Historia de los Patriarcas y Profetas: Capítulo 59 – El primer rey de Israel

Este capítulo está basado en 1 Samuel 8 a 7.

El gobierno de Israel era administrado en el nombre y por la autoridad de Dios. La obra de Moisés, de los setenta ancianos, de los jefes y de los jueces consistía simplemente en hacer cumplir las leyes que Dios les había dado; no tenían autoridad alguna para legislar para la nación. Esta era y continuaba siendo la condición impuesta para la existencia de Israel como nación. De siglo en siglo se suscitaron hombres inspirados por Dios para que instruyeran al pueblo, y para que dirigieran la ejecución de las leyes.

El Señor previó que Israel desearía un rey, pero no consintió en cambiar en manera alguna los principios en que se había fundado el estado. El rey había de ser el vicegerente del Altísimo. Dios había de ser reconocido como cabeza de la nación, y su ley debía aplicarse como ley suprema del país. (Véase el Apéndice, nota 11.)

Cuando los israelitas se establecieron en Canaán, reconocían los principios de la teocracia, y la nación prosperó mucho bajo el gobierno de Josué. Pero el aumento de la población y las relaciones con otras naciones no tardaron en producir un cambio. El pueblo adoptó muchas de las costumbres de sus vecinos paganos, y así sacrificó, en extenso grado, su carácter santo especial. Gradualmente perdió su reverencia hacia Dios, y dejó de apreciar el honor de ser su pueblo escogido. Atraído por la pompa y ostentación de los monarcas paganos, se cansó de su propia sencillez. Surgieron celos y envidias entre las tribus. Fueron éstas debilitadas por las discordias internas; estaban constantemente expuestas a la invasión de sus enemigos paganos, y estaban llegando a creer que para mantener su posición entre las naciones debían unirse bajo un gobierno central y fuerte. Cuando dejaron de obedecer a la ley de Dios, desearon libertarse del gobierno de su Soberano divino; se generalizó por toda la tierra de Israel la exigencia de que se creara una monarquía.

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Desde los tiempos de Josué, jamás había sido administrado el gobierno con tanta sabiduría y éxito como durante la administración de Samuel. Investido por la divinidad con el triple cargo de juez, profeta y sacerdote, había trabajado con infatigable y desinteresado celo por el bienestar de su pueblo, y la nación había prosperado bajo su gobierno sabio. Se había restablecido el orden, se había fomentado la piedad, y el espíritu de descontento se había refrenado momentáneamente; pero con el transcurso de los años el profeta se vió obligado a compartir con otros la administración del gobierno, y nombró a sus dos hijos para que le ayudaran. Mientras Samuel continuaba desempeñando en Rama los deberes de su cargo, los jóvenes administraban justicia entre el pueblo en Beer-seba, cerca del límite meridional del país.

Con el consentimiento unánime de la nación, Samuel había dado cargo a sus hijos; pero no resultaron dignos de la elección hecha por su padre. Por medio de Moisés, el Señor había dado instrucciones especiales a su pueblo para que los gobernantes de Israel juzgaran con rectitud, trataran con justicia a la viuda y al huérfano, y no recibieran sobornos de ninguna clase. Pero los hijos de Samuel “se ladearon tras la avaricia, recibiendo cohecho y pervirtiendo el derecho.” Los hijos del profeta no acataban los preceptos que él había tratado de inculcarles. No imitaban la vida pura y desinteresada de su padre. La advertencia dirigida a Elí no había ejercido en el ánimo de Samuel la influencia que debiera haber ejercido. El había sido, hasta cierto grado, demasiado indulgente con sus hijos, y los resultados eran obvios en su carácter y en su vida.

La injusticia de estos jueces causó mucho desafecto, y así proporcionó al pueblo un pretexto para insistir en que se llevara a cabo el cambio que por tanto tiempo había deseado secretamente. “Todos los ancianos de Israel se juntaron, y vinieron a Samuel en Rama, y dijéronle: He aquí tú has envejecido, y tus hijos no van por tus caminos: por tanto, constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como todas las gentes.” Véase 1 Samuel 8-12.

