A fin de fomentar las reuniones del pueblo para los servicios religiosos y también para suplir las necesidades de los pobres, se le pedía a Israel que diera un segundo diezmo de todas sus ganancias. Con respecto al primer diezmo el Señor había dicho: “He aquí yo he dado a los hijos de Leví todos los diezmos en Israel.” Números 18:21. Y acerca del segundo diezmo mandó: “Y comerás delante de Jehová tu Dios en el lugar que él escogiere para hacer habitar allí su nombre, el diezmo de tu grano, de tu vino, y de tu aceite, y los primerizos de tus manadas, y de tus ganados, para que aprendas a temer a Jehová tu Dios todos los días.” Deuteronomio 14:23; véase vers. 29 y 16:11-14.
Durante dos años debían llevar este diezmo o su equivalente en dinero al sitio donde estaba el santuario. Después de presentar una ofrenda de agradecimiento a Dios y una porción específica para el sacerdote, el ofrendante debía usar el remanente para un festín religioso, en el cual debían participar los levitas, los extranjeros, los huérfanos y las viudas. Se proveía así para las ofrendas de gracias y los festines de las celebraciones anuales, y el pueblo había de frecuentar la compañía de los sacerdotes y levitas, a fin de recibir instrucción y ánimo en el servicio de Dios. Pero cada tercer año este segundo diezmo había de emplearse en casa, para agasajar a los levitas y a los pobres, como dijo Moisés: “Y comerán en tus villas, y se saciarán.” Deuteronomio 26:12. Este diezmo había de proveer un fondo para los fines caritativos y hospitalarios.
Otras medidas aun se tomaban en favor de los pobres. Después del reconocimiento de los requerimientos divinos, nada hay que diferencie tanto las leyes dadas por Moisés de cualesquiera otras como el espíritu generoso y hospitalario que ordenaban hacia los pobres. Aunque Dios había prometido bendecir grandemente a su pueblo, no se proponía que la pobreza fuese totalmente desconocida entre ellos. Declaró que los pobres no dejarían de existir en la tierra. Siempre habría entre su pueblo algunos que le darían oportunidad de ejercer la simpatía, la ternura y la benevolencia. En aquel entonces, como ahora, las personas estaban expuestas al infortunio, la enfermedad y la pérdida de sus propiedades; pero mientras se siguieran estrictamente las instrucciones dadas por Dios, no habría mendigos en Israel ni quien sufriera por falta de alimentos.
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La ley de Dios le daba al pobre derecho sobre cierta porción del producto de la tierra. Cualquiera estaba autorizado para ir, cuando tenía hambre, al sembrado de su vecino, a su huerto o a su viñedo, para comer del grano o de la fruta hasta satisfacerse. Obraron de acuerdo con este permiso los discípulos de Jesús cuando arrancaron espigas y comieron del grano al pasar por un campo cierto sábado.
Toda la rebusca de las mieses, el huerto y el viñedo pertenecían a los pobres. “Cuando segares tu mies en tu campo—dijo Moisés,—y olvidares alguna gavilla en el campo, no volverás a tomarla…. Cuando sacudieres tus olivas, no recorrerás las ramas tras ti…. Cuando vendimiares tu viña, no rebuscarás tras ti: para el extranjero, para el huérfano, y para la viuda será. Y acuérdate que fuiste siervo en tierra de Egipto.” Deuteronomio 24:19-22; véase Levítico 19:9, 10.
Cada séptimo año había una provisión especial para los pobres. El año sabático, como se lo llamaba, comenzaba al fin de la cosecha. En el tiempo de la siembra que seguía al de la siega, el pueblo no debía sembrar; no debía podar ni arreglar los viñedos en la primavera; y no debía contar con una cosecha ni del campo ni de la viña. De lo que la tierra produjera espontáneamente, podían comer cuando estaba fresco, pero no podían guardar ninguna porción de esos productos en sus graneros. La producción de ese año había de dejarse para el consumo gratuito del extranjero, el huérfano, la viuda, y hasta para los animales del campo. Véase Éxodo 23:10, 11; Levítico 25:5.
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Pero si la tierra producía ordinariamente tan sólo lo suficiente para suplir las necesidades del pueblo, ¿como había de subsistir éste durante el año en que no se recogían cosechas? La promesa de Dios proveía ampliamente para esto, pues Dios había dicho: “Entonces yo os enviaré mi bendición el sexto año, y hará fruto por tres años. Y sembraréis el año octavo, y comeréis del fruto añejo; hasta el año noveno, hasta que venga su fruto comeréis del añejo.” Levítico 25:21, 22.
La observancia del año sabático había de beneficiar tanto a la tierra como al pueblo. Después de descansar una estación, sin ser cultivada, la tierra iba a producir más copiosamente. El pueblo se veía aliviado de las labores apremiantes del campo; y aunque podía dedicarse a diversas actividades durante ese tiempo, todos tenían más tiempo libre, lo cual les brindaba oportunidad de recuperar las fuerzas físicas para los trabajos de los años subsiguientes. Tenían más tiempo para la meditación y la oración, para familiarizarse con las enseñanzas y exigencias del Señor, y para instruir a sus familias.
