Historia de los Patriarcas y Profetas: Capítulo 61 – Saúl rechazado

Este capítulo está basado en 1 Samuel 15.

Saúl no había soportado la prueba de su fe en el lance dificultoso de Gilgal, y había deshonrado el servicio de Dios; pero sus errores no eran todavía irreparables, y el Señor quiso concederle otra oportunidad para que aprendiera a tener una fe implícita en su palabra y a obedecer a sus mandamientos.

Cuando fué reprendido por el profeta en Gilgal, no le pareció a Saúl que hubiera un gran pecado en la conducta que había seguido. Creyó que había sido tratado injustamente y, procurando vindicar sus acciones, presentó excusas por su error. Desde entonces tuvo muy pocas relaciones con el profeta. Samuel amaba a Saúl como a un hijo propio, mientras que Saúl, de temperamento osado y ardiente, había estimado mucho al profeta; pero la reprensión de Samuel despertó su resentimiento, y desde entonces le evitaba en lo posible.

Pero el Señor envió a su siervo con otro mensaje para Saúl. Por la obediencia podía probar todavía que era fiel a Dios y digno de ir a la cabeza de Israel. Samuel fué adonde estaba el rey, y le entregó el mensaje del Señor. Para que el monarca pudiera comprender cuán importante es acatar el mandamiento, Samuel declaró expresamente que le hablaba por orden divina, por la misma autoridad que había llamado a Saúl al trono. El profeta dijo: “Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Acuérdome de lo que hizo Amalec a Israel; que se le opuso en el camino, cuando subía de Egipto. Ve pues, y hiere a Amalec, y destruiréis en él todo lo que tuviere: y no te apiades de él: mata hombres, mujeres, niños y mamantes, vacas y ovejas, camellos y asnos.” Véase 1 Samuel 15.

Los amalecitas fueron los primeros que guerrearon contra Israel en el desierto; y a causa de este pecado, juntamente con la manera en que desafiaban a Dios y se envilecieron por la idolatría, el Señor, por medio de Moisés, había pronunciado sentencia contra ellos. Por instrucción divina, quedó registrada la historia de su crueldad hacia Israel, con la orden: “Raerás la memoria de Amalec de debajo del cielo: no te olvides.” Deuteronomio 25:19. Durante cuatrocientos años se había postergado la ejecución de esta sentencia; pero los amalecitas no se habían apartado de sus pecados. El Señor sabía que esta gente impía raería, si fuera posible, su pueblo y su culto de la tierra. Ahora había llegado la hora en que debía ejecutarse la tan diferida sentencia.

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La paciencia de Dios hacia los impíos envalentona a los hombres en la transgresión; pero el hecho de que su castigo se demore no lo hará menos seguro ni menos terrible. “Jehová se levantará como en el monte Perasim, como en el valle de Gabaón se enojará para hacer su obra, su extraña obra, y para hacer su operación, su extraña operación.” Isaías 28:21.

Para nuestro Dios misericordioso, el acto del castigo es un acto extraño. “Vivo yo, dice el Señor Jehová, que no quiero la muerte del impío, sino que se torne el impío de su camino, y que viva.” Ezequiel 33:11. El Señor es “misericordioso, y piadoso; tardo para la ira, y grande en benignidad y verdad, … que perdona la iniquidad, la rebelión, y el pecado.” No obstante, “de ningún modo justificará al malvado.” Éxodo 34:6, 7. Aunque no se deleita en la venganza, ejecutará su juicio contra los transgresores de su ley. Se ve forzado a ello, para salvar a los habitantes de la tierra de la depravación y la ruina total. Para salvar a algunos, debe eliminar a los que se han empedernido en el pecado. “Jehová es tardo para la ira, y grande en poder, y no tendrá al culpado por inocente.” Nahúm 1:3. Mediante terribles actos de justicia vindicará la autoridad de su ley pisoteada. El mismo hecho de que le repugna ejecutar la justicia, atestigua la enormidad de los pecados que exigen sus juicios, y la severidad de la retribución que espera al transgresor.