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No se le había hablado a Samuel de los abusos cometidos por sus hijos contra el pueblo. Si él hubiera conocido la mala conducta de sus hijos, les habría quitado sus cargos sin tardanza alguna; pero esto no era lo que deseaban los peticionarios. Samuel vió que lo que los movía en realidad era el descontento y el orgullo y que su exigencia era el resultado de un propósito deliberado y resuelto. No había queja alguna contra Samuel. Todos reconocían la integridad y la sabiduría de su administración; pero el anciano profeta consideró esta petición como una censura dirigida contra él mismo, y como un esfuerzo directo para hacerle a un lado. No reveló, sin embargo, sus sentimientos; no pronunció reproche alguno, sino que llevó el asunto al Señor en oración, y sólo de él procuró consejo.

Y el Señor le dijo a Samuel: “Oye la voz del pueblo en todo lo que te dijeren: porque no te han desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos. Conforme a todas las obras que han hecho desde el día que los saqué de Egipto hasta hoy, que me han dejado y han servido a dioses ajenos, así hacen también contigo.” Quedó reprendido el profeta por haber dejado que le afligiese la conducta del pueblo hacia él como individuo. No habían manifestado falta de respeto para con él, sino hacia la autoridad de Dios, que había designado a los gobernantes de su pueblo. Los que desdeñan y rechazan al siervo fiel de Dios, no sólo menosprecian al hombre, sino también al Señor que le envió. Menoscaban las palabras de Dios, sus reproches y consejos; rechazan la autoridad de él.

Los tiempos de la mayor prosperidad de Israel fueron aquellos en que reconoció a Jehová como su rey, cuando consideró las leyes y el gobierno por él establecidos como superiores a los de todas las otras naciones. Moisés había declarado a Israel tocante a los mandamientos del Señor: “Esta es vuestra sabiduría y vuestra inteligencia en ojos de los pueblos, los cuales oirán todos estos estatutos, y dirán: “Ciertamente pueblo sabio y entendido, gente grande es ésta.” Deuteronomio 4:6. Pero al apartarse de la ley de Dios, los hebreos no llegaron a ser el pueblo que Dios deseaba hacer de ellos, y quedaron luego tan completamente cegados por el pecado que imputaron al gobierno de Dios todos los males que resultaron de su propio pecado e insensatez.

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El Señor había predicho por medio de sus profetas que Israel sería gobernado por un rey; pero de ello no se desprende que esta forma de gobierno fuera la mejor para ellos, o según su voluntad. El permitió al pueblo que siguiera su propia elección, porque rehusó guiarse por sus consejos. Oseas declara que Dios les dió un rey en su “furor.” Oseas 13:11. Cuando los hombres deciden seguir su propio sendero sin buscar el consejo de Dios, o en oposición a su voluntad revelada, les otorga con frecuencia lo que desean, para que por medio de la amarga experiencia subsiguiente sean llevados a darse cuenta de su insensatez y a arrepentirse de su pecado. El orgullo y la sabiduría de los hombres constituyen una guía peligrosa. Lo que el corazón ansía en contradicción a la voluntad de Dios resultará al fin en una maldición más bien que en una bendición.

Dios deseaba que su pueblo le considerase a él solo como su legislador y su fuente de fortaleza. Al sentir que dependían de Dios, se verían constantemente atraídos hacia él. Serían elevados, ennoblecidos y capacitados para el alto destino al cual los había llamado como su pueblo escogido. Pero si se llegaba a poner a un hombre en el trono, ello tendería a apartar de Dios los ánimos del pueblo. Confiarían más en la fuerza humana, y menos en el poder divino, y los errores de su rey los inducirían a pecar y separarían a la nación de Dios.

Se le indicó a Samuel que accediera a la petición del pueblo, pero advirtiéndole que el Señor la desaprobaba, y haciéndole saber también cuál sería el resultado de su conducta. “Y dijo Samuel todas las palabras de Jehová al pueblo que le había pedido rey.” Con toda fidelidad les expuso las cargas que pesarían sobre ellos, y les mostró el contraste que ofrecía semejante estado de opresión frente al estado comparativamente libre y próspero que gozaban.

