Historia de los Patriarcas y Profetas: Capítulo 57 – El arca tomada por los Filisteos

Este capítulo está basado en 1 Samuel 3 a 7.

Otra advertencia había de ser dada a la casa de Elí. Dios no podía comunicarse con el sumo sacerdote ni con sus hijos; sus pecados, como densa nube, excluían la presencia del Espíritu Santo. Pero en medio de la impiedad el niño Samuel permanecía fiel al Cielo, y fué comisionado, como profeta del Altísimo, para dar el mensaje de condenación a la casa de Elí.

“La palabra de Jehová era de estima en aquellos días; no había visión manifiesta. Y aconteció un día, que estando Elí acostado en su aposento, cuando sus ojos comenzaban a oscurecerse, que no podía ver, Samuel estaba durmiendo en el templo de Jehová, donde el arca de Dios estaba: y antes que la lámpara de Dios fuese apagada, Jehová llamó a Samuel.” Véase 1 Samuel 3-7.

Creyendo que la voz era de Elí, el niño se apresuró a ir al lado de la cama del sacerdote, diciéndole: “Heme aquí; ¿para qué me llamaste?” La contestación que recibió fué: “Hijo mío, yo no he llamado; vuelve, y acuéstate.” Tres veces fué llamado Samuel, y tres veces contestó de la misma manera. Y entonces Elí se convenció de que la voz misteriosa era la de Dios. El Señor había pasado por alto a su siervo elegido, el anciano canoso, para comunicarse con un niño. Esto era de por sí un reproche amargo, pero bien merecido para Elí y su casa.

Ningún sentimiento de envidia o celos se despertó en el corazón de Elí. Le aconsejó a Samuel que contestara, si se le llamaba nuevamente: “Habla, Jehová, que tu siervo oye.” Una vez más se oyó la voz, y el niño contestó: “Habla, que tu siervo oye.” Estaba tan asustado al pensar que el gran Dios le hablaba, que no pudo recordar exactamente las palabras que Elí le había mandado decir.

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“Y Jehová dijo a Samuel: He aquí haré yo una cosa en Israel, que a quien la oyere, le retiñirán ambos oídos. Aquel día yo despertaré contra Elí todas las cosas que he dicho sobre su casa. En comenzando, acabaré también. Y mostraréle que yo juzgaré su casa para siempre, por la iniquidad que él sabe; porque sus hijos se han envilecido, y él no los ha estorbado. Y por tanto yo he jurado a la casa de Elí, que la iniquidad de la casa de Elí no será expiada jamás, ni con sacrificios ni con presentes.”

Antes de recibir este mensaje de Dios, “Samuel no había conocido aún a Jehová, ni la palabra de Jehová le había sido revelada,” es decir, que no había experimentado manifestaciones directas de la presencia de Dios como las que se otorgaban a los profetas. El propósito de Dios era revelarse de una manera inesperada, para que Elí oyera hablar de ello por medio de la sorpresa y de las preguntas del joven.

Samuel se llenó de terror y asombro al pensar que se le había encargado tan terrible mensaje. Por la mañana se dedicó a sus quehaceres como lo hacía ordinariamente, pero con una carga pesada en su joven corazón. El Señor no le había ordenado que revelara la temible denuncia; por consiguiente, se llamó a silencio, y evitaba en lo posible la presencia de Elí. Temblaba por temor de que alguna pregunta le obligara a declarar el juicio divino contra aquel a quien tanto amaba y reverenciaba. Elí estaba seguro de que el mensaje anunciaba alguna gran calamidad para él y su casa. Llamó a Samuel y le ordenó que le relatara fielmente lo que el Señor le había revelado. El joven obedeció, y el anciano se postró en humilde sumisión a la horrenda sentencia. “Jehová es—dijo;—haga lo que bien le pareciere.”