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Pero aun mientras Dios ejecuta su justicia, recuerda la misericordia. Los amalecitas debían ser destruídos, pero los cineos, que moraban entre ellos, se habían de salvar. Este pueblo, aunque no estaba enteramente libre de la idolatría, adoraba a Dios, y manifestaba amistad hacia Israel. De esta tribu procedía el cuñado de Moisés, Obab, quien había acompañado a los israelitas en sus viajes por el desierto, y por su conocimiento del país les había prestado valiosos servicios.

Desde que los filisteos fueron derrotados en Michmas, Saúl había guerreado contra Moab, Ammón y Edom, como también contra los amalecitas y los filisteos; y dondequiera que dirigiera sus armas, ganaba nuevas victorias. Al recibir la orden de ir contra los amalecitas, en seguida proclamó la guerra. A su autoridad de rey se agregó la del profeta, y al ser convocados para la batalla, todos los hombres de Israel acudieron a su estandarte.

Esta expedición no se había de emprender con un objeto de engrandecimiento personal; los israelitas no habían de recibir ni el honor de la conquista ni los despojos de sus enemigos. Debían emprender aquella guerra únicamente como un acto de obediencia a Dios, con el propósito de ejecutar el juicio de él contra los amalecitas. Dios quería que todas las naciones contemplaran la suerte funesta de aquel pueblo que había desafiado su soberanía, y que notaran cómo era destruído por el pueblo mismo que habían menospreciado.

“Y Saúl hirió a Amalec, desde Havila hasta llegar a Shur, que está a la frontera de Egipto. Y tomó vivo a Agag rey de Amalec, mas a todo el pueblo mató a filo de espada. Y Saúl y el pueblo perdonaron a Agag, y a lo mejor de las ovejas, y al ganado mayor, a los gruesos y a los carneros, y a todo lo bueno: que no lo quisieron destruir: mas todo lo que era vil y flaco destruyeron.”

La victoria contra los amalecitas fué la más brillante que Saúl jamás ganara, y sirvió para reanimar el orgullo de su corazón, que era su mayor peligro. El edicto divino que condenaba a los enemigos de Dios a la destrucción total, no fué sino parcialmente cumplido. Con la ambición de realzar el honor de su regreso triunfal con la presencia de un cautivo real, Saúl se aventuró a imitar las costumbres de las naciones vecinas, y por eso, salvó a Agag, el feroz y belicoso rey de los amalecitas. El pueblo se reservó lo mejor de los rebaños, manadas y bestias de carga, disculpando su pecado con la excusa de que guardaba el ganado para ofrecerlo como sacrificio al Señor. Pero su objeto era usar estos animales meramente como substitutos, para economizar su propio ganado.

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A Saúl se le había sometido ahora a la prueba final. Su presuntuoso desprecio de la voluntad de Dios, al revelar su resolución de gobernar como monarca independiente, demostró que no se le podía confiar el poder real como vicegerente del Señor.

Mientras Saúl y su ejército volvían a sus hogares entusiasmados por la victoria, había profunda angustia en la casa de Samuel el profeta. Este había recibido del Señor un mensaje que denunciaba el procedimiento del rey: “Pésame de haber puesto por rey a Saúl, porque se ha vuelto de en pos de mí, y no ha cumplido mis palabras.” El profeta se afligió profundamente por la conducta del rey rebelde, y lloró y oró toda la noche pidiendo que se revocara la terrible sentencia.

El arrepentimiento de Dios no es como el del hombre. “El Vencedor de Israel no mentirá, ni se arrepentirá: porque no es hombre que se arrepienta.” El arrepentimiento del hombre implica un cambio de parecer. El arrepentimiento de Dios implica un cambio de circunstancias y relaciones. El hombre puede cambiar su relación hacia Dios al cumplir las condiciones que le devolverán el favor divino, o puede, por su propia acción, colocarse fuera de la condición favorecedora; pero el Señor es el mismo “ayer, y hoy, y por los siglos.” Hebreos 13:8. La desobediencia de Saúl cambió su relación para con Dios; pero quedaron sin alteración las condiciones para ser aceptado por Dios: los requerimientos de Dios seguían siendo los mismos; pues en él “no hay mudanza, ni sombra de variación.” Santiago 1:17.

