Este capítulo está basado en 2 Samuel 13 a 19.
“El debe pagar la cordera con cuatro tantos,” había sido la sentencia que David había dictado inconscientemente contra sí mismo, al oír la parábola del profeta Natán; y debía ser juzgado en conformidad con su propia sentencia. Iban a caer cuatro de sus hijos, y la pérdida de cada uno de ellos sería el resultado del pecado del padre.
David dejó pasar desapercibido el crimen vergonzoso de Amnón, el primogénito, sin castigarlo ni reprenderlo. La ley castigaba con la muerte al adúltero, y el crimen desnaturalizado de Amnón le hacía doblemente culpable. Pero David, sintiéndose él mismo condenado por su propio pecado, no llevó al delincuente a la justicia. Durante dos largos años, Absalón, el protector natural de la hermana tan vilmente agraviada, ocultó su propósito de venganza, pero tan sólo para dar un golpe más certero al fin. En un festín de los hijos del rey, el borracho e incestuoso Amnón fué muerto por orden de su hermano.
Un castigo doble había caído sobre David. Se le llevó este terrible mensaje: “Absalom ha muerto a todos los hijos del rey, que ninguno de ellos ha quedado. Entonces levantándose David, rasgó sus vestidos, y echóse en tierra, y todos sus criados, rasgados sus vestidos, estaban delante.” Véase 2 Samuel 13-19.
Los hijos del rey, al regresar alarmados a Jerusalén, le revelaron a su padre la verdad: sólo Amnón había sido muerto; “y alzando su voz lloraron. Y también el mismo rey y todos sus siervos lloraron con muy grandes lamentos.” Pero Absalón huyó a Talmai, rey de Gesur y padre de su madre.
Como a otros de los hijos de David, a Amnón se le había permitido acostumbrarse a satisfacer sus gustos y apetitos egoístas. Había procurado conseguir todo lo que pensaba en su corazón, haciendo caso omiso de los mandamientos de Dios. A pesar de su gran pecado, Dios lo había soportado mucho tiempo. Durante dos años, le había dado oportunidad de arrepentirse; pero continuó en el pecado, y cargado con su culpa fué abatido por la muerte, a la espera del terrible tribunal del juicio.
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David había descuidado su obligación de castigar el crimen de Amnón, y a causa de la infidelidad del rey y padre, y por la impenitencia del hijo, el Señor permitió que los acontecimientos siguieran su curso natural, y no refrenó a Absalón. Cuando los padres o los gobernantes descuidan su deber de castigar la iniquidad, Dios mismo toma el caso en sus manos. Su poder refrenador se desvía hasta cierta medida de los instrumentos del mal, de modo que se produzca una serie de circunstancias que castigue al pecado con el pecado.
Los resultados funestos de la injusta complacencia de David hacia Amnón no terminaron con esto; pues entonces principió el desafecto de Absalón con su padre. Cuando el joven príncipe huyó a Gesur, David, creyendo que el crimen de su hijo exigía algún castigo, le negó permiso para regresar. Pero esto tendió a aumentar más bien que disminuir los males inextricables que enredaban al rey. Absalón, hombre enérgico, ambicioso y sin principios, al quedar, por su destierro, impedido de participar en los asuntos del reino, no tardó en entregarse a maquinaciones peligrosas.
Al cabo de dos años, Joab resolvió efectuar una reconciliación entre el padre y el hijo. Con este objeto, consiguió los servicios de una mujer de Tecoa, famosa por su prudencia. Habiendo recibido instrucciones de Joab, la mujer se presentó ante David como una viuda cuyos dos hijos habían sido su único consuelo y apoyo. En una disputa uno de ellos había muerto al otro, y ahora todos los parientes de la familia exigían que el sobreviviente fuese entregado al vengador de la sangre. “Así—dijo—apagarán el ascua que me ha quedado, no dejando a mi marido nombre ni reliquia sobre la tierra.” Los sentimientos del rey fueron conmovidos por esta súplica, y aseguró a la mujer la protección real para su hijo.
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Después de obtener del rey repetidas promesas de seguridad para el joven, la mujer imploró su tolerancia para declararle que él había hablado como culpable, porque no había hecho volver a casa a su desterrado. “Porque—dijo—de cierto morimos, y somos como aguas derramadas por tierra, que no pueden volver a recogerse: ni Dios quita la vida, sino que arbitra medio para que su desviado no sea de él excluido.”
Este cuadro tierno y conmovedor del amor de Dios hacia el pecador, que provenía, como en realidad así era, de Joab, el soldado rudo, es una evidencia sorprendente de cuán familiarizados estaban los israelitas con las grandes verdades de la redención. El rey, sintiendo su propia necesidad de la misericordia de Dios, no pudo resistir esta súplica. Ordenó a Joab: “Ve, y haz volver al mozo Absalom.”
Se le permitió a Absalón que volviera a Jerusalén, pero no que se presentara en la corte ni ante su padre. David había comenzado a ver los efectos de su complacencia hacia sus hijos; y aunque amaba tiernamente a este hijo hermoso y tan bien dotado, creyó necesario manifestar su aborrecimiento por su crimen, como una lección tanto para Absalón como para el pueblo. Absalón vivió durante dos años en su propia casa, pero alejado de la corte. Su hermana vivía con él, y la presencia de ella mantenía vivo el recuerdo del agravio irreparable que ella había sufrido. En opinión del pueblo, el príncipe era un héroe más bien que un delincuente. Y teniendo esta ventaja, se puso a ganarse el corazón del pueblo. Su aspecto personal era tal que conquistaba la admiración de todos los que le veían. “Y no había en todo Israel hombre tan hermoso como Absalom, de alabar en gran manera: desde la planta de su pie hasta la mollera no había en él defecto.”
