Mi infancia
Nací en la localidad de Gorham, Maine (Estados Unidos), el 26 de noviembre de 1827. Mis padres, Roberto y Eunice Harmon, habían vivido durante muchos años en el Estado de Maine.
En los años de su juventud llegaron a ser miembros fervientes y piadosos de la Iglesia Metodista Episcopal. Se destacaron en su actuación en la iglesia y trabajaron durante cuarenta años por la conversión de los pecadores y para edificar la causa de Dios. Durante este lapso experimentaron el gozo de ver a sus ocho hijos convertidos y en el rebaño de los fieles de Cristo. Sin embargo sus firmes convicciones acerca de la segunda venida de Cristo, produjeron en 1843 la separación de la familia de la Iglesia Metodista.
Cuando yo era solamente una criatura, mis padres se mudaron de Gorham a Portland, Maine. A la edad de nueve años me sucedió allí un accidente que afectaría toda mi vida. Ocurrió en la forma que sigue. Mi hermana gemela, una compañera de escuela y yo cruzábamos un terreno desocupado en el pueblo de Portland. De pronto una niña de unos trece años de edad se enojó por algo sin importancia y comenzó a seguirnos amenazando con golpearnos. Nuestros padres nos habían enseñado que nunca debíamos discutir ni pelearnos con nadie; en cambio, nos habían dicho que si corríamos peligro de sufrir algún daño o maltrato, debíamos apresurarnos a volver al hogar. Y eso era precisamente lo que hacíamos en ese momento, lo más rápidamente posible. Pero la niña enojada también nos persiguió a todo correr con una piedra en la mano. En un momento volví la cabeza para ver a qué distancia venía nuestra perseguidora, y ella, precisamente en ese instante, arrojó la piedra alcanzándome de lleno en la nariz. El golpe me hizo caer al suelo desmayada. Cuando volví en mí me encontré en una tienda de artículos varios. Tenía la ropa cubierta de sangre que manaba abundantemente de la nariz y corría hasta el suelo. Una bondadosa persona a quien yo no conocía se ofreció para llevarme a casa en su coche tirado por caballos; pero yo, sin darme cuenta del estado de debilidad en que me encontraba, le dije que prefería caminar hasta mi hogar antes que ensuciarle el coche con sangre. Los espectadores, sin percatarse de la gravedad de mi herida, me permitieron actuar de acuerdo con mis deseos; pero tras haber recorrido sólo una corta distancia me sentí mareada y muy débil. Mi hermana gemela y mi compañera me llevaron a casa.
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No recuerdo nada de lo que sucedió durante cierto tiempo después del accidente. Mi madre dijo que durante tres semanas yo había vivido en un estado de sopor, inconsciente de lo que pasaba a mi alrededor. Nadie más, fuera de ella, creía que me recuperaría; pero por alguna razón ella presintió que yo viviría. Una bondadosa vecina que antes había mostrado mucho interés en mí, pensó en cierto momento que me iba a morir. Quería comprar un traje para vestirme para el funeral, pero mi madre le dijo: “Todavía no”, porque algo le decía que yo no moriría.
Cuando recuperé la conciencia tuve la impresión de que había estado dormida. No recordaba el accidente e ignoraba cuál era la causa de mi enfermedad. Después de recobrar algo mis fuerzas, sentí curiosidad al oír decir a los que venían a visitarme: “¡Qué lástima!” “No la hubiera reconocido”, y otras expresiones parecidas. Pedí un espejo, y después de mirarme en él quedé horrorizada al ver el cambio que se había realizado en mi apariencia. Habían cambiado todos los rasgos de mi cara. Al romperme el hueso de la nariz se había desfigurado mi rostro.
El pensamiento de tener que arrastrar mi desgracia durante toda la vida me resultaba insoportable. No veía cómo podría obtener placer alguno de una existencia como ésa. No deseaba vivir, y sin embargo temía morir, porque no estaba preparada. Los amigos que nos visitaban sentían lástima por mí, y aconsejaban a mis padres que entablaran juicio contra el padre de la niña que, decían ellos, me había arruinado. Pero mi madre prefería mantener una actitud pacífica. Dijo que si ese procedimiento legal pudiera devolverme la salud y el aspecto natural de mi rostro que había perdido, entonces ganaríamos algo al llevarlo a cabo; pero como tal cosa era imposible, era mejor no echarse encima enemigos al entablar una demanda judicial.
