Este capítulo está basado en Josué 23 y 24.
Acabadas las guerras de la conquista, Josué se había retirado a la apacible vida de su hogar en Timnath-sera. “Y aconteció, pasados muchos días después que Jehová dió reposo a Israel de todos sus enemigos al contorno, que Josué, … llamó a todo Israel, a sus ancianos, a sus príncipes, a sus jueces y a sus oficiales.” Véase Josué 23, 24.
Habían pasado algunos años desde que el pueblo se había establecido definitivamente en sus posesiones, y ya se podían ver brotar los mismos males que hasta entonces habían atraído castigos sobre Israel. Al percatarse Josué de que los achaques de la vejez le invadían sigilosamente y que pronto su obra terminaría, se llenó de ansiedad por el futuro de su pueblo. Con interés más que paternal se dirigió a ellos cuando estuvieron reunidos una vez más alrededor de su anciano jefe.
Les dijo: “Habéis visto todo lo que Jehová vuestro Dios ha hecho con todas estas gentes en vuestra presencia; porque Jehová vuestro Dios ha peleado por vosotros.” Aunque los cananeos habían sido subyugados, seguían poseyendo una porción considerable de la tierra prometida a Israel, y Josué exhortó a su pueblo a no establecerse cómodamente y a no olvidar el mandamiento del Señor de desalojar totalmente a aquellas naciones idólatras.
El pueblo en general tardaba mucho en completar la obra de expulsar a los paganos. Las tribus se habían dispersado para ocupar sus posesiones, el ejército había sido disuelto, y se miraba como empresa difícil y dudosa el reanudar la guerra. Pero Josué declaró: “Jehová vuestro Dios las echará de delante de vosotros, y las lanzará de vuestra presencia: y vosotros poseeréis sus tierras, como Jehová vuestro Dios os ha dicho. Esforzaos pues mucho a guardar y hacer todo lo que está escrito en el libro de la ley de Moisés, sin apartaros de ello ni a la diestra ni a la siniestra.”
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Josué puso al mismo pueblo como testigo de que, siempre que ellos habían cumplido con las condiciones, Dios había cumplido fielmente las promesas que les hiciera. “Reconoced, pues, con todo vuestro corazón, y con toda vuestra alma, que no se ha perdido una sola palabra de las buenas palabras que Jehová vuestro Dios había dicho de vosotros,” les dijo. Les declaró, además, que así como el Señor había cumplido sus promesas, así cumpliría sus amenazas. “Mas será, que como ha venido sobre vosotros toda palabra buena que Jehová vuestro Dios os había dicho, así también traerá Jehová sobre vosotros toda palabra mala…. Cuando traspasareis el pacto de Jehová, … el furor de Jehová se inflamará contra vosotros, y luego pereceréis de aquesta buena tierra que él os ha dado.”
Satanás engaña a muchos con la plausible teoría de que el amor de Dios hacia sus hijos es tan grande que excusará el pecado de ellos; asevera que si bien las amenazas de la Palabra de Dios tienden a servir ciertos fines en su gobierno moral, no se cumplirán literalmente. Pero en todo su trato con los seres que creó, Dios ha mantenido los principios de la justicia mediante la revelación del pecado en su verdadero carácter, y ha demostrado que sus verdaderas consecuencias son la desgracia y la muerte. Nunca existió el perdón incondicional del pecado, ni existirá jamás. Un perdón de esta naturaleza sería el abandono de los principios de justicia que constituyen los fundamentos mismos del gobierno de Dios. Llenaría de consternación al universo inmaculado. Dios ha indicado fielmente los resultados del pecado, y si estas advertencias no fuesen la verdad, ¿cómo podríamos estar seguros de que sus promesas se cumplirán? La así llamada benevolencia que quisiera hacer a un lado la justicia, no es benevolencia, sino debilidad.
Dios es quien da la vida. Desde el principio, todas sus leyes fueron ordenadas para favorecer la vida. Pero el pecado destruyó sorpresivamente el orden que Dios había establecido, y como consecuencia, vino la discordia. Mientras exista el pecado, los sufrimientos y la muerte serán inevitables. Únicamente porque el Redentor llevó en nuestro lugar la maldición del pecado puede el hombre esperar escapar en su propia persona a sus funestos resultados.
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Antes de la muerte de Josué, los jefes y representantes de las tribus, obedeciendo a su convocación, se reunieron otra vez en Siquem. Ningún otro lugar del país evocaba tantos recuerdos sagrados, pues les hacía rememorar el pacto de Dios con Abrahán y Jacob, así como los votos solemnes que ellos mismos habían pronunciado al entrar en Canaán. Allí estaban los montes Ebal y Gerizim, testigos silenciosos de aquellos votos que ahora venían a renovar en presencia de su jefe moribundo. Por doquiera había evidencias de lo que Dios había hecho por ellos; de cómo les había dado una tierra por la cual no habían tenido que trabajar, ciudades que no habían edificado, viñedos y olivares que ellos no habían plantado. Josué repasó nuevamente la historia de Israel y relató las obras maravillosas de Dios, para que todos comprendieran su amor y misericordia, y le sirvieran “con integridad y en verdad.”