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Su rey imitaría la pompa y el lujo de otros monarcas, y ello haría necesario cobrar pesados tributos y exacciones en sus personas y sus propiedades. Exigiría para sus servicios los más hermosos de sus jóvenes. Los haría conductores de sus carros, jinetes y corredores delante de él. Habrían de llenar las filas de su ejército, y se les exigiría que trabajaran las tierras del rey, segaran sus mieses y fabricaran elementos de guerra para su servicio. Las hijas de Israel serían llevadas al palacio para hacerlas confiteras y panaderas de la casa del rey. Para mantener su regio estado, se apoderaría de las mejores tierras dadas al pueblo por Jehová mismo. Tomaría los mejores de los siervos de ellos y de sus animales para hacerlos trabajar en su propio beneficio.

Además de todo esto, el rey les exigiría una décima parte de todas sus rentas, de las ganancias de su trabajo, o de los productos de la tierra. “Y seréis sus siervos—concluyó el profeta.—Y clamaréis aquel día a causa de vuestro rey que os habréis elegido, mas Jehová no os oirá en aquel día.” Por onerosas que fueran sus exacciones, una vez establecida la monarquía, no la podrían hacer a un lado a su gusto.

Pero el pueblo contestó: “No, sino que habrá rey sobre nosotros; y nosotros seremos también como todas las gentes, y nuestro rey nos gobernará, y saldrá delante de nosotros, y hará nuestras guerras.”

“Como todas las gentes.” Los israelitas no se dieron cuenta de que ser en este respecto diferentes de las otras naciones era un privilegio y una bendición especial. Dios había separado a los israelitas de todas las demás gentes, para hacer de ellos su propio tesoro. Pero ellos, despreciando este alto honor, desearon ansiosamente imitar el ejemplo de los paganos. Y aun hoy subsiste entre los profesos hijos de Dios el deseo de amoldarse a las prácticas y costumbres mundanas. Cuando se apartan del Señor, se vuelven codiciosos de las ganancias y los honores del mundo. Los cristianos están constantemente tratando de imitar las prácticas de los que adoran al Dios de este mundo. Muchos alegan que al unirse con los mundanos y amoldarse a sus costumbres se verán en situación de ejercer una influencia poderosa sobre los impíos. Pero todos los que se conducen así se separan con ello de la Fuente de toda fortaleza. Haciéndose amigos del mundo, son enemigos de Dios. Por amor a las distinciones terrenales, sacrifican el honor inefable al cual Dios los ha llamado, el de manifestar las alabanzas de Aquel que nos “ha llamado de las tinieblas a su luz admirable.” 1 Pedro 2:9.

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Con profunda tristeza, Samuel escuchó las palabras del pueblo; pero el Señor le dijo: “Oye su voz, y pon rey sobre ellos.” El profeta había cumplido con su deber. Había presentado fielmente la advertencia, y ésta había sido rechazada. Con corazón acongojado, despidió al pueblo, y él mismo se fué a hacer preparativos para el gran cambio que había de verificarse en el gobierno.

La vida de Samuel, toda de pureza y devoción desinteresada, era un reproche perpetuo tanto para los sacerdotes y ancianos egoístas como para la congregación de Israel, orgullosa y sensual. Aunque el profeta no se había rodeado de pompa ni ostentación alguna, sus obras llevaban el sello del cielo. Fué honrado por el Redentor del mundo, bajo cuya dirección gobernó la nación hebrea. Pero el pueblo se había cansado de su piedad y devoción; menospreció su autoridad humilde, y le rechazó en favor de un hombre que lo gobernara como rey.

En el carácter de Samuel vemos reflejada la semejanza de Cristo. Fué la pureza de la vida de nuestro Salvador la que provocó la ira de Satanás. Esa vida era la luz del mundo y revelaba la depravación oculta en los corazones humanos. Fué la santidad de Cristo la que despertó contra él las pasiones más feroces de los que con falsedad en su corazón, profesaban ser piadosos. Cristo no vino con las riquezas y los honores de la tierra; pero las obras que hizo demostraron que poseía un poder mucho mayor que el de cualquiera de los príncipes humanos.