No fué prudente de parte del rey dejar a un hombre del carácter de Absalón, ambicioso, impulsivo y apasionado, para que cavilara durante dos años sobre supuestos agravios. Y la acción de David, al permitirle regresar a Jerusalén, y sin embargo, negarse a admitirle en su presencia, le granjeó al hijo la simpatía del pueblo.
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David, que recordaba siempre su propia transgresión de la ley de Dios, parecía estar moralmente paralizado; se revelaba débil e irresoluto mientras que antes de su pecado había sido valeroso y decidido. Había disminuído su influencia con el pueblo; y todo esto favorecía los designios de su hijo desnaturalizado.
Gracias a la influencia de Joab, Absalón fué nuevamente admitido en la presencia de su padre; pero aunque exteriormente hubo reconciliación, él continuó con sus proyectos ambiciosos. Asumió una condición casi de realeza, haciendo que carros y caballos, y cincuenta hombres, corrieran delante de él adondequiera que fuera. Y mientras que el rey se inclinaba cada vez más al deseo de retraimiento y soledad, Absalón buscaba con halagos el favor popular.
La influencia de la irresolución y apatía de David se extendía a sus subordinados; la negligencia y la dilación caracterizaban la administración de la justicia. Arteramente, Absalón sacaba ventaja de toda causa de desafecto. Día tras día, se podía ver a ese hombre de semblante noble a la puerta de la ciudad, donde una multitud de suplicantes aguardaba para presentarle sus agravios en procura de que fuesen reparados. Absalón se rozaba con ellos, oía sus agravios, y expresaba cuánto simpatizaba con ellos por sus sufrimientos y cuánto lamentaba la falta de eficiencia del gobierno. Después de escuchar la historia de un hombre de Israel, el príncipe respondía: “Mira, tus palabras son buenas y justas: mas no tienes quien te oiga por el rey,” y agregaba: “¡Quien me pusiera por juez en la tierra, para que viniesen a mí todos los que tienen pleito o negocio, que yo les haría justicia! Y acontecía que, cuando alguno se llegaba para inclinarse a él, él extendía la mano, y lo tomaba, y lo besaba.”
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Fomentado por las arteras insinuaciones del príncipe, el descontento con el gobierno cundía rápidamente. Todos los labios alababan a Absalón. Se le tenía generalmente por heredero del trono; el pueblo lo consideraba con orgullo digno del alto puesto, y se encendió el deseo de que él ocupara el trono. “Así robaba Absalom el corazón de los de Israel.” No obstante, el rey, cegado por el amor a su hijo, no sospechaba nada. La condición de realeza que Absalón había asumido era considerada por David como destinada a honrar su corte, como una expresión de júbilo por la reconciliación.
Una vez preparados los ánimos del pueblo para lo que había de seguir, Absalón envió secretamente entre las tribus a hombres escogidos, para que concertaran medidas tendientes a una revuelta. Adoptó entonces el manto de la devoción religiosa para ocultar sus propósitos traidores. Un voto que había hecho mucho tiempo antes, cuando estaba desterrado, debía cumplirse en Hebrón. Absalón dijo al rey: “Yo te ruego me permitas que vaya a Hebrón, a pagar mi voto que he prometido a Jehová: porque tu siervo hizo voto cuando estaba en Gessur en Siria, diciendo: Si Jehová me volviere a Jerusalem, yo serviré a Jehová.” El padre cariñoso, consolado con esta evidencia de piedad en su hijo, le despidió con su bendición.
La conspiración había madurado completamente. El acto culminante de hipocresía de Absalón tenía por objeto no sólo cegar al rey, sino también afirmar la confianza del pueblo, y seguir incitándolo a la rebelión contra el rey que Dios había escogido.
Absalón salió para Hebrón, y fueron con él “doscientos hombres de Jerusalem por él convidados, los cuales iban en su sencillez, sin saber nada.” Estos hombres fueron con Absalón sin soñar que su amor por el hijo los llevaba a la rebelión contra el padre. Al llegar a Hebrón, Absalón llamó inmediatamente a Achitophel, uno de los principales consejeros de David, hombre de mucha fama por su sabiduría, cuya opinión era considerada tan segura y tan sabia como la de un oráculo. Achitophel se unió a los conspiradores, y su apoyo hizo que pareciera asegurado el éxito de la causa de Absalón, y trajo a su estandarte a muchos hombres de influencia de todas partes del reino. Cuando la trompeta de la rebelión sonó, los espías que el príncipe tenía diseminados por todo el país difundieron la noticia de que Absalón era rey, y gran parte del pueblo se congregó alrededor de él.
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Mientras tanto, la alarma se transmitió al rey en Jerusalén. David se despertó de repente, para ver estallar la rebelión cerca de su trono. Su propio hijo, al que había amado y en el cual había confiado, había estado conspirando para apoderarse de la corona e indudablemente para quitarle la vida. En su gran peligro, David sacudió la depresión que por tanto tiempo le había embargado, y con el ánimo de sus años mozos se preparó para hacer frente a esta terrible emergencia. Absalón estaba reuniendo sus fuerzas en Hebrón, a una distancia de sólo treinta kilómetros. Pronto estarían los rebeldes a las puertas de Jerusalén.