Sin embargo, Elí no llevó los frutos del arrepentimiento verdadero. Confesó su culpa, pero no renunció al pecado. Año tras año el Señor había postergado los castigos con que le amenazaba. Mucho pudo haberse hecho en aquellos años para redimir los fracasos del pasado; pero el anciano sacerdote no tomó medidas eficaces para corregir los males que estaban contaminando el santuario de Jehová y llevando a la ruina a millares de Israel. Por el hecho de que Dios tuviera paciencia, Ofni y Finees endurecieron su corazón y se envalentonaron en la transgresión.

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Elí hizo conocer a toda la nación los mensajes de reproche que habían sido dirigidos a su casa. Así esperaba contrarrestar, hasta cierto punto, la influencia maléfica de su negligencia anterior. Pero las advertencias fueron menospreciadas por el pueblo, como lo habían sido por los sacerdotes. También los pueblos de las naciones circunvecinas, que no ignoraban las iniquidades abiertamente practicadas en Israel, se envalentonaron aun más en su idolatría y en sus crímenes. No sentían la culpabilidad de sus pecados como la habrían sentido si los israelitas hubieran preservado su integridad.

Pero el día de la retribución se aproximaba. La autoridad de Dios había sido puesta a un lado, y su culto descuidado y menospreciado, y se había hecho necesario que él interviniera para sostener el honor de su nombre.

“Por aquel tiempo salió Israel a encontrar en batalla a los Filisteos, y asentó campo junto a Eben-ezer, y los filisteos asentaron el suyo en Aphec.” Esta expedición fué emprendida por los israelitas sin haber consultado previamente a Dios, y sin que concurriera el sumo sacerdote ni profeta alguno. “Y los Filisteos presentaron la batalla a Israel; y trabándose el combate, Israel fué vencido delante de los Filisteos, los cuales hirieron en la batalla por el campo como cuatro mil hombres.”

Cuando el ejército regresó a su campamento quebrantado y descorazonado, “los ancianos de Israel dijeron: ¿Por qué nos ha herido hoy Jehová delante de los Filisteos?” La nación estaba madura para los castigos de Dios; y sin embargo, no podía ver ni comprender que sus propios pecados habían sido la causa de ese terrible desastre. Y dijeron: “Traigamos a nosotros de Silo el arca del pacto de Jehová, para que viniendo entre nosotros nos salve de las manos de nuestros enemigos.” El Señor no había dado orden ni permiso de que el arca fuese llevada al ejército; no obstante, los israelitas se sintieron seguros de que la victoria sería suya, y dejaron oír un gran grito cuando el arca fué traída al campamento por los hijos de Elí.

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Los filisteos consideraban el arca como el dios de Israel. Atribuían a su poder todas las grandes obras que Jehová había hecho en beneficio de su pueblo. Cuando oyeron los gritos de regocijo lanzados al aproximarse el arca, dijeron: “¿Qué voz de gran júbilo es ésta en el campo de los Hebreos? Y supieron que el arca de Jehová había venido al campo. Y los Filisteos tuvieron miedo porque decían: Ha venido Dios al campo. ¡Ay de nosotros! pues antes de ahora no fué así. ¡Ay de nosotros! ¿Quién nos librará de las manos de estos dioses fuertes? Estos son los dioses que hirieron a Egipto con toda plaga en el desierto. Esforzaos, oh Filisteos, y sed hombres, porque no sirváis a los Hebreos, como ellos os han servido a vosotros; sed hombres, y pelead.”

Los filisteos realizaron un asalto feroz, que resultó en la derrota total de Israel, y en una gran carnicería. Treinta mil hombres quedaron muertos en el campo, y el arca de Dios fué tomada; los dos hijos de Elí perecieron mientras luchaban por defenderla. Así quedó en las páginas de la historia un testimonio para todas las edades futuras, a saber, que la iniquidad del pueblo que profesa seguir a Dios no quedará impune. Cuanto mayor sea el conocimiento de la voluntad de Dios, tanto mayor será el pecado de los que la desprecien.

