Este capítulo está basado en 1 Samuel 29 a 30 y 2 Samuel 1.
David y sus hombres no habían tomado parte en la batalla entre Saúl y los filisteos, a pesar de que habían acompañado a los filisteos al campo de batalla. Mientras los dos ejércitos se preparaban para el combate, el hijo de Isaí se encontró en una situación de suma perplejidad. Se esperaba que lidiara en favor de los filisteos. Si durante la lucha abandonaba el puesto que se le asignara, y se retiraba del campo, no sólo se haría tachar de cobarde, sino también de ingrato y traidor a Achis, que le había protegido y había confiado en él. Una acción tal cubriría su nombre de infamia, y le expondría a la ira de enemigos mucho más temibles que Saúl. No obstante, no podía consentir en luchar contra Israel. Si lo hiciera sería traidor a su país, enemigo de Dios y de su pueblo. Perdería para siempre el derecho de subir al trono de Israel; y si mataban a Saúl en la batalla, se acusaría a David de haber causado esa muerte.
Se le hizo entender a David que había errado el camino. Hubiera sido mucho mejor para él hallar refugio en las poderosas fortalezas de las montañas de Dios que entre los enemigos declarados de Jehová y de su pueblo. Pero el Señor, en su gran misericordia, no castigó este error de su siervo ni le dejó solo en su angustia y perplejidad; pues aunque David, al perder su confianza en el poder divino, había vacilado y se había desviado del sendero de la integridad estricta, seguía teniendo en su corazón el propósito de ser fiel a Dios. Mientras que Satanás y su hueste estaban activos y ayudaban a los adversarios de Dios y de Israel a hacer planes contra un rey que había abandonado a Dios, los ángeles del Señor obraban para librar a David del peligro en que había caído. Los mensajeros celestiales moviefon a los príncipes filisteos a que protestaran contra la presencia de David y de su fuerza junto al ejército en el conflicto que se avecinaba.
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“¿Qué hacen aquí estos Hebreos?” gritaron los señores filisteos, agolpándose en derredor de Achis. Véase 1 Samuel 29, 30. Este, no queriendo separarse de tan importante aliado, contestó: “¿No es éste David, el siervo de Saúl rey de Israel, que ha estado conmigo algunos días o algunos años, y no he hallado cosa en él desde el día que se pasó a mí hasta hoy?”
Pero los príncipes insistieron airadamente en su exigencia: “Envía a este hombre, que se vuelva al lugar que le señalaste, y no venga con nosotros a la batalla, no sea que en la batalla se nos vuelva enemigo: porque ¿con qué cosa volvería mejor a la gracia de su señor que con las cabezas de estos hombres? ¿No es este David de quien cantaban en los corros, diciendo: Saúl hirió sus miles, y David sus diez miles?” Aun recordaban los señores filisteos la muerte de su famoso campeón y el triunfo de Israel en aquella ocasión. No creían que David peleara contra su propio pueblo; y si en el ardor de la batalla, se ponía de su parte, podría infligir a los filisteos mayores daños que todo el ejército de Saúl.
Achis se vió así obligado a ceder, y llamando a David, le dijo: “Vive Jehová, que tú has sido recto, y que me ha parecido bien tu salida y entrada en el campo conmigo, y que ninguna cosa mala he hallado en ti desde el día que viniste a mí hasta hoy: mas en los ojos de los príncipes no agradas. Vuélvete pues, y vete en paz; y no hagas lo malo en los ojos de los príncipes de los Filisteos.”
David, temiendo traicionar sus verdaderos sentimientos, contestó: “¿Qué he hecho? ¿qué has hallado en tu siervo desde el día que estoy contigo hasta hoy, para que yo no vaya y pelee contra los enemigos de mi señor el rey?”
La contestación de Achis debió causar al corazón de David un estremecimiento de vergüenza y remordimiento al recordarle cuán indignos de un siervo de Jehová eran los engaños hasta los cuales se había rebajado. “Yo sé que tú eres bueno en mis ojos, como un ángel de Dios—le dijo Achis;—mas los príncipes de los Filisteos han dicho: No venga con nosotros a la batalla. Levántate pues de mañana, tú y los siervos de tu señor que han venido contigo; y levantándoos de mañana, luego al amanecer partíos.” Así quedó rota la trampa en que David se había enredado, y él se vió libre.