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Los judíos esperaban que el Mesías quebrantara el yugo del opresor; y sin embargo, albergaban los pecados que precisamente se lo habían atado en la cerviz. Si Cristo hubiera tolerado sus pecados y aplaudido su piedad, le habrían aceptado como su rey; pero no quisieron soportar su manera intrépida de reprocharles sus vicios. Despreciaron la hermosura de un carácter en el cual predominaban en forma suprema la benevolencia, la pureza y la santidad, que no sentía otro odio que el que le inspiraba el pecado. Así ha sucedido en todas las edades del mundo. La luz del cielo trae condenación a todos los que rehusan andar en ella. Cada vez que se sientan reprendidos por el buen ejemplo de quienes odian al pecado, los hipócritas se harán agentes de Satanás para hostigar y perseguir a los fieles. “Todos los que quieren vivir píamente en Cristo Jesús, padecerán persecución.” 2 Timoteo 3:12.

Aunque en la profecía se había predicho que Israel tendría una forma monárquica de gobierno, Dios se había reservado el derecho de escoger al rey. Los hebreos respetaron la autoridad de Dios lo suficiente para dejarle hacer la selección. La decisión recayó en Saúl, hijo de Cis, de la tribu de Benjamín.

Las cualidades personales del futuro monarca eran tales que halagaban el orgullo que había impulsado el corazón del pueblo a desear un rey. “Entre los hijos de Israel no había otro más hermoso que él.” De porte noble y digno, en la flor de la vida, bien parecido y alto, parecía nacido para mandar. Sin embargo, a pesar de estos atractivos exteriores, Saúl carecía de las cualidades superiores que constituyen la verdadera sabiduría. No había aprendido en su juventud a dominar sus pasiones impetuosas y temerarias; jamás había sentido el poder renovador de la gracia divina.

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Saúl era hijo de un jefe poderoso y opulento; sin embargo, de acuerdo con la sencillez de la vida de aquel entonces, desempeñaba con su padre los humildes deberes de un agricultor. Habiéndose extraviado algunos animales de su padre, Saúl salió a buscarlos con un criado. Los buscaron en vano durante tres días, cuando, en vista de que no estaban lejos de Rama (véase el Apéndice, nota 12), donde vivía Samuel, el siervo propuso que fueran a consultar al profeta acerca del ganado perdido. “He aquí se halla en mi mano la cuarta parte de un siclo de plata—dijo:—esto daré al varón de Dios, porque nos declare nuestro camino.” Esto concordaba con las costumbres de aquel tiempo. Al acercarse alguien a una persona que le fuese superior en categoría o cargo, le ofrecía un pequeño regalo, como testimonio de respeto.

Al aproximarse a la ciudad, encontraron a unas jóvenes que habían ido a sacar agua, y les preguntaron por el vidente. En contestación, ellas manifestaron que se iba a realizar un servicio religioso, que el profeta ya había llegado, pues habría un sacrificio “en el alto,” y luego un festín de sacrificio.

Bajo la administración de Samuel se había producido un gran cambio. Cuando Dios le llamó por primera vez, los servicios del santuario eran considerados con desdén. “Los hombres menospreciaban los sacrificios de Jehová.” 1 Samuel 2:17. Pero ahora se rendía culto a Dios en todo el país, y el pueblo manifestaba vivo interés en los servicios religiosos. Como no había servicio en el tabernáculo, los sacrificios se ofrecían en ese entonces en otros sitios; y para este fin se elegían las ciudades de los sacerdotes y de los levitas adonde el pueblo iba para instruirse. Los puntos más altos de estas ciudades se escogían generalmente como sitios de sacrificio, y a esto se refería la expresión “en el alto.”

En la puerta de la ciudad, Saúl se encontró con el profeta mismo. Dios le había revelado a Samuel que en esa ocasión el rey escogido para Israel se presentaría delante de él. Mientras estaban uno frente al otro, el Señor le dijo a Samuel: “He aquí éste es el varón del cual te hablé; éste señoreará a mi pueblo.” A la petición de Saúl: “Ruégote que me enseñes dónde está la casa del vidente,” Samuel respondió: “Yo soy el vidente.” Asegurándole también que los animales perdidos habían sido encontrados, le exhortó a que se quedara y asistiera al festín, al mismo tiempo que le hacía una insinuación acerca del gran destino que le esperaba: “¿Por quién es todo el deseo de Israel, sino por ti y por toda la casa de tu padre?”

