Este capítulo está basado en 1 Samuel 2:12-36.
Elí era sacerdote y juez de Israel. Ocupaba los puestos más altos y de mayor responsabilidad entre el pueblo de Dios. Como hombre escogido divinamente para las sagradas obligaciones del sacerdocio, y puesto sobre todo el país como la autoridad judicial más elevada, se le consideraba como un ejemplo, y ejercía una gran influencia sobre las tribus de Israel. Pero aunque había sido nombrado para que gobernara al pueblo, no regía bien su propia casa. Elí era un padre indulgente. Amaba tanto la paz y la comodidad, que no ejercía su autoridad para corregir los malos hábitos ni las pasiones de sus hijos. Antes que contender con ellos, o castigarlos, prefería someterse a la voluntad de ellos, y les cedía en todo. En vez de considerar la educación de sus hijos como una de sus responsabilidades más importantes, trataba el asunto como si tuviera muy poca importancia.
El sacerdote y juez de Israel no había sido dejado en las tinieblas con respecto a la obligación de refrenar y disciplinar a los hijos que Dios había confiado a su cuidado. Pero Elí se substrajo a estas obligaciones, porque significaban contrariar la voluntad de sus hijos, y le imponían la necesidad de castigarlos y de negarles ciertas cosas. Sin pesar las consecuencias terribles de su proceder, satisfizo todos los deseos de sus hijos, y descuidó la obra de prepararlos para el servicio de Dios y los deberes de la vida.
Dios había dicho de Abrahán: “Yo lo he conocido, sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio.” Génesis 18:19. Pero Elí permitió que sus hijos le dominaran a él. El padre se sometió a los hijos. La maldición de la transgresión era aparente en la corrupción y la impiedad que distinguían la conducta de sus hijos. No apreciaban debidamente el carácter de Dios ni la santidad de su ley. El servicio de él era para ellos una cosa común. Desde su niñez se habían acostumbrado al santuario y su servicio; pero en vez de volverse más reverentes, habían perdido todo sentido de su santidad y significado. El padre no había corregido la falta de respeto que manifestaban hacia su propia autoridad, ni había refrenado su irreverencia por los servicios solemnes del santuario; y cuando llegaron a la edad viril estaban llenos de los frutos mortíferos del escepticismo y la rebelión.
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Aunque estaban completamente incapacitados para el cargo, fueron puestos en el santuario como sacerdotes para ministrar ante Dios. El Señor había dado instrucciones muy precisas con respecto al ofrecimiento de los sacrificios; pero estos impíos cumplían el servicio de Dios con desprecio de la autoridad y no prestaban atención a la ley de las ofrendas y sacrificios, que debían presentarse de la manera más solemne. Los sacrificios, que apuntaban a la futura muerte de Cristo, tenían por objeto conservar en el corazón del pueblo la fe en el Redentor que había de venir. Por consiguiente, era de suma importancia que se acatasen estrictamente las instrucciones del Señor con respecto a ellos. Los sacrificios de agradecimiento eran especialmente una expresión de gracias a Dios. En estas ofrendas solamente la grasa del animal debía quemarse en el altar; cierta porción especificada se reservaba para los sacerdotes, pero la mayor parte era devuelta al dador, para que la comiesen él y sus amigos en un festín de sacrificio. Así todos los corazones se habían de dirigir, con gratitud y fe, al gran Sacrificio que había de quitar los pecados del mundo.
Los hijos de Elí, en vez de reconocer la solemnidad de este servicio simbólico, sólo pensaban en cómo hacer de él un medio de satisfacer sus propios deseos. No se contentaban con la parte de las ofrendas de gracias que se les destinaba, y exigían una porción adicional; y el gran número de estos sacrificios que se presentaban en las fiestas anuales daba a los sacerdotes oportunidad de enriquecerse a costa del pueblo. No sólo exigían más de lo que lícitamente les correspondía, sino que hasta se negaban a esperar que la grasa se quemase como ofrenda a Dios. Persistían en exigir cualquier porción que les agradase, y si les era negada, amenazaban con tomarla por la fuerza.
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Esta irreverencia por parte de los sacerdotes no tardó en despojar los servicios de su significado santo y solemne, y los del pueblo “menospreciaban los sacrificios de Jehová.” Véase 1 Samuel 2:12-36. Ya no conocían el gran sacrificio antitípico hacia el cual debían mirar. “Era pues el pecado de los mozos muy grande delante de Jehová.”
Estos sacerdotes infieles violaban también la ley de Dios y deshonraban su santo cargo por sus prácticas viles y degradantes; pero continuaban contaminando con su presencia el tabernáculo de Dios. Mucha gente, llena de indignación por la conducta corrompida de Ofni y Finees, dejó de subir al lugar señalado para el culto. Así el servicio que Dios había ordenado fué menospreciado y descuidado porque estaba asociado con los pecados de hombres impíos, mientras que aquellos cuyos corazones se inclinaban hacia el mal se envalentonaron en el pecado. La impiedad, el libertinaje y hasta la idolatría prevalecían en forma alarmante.