Desde su palacio, David contemplaba su capital, “hermosa provincia, el gozo de toda la tierra, … la ciudad del gran Rey.” Salmos 48:2. Le estremecía el pensamiento de exponerla a la carnicería y a la devastación. ¿Debía llamar en su auxilio a los súbditos que seguían leales al trono, y resistir para conservar la capital? ¿Debía permitir que Jerusalén fuera bañada en sangre? Tomó su decisión. Los horrores de la guerra no caerían sobre la ciudad escogida. Abandonaría Jerusalén, y luego probaría la fidelidad de su pueblo, dándole una oportunidad de reunirse para apoyarle. En esta gran crisis, era su deber hacia Dios y hacia su pueblo mantener la autoridad de la cual el Cielo le había investido. Confiaría a Dios la resolución del conflicto.
Con humildad y dolor, David salió por la puerta de Jerusalén, alejado de su trono, de su palacio y del arca de Dios, por la insurrección de su hijo amado. El pueblo le seguía en larga y triste procesión como un séquito fúnebre. Acompañaba al rey su guardia personal, compuesta de cereteos, peleteos y trescientos geteos de Gath bajo el mando de Ittai. Pero David, con su altruísmo característico, no podía consentir que estos extranjeros, que habían buscado su protección, participasen en su calamidad. Expresó su sorpresa de que estuvieran dispuestos a hacer este sacrificio por él.
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“Y dijo el rey a Ittai Getheo: ¿Para qué vienes tú también con nosotros? vuélvete y quédate con el rey; porque tú eres extranjero, y desterrado también de tu lugar. ¿Ayer viniste, y téngote de hacer hoy que mudes lugar para ir con nosotros? Yo voy como voy: tú vuélvete, y haz volver a tus hermanos; en ti haya misericordia y verdad.”
Ittai le contestó: “Vive Dios, y vive mi señor el rey, que, o para muerte o para vida, donde mi señor el rey estuviere, allí estará también tu siervo.” Estos hombres habían sido convertidos del paganismo al culto de Jehová, y ahora probaban noblemente su fidelidad a su Dios y a su rey. Con corazón agradecido, David aceptó la devoción de ellos en su causa que aparentemente se hundía, y todos cruzaron el arroyo de Cedrón, en camino hacia el desierto.
Nuevamente la procesión hizo alto. Una compañía vestida de indumentaria sagrada se aproximaba. “Y he aquí, también iba Sadoc, y con él todos los Levitas que llevaban el arca del pacto de Dios.” Los que seguían a David vieron en esto un buen augurio. La presencia de aquel símbolo sagrado era para ellos una garantía de su liberación y de su victoria final. Inspiraría valor al pueblo para reunirse alrededor del rey. La ausencia del arca de Jerusalén infundiría terror a los partidarios de Absalón.
Al ver el arca, el corazón de David se llenó por un momento breve de regocijo y esperanza. Pero pronto le embargaron otros pensamientos. Como soberano designado para regir la herencia de Dios, le incumbía una solemne responsabilidad. Lo que más preocupaba al rey de Israel no eran sus intereses personales, sino la gloria de Dios y el bienestar de su pueblo. Dios, que moraba entre los querubines, había dicho con respecto a Jerusalén: “Este es mi reposo para siempre” (Salmos 132:14), y sin autorización divina, ni los sacerdotes ni el rey tenían derecho a remover de su lugar el símbolo de su presencia. Y David sabía que su corazón y su vida debían estar en armonía con los preceptos divinos; de lo contrario el arca sería un instrumento de desastre antes que de éxito. Recordaba siempre su gran pecado. Reconocía en esta conspiración el justo castigo de Dios. Había sido desenvainada la espada que no había de apartarse de su casa. Ignoraba cuáles serían los resultados de la lucha; y no le tocaba a él quitar de la capital de la nación los sagrados estatutos que representaban la voluntad del Soberano divino de ella, y que eran la constitución del reino y el fundamento de su prosperidad.
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Ordenó a Sadoc: “Vuelve el arca de Dios a la ciudad; que si yo hallare gracia en los ojos de Jehová, él me volverá, y me hará ver a ella y a su tabernáculo: y si dijere: No me agradas: aquí estoy, haga de mí lo que bien le pareciere.”
David agregó: “¿No eres tú el vidente?” Es decir un hombre designado por Dios para instruir al pueblo. “Vuélvete en paz a la ciudad; y con vosotros vuestros dos hijos, tu hijo Ahimaas, y Jonathán, hijo de Abiathar. Mirad, yo me detendré en los campos del desierto, hasta que venga respuesta de vosotros que me dé aviso.” En la ciudad los sacerdotes podrían prestarle buenos servicios averiguando todos los movimientos y propósitos de los rebeldes y comunicándolos secretamente al rey por medio de sus hijos, Ahimaas y Jonatán.
Al regresar los sacerdotes a Jerusalén, una sombra más densa cayó sobre la muchedumbre en retirada. Al ver a su rey fugitivo, y a sí misma desterrada y abandonada por el arca de Dios, le pareció el futuro obscuro y cargado de terror y negros presentimientos. “Y David subió la cuesta de las olivas; y subióla llorando, llevando la cabeza cubierta, y los pies descalzos. También todo el pueblo que tenía consigo cubrió cada uno su cabeza, y subieron llorando así como subían.