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Las palabras del profeta conmovieron el corazón del que le escuchaba. No podía menos que percibir algo de su significado; pues la demanda por tener un rey había llegado a ser asunto de interés absorbente para toda la nación. No obstante, con modestia Saúl contestó: “¿No soy yo hijo de Benjamín, de las más pequeñas tribus de Israel? Y mi familia ¿no es la más pequeña de todas las familias de la tribu de Benjamín? ¿Por qué pues me has dicho cosa semejante?”

Samuel condujo al forastero al sitio de la asamblea, donde los hombres principales de la ciudad se encontraban reunidos. Entre ellos, por orden del profeta, se le dió a Saúl el sitio de honor, y en el festín se le dió la mejor porción. Terminados los servicios, Samuel llevó a su huésped a su casa. Allí conversó con él en la terraza y le presentó los grandes principios sobre los cuales se había fundado el gobierno de Israel, y procuró así darle cierta preparación para su elevado cargo.

Cuando Saúl se marchó, temprano por la mañana siguiente, el profeta le acompañó. Cuando hubieron atravesado la ciudad, pidió que el siervo siguiera adelante. Cuando éste se hubo alejado algo, Samuel ordenó a Saúl que se detuviera para recibir un mensaje que Dios le enviaba. “Tomando entonces Samuel una ampolla de aceite, derramóla sobre su cabeza, y besólo, y díjole: ¿No te ha ungido Jehová por capitán sobre su heredad?” Como evidencia de que hacía esto por autoridad divina, le predijo los incidentes que le ocurrirían en su viaje de regreso a su casa, y le aseguró a Saúl que el Espíritu de Dios le capacitaría para ocupar el cargo que le esperaba. “El Espíritu de Jehová te arrebatará,” le dijo el profeta, “y serás mudado en otro hombre. Y cuando te hubieren sobrevenido estas señales, haz lo que te viniere a mano, porque Dios es contigo.”

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Mientras Saúl iba por su camino, todo sucedió tal como lo había predicho el profeta. Cerca de la frontera de Benjamín, se le informó que los animales habían sido encontrados. En la llanura de Tabor, dió con tres hombres que iban a rendir culto a Dios a Bethel. Uno de ellos llevaba tres cabritos para el sacrificio, el otro tres panes, y el tercero una vasija de vino para el festín del sacrificio. Saludaron a Saúl en la forma acostumbrada, y también le regalaron dos de los tres panes.

En Gabaa, su propia ciudad, un grupo de profetas bajaba del “alto” cantando alabanzas a Dios al son de la flauta y del arpa, del salterio y del adufe. Cuando Saúl se les acercó, el Espíritu del Señor se apoderó también de él; de modo que unió el suyo a sus cantos de alabanza y profetizó con ellos. Hablaba con tanta fluidez y sabiduría, y los acompañó con tanto fervor en su servicio, que los que le conocían exclamaron con asombro: “¿Qué ha sucedido al hijo de Cis? ¿Saúl también entre los profetas?”

Cuando Saúl se unió a los profetas en su culto, el Espíritu Santo obró un gran cambio en él. La luz de la pureza y de la santidad divinas brilló sobre las tinieblas del corazón natural. Se vió a sí mismo como era delante de Dios. Vió la belleza de la santidad. Se le invitó entonces a principiar la guerra contra el pecado y contra Satanás, y se le hizo comprender que en este conflicto toda la fortaleza debía provenir de Dios. El plan de la salvación, que antes le había parecido nebuloso e incierto, fué revelado a su entendimiento. El Señor le dotó de valor y sabiduría para su elevado cargo. Le reveló la Fuente de fortaleza y gracia, e iluminó su entendimiento con respecto a las divinas exigencias y su propio deber.