Algunos médicos dijeron que tal vez mediante un alambre de plata insertado en la nariz sería posible corregir la deformación. Ese procedimiento habría sido muy doloroso; temían, además, que los resultados no fueran satisfactorios; por otra parte, consideraban muy dudosa la posibilidad de que recuperara la salud debido a que había perdido tanta sangre y a que había experimentado un choque nervioso tan fuerte. Aunque llegara a revivir, sostenían los doctores, no viviría durante mucho tiempo. Había enflaquecido tanto que me encontraba reducida a piel y huesos.
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Por este tiempo comencé a orar a Dios y a pedirle que me preparase para la muerte. Cuando nuestros amigos cristianos venían de visita le preguntaban a mi madre si me había hablado acerca de la muerte. Yo escuchaba estas conversaciones y me sentía estimulada. Deseaba llegar a ser cristiana y oraba fervientemente pidiendo perdón por mis pecados. Como resultado experimenté gran paz mental, amé a todos y sentí grandes deseos de que todos tuvieran sus pecados perdonados y amaran a Jesús como yo lo amaba.
Recuerdo muy bien una noche de invierno en que todo estaba cubierto de nieve. De pronto el cielo se iluminó, se puso rojo y me dio la impresión de que se había airado, ya que parecía abrirse y cerrarse mientras la nieve se veía como si estuviera teñida de sangre. Los vecinos estaban espantados. Mi madre me llevó en sus brazos hasta la ventana. Me sentí feliz porque pensé que Jesús venía, y tuve grandes deseos de verlo. Mi corazón rebosaba de alegría, crucé las manos en ademán de éxtasis y pensé que se habían acabado mis sufrimientos. Pero mis esperanzas no tardaron en convertirse en amargo chasco, porque pronto el singular aspecto del cielo palideció y al día siguiente el sol salió como de costumbre.
Fui recuperando mis fuerzas con mucha lentitud. Más tarde, al participar nuevamente en los juegos con mis compañeras, me vi forzada a aprender la amarga lección de que nuestra apariencia personal con frecuencia influye directamente en la forma como nos tratan las personas con quienes nos relacionamos. Cuando me sucedió esta desgracia mi padre se encontraba en el Estado de Georgia. A su regreso, abrazó a mi hermano y mis hermanas, y preguntó por mí. Mientras mi madre me señalaba con el dedo, yo retrocedía tímidamente; pero mi propio padre no me reconoció. Le resultó difícil creer que yo fuera su pequeña Elena, a quien sólo pocos meses antes había dejado rebosante de salud y felicidad. Esto hirió profundamente mis sentimientos; pero traté de mostrarme exteriormente alegre, aunque tenía destrozado el corazón.
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En numerosas ocasiones en esos días de infancia me vi forzada a sentir profundamente mi infortunio. Mis sentimientos resultaban heridos fácilmente, lo que me hacía muy desdichada. Con frecuencia, con el orgullo herido, mortificada y de pésimo humor, me retiraba a un lugar donde pudiera estar sola y espaciarme en sombrías meditaciones acerca de las pruebas que estaba destinada a soportar diariamente.
No tenía a mi disposición el alivio de las lágrimas, porque no podía llorar con tanta facilidad como lo hacía mi hermana gemela; aunque sentía el corazón oprimido y me dolía como si se me estuviera destrozando, no era para mí posible derramar lágrima alguna. Con frecuencia sentía que un buen llanto contribuiría en gran manera a aliviarme de mis sufrimientos. Algunas veces la bondadosa simpatía de ciertos amigos hacía desaparecer mi melancolía y removía momentáneamente el peso de plomo que me oprimía el corazón. ¡Cuán fútiles y triviales me parecían los placeres terrenos en esas ocasiones! ¡Cuán inconstantes las amistades de mis jóvenes compañeras! Sin embargo, esas compañeritas de escuela no eran diferentes de la mayoría de la gente. Se sentían atraídas por un vestido hermoso o por una cara bonita, pero en cuanto sobrevenía un infortunio, se enfriaba o destruía la frágil amistad. Pero cuando me volvía hacia mi Salvador, él me consolaba y me proporcionaba solaz. Durante los momentos de dificultad que me afligían procuraba intensamente buscar a mi Señor, y él me daba consuelo. Sentía la seguridad de que Jesús me amaba aun a mí.