Por indicación de Josué, se había traído el arca de Silo. Era una ocasión muy solemne, y este símbolo de la presencia de Dios iba a profundizar la impresión que él deseaba hacer sobre el pueblo. Después de exponer la bondad de Dios hacia Israel, los invitó en el nombre de Jehová a que decidieran a quien querían servir. El culto de los ídolos seguía practicándose hasta cierto punto, en secreto, y Josué trató ahora de inducirlos a hacer una decisión que desterrara este pecado de Israel. “Y si mal os parece servir a Jehová—dijo él,—escogeos hoy a quien sirváis.” Josué deseaba lograr que sirvieran a Dios, no a la fuerza, sino voluntariamente. El amor a Dios es el fundamento mismo de la religión. De nada valdría dedicarse a su servicio meramente por la esperanza del galardón o por el temor al castigo. Una franca apostasía no ofendería más a Dios que la hipocresía y un culto de mero formalismo.
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El anciano jefe exhortó a los israelitas a que consideraran en todos sus aspectos lo que les había expuesto y a que decidieran si realmente querían vivir como vivían las naciones idólatras y degradadas que habitaban alrededor de ellos. Si les parecía mal servir a Jehová, fuente de todo poder y de toda bendición, podían en ese día escoger a quien querían servir, “a los dioses a quienes sirvieron vuestros padres,” de los que Abrahán fué llamado a apartarse, o “a los dioses de los Amorrheos en cuya tierra habitáis.”
Estas últimas palabras eran una severa reprensión para Israel. Los dioses de los amorreos no habían podido proteger a sus adoradores. A causa de sus pecados abominables y degradantes, aquella nación impía había sido destruída, y la buena tierra que una vez poseyera había sido dada al pueblo de Dios. ¡Qué insensatez sería la de Israel si escogiera las divinidades por cuyo culto habían sido destruídos los amorreos!
“Que yo y mi casa—dijo Josué—serviremos a Jehová.” El mismo santo celo que inspiraba el corazón del jefe se comunicó al pueblo. Sus exhortaciones le arrancaron esta respuesta espontánea: “Nunca tal acontezca, que dejemos a Jehová por servir a otros dioses.”
“No podréis servir a Jehová—dijo Josué,—porque él es Dios santo; … no sufrirá vuestras rebeliones y vuestros pecados.” Antes de que pudiera haber una reforma permanente, era necesario hacerle sentir al pueblo cuán incapaz de obedecer a Dios era de por sí. Habían quebrantado su ley; ésta los condenaba como transgresores, y no les proporcionaba ningún medio de escape. Mientras confiaran en su propia fuerza y justicia, les era imposible lograr perdón de sus pecados; no podían satisfacer las exigencias de la perfecta ley de Dios, y en vano se comprometían a servir a Dios. Sólo por la fe en Cristo podían alcanzar el perdón de sus pecados, y recibir fuerza para obedecer la ley de Dios. Debían dejar de depender de sus propios esfuerzos para salvarse; debían confiar por completo en el poder de los méritos del Salvador prometido, si querían ser aceptados por Dios.
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Josué trató de hacer que sus oyentes pesaran muy bien sus palabras, y que desistieran de hacer votos para cuyo cumplimiento no estaban preparados. Con profundo fervor repitieron esta declaración: “No, antes a Jehová serviremos.” Consintiendo solemnemente en atestiguar contra sí mismos que habían escogido a Jehová, una vez más reiteraron su promesa de lealtad: “A Jehová nuestro Dios serviremos, y a su voz obedeceremos.”
“Entonces Josué hizo alianza con el pueblo el mismo día, y púsole ordenanzas y leyes en Sichem.” Escribió un relato de este pacto solemne, y lo puso, con el libro de la ley, al lado del arca. Erigió una columna conmemorativa y dijo: “He aquí esta piedra será entre nosotros por testigo, la cual ha oído todas las palabras de Jehová que él ha hablado con nosotros: será, pues, testigo contra vosotros, porque no mintáis contra vuestro Dios. Y envió Josué al pueblo, cada uno a su heredad.”
La obra de Josué en favor de Israel había terminado. Había cumplido “siguiendo a Jehová,” y en el libro de Dios se lo llamó “el siervo de Jehová.” El testimonio más noble que se da acerca de su carácter como caudillo del pueblo es la historia de la generación que disfrutó de sus labores. “Y sirvió Israel a Jehová todo el tiempo de Josué, y todo el tiempo de los ancianos que vivieron después de Josué.”