Había caído sobre Israel la calamidad más horrorosa que pudo haberle ocurrido. El arca de Dios había sido tomada, y estaba en posesión del enemigo. La gloria se había apartado ciertamente de Israel cuando fué quitado de su medio el símbolo de la presencia permanente de Jehová y de su poder. Con esta sagrada arca iban asociadas las revelaciones más maravillosas de la verdad y del poder de Dios. En tiempos anteriores se habían logrado victorias milagrosas siempre que ella aparecía. La cubría la sombra de las alas de los querubines de oro; y la gloria indecible de la shekinah, símbolo visible del Dios altísimo, había descansado sobre ella en el lugar santísimo. Pero ahora no había traído la victoria. No había sido una defensa en esta ocasión, y había luto por doquiera en Israel.

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No habían comprendido que su fe era tan sólo una fe nominal, y que habían perdido su poder de prevalecer con Dios. La ley de Dios, contenida en el arca, era también un símbolo de su presencia; pero ellos habían escarnecido los mandamientos, habían despreciado sus exigencias, y agraviado al Espíritu de Dios, al punto de hacerle alejarse de entre ellos. Mientras el pueblo obedeció los santos preceptos, el Señor estuvo con él para obrar en su beneficio mediante su infinito poder; pero cuando miró al arca sin asociarla con Dios, ni honró su voluntad revelada obedeciendo a su ley, no le fué de más ayuda que un cofre cualquiera. Consideraba el arca como las naciones idólatras consideraban a sus dioses, como si ella poseyera en sí misma los elementos de poder y salvación. Violaba la ley que ella contenía; pues su misma adoración del arca lo llevó al formalismo, a la hipocresía y a la idolatría. Su pecado lo había separado de Dios, y él no podía darle la victoria antes que se arrepintiera y abandonara su iniquidad.

No bastaba que el arca y el santuario estuviesen en medio de Israel. No bastaba que los sacerdotes ofrecieran sacrificios y que los del pueblo se llamaran los hijos de Dios. El Señor no escucha las peticiones de quienes albergan iniquidad en el corazón; está escrito: “El que aparta su oído para no oír la ley, su oración también será abominable.” Proverbios 28:9.

Cuando el ejército salió a librar batalla, Elí, ciego y anciano, se había quedado en Silo. Con presentimientos perturbadores esperaba el resultado del conflicto; “porque su corazón estaba temblando por causa del arca de Dios.” Habiendo elegido un sitio fuera de la puerta del tabernáculo, se quedaba sentado a la vera del camino día tras día, esperando ansiosamente la llegada de algún mensajero del campo de batalla.

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Por último, un hombre de la tribu de Benjamín que formaba parte del ejército, llegó subiendo de prisa por el camino que conducía a la ciudad, “rotos sus vestidos y tierra sobre su cabeza.” Pasó frente al anciano sentado a la vera del camino sin hacerle caso, se apresuró a llegar a la ciudad, y relató a multitudes anhelantes las noticias de la derrota y la pérdida.

El ruido de los gemidos y las lamentaciones llegó a los oídos del que atalayaba al lado del tabernáculo. Fué llevado el mensajero a la presencia de Elí y le dijo: “Israel huyó delante de los Filisteos, y también fué hecha gran mortandad en el pueblo; y también tus dos hijos, Ophni y Phinees, son muertos.” Elí pudo aguantar todo esto, por terrible que fuera, pues lo había esperado. Pero cuando el mensajero agregó: “Y el arca de Dios fué tomada,” una expresión de angustia indecible pasó por su semblante. La idea de que su pecado había deshonrado así a Dios, y le había hecho retirar su presencia de Israel, era más de lo que podía soportar; perdió su fuerza, cayó, “y quebrósele la cerviz, y murió.”