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Con corazón adolorido salió el profeta la siguiente mañana al encuentro del rey descarriado. Samuel abrigaba la esperanza de que Saúl, al reflexionar, reconociera su pecado, y por el arrepentimiento y humillación, fuese restaurado al favor divino. Pero cuando se ha dado el primer paso en el sendero de la transgresión, el camino se vuelve fácil. Saúl, envilecido por su desobediencia, vino al encuentro de Samuel con una mentira en los labios. Exclamó: “Bendito seas tú de Jehová; yo he cumplido la palabra de Jehová.”

Los ruidos que oía el profeta desmentían la declaración del rey desobediente. A la pregunta directa: “¿Pues qué balido de ganados y bramido de bueyes es éste que yo oigo con mis oídos?” contestó Saúl: “De Amalec los han traído; porque el pueblo perdonó a lo mejor de las ovejas y de las vacas, para sacrificarlas a Jehová tu Dios; pero lo demás lo destruimos.” El pueblo había obedecido a las instrucciones de Saúl; pero éste, para escudarse, quería cargar al pueblo con el pecado de su propia desobediencia.

El mensaje de que Saúl había sido rechazado infundía indecible tristeza al corazón de Samuel. Debía dárselo ante todo el ejército de Israel, cuando todos rebosaban de orgullo y regocijo triunfal por la victoria acreditada al valor y la estrategia de su rey, pues Saúl no había asociado a Dios con el éxito de Israel en este conflicto; pero cuando el profeta comprobó la evidencia de la rebelión de Saúl, se indignó al ver como había violado el mandamiento del Cielo e inducido al pecado a Israel aquel que había sido tan altamente favorecido por Dios.

Samuel no fué engañado por el subterfugio del rey. Con dolor e indignación declaró: “Déjame declararte lo que Jehová me ha dicho esta noche…. Siendo tú pequeño en tus ojos ¿no has sido hecho cabeza a las tribus de Israel, y Jehová te ha ungido por rey sobre Israel?” Le repitió el mandamiento del Señor con respecto a Amalec, y quiso saber por qué había desobedecido el rey.

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Saúl persistió en justificarse: “Antes he oído la voz de Jehová, y fuí a la jornada que Jehová me envió, y he traído a Agag rey de Amalec, y he destruído a los Amalecitas: mas el pueblo tomó del despojo ovejas y vacas, las primicias del anatema, para sacrificarlas a Jehová tu Dios en Gilgal.”

Con palabras severas y solemnes el profeta deshizo su refugio de mentiras, y pronunció la sentencia irrevocable: “¿Tiene Jehová tanto contentamiento con los holocaustos y víctimas, como en obedecer a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios; y el prestar atención que el sebo de los carneros: porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría el infringir. Por cuanto tú desechaste la palabra de Jehová, él también te ha desechado para que no seas rey.”

Cuando el rey oyó esta temible sentencia, exclamó: “Yo he pecado; que he quebrantado el dicho de Jehová y tus palabras: porque temí al pueblo, consentí a la voz de ellos.” Aterrorizado por la denuncia del profeta, Saúl reconoció su culpa, que antes había negado tercamente; pero siguió culpando al pueblo y declarando que había pecado por temor a él.

No era una tristeza causada por su pecado, sino más bien el temor a la pena, lo que movía al rey de Israel cuando rogó así a Samuel: “Perdona pues ahora mi pecado, y vuelve conmigo para que adore a Jehová.” Si Saúl hubiera sentido arrepentimiento verdadero, habría confesado públicamente su pecado, pero se preocupaba principalmente de conservar su autoridad y retener la lealtad del pueblo. Deseaba ser honrado con la presencia de Samuel para fortalecer su propia influencia en la nación.

“No volveré contigo—fué la contestación del profeta;—porque desechaste la palabra de Jehová, y Jehová te ha desechado para que no seas rey sobre Israel.”

Cuando Samuel se volvió para marcharse, el rey, desesperado por el temor, trabó de su manto para detenerle, pero éste se rasgó en sus manos. Declaró entonces el profeta: “Jehová ha desgarrado hoy de ti el reino de Israel, y lo ha dado a tu prójimo mejor que tú.”