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“Y dieron aviso a David, diciendo: Achitophel está entre los que conspiraron con Absalom.” Nuevamente, David se vió obligado a reconocer en sus calamidades los resultados de su propio pecado. La deserción de Achitophel, el más capaz y astuto de los dirigentes políticos, era motivada por un deseo de vengar el deshonor de familia entrañado en el agravio hecho a Betsabé, que era su nieta. “Entonces dijo David: Entontece ahora, oh Jehová, el consejo de Achitophel.”
Al llegar a la cumbre del monte, el rey se postró en oración, confiando a Dios la carga de su alma e implorando humildemente la misericordia divina. Pareció que su oración era contestada en seguida. Husai, el arachita, consejero sabio y capaz, que había resultado ser un amigo fiel de David, se presentó ahora ante él con su indumentaria rasgada, y con tierra en la cabeza, para unir su suerte a la del rey destronado y fugitivo. David vió, como por iluminación divina, que este hombre fiel y leal era el que se necesitaba para servir a los intereses del rey en los consejos de la capital. A pedido de David, Husai volvió a Jerusalén, para ofrecer sus servicios a Absalón, y neutralizar el artero consejo de Achitophel.
Con este rayo de luz en las tinieblas, el rey y su séquito continuaron su marcha y descendieron por la ladera oriental del monte de los Olivos, a través de un desierto rocalloso y desolado, pasando por quebradas salvajes y a lo largo de senderos pedregosos y escarpados, en dirección al Jordán.
“Y vino el rey David hasta Bahurim: y he aquí, salía uno de la familia de la casa de Saúl, el cual se llamaba Semei, hijo de Gera; y salía maldiciendo, y echando piedras contra David, y contra todos los siervos del rey David: y todo el pueblo, y todos los hombres valientes estaban a su diestra y a su siniestra. Y decía Semei, maldiciéndole: Sal, sal, varón de sangres, y hombre de Belial: Jehová te ha dado el pago de toda la sangre de la casa de Saúl, en lugar del cual tú has reinado: mas Jehová ha entregado el reino en mano de tu hijo Absalom; y hete aquí sorprendido en tu maldad, porque eres varón de sangres.”
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Durante la prosperidad de David, Semei no había demostrado mediante sus palabras o hechos que no era un súbdito leal. Pero cuando la aflicción sobrecogió al rey, este descendiente de la tribu de Benjamín reveló su verdadero carácter. Había honrado a David cuando éste ocupaba el trono, pero lo maldecía en su desgracia. Vil y egoísta, consideraba a los demás como poseedores del mismo carácter, y bajo la inspiración de Satanás, volcó su odio contra el hombre a quien Dios había castigado. El espíritu que induce al hombre a pisotear, vilipendiar o afligir al que está atribulado, es el espíritu de Satanás.
Las acusaciones de Semei contra David eran del todo falsas, eran una calumnia sin fundamento y maligna. David no era culpable de ningún agravio contra Saúl ni contra su familia. Cuando Saúl estuvo completamente en su poder, y pudo haberle dado muerte, se limitó a cortar la orilla de su manto, y hasta se reprochó por haber mostrado esta falta de respeto al ungido del Señor.
David había dado pruebas evidentes de que consideraba sagrada la vida humana hasta cuando él mismo era perseguido como fiera. Un día mientras estaba escondido en la cueva de Adullam, recordó la libertad sin aflicciones de su niñez, y el fugitivo exclamó: “¡Quién me diera a beber del agua de la cisterna de Beth-lehem, que está a la puerta!” 2 Samuel 23:13-17. Belén estaba entonces en manos de los filisteos; pero tres hombres valientes de la guardia de David atravesaron las líneas filisteas, y trajeron agua de Belén. David no pudo beberla. “Lejos sea de mí, oh Jehová, que yo haga esto—exclamó.—¿He de beber yo la sangre de los varones que fueron con peligro de su vida?” Y reverentemente derramó el agua en ofrenda a Dios. David había sido guerrero; y gran parte de su vida había transcurrido entre escenas de violencia; pero entre todos los que pasaron por tal prueba, pocos son en verdad los que hayan sido tan poco afectados por su influencia endurecedora y desmoralizadora como lo fué David.
El sobrino de David, Abisai, uno de sus capitanes más valientes, no pudo escuchar con paciencia las palabras insultantes de Semei. “¿Por qué maldice este perro muerto a mi señor el rey?—exclamó.—Yo te ruego que me dejes pasar, y quitaréle la cabeza.” Pero el rey se lo prohibió. “He aquí—dijo,—mi hijo que ha salido de mis entrañas, acecha a mi vida: ¿cuánto más ahora un hijo de Benjamín? Dejadle que maldiga, que Jehová se lo ha dicho. Quizá mirará Jehová a mi aflicción, y me dará Jehová bien por sus maldiciones de hoy.”