Elí había cometido un grave error al permitir que sus hijos asumieran los cargos sagrados. Al disculpar la conducta de ellos con este o aquel pretexto, quedó ciego con respecto a sus pecados; pero por último llegaron a tal punto que ya no pudo desviar más los ojos de los delitos de sus hijos. El pueblo se quejaba de sus actos de violencia, y el sumo sacerdote sintió pesar y angustia. No osó callar por más tiempo. Pero sus hijos se habían criado pensando sólo en sí mismos, y ahora no respetaban a nadie. Veían la angustia de su padre, pero sus corazones endurecidos no se conmovían. Oían sus benignas amonestaciones, pero no se dejaban impresionar, ni quisieron cambiar su mal camino cuando fueron advertidos de las consecuencias de su pecado. Si Elí hubiera tratado con justicia a sus hijos impíos, habrían sido destituídos del sacerdocio y castigados con la muerte. Temiendo deshonrarlos así públicamente y condenarlos, los mantuvo en los puestos más sagrados y de más responsabilidad. Siguió permitiéndoles que mezclaran su corrupción con el santo servicio de Dios, y que infligieran a la causa de la verdad un perjuicio que muchos años no podrían borrar. Pero cuando el juez de Israel descuidó su obra, Dios se hizo cargo de la situación.
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“Y vino un varón de Dios a Elí, y díjole: Así ha dicho Jehová: ¿No me manifesté yo claramente a la casa de tu padre, cuando estaban en Egipto en casa de Faraón? Y yo le escogí por mi sacerdote entre todas las tribus de Israel, para que ofreciese sobre mi altar, y quemase perfume, y trajese ephod delante de mí; y dí a la casa de tu padre todas las ofrendas de los hijos de Israel. ¿Por qué habéis hollado mis sacrificios y mis presentes, que yo mandé ofrecer en el tabernáculo; y has honrado a tus hijos más que a mí, engordándoos de lo principal de todas las ofrendas de mi pueblo Israel? Por tanto, Jehová el Dios de Israel dice: Yo había dicho que tu casa y la casa de tu padre andarían delante de mí perpetuamente; mas ahora ha dicho Jehová: Nunca yo tal haga, porque yo honraré a los que me honran, y los que me tuvieren en poco, serán viles…. Y yo me suscitaré un sacerdote fiel, que haga conforme a mi corazón y a mi alma; y yo le edificaré casa firme, y andará delante de mi ungido todos los días.”
Dios acusó a Elí de honrar a sus hijos más que al Señor. Antes que avergonzar a sus hijos por sus prácticas impías y odiosas, Elí había permitido que la ofrenda destinada por Dios a ser una bendición para Israel se trocase en cosa abominable. Los que siguen sus propias inclinaciones, en su afecto ciego por sus hijos, y, permitiéndoles que satisfagan sus deseos egoístas, no les hacen sentir el peso de la autoridad de Dios para reprender el pecado y corregir el mal, ponen de manifiesto que honran a sus hijos impíos más que a Dios. Sienten más anhelo por escudar la reputación de ellos que por glorificar a Dios; y tienen más deseo de complacer a sus hijos que de agradar al Señor y de mantener su servicio libre de toda apariencia de mal.
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A Elí, como sumo sacerdote y juez de Israel, Dios le consideraba responsable por la condición moral y religiosa de su pueblo, y en un sentido muy especial, por el carácter de sus hijos. El debió haber procurado refrenar primero la impiedad por medidas benignas; pero si éstas no daban resultados positivos, debiera haber dominado el mal por los medios más severos. Provocó el desagrado del Señor al no reprender el pecado ni ejecutar justicia sobre el pecador. No se podría confiar en él para que mantuviera puro a Israel. Aquellos que no tienen suficiente valor para reprender el mal, o que por indolencia o falta de interés no hacen esfuerzos fervientes para purificar la familia o la iglesia de Dios, son considerados responsables del mal que resulte de su descuido del deber. Somos tan responsables de los males que hubiéramos podido impedir en otros por el ejercicio de la autoridad paternal o pastoral, como si hubiésemos cometido los tales hechos nosotros mismos.
Elí no administró su casa de acuerdo con los reglamentos que Dios dió para el gobierno de la familia. Siguió su propio juicio. El padre indulgente pasó por alto las faltas y los pecados de sus hijos en su niñez, lisonjeándose de que después de algún tiempo, al crecer, abandonarían sus tendencias impías. Muchos están cometiendo ahora un error semejante. Creen conocer una manera mejor de educar a sus hijos que la indicada por Dios en su Palabra. Fomentan tendencias malas en ellos y se excusan diciendo: “Son demasiado jóvenes para ser castigados. Esperemos que sean mayores, y se pueda razonar con ellos.” En esta forma se permite que los malos hábitos se fortalezcan hasta convertirse en una segunda naturaleza. Los niños crecen sin freno, con rasgos de carácter que serán una maldición para ellos durante toda su vida, y que propenderán a reproducirse en otros.