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Saúl estaba más perturbado porque se veía enajenado de Samuel que por el desagrado de Dios. Sabía que el pueblo confiaba más en el profeta que en él mismo. Si por orden divina se ungía ahora a otro rey, comprendía Saúl que le sería imposible mantener su autoridad. Temía que si Samuel le abandonaba completamente se produjera una revuelta inmediata. Saúl suplicó al profeta que le honrara ante los ancianos y el pueblo uniéndosele públicamente en un servicio religioso. Por indicación divina, Samuel accedió a la petición del rey, a fin de no dar lugar a una revuelta. Pero sólo se quedó allí como testigo silencioso del servicio.

Había de cumplirse todavía un acto de justicia severo y terrible. Samuel debía vindicar públicamente el honor de Dios, y reprender la conducta de Saúl. Mandó que se trajera ante él al rey de los amalecitas. Agag era más culpable y más despiadado que todos los que habían perecido por la espada de Israel. Era hombre que había odiado al pueblo de Dios y procurado destruirlo por todos los medios a su alcance. Había ejercido la influencia más enérgica en favor de la idolatría. Vino a la orden del profeta, lisonjeándose de que el peligro de muerte había pasado. Samuel declaró: “Como tu espada dejó las mujeres sin hijos, así tu madre será sin hijo entre las mujeres. Entonces Samuel cortó en pedazos a Agag delante de Jehová.” Hecho esto, Samuel regresó a su casa en Rama, y Saúl regresó a la suya en Gabaa, y sólo una vez volvieron a encontrarse el profeta y el rey.

Cuando fué llamado al trono, Saúl tenía una opinión muy humilde de su propia capacidad, y se dejaba instruir. Le faltaban conocimientos y experiencia, y tenía graves defectos de carácter. Pero el Señor le concedió el Espíritu Santo para guiarle y ayudarle, y le colocó donde podía desarrollar las cualidades requeridas para ser soberano de Israel. Si hubiera permanecido humilde, procurando siempre ser dirigido por la sabiduría divina, habría podido desempeñar los deberes de su alto cargo con éxito y honor. Bajo la influencia de la gracia divina, toda buena cualidad habría ido ganando fuerza, mientras que las tendencias pecaminosas habrían perdido su poder.

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Tal es la obra que el Señor se propone hacer en beneficio de todos los que se consagran a él. Son muchos los que él llamó a ocupar cargos en su obra porque tienen un espíritu humilde y dócil. En su providencia los coloca donde pueden aprender de él. Les revelará los defectos de carácter que tengan, y a todos los que busquen su ayuda, les dará fuerza para corregir sus errores.

Pero Saúl se vanaglorió de su ensalzamiento, y deshonró a Dios por su incredulidad y desobediencia. Aunque al ser llamado a ocupar el trono era humilde y dudaba de su capacidad, el éxito le hizo confiar en sí mismo. La primera victoria de su reinado encendió en su corazón aquel orgullo que era su mayor peligro. El valor y la habilidad militar que manifestó en la liberación de Jabes-Galaad despertaron el entusiasmo de toda la nación. El pueblo honró a su rey, olvidándose de que no era sino el agente por medio de quien Dios había obrado; y aunque al principio Saúl dió toda la gloria a Dios, más tarde se atribuyó el honor. Perdió de vista el hecho de que dependía de Dios, y en su corazón se apartó del Señor. Así se preparó para cometer su pecado de presunción y sacrilegio en Gilgal.

La misma confianza ciega en sí mismo le condujo a rechazar la reprensión de Samuel. Saúl reconocía que Samuel era un profeta enviado de Dios; por consiguiente, debiera haber aceptado el reproche, aunque él mismo no pudiese ver que había pecado. Si se hubiera mostrado dócil para ver y confesar su error, esta amarga experiencia le habría resultado en una salvaguardia para el futuro.