Parecía que mi salud había quedado irremediablemente afectada. No pude respirar por la nariz durante dos años, y asistí a la escuela sólo pocas veces. Al parecer era imposible para mí estudiar y recordar lo aprendido. La misma niña que había ocasionado mi desgracia fue nombrada monitora de la clase por nuestra maestra, y entre otros deberes tenía el de ayudarme en mis tareas escritas y en otras lecciones. Siempre se mostraba genuinamente apesadumbrada por el grave perjuicio que me había ocasionado, aunque yo tenía buen cuidado de no recordárselo. Me trataba con ternura y paciencia, y se mostraba triste y solícita al verme empeñada trabajosamente, afectada por serias desventajas, en obtener una educación.
Vivía en estado de postración nerviosa, debido a lo cual me temblaba la mano impidiéndome progresar en la escritura, ya que a duras penas podía hacer sencillos ejercicios con mala letra. Al esforzarme por aplicar la mente al estudio, veía juntarse las letras en la página, la frente se me llenaba de grandes gotas de transpiración y me sobrecogía un estado de debilidad y desvanecimiento. Tenía una tos persistente y todo mi organismo se encontraba debilitado. Mis maestras me aconsejaron que abandonara la escuela y no siguiera estudiando, hasta tanto mejorara mi salud. Fue la lucha más dura de mi joven vida llegar a la conclusión de que debía ceder a mi estado de debilidad, dejar de estudiar y renunciar a la esperanza de obtener una educación.
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Tres años después hice un nuevo intento de continuar mis estudios. Pero apenas hube comenzado, nuevamente se me deterioró la salud, y resultó evidente que si continuaba en la escuela sería a expensas de mi vida. No volví a la escuela después de los doce años de edad.
Había tenido grandes ambiciones de llegar a ser una persona instruida, y al reflexionar en mis esperanzas frustradas y en que sería inválida durante toda la vida, me rebelaba contra mi suerte, y en ocasiones me quejaba contra la providencia divina que permitía que yo experimentara tales aflicciones. Si hubiera compartido mis pensamientos con mi madre, ella me habría aconsejado, consolado y animado; pero oculté de mi familia y de mis amigos mis aflictivos pensamientos, porque temía que ellos no me comprendieran. Había desaparecido la gozosa confianza en el amor de mi Salvador que había experimentado durante la primera época de mi enfermedad. También se había frustrado mi perspectiva de disfrutar de las cosas del mundo, y parecía como si el cielo se hubiera cerrado contra mí.
Mi conversión
En marzo de 1840, Guillermo Miller visitó la ciudad de Portland, Maine, y dio su primera serie de conferencias acerca de la segunda venida de Cristo. Estas conferencias causaron gran sensación, por lo que la iglesia cristiana situada en la calle Casco, donde actuaba el Sr. Miller, se encontraba repleta todas las noches. En esas reuniones no había nada de agitación descontrolada, sino una profunda solemnidad que invadía las mentes de los que escuchaban sus conferencias. No sólo se manifestó un interés notable en la ciudad, sino también los que vivían en el campo acudían todos los días llevando sus canastos con comida para quedarse desde la mañana hasta la última reunión de la noche.
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Asistí a esas reuniones en compañía de mis amigas y escuché el asombroso anunció de que Cristo vendría en 1843, fecha que se encontraba a sólo pocos años en el futuro. El Sr. Miller explicaba las profecías con una exactitud que despertaba convicción en los corazones de sus oyentes. Hablaba ampliamente de los períodos proféticos y presentaba muchas pruebas en apoyo de su posición. Sus solemnes y enérgicas súplicas y amonestaciones para los que no se encontraban preparados mantenían fascinadas a las multitudes.
Se realizaron reuniones especiales en las que los pecadores tenían la oportunidad de buscar a su Salvador y prepararse para los tremendos acontecimientos que pronto sucederían. El terror y la convicción sobrecogieron a la ciudad entera. Se llevaron a cabo reuniones de oración y se produjo un despertar general entre las diversas denominaciones, porque todas experimentaron en mayor o menor grado la influencia emanada de la enseñanza de la proximidad de la venida de Cristo.