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Después de un viaje de tres días, David y su compañía de seiscientos hombres llegaron a Siclag, su hogar filisteo. Pero sus ojos encontraron una escena de desolación. Los amalecitas, aprovechando la ausencia de David y su fuerza, se habían vengado de sus incursiones en la tierra de ellos. Habían sorprendido la pequeña ciudad mientras estaba indefensa, y después de saquearla y quemarla, habían partido, llevándose a todas las mujeres y los niños como cautivos, con mucho botín.
Mudos de horror y de asombro, David y sus hombres se quedaron un momento mirando en silencio las ruinas negras y humeantes. Luego se apoderó de ellos un sentido de terrible desolación, y aquellos guerreros con cicatrices de antiguas batallas, “alzaron su voz y lloraron, hasta que les faltaron las fuerzas para llorar.”
Con esto David era castigado nuevamente por la falta de fe que le había llevado a colocarse entre las filas de los filisteos. Tenía ahora oportunidad de ver cuánta seguridad había entre los enemigos de Dios y de su pueblo. Los seguidores de David se volvieron contra él y le acusaron de ser la causa de sus calamidades. Había provocado la venganza de los amalecitas al atacarlos; y sin embargo, confiando demasiado en su seguridad entre sus enemigos, había dejado la ciudad sin resguardo alguno. Enloquecidos de dolor y de ira, sus soldados estaban ahora dispuestos a tomar cualquier medida desesperada, y hasta llegaron a amenazar con apedrear a su jefe.
David parecía privado de todo apoyo humano. Había perdido todo lo que apreciaba en la tierra. Saúl le había expulsado de su país; los filisteos le habían echado de su campamento; los amalecitas habían saqueado su ciudad; sus esposas e hijos habían sido hechos prisioneros; y sus propios amigos y familiares se habían unido contra él y hasta le amenazaban con la muerte. En esta hora de suma gravedad, David, en lugar de permitir que su mente se espaciara en esas circunstancias dolorosas, imploró vehementemente la ayuda de Dios. “Se esforzó en Jehová su Dios.” Repasó su vida agitada por tantos acontecimientos. ¿En qué circunstancias le había abandonado el Señor? Su alma se refrigeró recordando las muchas evidencias del favor de Dios. Los hombres de David, por su descontento y su impaciencia, hacían doblemente penosa su aflicción; mas el hombre de Dios, teniendo aun mayores motivos para acongojarse, se portó con valor. “En el día que temo, yo en ti confío” (Salmos 56:3), fué lo que expresó su corazón. Aunque no acertaba a discernir una salida de esta dificultad, Dios podía verla, y le enseñaría lo que debía hacer.
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Mandó llamar a Abiathar, el sacerdote, hijo de Ahimelech, y “consultó a Jehová, diciendo: ¿Seguiré esta tropa? ¿podréla alcanzar?” La respuesta fué: “Síguela, que de cierto la alcanzarás, y sin falta librarás la presa.”
Cuando se oyeron estas palabras, el tumulto, producido por la aflicción y por la ira, cesó. David y sus soldados emprendieron en seguida el perseguimiento de sus enemigos que huían. Fué tan rápida su marcha que al llegar al arroyo de Besor, que desemboca en el Mediterráneo cerca de Gaza, doscientos hombres de la compañía fueron obligados a rezagarse por el cansancio. Pero David, con los cuatrocientos restantes, siguió avanzando indómito.
Encontraron un esclavo egipcio, aparentemente moribundo de cansancio y de hambre. Pero al recibir alimentos y agua revivió, y se supo que lo había abandonado allí, para que muriera, su amo cruel, un amalecita que pertenecía a la fuerza invasora. Contó la historia del ataque y del saqueo; y luego, habiendo obtenido la promesa de que no sería muerto ni entregado a su amo, consintió en dirigir a la compañía de David al campamento de sus enemigos.