La esposa de Finees, a pesar de la impiedad de su marido, era una mujer que temía al Señor. La muerte de su suegro y de su marido, y sobre todo, la terrible noticia de que el arca de Dios había sido tomada, le causaron la muerte. Le pareció que la última esperanza de Israel había desaparecido; y llamó al hijo que le acababa de nacer en esa hora de adversidad, Ichabod, “sin gloria.” Y con su último aliento repitió las tristes palabras: “Traspasada es la gloria de Israel: porque el arca de Dios fué tomada.”

Pero el Señor no había desechado completamente a su pueblo, ni tampoco iba a tolerar mucho tiempo el júbilo de los paganos. Había usado a los filisteos como instrumento para castigar a los israelitas, y empleó el arca para castigar a los filisteos. En tiempos anteriores, la divina presencia la había acompañado, para ser la fuerza y la gloria de su pueblo obediente. Aún la acompañaría esa presencia invisible, para infundir terror y ocasionar destrucción a los transgresores de la santa ley. A menudo el Señor emplea a sus acérrimos enemigos para castigar la infidelidad del pueblo que profesa seguirle. Los impíos podrán triunfar por algún tiempo, viendo a Israel sufrir el castigo; pero llegará el momento cuando ellos también habrán de sufrir la sentencia de un Dios santo que odia el pecado. Doquiera se abrigue la iniquidad, allí caerán rápidos y certeros los juicios divinos.

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Los filisteos llevaron el arca en procesión triunfal a Asdod, una de sus cinco ciudades principales, y la pusieron en la casa de su dios Dagón. Se imaginaban que el poder que hasta entonces había acompañado el arca sería suyo, y que, unido al poder de Dagón, los haría invencibles. Pero al entrar en el templo al día siguiente, presenciaron una escena que los llenó de consternación. Dagón había caído de bruces al suelo ante el arca de Jehová. Reverentemente, los sacerdotes recogieron el ídolo y lo colocaron en su sitio, pero a la mañana siguiente lo encontraron misteriosamente mutilado, otra vez derribado en el suelo ante el arca. La parte superior de este ídolo era semejante a la de un hombre, y la parte inferior se asemejaba a la de un pez. Ahora toda la parte que se parecía a la forma humana había sido cortada, y quedaba solamente el cuerpo del pez. Los sacerdotes y el pueblo estaban horrorizados; consideraban este acontecimiento misterioso como un mal augurio que presagiaba la destrucción de ellos y de sus ídolos ante el Dios de los hebreos. Sacaron entonces el arca del templo y la colocaron en un edificio aparte.

Los habitantes de Asdod se vieron afectados por una enfermedad angustiosa y fatal. Recordando las plagas que el Dios de Israel había infligido a Egipto, el pueblo atribuyó esta calamidad a la presencia del arca entre ellos. Se decidió llevarla a Gath. Pero poco después de su llegada allí comenzó la plaga y los hombres de la ciudad la enviaron a Ecrón. Los habitantes la recibieron con terror y clamando: “Han pasado a mí el arca del Dios de Israel por matarme a mí y a mi pueblo.” Se volvieron a sus dioses en busca de protección, como lo había hecho la gente de Gath y de Asdod; pero la obra de exterminio siguió hasta que, por causa de la aflicción “el clamor de la ciudad subía al cielo.” Temiendo el pueblo conservar el arca en habitaciones humanas, la colocó en campo raso. Siguió entonces una plaga de ratones, que infestaron la tierra y destruyeron los productos agrícolas, tanto en los graneros como en el campo. La destrucción total, ya fuese por la enfermedad o por el hambre, amenazaba ahora a toda la nación.

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Durante siete meses el arca permaneció en la tierra de los filisteos, y en todo este tiempo los israelitas no hicieron esfuerzo alguno por recobrarla. Pero los filisteos tenían ahora tanta ansia de deshacerse de ella, como antes la habían tenido por obtenerla. En vez de ser una fuente de fortaleza para ellos, era una carga pesada y una gran maldición. Sin embargo, no sabían qué hacer, pues adondequiera que la llevasen seguían inmediatamente los juicios de Dios.