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La conciencia le estaba diciendo verdades amargas y humillantes a David. Mientras que sus súbditos fieles se preguntaban el porqué de este repentino cambio de fortuna, éste no era un misterio para el rey. A menudo había tenido presentimientos de una hora como ésta. Se había sorprendido de que Dios hubiera soportado durante tanto tiempo sus pecados y hubiera dilatado la retribución que merecía. Y ahora en su precipitada y triste huída, con los pies descalzos, y habiendo trocado su manto real por saco y ceniza, y mientras los lamentos de los que le seguían despertaban los ecos de las colinas, pensó en su amada capital, en el sitio que había sido escenario de su pecado, y al recordar las bondades y la paciencia de Dios, no quedó del todo sin esperanza. Creyó que el Señor aun le trataría con misericordia.
Más de un obrador de iniquidad ha excusado su propio pecado señalando la caída de David; pero ¡cuán pocos son los que manifiestan la penitencia y la humildad de David! ¡Cuán pocos soportarían la reprensión y la retribución con la paciencia y la fortaleza que él manifestó! El había confesado su pecado, y durante muchos años había procurado cumplir su deber como fiel siervo de Dios; había trabajado por la edificación de su reino, y éste había alcanzado bajo su gobierno una fortaleza y una prosperidad nunca logradas antes. Había reunido enormes cantidades de material para la construcción de la casa de Dios; y ahora, ¿iba a ser barrido todo el trabajo de su vida? ¿Debían los resultados de muchos años de labor consagrada, la obra del genio, de la devoción y del buen gobierno, pasar a las manos de su hijo traidor y temerario, que no consideraba el honor de Dios ni la prosperidad de Israel? ¡Cuán natural hubiera parecido que David murmurase contra Dios en esta gran aflicción!
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Pero él vió en su propio pecado la causa de su dificultad. Las palabras del profeta Miqueas respiran el espíritu que alentó el corazón de David: “Aunque more en tinieblas, Jehová será mi luz. La ira de Jehová soportaré, porque pequé contra él, hasta que juzgue mi causa y haga mi juicio.” Miqueas 7:8, 9. Y el Señor no abandonó a David. Este capítulo de su experiencia cuando, sufriendo los insultos más crueles y los agravios más severos, se muestra humilde, desinteresado, generoso y sumiso, es uno de los más nobles de toda su historia. Jamás fué el gobernante de Israel más verdaderamente grande a los ojos del cielo que en esta hora de más profunda humillación exterior.
Si Dios hubiera permitido que David continuase sin reprensión por su pecado, y que permaneciera en paz y prosperidad en su trono mientras estaba violando los preceptos divinos, el escéptico y el infiel habrían tenido alguna excusa para citar la historia de David como un oprobio para la religión de la Biblia. Pero en la aflicción por la que hizo pasar a David, el Señor muestra que no puede tolerar ni excusar el pecado. Y la historia de David nos permite ver también los grandes fines que Dios tiene en perspectiva en su manera de tratar con el pecado; nos permite seguir, aun a través de los castigos más tenebrosos, el desenvolvimiento de sus propósitos de misericordia y de beneficencia. Hizo pasar a David bajo la vara, pero no lo destruyó: el horno es para purificar, pero no para consumir. El Señor dice: “Si dejaren sus hijos mi ley, y no anduvieren en mis juicios; si profanaren mis estatutos, y no guardaren mis mandamientos; entonces visitaré con vara su rebelión, y con azotes sus iniquidades. Mas no quitaré de él mi misericordia, ni falsearé mi verdad.” Salmos 89:30-33.
Poco después que David abandonó a Jerusalén, entraron Absalón y su ejército, y sin lucha alguna, tomaron posesión de la fortaleza de Israel. Husai se encontró entre los primeros que saludaron al monarca recién coronado, y el príncipe se quedó sorprendido y satisfecho al ver que el viejo amigo y consejero de su padre se le acercaba. Absalón estaba seguro de su éxito. Hasta entonces sus proyectos habían prosperado, y deseoso de fortalecer su trono y obtener la confianza de la nación, dió la bienvenida a Husai en su corte.
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Absalón estaba ahora rodeado de un gran ejército, pero éste se componía en su mayor parte de hombres inexpertos en la guerra. Aun no habían luchado. Achitophel sabía muy bien que la situación de David estaba muy lejos de ser desesperada. La gran mayoría de la nación seguía siéndole fiel; estaba rodeado de guerreros probados y fieles a su rey, y su ejército estaba dirigido por generales capaces y experimentados. Achitophel sabía que después de la primera explosión de entusiasmo en favor del nuevo rey, vendría una reacción. Si la rebelión fracasaba, Absalón podría tal vez obtener una reconciliación con su padre; entonces Achitophel, como principal consejero, sería considerado como el más culpable en la rebelión; y sobre él caería el castigo más severo.
Para evitar que Absalón retrocediera, Achitophel le aconsejó una acción que en los ojos de toda la nación haría imposible la reconciliación. Con astucia infernal, este estadista mañoso y sin principios instó a Absalón que añadiera el crimen del incesto al de la rebelión. A la vista de todo Israel, había de tomar para sí todas las concubinas de su padre, según la costumbre de las naciones orientales, declarando así que había sucedido al trono de su padre. Y Absalón llevó a cabo esa vil sugestión.
Así se cumplió la palabra que Dios había dirigido a David por medio del profeta: “He aquí yo levantaré sobre ti el mal de tu misma casa, y tomaré tus mujeres delante de tus ojos, y las daré a tu prójimo…. Porque tú lo hiciste en secreto: mas yo haré esto delante de todo Israel, y delante del sol.” 2 Samuel 12:11, 12. No era que Dios instigara estos actos de impiedad; sino que a causa del pecado de David, el Señor no ejerció su poder para evitarlos.