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Cuando avistaron el campamento, sus ojos presenciaron una escena de francachela. Las huestes victoriosas estaban celebrando una gran fiesta. “Y he aquí que estaban derramados sobre la haz de toda aquella tierra, comiendo y bebiendo y haciendo fiesta, por toda aquella gran presa que habían tomado de la tierra de los Filisteos, y de la tierra de Judá.” David ordenó atacar inmediatamente, y los perseguidores se precipitaron con fiereza contra su presa.
Los amalecitas fueron sorprendidos y sumidos en confusión. La batalla continuó toda aquella noche y el siguiente día, hasta que casi toda la hueste hubo perecido. Sólo alcanzó a escapar un grupo de cuatrocientos hombres, montados en camellos. La palabra del Señor se había cumplido. “Y libró David todo lo que los amalecitas habían tomado, y asimismo libertó David a sus dos mujeres. Y no les faltó cosa chica ni grande, así de hijos como de hijas, del robo, y de todas las cosas que les habían tomado: todo lo recobró David.”
Cuando David había invadido el territorio de los amalecitas, había pasado a cuchillo a todos los habitantes que cayeron en sus manos. Si no hubiera sido por el poder refrenador de Dios, los amalecitas habrían tomado represalias destruyendo a la gente de Siclag. Resolvieron dejar con vida a los cautivos, para realzar más el honor de su triunfo con un gran número de prisioneros, pero pensaban venderlos después como esclavos. Así, sin quererlo, cumplieron los propósitos de Dios, guardando los prisioneros sin hacerles daño, para ser devueltos a sus maridos y a sus padres.
Todos los poderes terrenales están bajo el dominio del Ser Infinito. Al soberano más poderoso, al opresor más cruel, les dice: “Hasta aquí vendrás, y no pasarás adelante.” Job 38:11. El poder de Dios se ejerce constantemente para contrarrestar los agentes del mal. Obra de continuo entre los hombres, no para destruirlos, sino para corregirlos y preservarlos.
Con gran regocijo, los vencedores regresaron a sus casas. Al llegar adonde estaban los compañeros que se habían quedado atrás, los más egoístas e indisciplinados de los cuatrocientos insistieron en que aquellos que no habían tomado parte en la batalla no debían compartir el botín; que era suficiente que recobraran a sus esposas e hijos. Pero David no quiso permitir tal arreglo. “No hagáis eso, hermanos míos—les dijo,—de lo que nos ha dado Jehová, … porque igual parte ha de ser la de los que vienen a la batalla, y la de los que quedan con el bagaje: que partan juntamente.” Así se arregló el asunto, y llegó a ser desde entonces ordenanza de Israel que todo el que estuviera relacionado honorablemente con una campaña militar debía participar del botín igualmente con los que habían tomado parte activa en el combate.
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Además de haber recuperado todo el botín que les había sido tomado en Siclag, David y sus compañeros habían capturado grandes rebaños y manadas que pertenecían a los amalecitas. Estos rebaños y manadas fueron llamados “presa de David,” y al regresar a Siclag, envió de este botín regalos a los ancianos de su propia tribu de Judá. En esta distribución recordó a todos los que le habían tratado amistosamente a él y a sus compañeros cuando estaban en las montañas y se veían obligados a huir de lugar a lugar para proteger su vida. Así reconoció con agradecimiento la bondad y simpatía que tan preciosas habían sido para el fugitivo perseguido.