El pueblo clamó a los príncipes de la nación, como también a los sacerdotes y adivinos; y ansiosamente les preguntó: “¿Qué haremos del arca de Jehová? Declaradnos como la hemos de tornar a enviar a su lugar.” Ellos aconsejaron que la devolvieran con un costoso sacrificio de expiación. “Entonces—dijeron los sacerdotes—seréis sanos, y conoceréis por qué no se apartó de vosotros su mano.”

Antiguamente, para reprimir o eliminar una plaga, solían hacer los paganos una representación en oro, plata u otros materiales, de aquello que causaba la destrucción, o del objeto o parte del cuerpo especialmente afectados. Esta representación o imagen se colocaba en una columna o en algún lugar visible, y se creía que constituía una protección eficaz contra los males que representaba. Todavía subsiste hoy una costumbre semejante entre ciertos pueblos paganos. Cuando una persona que sufre de alguna enfermedad va al templo de su ídolo en busca de curación, lleva consigo una figura de la parte afectada, y la presenta como ofrenda a su dios.

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En consonancia con la superstición reinante, los señores filisteos aconsejaron al pueblo que hiciera representaciones de las plagas que les habían estado afligiendo, “conforme al número de los príncipes de los Filisteos, cinco hemorroides de oro, y cinco ratones de oro, porque—dijeron ellos—la misma plaga que todos tienen, tienen también vuestros príncipes.”

Estos sabios reconocieron que un poder misterioso acompañaba al arca, un poder al que no sabían hacer frente. Sin embargo, no aconsejaron al pueblo que se apartara de su idolatría para servir al Señor. Seguían odiando al Dios de Israel, aunque se veían obligados a someterse a su autoridad, por los castigos abrumadores. Así también pueden los pecadores verse convencidos por los juicios de Dios de que es vano contender contra él. Pueden verse obligados a someterse a su poder, mientras que en su corazón se rebelan contra su dominio. Una sumisión tal no puede salvar al pecador. El corazón debe ser entregado a Dios; debe ser subyugado por la gracia divina, antes de que el arrepentimiento del hombre pueda ser aceptado.

¡Cuán grande es la longanimidad de Dios hacia los impíos! Tanto los filisteos idólatras como los israelitas apóstatas habían gozado de las dádivas de su providencia. Diez mil misericordias inadvertidas caían silenciosamente sobre la senda de hombres ingratos y rebeldes. Cada bendición les hablaba del Dador, pero ellos eran indiferentes a su amor. Muy grande era la tolerancia de Dios hacia los hijos de los hombres; pero cuando ellos se obstinaron en su impenitencia, apartó de ellos su mano protectora. Se negaron a escuchar la voz de Dios, que les hablaba en sus obras creadas y en las advertencias, las reprensiones y los consejos de su Palabra, y así se vió obligado a hablarles por medio de sus juicios.

Había entre los filisteos algunos que estaban dispuestos a oponerse a que se devolviera el arca a su tierra. Consideraban humillante para su pueblo un reconocimiento tal del poderío del Dios de Israel. Pero “los sacerdotes y adivinos” advirtieron al pueblo que no imitara la testarudez de Faraón y de los egipcios, y no trajera sobre sí calamidades aun mayores.

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Se propuso entonces un proyecto que pronto alcanzó el consentimiento de todos y en seguida se puso en práctica. El arca, con la ofrenda de oro, fué colocada en un carro nuevo, a fin de evitarle todo peligro de contaminación; a este carro se uncieron dos vacas, cuyas cervices no habían llevado yugo. Los terneros de estas vacas se dejaron encerrados en casa, y las vacas fueron dejadas libres para que fueran adonde quisieran. Si el arca fuese así devuelta a los israelitas por el camino de Bethsemes, la ciudad de levitas más cercana, ello sería para los filisteos una evidencia de que el Dios de Israel les había hecho a ellos este gran mal. “Si no—dijeron,—seremos ciertos que su mano no nos hirió, nos ha sido accidente.”