Si el Señor se hubiera separado enteramente de Saúl, no le habría hablado otra vez por medio de su profeta, ni le habría confiado una obra definida que hacer, para que corrigiera sus errores pasados. Cuando un profeso hijo de Dios se vuelve descuidado en el cumplimiento de la voluntad de su Padre, e induce así a otros a que sean irreverentes y desprecien los mandamientos de Dios, hay todavía una posibilidad de que sus fracasos se truequen en victorias si tan sólo acepta la reprensión con verdadera contrición de alma, y se vuelve hacia Dios con humildad y fe. La humillación de la derrota resulta a menudo en una bendición al mostrarnos nuestra incapacidad para hacer la voluntad de Dios sin su ayuda.

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Cuando Saúl se desvió de la reprensión que le mandó el Espíritu Santo de Dios, y persistió en justificarse obstinadamente, rechazó el único medio por el cual Dios podía obrar para salvarle de sí mismo. Se había separado voluntariamente de Dios. No podía recibir ayuda ni dirección de Dios antes de volver a él mediante la confesión de su pecado.

En Gilgal, Saúl había aparentado ser muy concienzudo, cuando ante el ejército de Israel ofreció un sacrificio a Dios. Pero su piedad no era genuina. Un servicio religioso realizado en oposición directa al mandamiento de Dios, sólo sirvió para debilitar las manos de Saúl y le colocó en una posición tal que no podía recibir la ayuda que Dios quería tanto otorgarle.

En la expedición contra Amalec, Saúl creyó que había hecho cuanto era esencial entre todo lo que el Señor le había mandado; pero al Señor no le agradó la obediencia parcial, ni quiso pasar por alto lo que se había descuidado por un motivo tan plausible. Dios no le ha dado al hombre la libertad de apartarse de sus mandamientos. El Señor había declarado a Israel: “No haréis … cada uno lo que le parece,” sino “guarda y escucha todas estas palabras que yo te mando.” Deuteronomio 12:8, 28. Al decidir sobre cualquier camino a seguir, no hemos de preguntarnos si es previsible que de él resultará algún daño, sino más bien si está de acuerdo con la voluntad de Dios. “Hay camino que al hombre parece derecho; empero su fin son caminos de muerte.” Proverbios 14:12.

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“El obedecer es mejor que los sacrificios.” Las ofrendas de los sacrificios no tenían en sí mismas valor alguno a los ojos de Dios. Estaban destinadas a expresar, por parte del que las ofrecía, arrepentimiento del pecado y fe en Cristo, y a prometer obediencia futura a la ley de Dios. Pero sin arrepentimiento, ni fe ni un corazón obediente, las ofrendas no tenían valor. Cuando, violando directamente el mandamiento de Dios, Saúl se propuso presentar en sacrificio lo que Dios había dispuesto que fuese destruído, despreció abiertamente la autoridad divina. El sacrificio hubiera sido un insulto para el Cielo. No obstante conocer el relato del pecado de Saúl y sus resultados, ¡cuántos siguen una conducta parecida! Mientras se niegan a creer y obedecer algún mandamiento del Señor, perseveran en ofrecer a Dios sus servicios religiosos formales. No responde el Espíritu de Dios a tal servicio. Por celosos que sean los hombres en su observancia de las ceremonias religiosas, el Señor no las puede aceptar si ellos persisten en violar deliberadamente uno de sus mandamientos.

“Como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría el infringir.” La rebelión tuvo su origen en Satanás, y toda rebelión contra Dios se debe directamente a las influencias satánicas. Los que se oponen al gobierno de Dios se han aliado con el caudillo de los apóstatas, y éste ejercerá su poder y astucia para cautivar los sentidos de ellos y descarriar su entendimiento. Hará que todo aparezca bajo una luz falsa. Como nuestros primeros padres, los que están bajo el dominio de su hechizo ven sólo los grandes beneficios que han de recibir por su transgresión.