La consagración de Saúl como rey no había sido comunicada a la nación. La elección de Dios había de manifestarse públicamente al echar suertes. Con este fin, Samuel convocó al pueblo en Mizpa. Se elevó una oración para pedir la dirección divina; y luego siguió la ceremonia solemne de echar suertes. La multitud congregada allí esperó en silencio el resultado. La tribu, la familia, y la casa fueron sucesivamente señaladas, y finalmente Saúl, el hijo de Cis, fué designado como el hombre escogido.

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Pero Saúl no estaba en la congregación. Abrumado con el sentimiento de la gran responsabilidad que estaba a punto de recaer sobre él, se había retirado secretamente. Fué traído de nuevo a la congregación, que observó con orgullo y satisfacción su aspecto regio y porte noble, pues “desde el hombro arriba era más alto que el pueblo.” Aun Samuel, al presentarle ante la asamblea, exclamó: “¿Habéis visto al que ha elegido Jehová, que no hay semejante a él en todo el pueblo?” Y en contestación la enorme muchedumbre dió un grito largo y regocijado: “¡Viva el rey!”

Samuel presentó luego al pueblo “el derecho del reino,” y declaró los principios en que se fundaba el gobierno monárquico y por los cuales se había de regir. El rey no había de ser un monarca absoluto, sino que había de ejercer su poder en sujeción a la voluntad del Altísimo. Este discurso se escribió en un libro donde se asentaron las prerrogativas del príncipe y los derechos y privilegios del pueblo. Aunque la nación había menospreciado la advertencia de Samuel y el fiel profeta se había visto forzado a acceder a sus deseos, procuró en lo posible, salvaguardar sus libertades.

En tanto que la mayoría del pueblo estaba dispuesta a reconocer a Saúl como su rey, un partido grande se le oponía. Les parecía un agravio intolerable que el monarca se hubiese escogido de entre la tribu de Benjamín, la más pequeña de todas las de Israel, pasando por alto la tribu de Judá y la de Efraín, las más grandes y poderosas. Estas tribus se negaron a prometer fidelidad y obediencia a Saúl, y a traerle los regalos acostumbrados. Los que habían sido más exigentes en su demanda de un rey fueron los mismos que se negaron a aceptar con gratitud al hombre que Dios había designado. Los miembros de cada una de las facciones tenían su favorito, a quien deseaban ver en el trono, y entre los príncipes muchos habían deseado el honor para sí. La envidia y los celos ardían en el corazón de muchos. Los esfuerzos del orgullo y de la ambición habían resultado en desengaño y descontento.

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Así las cosas, Saúl no juzgó conveniente asumir la dignidad real. Dejando a Samuel la administración del gobierno como antes, regresó él a Gabaa. Lo escoltó allá con honores un grupo de hombres que, viendo en él al hombre escogido divinamente, estaban resueltos a sostenerlo. Pero él no hizo esfuerzo alguno por apoyar con la fuerza su derecho al trono. En su casa de las alturas de Benjamín, desempeñaba pacíficamente sus deberes de agricultor, dejando enteramente a Dios el afianzamiento de su autoridad.

Poco después del nombramiento de Saúl, los amonitas, bajo su rey Naas, invadieron el territorio de las tribus establecidas al este del Jordán, y amenazaron la ciudad de Jabes de Galaad. Los habitantes de esa región trataron de llegar a un entendimiento de paz ofreciéndoles a los amonitas hacerse tributarios de ellos. A esto el rey cruel no quiso acceder a menos que fuese bajo la condición de que les sacara el ojo derecho a cada uno de ellos, como testimonio permanente de su poder.

Los habitantes de la ciudad sitiada suplicaron que se les diera una tregua de siete días. Los amonitas accedieron a esta solicitud, creyendo que con esto engrandecerían más el honor de su esperado triunfo. En seguida los de Jabes enviaron mensajeros para pedir auxilio a las tribus del oeste del Jordán. Así llegaron a Gabaa las noticias que despertaban terror por todas partes.