Al ser soltadas, las vacas se alejaron de sus crías, y mugiendo tomaron el camino directo a Beth-semes. Sin dirección humana alguna, los pacientes animales siguieron adelante. La presencia divina acompañaba el arca, y ésta llegó con toda seguridad al sitio señalado.

Era entonces el tiempo de la cosecha del trigo, y los hombres de Beth-semes estaban segando en el valle. “Y alzando sus ojos vieron el arca, y holgáronse cuando la vieron. Y el carro vino al campo de Josué Beth-semita, y paró allí: porque allí había una gran piedra: y ellos cortaron la madera del carro, y ofrecieron las vacas en holocausto a Jehová.” Los señores de los filisteos, que habían seguido el arca, “hasta el término de Bethsemes” y habían presenciado el recibimiento que le habían hecho, regresaron ahora a Ecrón. La plaga había cesado, y estaban convencidos de que sus calamidades habían sido un juicio del Dios de Israel.

Los hombres de Beth-semes difundieron prestamente la noticia de que el arca estaba en su posesión, y la gente de la tierra circundante acudió a dar la bienvenida al arca. Esta había sido colocada sobre la piedra que primero sirvió de altar, y ante ella se ofrecieron al Señor otros sacrificios adicionales. Si los adoradores se hubieran arrepentido de sus pecados, la bendición de Dios los habría acompañado. Pero no estaban obedeciendo fielmente a su ley; y aunque se regocijaban por el regreso del arca como presagio de bien, no reconocían verdaderamente su santidad. En vez de preparar un sitio apropiado para recibirla, permitieron que permaneciera en el campo de la mies. Mientras continuaban mirando la sagrada arca, y hablando de la manera maravillosa en que les había sido devuelta, comenzaron a hacer conjeturas acerca de donde residía su poder especial. Por último, vencidos por la curiosidad, quitaron los envoltorios de ella, y se atrevieron a abrirla.

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A todo Israel se le había enseñado a considerar el arca con temor y reverencia. Cuando había que trasladarla de un lugar a otro, los levitas ni siquiera debían mirarla. Solamente una vez al año se le permitía al sumo sacerdote contemplar el arca de Dios. Hasta los filisteos paganos no se habían atrevido a quitarle los envoltorios. Angeles celestiales invisibles la habían acompañado en todos sus viajes. La irreverente osadía de los bet-semitas fué prestamente castigada. Muchos fueron heridos de muerte repentina.

Este juicio no indujo a los sobrevivientes a arrepentirse de su pecado, sino sólo a considerar el arca con temor supersticioso. Ansiosos de deshacerse de su presencia, y no atreviéndose, sin embargo, a trasladarla a otro sitio, los bet-semitas enviaron un mensaje a los habitantes de Kiriat-jearim, para invitarlos a que se la llevaran. Con gran regocijo los hombres de dicho lugar dieron la bienvenida al arca sagrada. Sabían muy bien que ella era garantía del favor divino para los obedientes y fieles. Con alegría solemne la condujeron a su ciudad, y la pusieron en la casa de Abinadab, levita que habitaba allí. Este hombre designó a su hijo Eleazar para que se encargara de ella; y el arca permaneció allí muchos años.

Durante los años transcurridos desde que el Señor se manifestó por primera vez al hijo de Ana, el llamamiento a Samuel al cargo profético había sido reconocido por toda la nación. Al transmitir fielmente la divina advertencia a la casa de Elí, por penoso que fuera dicho deber, Samuel había dado pruebas evidentes de su fidelidad como mensajero de Jehová, “y Jehová fué con él, y no dejó caer a tierra ninguna de sus palabras. Y conoció todo Israel desde Dan hasta Beer-sebah, que Samuel era fiel profeta de Jehová.”