No puede darse mayor evidencia del poder engañador de Satanás que el hecho de que muchos que son dirigidos por él se engañan a sí mismos con la creencia de que están en el servicio de Dios. Cuando Coré, Datán y Abiram se rebelaron contra la autoridad de Moisés, creyeron que sólo se estaban oponiendo a un jefe humano, a un hombre como ellos mismos; y llegaron a creer que estaban realmente haciendo la voluntad de Dios. Pero al rechazar el instrumento escogido por Dios, rechazaron a Cristo; e insultaron al Espíritu de Dios. Así, en los días de Cristo, los escribas y ancianos judíos, que profesaban ser muy celosos por el honor de Dios, crucificaron a su Hijo. El mismo espíritu existe todavía en los corazones de los que insisten en seguir su propia voluntad en oposición a la voluntad de Dios.

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Saúl había tenido pruebas abundantes de que Samuel era inspirado por Dios. Al atreverse a desobedecer el mandamiento que Dios le había dado por el profeta, obró contra los dictados de la razón y del sano juicio. Su presunción fatal debe atribuirse al hechizo satánico. Saúl había demostrado gran celo en el exterminio de la idolatría y de la hechicería; no obstante, en su desobediencia al mandamiento divino había sido instigado por el mismo espíritu de oposición a Dios que animaba a los que practicaban la hechicería, y había sido tan realmente inspirado por Satanás como ellos; y cuando fué reprendido por ello, sumó la obstinación a la rebelión. No podría haber hecho mayor insulto al Espíritu de Dios si se hubiera unido abiertamente con los idólatras.

Pasar por alto los reproches y las advertencias de la palabra de Dios o de su Espíritu, es un paso peligroso. Muchos, como Saúl, ceden a la tentación hasta que se ponen ciegos y no pueden ver el carácter verdadero del pecado. Se jactan de que tenían algún buen propósito en vista, y que no han hecho ningún daño al apartarse de las instrucciones de Dios. Así desprecian el Espíritu de la gracia hasta que ya no oyen su voz, y él los deja entregados a los engaños que han escogido.

En Saúl Dios había dado a los israelitas un rey según el corazón de ellos, como dijo Samuel cuando le fué confirmado el reino a Saúl en Gilgal: “Ahora pues, ved aquí vuestro rey que habéis elegido.” 1 Samuel 12:13. Bien parecido, de estatura noble y de porte principesco, tenía una apariencia en un todo de acuerdo con el concepto que ellos tenían de la dignidad real; y su valor personal y su pericia en la dirección de los ejércitos eran las cualidades que ellos consideraban como las mejor calculadas para obtener el respeto y el honor de otras naciones.

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Les interesaba muy poco que su rey tuviera las cualidades superiores que eran las únicas capaces de habilitarle para gobernar con justicia y con equidad. No pidieron un hombre que tuviera verdadera nobleza de carácter, y que amara y temiera a Dios. No buscaron el consejo de Dios acerca de las cualidades que su gobernante debía tener para que ellos pudieran conservar su carácter distintivo y santo como pueblo escogido del Señor. No buscaron el camino de Dios, sino el propio. Por lo tanto, Dios les dió un rey como lo querían, uno cuyo carácter reflejaba el de ellos mismos. El corazón de ellos no se sometía a Dios, y su rey tampoco era subyugado por la gracia divina. Bajo el gobierno de este rey, iban a obtener la experiencia necesaria para que pudieran ver su error, y volver a ser leales a Dios.

Sin embargo, habiendo el Señor encargado a Saúl la responsabilidad del reino, no le abandonó ni le dejó solo. Hizo que el Espíritu Santo se posara en Saúl para que le revelara su propia debilidad y su necesidad de la gracia divina; y si Saúl hubiera fiado en Dios, el Señor habría estado con él. Mientras la voluntad de Saúl fué dominada por la voluntad de Dios, mientras cedió a la disciplina de su Espíritu, Dios pudo coronar sus esfuerzos de éxito. Pero cuando Saúl escogió obrar independientemente de Dios, el Señor no pudo ya ser su guía, y se vió obligado a hacerle a un lado. Entonces llamó a su trono a un “varón según su corazón” (1 Samuel 13:14), no a uno que no tuviera faltas en su carácter, sino a uno que, en vez de confiar en sí mismo, dependería de Dios, y sería guiado por su Espíritu; que, cuando pecara, se sometería a la reprensión y la corrección.

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