Cuando se invitó a los pecadores a pasar adelante y a ocupar los asientos especiales reservados para las personas con sentimientos de culpa y deseosas de recibir ayuda espiritual, cientos respondieron a las invitaciones, y yo, juntamente con los demás, me adelanté trabajosamente abriéndome paso entre la multitud y ocupé mi lugar con los que buscaban ayuda. Pero abrigaba en mi corazón el sentimiento de que nunca sería digna de ser llamada hija de Dios. La falta de confianza en mí misma y la convicción de que sería imposible hacer que otros comprendieran mis sentimientos, me impedía buscar consejo y ayuda de mis amigos cristianos. Debido a eso anduve extraviada innecesariamente en tinieblas y desesperación, mientras ellos, que no habían penetrado mi reserva, desconocían completamente cuál era mi verdadera condición.
Una noche mi hermano Roberto y yo volvíamos a casa después de asistir a la última reunión del día, luego de escuchar un sermón sumamente impresionante acerca del reino de Cristo que se aproximaba a este mundo, seguido de una fervorosa y solemne invitación a los cristianos y pecadores en la que se los urgía a prepararse para el juicio y la venida del Señor. Lo que escuché había agitado mis sentimientos. Mi sensación de culpabilidad era tan profunda que temía que el Señor no se compadecería de mí esa noche y no me permitiría llegar al hogar sin castigarme.
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Estas palabras continuaban resonando en mis oídos: “¡El día grande de Jehová está cercano! ¿Quién podrá estar en pie cuando él se manifieste?” El ruego que surgía en mi corazón era: “¡No me destruyas, oh Señor, durante la noche! ¡No me quites mientras permanezco en mis pecados, sino que ten piedad de mí y sálvame!” Por primera vez procuré explicar mis sentimientos a mi hermano Roberto, quien era dos años mayor que yo. Le dije que no me atrevía a descansar ni dormir hasta tener la seguridad de que Dios había perdonado mis pecados.
Mi hermano no contestó en seguida, y pronto comprendí cuál era la causa de su silencio; estaba llorando por simpatía con mi aflicción. Esto me animó a confiar más aún en él y a contarle que había deseado la muerte en los días cuando la vida me parecía ser una carga tan pesada que no podía llevarla. Pero ahora, el pensamiento de que podría morir en mi actual condición pecadora y perderme para la eternidad, me llenaba de terror. Le pregunté si él pensaba que Dios estaría dispuesto a perdonarme la vida durante esa noche, si yo la pasaba en angustiosa oración. Me contestó: “Estoy convencido que él lo hará si se lo pides con fe. Oraré por ti y por mí mismo. Elena, no olvides nunca las palabras que hemos escuchado esta noche”.
Después de haber regresado a casa, pasé la mayor parte de la noche en oración y lágrimas. Una razón que me inducía a ocultar mis sentimientos a mis amigos, era que temía escuchar palabras desalentadoras. Mi esperanza era tan tenue, y mi fe tan débil, que temía que si otra persona llegaba a expresar una opinión que concordara con la mía, eso me haría caer en la desesperación. Sin embargo, anhelaba que alguien me dijera qué debía hacer para ser salva, y cuáles pasos debía dar para encontrarme con mi Salvador y entregarme sin reservas al Señor. Consideraba un gran privilegio ser cristiana y sentía que eso requería un esfuerzo especial de mi parte.
Mi mente permaneció en esta condición durante meses. Usualmente asistía a las reuniones metodistas con mis padres; pero después de interesarme en la pronta venida de Cristo, había comenzado a asistir a las reuniones que se realizaban en la calle Casco.
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Mis padres asistieron el verano siguiente a las reuniones campestres de reavivamiento espiritual realizadas en Buxton, Maine, y me llevaron con ellos. Había tomado la firme resolución de buscar fervientemente al Señor en ese lugar, y obtener, si ello era posible, el perdón de mis pecados. Tenía en mi corazón el gran anhelo de recibir la esperanza cristiana y la paz producidas por el acto de creer.
Sentí mucho ánimo al escuchar en un sermón estas palabras: “Entraré a ver al rey” y “si perezco, que perezca”. El orador hizo referencia a los que vacilan entre la esperanza y el temor, anhelando ser salvos de sus pecados y recibir el amor perdonador de Cristo, y sin embargo manteniéndose en la duda y esclavitud debido a la timidez y al temor al fracaso. Aconsejó a tales personas que se entregaran a Dios y que confiaran sin tardanza en su misericordia. Encontrarían a un Salvador lleno de gracia, así como Asuero ofreció a Ester la señal de su favor. Lo único que se requería del pecador que temblaba ante la presencia de su Señor, era extender la mano de la fe y tocar el cetro de su gracia. Ese toque aseguraba el perdón y la paz.