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Achitophel había sido muy estimado por su sabiduría, pero le faltaba la luz que viene de Dios. “El temor de Jehová es el principio de la sabiduría” (Proverbios 9:10), y este temor, Achitophel no lo poseía; de otra manera difícilmente habría fundado el éxito de la traición en el crimen del incesto. Los hombres de corazón corrompido maquinan la impiedad, como si no hubiese una Providencia capaz de predominar para contrariar sus designios; pero “el que mora en los cielos se reirá; el Señor se burlará de ellos.” Salmos 2:4. El Señor declara: “No quisieron mi consejo, y menospreciaron toda reprensión mía: comerán pues del fruto de su camino, y se hartarán de sus consejos. Porque el reposo de los ignorantes los matará, y la prosperidad de los necios los echará a perder.” Proverbios 1:30-32.
Habiendo tenido éxito en el plan destinado a afianzar su propia seguridad, Achitophel señaló insistentemente a Absalón la necesidad de obrar inmediatamente contra David. “Yo escogeré ahora doce mil hombres, y me levantaré, y seguiré a David esta noche—dijo;—y daré sobre él cuando él estará cansado y flaco de manos: lo atemorizaré, y todo el pueblo que está con él huirá, y heriré al rey solo. Así tornaré a todo el pueblo a ti.”
Este proyecto fué aprobado por los consejeros del rey. Si se lo hubiese puesto en práctica, David habría sido muerto seguramente, a menos que el Señor se hubiese interpuesto directamente para salvarlo. Pero una sabiduría aun más alta que la del renombrado Achitophel dirigía los acontecimientos. “Porque había Jehová ordenado que el acertado consejo de Achitophel se frustrara, para que Jehová hiciese venir el mal sobre Absalom.”
A Husai no se le había llamado al concilio, y no quiso intervenir sin que se lo pidieran, por temor de que se sospechara de él como espía; pero después que se hubo dispersado la asamblea, Absalón que tenía en alto aprecio el juicio del consejero de su padre, le sometió el plan de Achitophel. Husai vió que, de seguirse el plan propuesto, David estaría perdido. Y dijo:
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“El consejo que ha dado esta vez Achitophel no es bueno. Y añadió Husai: Tú sabes que tu padre y los suyos son hombres valientes, y que están con amargura de ánimo, como la osa en el campo cuando le han quitado los hijos. Además, tu padre es hombre de guerra, y no tendrá la noche con el pueblo. He aquí él estará ahora escondido en alguna cueva, o en otro lugar.” Alegó que si las fuerzas de Absalón persiguiesen a David no capturarían al rey; y si sufriesen algún revés, ello tendería a descorazonarlas, y haría gran daño a la causa de Absalón. “Porque—dijo—todo Israel sabe que tu padre es hombre valiente, y que los que están con él son esforzados.”
Y sugirió luego un plan atrayente para una naturaleza vana, egoísta y aficionada a hacer ostentación de poder: “Aconsejo pues que todo Israel se junte a ti, desde Dan hasta Beer-seba, en multitud como la arena que está a la orilla de la mar, y que tú en persona vayas a la batalla. Entonces le acometeremos en cualquier lugar que pudiere hallarse, y daremos sobre él como cuando el rocío cae sobre la tierra, y ni uno dejaremos de él, y de todos los que con él están. Y si se recogiere en alguna ciudad, todos los de Israel traerán sogas a aquella ciudad, y la arrastraremos hasta el arroyo, que nunca más parezca piedra de ella.
“Entonces Absalom y todos los de Israel dijeron: El consejo de Husai Arachita es mejor que el consejo de Achitophel.” Pero hubo uno que no fué engañado, y que previó claramente el resultado de este error fatal de Absalón. Achitophel sabía que la causa de los rebeldes estaba perdida. Y sabía que cualquiera que fuese la suerte del príncipe, no había esperanza para el consejero que había instigado sus mayores crímenes. Achitophel había animado a Absalón en la rebelión; le había aconsejado que cometiera las maldades más abominables, en deshonra de su padre; había aconsejado que se matara a David, y había proyectado cómo lograrlo; había eliminado para siempre la última posibilidad de que él mismo se reconciliara con el rey; y ahora otro le era preferido, aun por el mismo Absalón. Celoso, airado y desesperado, “levantóse, y fuése a su casa en su ciudad; y después de disponer acerca de su casa, ahorcóse y murió.” Tal fué el resultado de la sabiduría de uno que, no obstante sus grandes talentos, no tuvo a Dios como su consejero. Satanás seduce a los hombres con promesas halagadoras, pero al final toda alma comprobará que “la paga del pecado es muerte.” Romanos 6:23.
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No estando seguro Husai de que su consejo fuese seguido por el rey inconstante, no perdió tiempo en advertir a David que huyera sin demora más allá del Jordán. Husai envió a los sacerdotes el siguiente mensaje, que ellos habían de transmitir por intermedio de sus hijos: “Así y así aconsejó Achitophel a Absalom y a los ancianos de Israel: y de esta manera aconsejé yo. Por tanto, … no quedes esta noche en los campos del desierto, sino pasa luego el Jordán, porque el rey no sea consumido, y todo el pueblo que con él está.”