Por la noche, al regresar Saúl de seguir los bueyes en el campo, oyó ruidosas lamentaciones indicadoras de una gran calamidad. Dijo entonces: “¿Qué tiene el pueblo, que lloran?” Cuando se le contó la vergonzosa historia, se despertaron todas sus facultades latentes. “El espíritu de Dios arrebató a Saúl, … y tomando un par de bueyes, cortólos en piezas, y enviólas por todos los términos de Israel por mano de mensajeros, diciendo: Cualquiera que no saliere en pos de Saúl y en pos de Samuel, así será hecho a sus bueyes.”

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Trescientos treinta mil hombres se congregaron en la llanura de Bezec, bajo las órdenes de Saúl. Inmediatamente se mandaron mensajeros a los habitantes de la ciudad sitiada, con la promesa de que podrían esperar auxilio al día siguiente, el mismo día en el cual habían de someterse a los amonitas. Gracias a una rápida marcha nocturna, Saúl y su ejército cruzaron el Jordán, y llegaron a Jabes, “a la vela de la mañana.” Dividiendo, como Gedeón, sus fuerzas en tres compañías, cayó sobre el campo de los amonitas aquella madrugada, en el momento en que, por no sospechar ningún peligro, estaban menos en guardia. En el pánico que siguió al ataque, fueron derrotados completamente y hubo una gran matanza. “Y los que quedaron fueron dispersos, tal que no quedaron dos de ellos juntos.”

La celeridad y el valor de Saúl, así como el don de mando que reveló en la feliz dirección de tan grande ejército, eran cualidades que el pueblo de Israel había deseado en su monarca, para poder hacer frente a las otras naciones. Ahora le saludaron como su rey, atribuyendo el honor de la victoria a los instrumentos humanos y olvidándose de que sin la bendición especial de Dios todos sus esfuerzos hubieran sido en vano. En el calor de su entusiasmo, algunos propusieron que se diera muerte a los que al principio había rehusado reconocer la autoridad de Saúl. Pero el rey intervino diciendo: “No morirá hoy ninguno, porque hoy ha obrado Jehová salud en Israel.”

Con esto dió Saúl testimonio del cambio realizado en su carácter. En vez de atribuirse el honor, dió a Dios toda la gloria. En vez de manifestar un deseo de venganza, mostró un espíritu de compasión y perdón. Este es un testimonio inequívoco de que la gracia de Dios mora en el corazón.

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Samuel propuso entonces que se convocara una asamblea nacional en Gilgal, para que el reino fuese públicamente confiado a Saúl. Se hizo así; “y sacrificaron allí víctimas pacíficas delante de Jehová; y alegráronse mucho allí Saúl y todos los de Israel.”

Gilgal había sido el sitio donde Israel había acampado por primera vez en la tierra prometida. Allí fué donde Josué, por indicación divina, erigió la columna de doce piedras para conmemorar el cruce milagroso del Jordán. Allí se había reanudado la práctica de la circuncisión. Allí se había celebrado la primera pascua después del pecado de Cades y la peregrinación en el desierto. Allí cesó el suministro del maná. Allí el Capitán de la hueste de Jehová se había revelado como comandante en jefe de los ejércitos de Israel. De ese sitio habían salido para conquistar a Jericó y a Hai. Allí Acán recibió el castigo de su pecado, y se hizo con los gabaonitas aquel tratado que castigó la negligencia de Israel en cuanto a pedir consejo a Dios. En esa llanura, vinculada con tantos recuerdos conmovedores, estaban Samuel y Saúl; y cuando los gritos de bienvenida al rey se hubieron acallado, el anciano profeta pronunció sus palabras de despedida como gobernante de la nación.

“He aquí—dijo él,—yo he oído vuestra voz en todas las cosas que me habéis dicho, y os he puesto rey. Ahora pues, he aquí vuestro rey va delante de vosotros. Yo soy ya viejo y cano; … y yo he andado delante de vosotros desde mi mocedad hasta este día. Aquí estoy; atestiguad contra mí delante de Jehová y delante de su ungido, si he tomado el buey de alguno, o si he tomado el asno de alguno, o si he calumniado a alguien, o si he agraviado a alguno, o si de alguien he tomado cohecho por el cual haya cubierto mis ojos: y os satisfaré.”