Durante el año sabático debía ponerse en libertad a los esclavos hebreos, y no despedirlos con las manos vacías. Las instrucciones del Señor eran: “Y cuando lo despidieres libre de ti, no lo enviarás vacío: le abastecerás liberalmente de tus ovejas, de tu era, y de tu lagar; le darás de aquello en que Jehová te hubiere bendecido.” Deuteronomio 15:13, 14.
El salario del trabajador debía serle pagado con prontitud: “No hagas agravio al jornalero pobre y menesteroso, así de tus hermanos como de tus extranjeros que están en tu tierra…. En su día le darás su jornal, y no se pondrá el sol sin dárselo; pues es pobre, y con él sustenta su vida.” Deuteronomio 24:14, 15.
También se dieron instrucciones especiales respecto al tratamiento de los que huían de la servidumbre: “No entregarás a su señor el siervo que se huyere a ti de su amo: more contigo, en medio de ti, en el lugar que escogiere en alguna de tus ciudades, donde bien le estuviere: no le harás fuerza.” Deuteronomio 23:15, 16.
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Para los pobres, el séptimo año era un año de remisión de las deudas. Los hebreos tenían la orden de ayudar siempre a sus hermanos indigentes, con préstamos de dinero sin interés. Se prohibía expresamente recibir usura de un hombre pobre: “Cuando tu hermano empobreciere, y se acogiere a ti, tú lo ampararás: como peregrino y extranjero vivirá contigo. No tomarás usura de él, ni aumento; mas tendrás temor de tu Dios, y tu hermano vivirá contigo. No le darás tu dinero a usura, ni tu vitualla a ganancia.” Levítico 25:35-37.
Si la deuda quedaba sin pagar hasta el año de remisión, tampoco se podía recobrar el capital. Se le advirtió explícitamente al pueblo que no negara, por este motivo, el auxilio necesario a sus hermanos: “Cuando hubiere en ti menesteroso de alguno de tus hermanos, … no endurecerás tu corazón, ni cerrarás tu mano a tu hermano pobre…. Guárdate que no haya en tu corazón perverso pensamiento, diciendo: Cerca está el año séptimo, el de la remisión; y tu ojo sea maligno sobre tu hermano menesteroso para no darle: que él podrá clamar contra ti a Jehová, y se te imputará a pecado.” “No faltarán menesterosos de en medio de la tierra; por eso yo te mando, diciendo: Abrirás tu mano a tu hermano, a tu pobre, y a tu menesteroso en tu tierra,” “abrirás a él tu mano liberalmente, y en efecto le prestarás lo que basta, lo que hubiere menester.” Deuteronomio 15:7-9, 11, 8.
Nadie necesitaba temer que su generosidad le redujera a la miseria. La obediencia a los mandamientos de Dios daría ciertamente por resultado la prosperidad. Se le dijo a Israel: “Prestarás entonces a muchas gentes, mas tú no tomarás prestado; y enseñorearte has de muchas gentes, pero de ti no se enseñorearán.” Vers. 6.
Después de “siete semanas de años, siete veces siete años,” venía el gran año de la remisión, el año del jubileo. “Entonces harás pasar la trompeta de jubilación … por toda vuestra tierra. Y santificaréis el año cincuenta, y pregonaréis libertad en la tierra a todos sus moradores; éste os será jubileo; y volveréis cada uno a su posesión, y cada cual volverá a su familia.” Levítico 25:8-10.
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“En el mes séptimo a los diez del mes; el día de la expiación,” sonaba la trompeta del jubileo. Por todos los ámbitos de la tierra, doquiera habitaran los judíos, se oía el toque que invitaba a todos los hijos de Jacob a que saludaran el año de la remisión. En el gran día de la expiación, se expiaban los pecados de Israel, y con corazones llenos de regocijo el pueblo daba la bienvenida al jubileo.
Como en el año sabático, no se debía sembrar ni segar, y todo lo que produjera la tierra había de considerarse como propiedad legítima de los pobres. Quedaban entonces libres ciertas clases de esclavos hebreos: todos los que no recibían su libertad en el año sabático. Pero lo que distinguía especialmente el año del jubileo era la restitución de toda propiedad inmueble a la familia del poseedor original. Por indicación especial de Dios, las tierras habían sido repartidas por suertes. Después de la repartición, nadie tuvo derecho a cambiar su hacienda por otra. Tampoco debía vender su tierra, a no ser que la pobreza le obligara a hacerlo, y aun en tal caso, en cualquier momento que él o alguno de sus parientes quisiera rescatarla, el comprador no debía negarse a venderla; y si no se redimía la tierra, debía volver a su primer poseedor o a sus herederos en el año de jubileo.
El Señor declaró a Israel: “La tierra pues no podrá venderse en perpetuidad; porque mía es la tierra; pues que vosotros sois extranjeros y transeuntes para conmigo.” Levítico 25:23 (VM). Debía inculcársele al pueblo el hecho de que la tierra que se le permitía poseer por un tiempo pertenecía a Dios, que él era su dueño legítimo, su poseedor original, y que él quería que se le diera al pobre y al menesteroso una consideración especial. Debía hacerse comprender a todos que los pobres tienen tanto derecho como los más ricos a un sitio en el mundo de Dios.