Los jóvenes que se encargaron de llevar el mensaje fueron perseguidos porque se sospechó de ellos, pero lograron llevar a cabo su peligrosa misión. David, estando harto rendido de trabajo y de dolor después de aquel primer día de huída, recibió el mensaje que le aconsejaba cruzar el Jordán aquella noche, pues su hijo trataba de matarle.
¿Cuáles eran en este peligro terrible los sentimientos del padre y rey, tan cruelmente agraviado? ¿Con qué palabras expresó lo que sentía su alma el que era “hombre valiente,” guerrero y rey, cuya palabra era ley, ahora traicionado por un hijo a quien había amado y mimado y en quien había confiado imprudentemente, mientras era agraviado y abandonado por los súbditos ligados a él por los vínculos más estrechos del honor y de la lealtad? En la hora de su prueba más negra, el corazón de David se apoyó en Dios, y cantó:
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“¡Oh Jehová, cuánto se han multiplicado mis enemigos! Muchos se levantan contra mí. Muchos dicen de mi vida: No hay para él salud en Dios. Mas tú, Jehová, eres escudo alrededor de mí: Mi gloria, y el que ensalza mi cabeza. Con mi voz clamé a Jehová, Y él me respondió desde el monte de su santidad. Yo me acosté, y dormí, y desperté; Porque Jehová me sostuvo. No temeré de diez millares de pueblos, Que pusieren cerco contra mí…. De Jehová es la salud; Sobre tu pueblo será tu bendición.” Salmos 3.
David y toda su compañía de guerreros y estadistas, ancianos y jóvenes, mujeres y niños, cruzaron el profundo y caudaloso río de corriente rápida, protegidos por la sombra de la noche, “antes que amaneciese; ni siquiera faltó uno que no pasase el Jordán.”
David y sus fuerzas se retiraron a Mahanaim, que había sido la sede real de Is-boseth. Esta era una ciudad poderosamente fortificada, rodeada de una región montañosa favorable para la retirada en caso de guerra. La comarca tenía abundancia de provisiones, y el pueblo se mostraba amigo de la causa de David. Se le unieron muchos partidarios, en tanto que los ricos cabecillas de las tribus le traían abundantes regalos de provisiones y otras cosas necesarias.
El consejo de Husai había logrado su objeto, al proporcionar a David la oportunidad de escapar; pero no se podía refrenar mucho tiempo al príncipe temerario e impetuoso; y pronto emprendió la persecución de su padre. “Y Absalom pasó el Jordán con toda la gente de Israel.” Absalón hizo a Amasa, hijo de Abigail, hermana de David, comandante en jefe de sus fuerzas. Su ejército era grande, pero era indisciplinado y mal preparado para enfrentarse con los soldados probados de su padre.
David dividió sus fuerzas en tres batallones bajo el mando de Joab, Abisai e Ittai el geteo, respectivamente. Al principio quiso dirigir él personalmente su ejército en el campo de batalla; pero protestaron vehementemente contra esto los oficiales de su ejército, los consejeros y el pueblo. “No saldrás—dijeron;—porque si nosotros huyéremos, no harán caso de nosotros; y aunque la mitad de nosotros muera, no harán caso de nosotros: mas tú ahora vales tanto como diez mil de nosotros. Será pues mejor que tú nos des ayuda desde la ciudad. Entonces el rey les dijo: Yo haré lo que bien os pareciere.”
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Las largas filas del ejército rebelde podían divisarse perfectamente desde las murallas de la ciudad. El usurpador estaba acompañado por una hueste inmensa, en comparación de la cual la fuerza de David no parecía sino un puñado de hombres. Pero mientras el rey miraba las fuerzas rebeldes, el pensamiento que predominaba en su mente no se refería a la corona y al reino, ni tampoco a su propia vida, que dependían de la batalla. El corazón del padre rebosaba de amor y lástima para con su hijo rebelde. Mientras el ejército salía por las puertas de la ciudad, David animó a sus fieles soldados a que prosiguieran adelante, confiando en que el Dios de Israel les daría la victoria. Pero aun entonces no pudo reprimir su amor por Absalón. Cuando Joab, encabezando la primera columna, pasó por donde estaba su rey, el vencedor de cien batallas inclinó su cabeza orgullosa para oír el último mensaje del monarca que, con voz temblorosa, le decía: “Tratad benignamente por amor de mí al mozo Absalom.” Y a Abisai e Ittai les hizo el mismo encargo: “Tratad benignamente por amor de mí al mozo Absalom.” Pero la solicitud y el cuidado del rey, que parecía declarar que quería más a Absalón que al reino, aun más que a los súbditos fieles a su trono, no hizo sino aumentar la indignación de los soldados contra el hijo desnaturalizado.