A una voz el pueblo contestó: “Nunca nos has calumniado, ni agraviado, ni has tomado algo de mano de ningún hombre.”

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Samuel no procuraba meramente justificar su propia conducta. Había expuesto previamente los principios que debían regir tanto al rey como al pueblo, y deseaba tan sólo agregar a sus palabras el peso de su propio ejemplo. Desde su niñez había estado relacionado con la obra de Dios, y durante toda su larga vida había tenido un solo propósito: la gloria de Dios y el mayor bienestar de Israel.

Antes de que pudiera Israel tener alguna esperanza de prosperidad, debía ser inducido al arrepentimiento para con Dios. Como consecuencia del pecado había perdido la fe en Dios, y la capacidad de discernir su poder y sabiduría para gobernar la nación; había perdido su confianza en que Dios pudiera vindicar su causa. Antes de que pudieran los israelitas hallar verdadera paz, debían ser inducidos a ver y confesar el pecado mismo del cual se habían hecho culpables. Habían expresado así su objeto al exigir un rey: “Nuestro rey nos gobernará, y saldrá delante de nosotros, y hará nuestras guerras.”

Samuel reseñó la historia de Israel, desde el día en que Dios lo sacó de Egipto. Jehová, el Rey de reyes, había ido siempre delante de ellos, y había librado sus batallas. A menudo sus propios pecados los habían entregado al poder de sus enemigos, pero tan pronto como ellos se apartaban de sus caminos impíos, la misericordia de Dios les suscitaba un libertador. El Señor envió a Gedeón y a Barac, “a Jephté, y a Samuel, y os libró de mano de vuestros enemigos alrededor, y habitasteis seguros.” Sin embargo, cuando se vieron amenazados de peligro declararon: “Rey reinará sobre nosotros; siendo—dijo el profeta—vuestro rey Jehová vuestro Dios.”

Samuel continuó diciendo: “Esperad aún ahora, y mirad esta gran cosa que Jehová hará delante de vuestros ojos. ¿No es ahora la siega de los trigos? Yo clamaré a Jehová, y él dará truenos y aguas; para que conozcáis y veáis que es grande vuestra maldad que habéis hecho en los ojos de Jehová, pidiéndoos rey. Y Samuel clamó a Jehová; y Jehová dió truenos y aguas en aquel día.”

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En el Oriente, no solía llover durante el tiempo de la siega del trigo, en los meses de mayo y junio. El cielo se mantenía despejado, y el aire era sereno y suave. Una tormenta tan violenta en ese tiempo llenó de temor todos los corazones. Con humillación el pueblo confesó sus pecados,—el pecado preciso del cual se había hecho culpable: “Ruega por tus siervos a Jehová tu Dios, que no muramos: porque a todos nuestros pecados hemos añadido este mal de pedir rey para nosotros.”

Samuel no dejó al pueblo en el desaliento, pues éste habría impedido todo esfuerzo por vivir mejor. Satanás los habría inducido a considerar a Dios como severo e implacable, y así habrían quedado expuestos a múltiples tentaciones. Dios es misericordioso y perdonador, y desea siempre manifestar favor hacia su pueblo cuando éste obedece a su voz. “No temáis—fué el mensaje que Dios envió por medio de su siervo:—vosotros habéis cometido todo este mal; mas con todo eso no os apartéis de en pos de Jehová, sino servid a Jehová con todo vuestro corazón: no os apartéis en pos de las vanidades, que no aprovechan ni libran, porque son vanidades. Pues Jehová no desamparará a su pueblo.”

Nada dijo Samuel acerca del desprecio que él había sufrido; ni reprochó a Israel la ingratitud con la cual le había retribuido toda una vida de devoción. Antes le prometió seguir interesándose incesantemente por él: “Así que, lejos sea de mí que peque yo contra Jehová cesando de rogar por vosotros; antes yo os enseñaré por el camino bueno y derecho. Solamente temed a Jehová, y servidle de verdad con todo vuestro corazón, porque considerad cuán grandes cosas ha hecho con vosotros. Mas si perseverareis en hacer mal, vosotros y vuestro rey pereceréis.”

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