Había llegado el tercer día de la vuelta de David y de sus guerreros a Siclag. Mientras trabajaban para reparar las ruinas de sus hogares, esperaban ansiosamente las noticias del resultado de la batalla que, por lo que sabían, debía haberse librado entre Israel y los filisteos. De repente llegó al pueblo un mensajero, “rotos sus vestidos, y tierra sobre su cabeza.” Véase 2 Samuel 1:2-16. Fué llevado en seguida a la presencia de David, ante quien se postró con reverencia, reconociendo en él a un príncipe poderoso cuyo favor deseaba. David inquirió ansiosamente por el resultado de la batalla. El fugitivo le informó de la derrota y muerte de Saúl, y de la muerte de Jonatán. Pero no se conformó con relatar sencillamente los hechos. Suponiendo evidentemente que David debía sentir enemistad hacia su perseguidor implacable, el forastero creyó conseguir honor para sí si se declaraba matador del rey. Con aire jactancioso el hombre prosiguió relatando que durante el curso de la batalla había encontrado al monarca de Israel herido, gravemente apremiado y acorralado por sus enemigos, y que, a pedido del propio Saúl, él mismo, es decir el mensajero, le había dado muerte; y traía a David la corona de la cabeza de Saúl y los brazaletes de oro de su brazo. El mensajero esperaba con toda confianza que estas noticias serían recibidas con regocijo, y que recibiría un premio cuantioso por la parte que había desempeñado.
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Pero “entonces David trabando de sus vestidos, rompiólos; y lo mismo hicieron los hombres que estaban con él. Y lloraron y lamentaron, y ayunaron hasta la tarde, por Saúl y por Jonathán su hijo, y por el pueblo de Jehová, y por la casa de Israel, porque habían caído a cuchillo.”
Pasada la primera impresión de las terribles noticias, los pensamientos de David se volvieron al heraldo extranjero, y al crimen del que era culpable, según su propia declaración. El jefe preguntó al joven: “¿De dónde eres tú? Y él respondió: Yo soy hijo de un extranjero, Amalecita. Y díjole David: ¿Cómo no tuviste temor de extender tu mano para matar al ungido de Jehová?” Dos veces había tenido David a Saúl en su poder; pero cuando se le exhortó a que le diera muerte, se negó a levantar la mano contra el que había sido consagrado por orden de Dios para gobernar a Israel. No obstante, el amalecita no temía jactarse de haber dado muerte al rey de Israel. Se había acusado a sí mismo de un crimen digno de muerte, y la pena se ejecutó en seguida. David dijo: “Tu sangre sea sobre tu cabeza, pues que tu boca atestiguó contra ti, diciendo: Yo maté al ungido de Jehová.”
El dolor de David por la muerte de Saúl era sincero y profundo; y revelaba la generosidad de una naturaleza noble. No se alegró de la caída de su enemigo. El obstáculo que había impedido su ascensión al trono de Israel había sido eliminado, pero no se regocijó por ello. La muerte había borrado por completo todo recuerdo de la desconfianza y crueldad de Saúl, y de su historia David recordaba sólo lo que era regio y noble. El nombre de Saúl iba vinculado con el de Jonatán, cuya amistad había sido tan sincera y tan desinteresada.
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El canto en que David derramó los sentimientos de su corazón, llegó a ser un tesoro para la nación, y para el pueblo de Dios en las generaciones sucesivas:
“¡Perecido ha la gloria de Israel sobre tus montañas! ¡Cómo han caído los valientes! No lo denunciéis en Gath, No deis las nuevas en las plazas de Ascalón; Porque no se alegren las hijas de los Filisteos, Porque no salten de gozo las hijas de los incircuncisos. Montes de Gilboa, Ni rocío ni lluvia caiga sobre vosotros, Ni seáis tierras de ofrendas; Porque allí fué desechado el escudo de los valientes, El escudo de Saúl, como si no hubiera sido ungido con aceite. Sin sangre de muertos, sin grosura de valientes, El arco de Jonathán nunca volvió, Ni la espada de Saúl se tornó vacía. Saúl y Jonathán, amados y queridos en su vida, En su muerte tampoco fueron apartados: Más ligeros que águilas, más fuertes que leones. Hijas de Israel, llorad sobre Saúl, Que os vestía de escarlata en regocijos, Que adornaba vuestras ropas con ornamentos de oro. ¡Como han caído los valientes en medio de la batalla! Jonathán, muerto en tus alturas! Angustia tengo por ti, hermano mío Jonathán, Que me fuiste muy dulce. Más maravilloso me fué tu amor, que el amor de las mujeres. ¡Cómo han caído los valientes, Y perecieron las armas de guerra!” 2 Samuel 1:19-27.