Los que esperaban hacerse más dignos del favor divino antes de atreverse a reclamar para sí mismos las promesas de Dios, estaban cometiendo un error fatal. Únicamente Jesús limpia del pecado; sólo él puede perdonar nuestras transgresiones. El ha prometido escuchar la petición y contestar la oración de los que se allegan a él con fe. Muchos tenían la vaga idea de que debían realizar algún esfuerzo especial para ganar el favor de Dios. Pero toda dependencia de uno mismo es inútil. El pecador se convierte en hijo de Dios creyente y esperanzado, solamente relacionándose con Jesús mediante la fe. Estas palabras me reconfortaron y me dieron una idea de lo que debía hacer para alcanzar la salvación.
Después de eso empecé a ver con mayor claridad mi camino, y las tinieblas comenzaron a disiparse. Busqué definidamente el perdón de mis pecados y me esforcé para entregarme por completo al Señor. Pero con frecuencia sentía gran angustia mental porque no experimentaba el éxtasis espiritual que pensaba que sería la evidencia de mi aceptación por parte de Dios, y no me atrevía a considerarme convertida sin haberla tenido. ¡Cuán necesitada de instrucción estaba acerca de la sencillez de esto!
Mientras me encontraba postrada frente al altar con los demás que buscaban al Señor, las únicas palabras que brotaban de mi corazón eran: “¡Ayúdame, Jesús; sálvame porque perezco! ¡No dejaré de pedir hasta que escuches mi oración y perdones mis pecados!” Sentí como nunca antes mi condición necesitada y sin esperanza. Mientras me encontraba arrodillada y en oración, repentinamente desapareció mi angustia y sentí el corazón aligerado. Al comienzo me sobrecogió un sentimiento de alarma y procuré sumergirme nuevamente en la angustia. Me parecía que no tenía derecho a sentir gozo y felicidad. Pero sentía que Jesús estaba muy cerca de mí; tuve la sensación de que podía acudir a él con todas mis preocupaciones, infortunios y pruebas, así como los necesitados iban a él cuando estaba en este mundo. Experimenté la seguridad en mi corazón de que él comprendía mis pruebas peculiares y simpatizaba conmigo. Nunca olvidaré la admirable seguridad de la tierna compasión de Jesús por alguien tan indigna de ser tomada en cuenta por él. Aprendí más del carácter divino de Cristo en ese corto período cuando me encontraba postrada con los que oraban, que en cualquier tiempo pasado.
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Una piadosa hermana se acercó a mí y me preguntó: “Querida niña, ¿has encontrado a Jesús?” Estaba por contestarle positivamente, cuando ella exclamó: “¡Verdaderamente lo has encontrado, porque su paz está contigo, y puedo verlo en tu rostro!” Me pregunté repetidas veces: “¿Puede esto ser religión? ¿No estaré equivocada?” Me parecía algo sobremanera excelente para pretender poseerlo, y un privilegio demasiado elevado. Aunque era excesivamente tímida para confesarlo en público, sentí que el Salvador me había bendecido y perdonado.
La serie de reuniones concluyó poco después, por lo que regresamos a casa. Yo tenía la mente llena con los sermones, las exhortaciones y las oraciones que habíamos escuchado. Ahora parecía que todo había cambiado en la naturaleza. Las nubes y la lluvia habían predominado una buena parte del tiempo durante las reuniones, y mis sentimientos habían estado en armonía con el tiempo. En cambio ahora el sol brillaba con gran esplendor e inundaba la tierra con su luz y calor. Los árboles y la hierba eran de un verde intenso y el cielo tenía un azul más profundo. La tierra parecía sonreír bajo la paz de Dios. Así también los rayos del Sol de Justicia habían penetrado a través de las nubes y las tinieblas de mi mente y disipado la melancolía que había sentido durante tanto tiempo.
Tenía la sensación de que todos estaban en paz con Dios y animados por el Espíritu Santo. Todo lo que veía parecía haber experimentado un cambio. Los árboles eran más hermosos y los cantos de las avecillas más dulces que antes, y parecían alabar al Creador con sus trinos. No me atrevía a hablar, porque temía que con eso desapareciera la felicidad que sentía y se perdiera la preciosa evidencia del amor de Jesús hacia mí.