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Los israelitas aun continuaban, como nación, en un estado de irreligión e idolatría, y como castigo permanecían sujetos a los filisteos. Mientras tanto, Samuel visitaba las ciudades y aldeas de todo el país, procurando hacer volver el corazón del pueblo al Dios de sus padres; y sus esfuerzos no quedaron sin buenos resultados. Después de sufrir la opresión de sus enemigos durante veinte años, “toda la casa de Israel lamentaba en pos de Jehová.” Samuel les aconsejó: “Si de todo vuestro corazón os volvéis a Jehová, quitad los dioses ajenos y a Astaroth de entre vosotros, y preparad vuestro corazón a Jehová, y a sólo él servid.” Aquí vemos que la piedad práctica, la religión del corazón, era enseñada en los días de Samuel como lo fué por Cristo cuando estuvo en la tierra. Sin la gracia de Cristo, de nada le valían al Israel de antaño las formas externas de la religión. Tampoco valen para el Israel moderno.

Es hoy muy necesario que la verdadera religión del corazón reviva como sucedió en el antiguo Israel. El arrepentimiento es el primer paso que debe dar todo aquel que quiera volver a Dios. Nadie puede hacer esta obra por otro. Individualmente debemos humillar nuestras almas ante Dios, y apartar nuestros ídolos. Cuando hayamos hecho todo lo que podamos, el Señor nos manifestará su salvación.

Con la cooperación de los jefes de las tribus, se reunió una gran asamblea en Mizpa. Allí se celebró un ayuno solemne. Con profunda humillación, el pueblo confesó sus pecados; y en testimonio de su resolución de obedecer las instrucciones que había oído, invistió a Samuel con la autoridad de juez.

Los filisteos interpretaron esta reunión como un consejo de guerra, y con un ejército poderoso quisieron dispersar a los israelitas antes de que sus proyectos maduraran. Las nuevas de su próxima llegada infundieron gran terror a Israel. El pueblo pidió a Samuel: “No ceses de clamar por nosotros a Jehová nuestro Dios, que nos guarde de mano de los Filisteos.”

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Mientras Samuel estaba ofreciendo un cordero en holocausto, los filisteos se acercaron para dar batalla. Entonces el Todopoderoso que había descendido sobre el Sinaí en medio del fuego, del humo y del trueno, el que había dividido el mar Rojo, y que había abierto un camino por el Jordán para los hijos de Israel, manifestó su poder una vez más. Una tempestad terrible se desató sobre el ejército que avanzaba, y por la tierra quedaron sembrados los cadáveres de guerreros poderosos.

Los israelitas habían permanecido quietos, en silencioso asombro, temblando de esperanza y de temor. Cuando presenciaron la matanza de sus enemigos, se dieron cuenta de que Dios había aceptado su arrepentimiento. A pesar de que no estaban preparados para la batalla, se apoderaron de las armas de los filisteos muertos, y persiguieron al ejército que huía hasta Beth-car. Esta señalada victoria se obtuvo en el mismo campo donde, veinte años antes, las huestes filisteas, habían derrotado a Israel, matado a los sacerdotes y tomado el arca de Dios. Para las naciones así como para los individuos, el camino de la obediencia a Dios es el sendero de la seguridad y de la felicidad, mientras que, por otro lado, el de la transgresión conduce tan sólo al desastre y la derrota. Los filisteos quedaron entonces tan completamente subyugados, que entregaron las fortalezas que habían arrebatado a Israel, y se abstuvieron de todo acto de hostilidad durante muchos años. Otras naciones siguieron este ejemplo, y los israelitas gozaron de paz hasta el fin de la administración única de Samuel.

Para que aquel acontecimiento no fuese olvidado, Samuel hizo erigir, entre Mizpa y Sen, una enorme peña como monumento recordativo. La llamó Eben-ezer, “piedra de ayuda,” diciendo al pueblo: “Hasta aquí nos ayudó Jehová.”

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