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Tales fueron las medidas que nuestro Creador misericordioso tomó para aminorar el sufrimiento e impartir algún rayo de esperanza y alegría en la vida de los indigentes y angustiados.
Dios quería poner freno al amor excesivo a los bienes terrenales y al poder. La acumulación continua de riquezas en manos de una clase, y la pobreza y degradación de otra clase, eran cosas que producían grandes males. El poder desenfrenado de los ricos resultaría en monopolio, y los pobres, aunque en todo sentido tuvieran tanto valor como aquellos a los ojos de Dios, serían considerados y tratados como inferiores a sus hermanos más afortunados. Al sentir la clase pobre esta opresión se despertarían en ella las pasiones. Habría un sentimiento de desesperación que tendería a desmoralizar la sociedad y a abrir la puerta a crímenes de toda índole. Los reglamentos que Dios estableció tenían por objeto fomentar la igualdad social. Las medidas del año sabático y del año de jubileo habían de corregir mayormente lo que en el intervalo se hubiera desquiciado en la economía social y política de la nación.
Estos reglamentos tenían por objeto beneficiar a los ricos tanto como a los pobres. Habían de refrenar la avaricia y la inclinación a exaltarse uno mismo, y habían de cultivar un noble espíritu de benevolencia; y al fomentar la buena voluntad y la confianza entre todas las clases, habían de favorecer el orden social y la estabilidad del gobierno. Todos nosotros estamos entretejidos en la gran tela de la humanidad, y todo cuanto hagamos para beneficiar y ayudar a nuestros semejantes nos beneficiará también a nosotros mismos. La ley de la dependencia mutua afecta e incluye a todas las clases sociales. Los pobres no dependen más de los ricos, que los ricos de los pobres. Mientras una clase pide una parte de las bendiciones que Dios ha concedido a sus vecinos más ricos, la otra necesita el fiel servicio, la fuerza del cerebro, de los huesos y de los músculos, que constituyen el capital de los pobres.
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El Señor prometió grandes bendiciones a Israel con tal que obedeciera a sus instrucciones: “Yo daré vuestra lluvia en su tiempo, y la tierra rendirá sus producciones, y el árbol del campo dará su fruto; y la trilla os alcanzará a la vendimia, y la vendimia alcanzará a la sementera, y comeréis vuestro pan en hartura, y habitaréis seguros en vuestra tierra; y yo daré paz en la tierra, y dormiréis, y no habrá quien os espante; y haré quitar las malas bestias de vuestra tierra, y no pasará por vuestro país la espada, … y andaré entre vosotros, y yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo…. Empero si no me oyereis, … no ejecutando todos mis mandamientos, e invalidando mi pacto, … sembraréis en balde vuestra simiente, porque vuestros enemigos la comerán: y pondré mi ira sobre vosotros, y seréis heridos delante de vuestros enemigos; y los que os aborrecen se enseñorearán de vosotros, y huiréis sin que haya quien os persiga.” Levítico 26:4-17.
Muchos insisten en que todos los hombres deben tener igualmente parte en las bendiciones temporales de Dios. Pero tal no fué el propósito del Creador. La diversidad de condición entre unos y otros es uno de los medios por los cuales Dios se propone probar y desarrollar el carácter. Sin embargo, quiere que quienes posean bienes de este mundo se consideren meramente administradores de sus posesiones, personas a quienes se confiaron los recursos que se han de emplear en pro de los necesitados y de los que sufren.
Cristo dijo que habrá siempre pobres entre nosotros; e identifica su interés con el de su pueblo afligido. El corazón de nuestro Redentor se compadece de los más pobres y humildes de sus hijos terrenales. Nos dice que son sus representantes en la tierra. Los colocó entre nosotros para despertar en nuestro corazón el amor que él siente hacia los afligidos y los oprimidos. Cristo acepta la misericordia y la benevolencia que se les muestre como si fuese manifestada para con él. Considera como dirigido contra él mismo cualquier acto de crueldad o de negligencia hacia ellos.
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Si la ley dada por Dios en beneficio de los pobres se hubiera observado y ejecutado siempre, ¡cuán diferente sería el estado actual del mundo, espiritual y materialmente! El egoísmo y la vanidad no se manifestarían como ahora se manifiestan, sino que cada uno de los hombres respetaría benévolamente la felicidad y el bienestar de los demás, y no existiría la indigencia hoy tan generalizada en tantas tierras.
Los principios que Dios prescribió impedirían los terribles males que en todos los siglos resultaron de la opresión de los pobres a manos de los ricos. Al paso que impedirían la acumulación de grandes riquezas y la gratificación del deseo ilimitado de lujo, impedirían también la consiguiente ignorancia y degradación de millares cuya mal recompensada servidumbre es indispensable para acumular esas fortunas colosales. Representarían la solución pacífica de aquellos problemas que en nuestros días amenazan con llenar el mundo de anarquía y efusión de sangre.