La batalla se riñó en un bosque cercano al Jordán, donde las grandes fuerzas del ejército de Absalón no eran sino una desventaja para él. Entre las espesuras y los pantanos del bosque, estas tropas indisciplinadas se confundieron y se volvieron ingobernables. “Y allí cayó el pueblo de Israel delante de los siervos de David, e hízose allí en aquel día una gran matanza de veinte mil hombres.” Viendo Absalón que la jornada estaba perdida, se dió vuelta para huir, pero se le trabó la cabeza entre dos ramas de un árbol muy extendido, y su mula, saliéndose de debajo de él, le dejó suspendido inerme, y presa fácil para sus enemigos. En esta condición lo encontró un soldado, que por no disgustar al rey, le perdonó la vida, pero informó a Joab de lo que había visto. Joab no se dejó refrenar por ningún escrúpulo. El había tratado amistosamente a Absalón, y obtenido dos veces una reconciliación con David, pero su confianza había sido traicionada vergonzosamente. De no haber obtenido Absalón ventajas por la intercesión de Joab, esta rebelión, con todos sus horrores, no habría ocurrido. Ahora estaba en la mano de Joab destruir de un solo golpe al instigador de toda esta maldad. “Y tomando tres dardos en sus manos, hincólos en el corazón de Absalom, que aun estaba vivo en medio del alcornoque…. Tomando después a Absalom, echáronle en un gran hoyo en el bosque, y levantaron sobre él un muy grande montón de piedras.”
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Así perecieron los causantes de la rebelión en Israel. Achitophel había muerto por su propia mano. Absalón, el de aspecto principesco, cuya hermosura gloriosa había sido el orgullo de Israel, había sido abatido en pleno vigor de la juventud, su cadáver arrojado a un hoyo y cubierto de un montón de piedras, en señal de oprobio eterno. Durante su vida Absalón se había construído un monumento costoso en el valle del rey, pero el único monumento que marcó su tumba fué aquel montón de piedras en el desierto.
Una vez muerto el jefe de la rebelión, Joab hizo tocar la trompeta para llamar a su ejército que perseguía a la hueste enemiga en su huída, y en seguida se enviaron mensajeros para que llevaran las noticias al rey.
El vigía que estaba sobre la muralla de la ciudad, mirando hacia el campo de batalla, columbró a un hombre que venía corriendo solo. Pronto un segundo hombre se hizo visible. Mientras el primero se acercaba, el centinela le dijo al rey, que esperaba a un lado de la puerta: “Paréceme el correr del primero como el correr de Ahimaas, hijo de Sadoc. Y respondió el rey: Ese es hombre de bien, y viene con buena nueva. Entonces Ahimaas dijo en alta voz al rey: Paz. E inclinóse a tierra delante del rey, y dijo: Bendito sea Jehová Dios tuyo, que ha entregado a los hombres que habían levantado sus manos contra mi señor el rey.” A la pregunta ansiosa del rey: “¿El mozo Absalom tiene paz?” Ahimaas dió una respuesta evasiva.
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Vino el segundo mensajero, gritando: “Reciba nueva mi señor el rey, que hoy Jehová ha defendido tu causa de la mano de todos los que se habían levantado contra ti.” Nuevamente salió de los labios del padre la pregunta ansiosa: “¿El mozo Absalom tiene paz?” No pudiendo ocultar el mensajero la grave noticia, le contestó: “Como aquel mozo sean los enemigos de mi señor el rey, y todos los que se levantan contra ti para mal.”
Esto bastó. David no hizo más preguntas, sino que cabizbajo, “subióse a la sala de la puerta, y lloró; y yendo, decía así: ¡Hijo mío Absalom, hijo mío, hijo mío Absalom! ¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti, Absalom, hijo mío, hijo mío!”
El ejército victorioso, regresando del campo de batalla, se acercaba a la ciudad, y sus gritos de triunfo repercutían por las colinas vecinas. Pero al entrar por la puerta de la ciudad, sus gritos se apagaban, sus manos dejaban bajar los estandartes, y con mirada abatida, avanzaban más como quienes hubiesen sufrido una derrota que como vencedores. Porque el rey no los esperaba para darles la bienvenida, sino que se oía desde la cámara de sobre la puerta su llanto lastimero: “¡Hijo mío Absalom, hijo mío, hijo mío Absalom! ¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti, Absalom, hijo mío, hijo mío!”
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“Y volvióse aquel día la victoria en luto para todo el pueblo; porque oyó decir el pueblo aquel día que el rey tenía dolor por su hijo. Entróse el pueblo aquel día en la ciudad escondidamente, como suele entrar a escondidas el pueblo avergonzado que ha huído de la batalla.”
Joab se llenó de indignación. Dios les había dado nuevo motivo de triunfo y alegría; la rebelión más grande que jamás se hubiera visto en Israel había sido deshecha; y sin embargo, esta gran victoria era trocada en luto en honor de aquel cuyo crimen había costado la sangre de miles de hombres valientes. El rudo y brusco capitán se abrió paso hasta la presencia del rey y osadamente le dijo:
“Hoy has avergonzado el rostro de todos tus siervos, que han hoy librado tu vida, y la vida de tus hijos y de tus hijas, … amando a los que te aborrecen, y aborreciendo a los que te aman: porque hoy has declarado que nada te importan tus príncipes y siervos; pues hoy echo de ver que si Absalom viviera, bien que nosotros todos estuviéramos hoy muertos, entonces te contentaras. Levántate pues ahora, y sal fuera, y halaga a tus siervos: porque juro por Jehová, que si no sales, ni aun uno quede contigo esta noche; y de esto te pesará más que de todos los males que te han sobrevenido desde tu mocedad hasta ahora.”
A pesar de que este reproche era duro y cruel para el rey de corazón quebrantado, David no se resintió por él. Viendo que su general estaba en lo justo, bajó y fué a la puerta, y con palabras de aliento y elogio saludó a sus valientes soldados mientras pasaban frente a él.