porque todos los reyes de los Amorrheos que habitan en las montañas, se han juntado contra nosotros.” El peligro no sólo amenazaba al pueblo de Gabaón, sino también a Israel. La ciudad dominaba los pasos que daban acceso al centro y al sur de Palestina, y había que conservarla si se quería conquistar el país.
Josué se preparó en seguida para acudir en auxilio de Gabaón. Los habitantes de la ciudad sitiada habían temido que a causa del fraude que habían cometido, Josué rechazara su pedido de ayuda. Pero en vista de que se habían sometido al dominio de Israel, y habían aceptado adorar a Dios, Josué se sintió obligado a protegerlos. No obró esta vez sin consultar a Dios, y el Señor le alentó en la empresa. “No tengas temor de ellos—fué el mensaje divino:—porque yo los he entregado en tu mano, y ninguno de ellos parará delante de ti.” Así que “subió Josué de Gilgal, él y todo el pueblo de guerra con él, y todos los hombres valientes.”
Marchando toda la noche, tuvo sus fuerzas frente a Gabaón por la mañana. Apenas habían colocado los príncipes aliados sus ejércitos alrededor de la ciudad cuando Josué cayó sobre ellos. El ataque resultó una derrota total para los sitiadores. El inmenso ejército invasor huyó ante Josué montaña arriba por el desfiladero de Beth-orón; y habiendo ganado las alturas, se precipitaron montaña abajo al otro lado. Allí estalló sobre ellos terrible tempestad de granizo. “Jehová echó sobre ellos del cielo grandes piedras…. Muchos más murieron de las piedras del granizo, que los que los hijos de Israel habían muerto a cuchillo.”
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Mientras los amorreos continuaban huyendo precipitadamente, procurando hallar refugio en las fortalezas de la montaña, Josué, mirando hacia abajo desde la altura, vió que el día iba a resultar corto para completar su obra. Si sus enemigos no quedaban completamente derrotados, se reunirían y reanudarían la lucha. “Entonces Josué habló a Jehová, … y dijo en presencia de los Israelitas: Sol, detente en Gabaón; y tú, Luna, en el valle de Ajalón. Y el sol se detuvo y la luna se paró, hasta tanto que la gente se hubo vengado de sus enemigos…. El sol se paró en medio del cielo, y no se apresuró a ponerse casi un día entero.”
Antes de que anocheciera, la promesa que Dios hizo a Josué se había cumplido. Todo el ejército enemigo había sido entregado en sus manos. Israel iba a recordar durante mucho tiempo los acontecimientos de aquel día. “Nunca fué tal día antes ni después de aquél, habiendo atendido Jehová a la voz de un hombre: porque Jehová peleaba por Israel.” “El sol y la luna se pararon en su estancia: a la luz de tus saetas anduvieron, y al resplandor de tu fulgente lanza. Con ira hollaste la tierra, con furor trillaste las gentes. Saliste para salvar tu pueblo.” Habacuc 3:11-13.
El Espíritu de Dios inspiró la oración de Josué, para que se manifestara otra vez el poder del Dios de Israel. Por consiguiente, la petición no evidenciaba presunción por parte del gran caudillo. Aunque Josué había recibido la promesa de que Dios derrocaría ciertamente a los enemigos de Israel, realizó un esfuerzo tan ardoroso como si el éxito de la empresa dependiera solamente de los ejércitos de Israel. Hizo todo lo que era posible para la energía humana, y luego pidió con fe la ayuda divina. El secreto del éxito estriba en la unión del poder divino con el esfuerzo humano. Los que logran los mayores resultados son los que confían más implícitamente en el Brazo todopoderoso. El hombre que exclamó: “Sol, detente en Gabaón; y tú, Luna, en el valle de Ajalón,” es el mismo que durante muchas horas permanecía postrado en tierra, en ferviente oración, en el campamento de Gilgal. Los hombres que oran son los hombres fuertes.
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Este gran milagro atestigua que toda la creación está bajo el dominio del Creador. Satanás procura impedir a los hombres que vean la intervención divina en el mundo físico y quiere ocultarles la obra incansable de la gran Causa primera. Este milagro reprende a todos los que ensalzan a la naturaleza sobre el Dios de la naturaleza.
Por su propia voluntad, Dios convoca las fuerzas de la naturaleza y les ordena que exterminen el poderío de sus enemigos; “el fuego y el granizo, la nieve y el vapor, el viento de tempestad que ejecuta su palabra.” Salmos 148:8. Cuando los paganos amorreos se empecinaron en su oposición a los propósitos de él, Dios intervino y lanzó “del cielo grandes piedras” sobre los enemigos de Israel. Se nos dice que durante las escenas finales de la historia de este mundo, habrá una batalla más grande aún, cuando abrirá “Jehová su armería” y sacará “las armas de su indignación.” Pregunta! “¿Has tú entrado en los tesoros de la nieve, o has visto los tesoros del granizo, lo cual tengo yo reservado para el tiempo de angustia, para el día de la guerra y de la batalla?” Jeremías 50:25 (VM); Job 38:22, 23.
El revelador describe la destrucción que se producirá cuando salga “una grande voz del templo del cielo, del trono, diciendo: Hecho es.” Dice él: “Y cayó del cielo sobre los hombres un grande granizo como del peso de un talento.” Apocalipsis 16:17, 21.