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No hay maldición más grande en una casa que la de permitir a los niños que hagan su propia voluntad. Cuando los padres acceden a todos los deseos de sus hijos y les permiten participar en cosas que reconocen perjudiciales, los hijos pierden pronto todo respeto por sus padres, toda consideración por la autoridad de Dios o del hombre, y son llevados cautivos de la voluntad de Satanás. La influencia de una familia mal gobernada se difunde, y es desastrosa para toda la sociedad. Se acumula en una ola de maldad que afecta a las familias, las comunidades y los gobiernos.
A causa de su cargo, la influencia de Elí era mayor que si hubiera sido un hombre común. Su vida familiar se imitaba por doquiera en Israel. Los resultados funestos de su negligencia y de sus costumbres indulgentes se podían ver en miles de hogares que seguían el modelo de su ejemplo. Si se toleran las prácticas impías en los hijos mientras que los padres hacen profesión de religión, la verdad de Dios queda expuesta al oprobio. La mejor prueba del cristianismo en un hogar es la clase de carácter engendrada por su influencia. Las acciones hablan en voz mucno más alta que la profesión de piedad más positiva.
Si los que profesan la religión, en vez de hacer esfuerzos fervientes, persistentes y concienzudos para criar una familia bien ordenada como testimonio de los beneficios que reporta la fe en Dios, son flojos en el gobierno de la casa y toleran los malos deseos de sus hijos, obran como Elí y acarrean deshonra a la causa de Cristo, y ruina para sí mismos y sus familias. Pero por grandes que sean los males debidos a la infidelidad paternal en cualquier circunstancia, son diez veces mayores cuando existen en las familias de quienes fueron designados maestros del pueblo. Cuando éstos no gobiernan sus propias casas, desvían por su mal ejemplo a muchos del buen camino. Su culpabilidad es tanto mayor que la de los demás cuanto mayor es la responsabilidad de su cargo.
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Se había prometido que la casa de Aarón andaría siempre delante de Dios; pero esta promesa se había hecho a condición de que los miembros de la tal casa se dedicaran a la obra del santuario con corazón sincero y honraran a Dios en toda forma, no sirviéndose a sí mismos ni siguiendo sus propias inclinaciones perversas. Elí y sus hijos habían sido probados, y el Señor los había hallado enteramente indignos del elevado cargo de sacerdotes en su servicio. Así que Dios declaró: “Nunca yo tal haga.” No podía hacer en su favor el bien que quería hacerles, porque ellos no habían hecho su parte.
El ejemplo que deben dar los que sirven en las cosas santas debe ser de tal carácter que induzca al pueblo a reverenciar a Dios y a temer ofenderle. Cuando los hombres que actúan como “en nombre de Cristo” (2 Corintios 5:20), para proclamar al pueblo el mensaje divino de misericordia y reconciliación, usan su sagrada vocación como un disfraz para satisfacer sus deseos egoístas o sensuales, se convierten en los agentes más eficaces de Satanás. Como Ofni y Finees, inducen al pueblo a aborrecer el sacrificio a Jehová. Puede ser que se entreguen secretamente a su mala conducta por algún tiempo; pero cuando finalmente se revela su verdadero carácter, la fe del pueblo recibe un golpe que a menudo resulta en la destrucción de toda fe en la religión. Queda en su mente desconfianza hacia todos los que profesan enseñar la palabra de Dios. Reciben con dudas el mensaje del siervo verdadero de Cristo. Se preguntan constantemente: “¿No será este hombre como aquel que creíamos tan santo y que resultó tan corrupto?” Así pierde la palabra de Dios todo su poder sobre las almas de los hombres.
En la reprensión que dirigió Elí a sus hijos, hay palabras de significado solemne y terrible, palabras que deben pesar todos los que sirven en las cosas sagradas: “Si pecare el hombre contra el hombre, los jueces le juzgarán; mas si alguno pecare contra Jehová, ¿quién rogará por él?” Si los delitos de ellos hubieran perjudicado tan sólo a sus semejantes, el juez podría haber hecho una reconciliación señalando una pena y requiriendo la restitución correspondiente; y los culpables podrían haber sido perdonados. O si su pecado no hubiese sido de presunción, podría haberse ofrecido en su favor un sacrificio expiatorio. Pero sus pecados estaban tan entretejidos con su ministerio como sacerdotes del Altísimo en el ofrecimiento de sacrificios por los pecados, y la obra de Dios había sido tan profanada y deshonrada ante el pueblo, que no había expiación aceptable en su favor. Su propio padre, a pesar de que era sumo sacerdote, no se atrevía a interceder por ellos; ni podía escudarlos de la ira de un Dios santo.
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De todos los pecadores, son más culpables los que arrojan menosprecio sobre los medios que el Cielo proveyó para la redención del hombre, los que crucifican “de nuevo para sí mismos al hijo de Dios,” y le exponen “a vituperio.” Hebreos 6:6.